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POEMAS DE ÁNGELA FIGUERA AYMERICH

 

BEGOÑA

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA la muerte de una joven madre
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxque dejó tres niños.

Begoña, junco verde, rama erguida
en el dorado azul de tu verano,
tres veces llena de impaciente grano,
tres veces desdoblada y frutecida.

Te madrugó el amor pidiendo vida;
temprano amaneciste, mas fue en vano:
la muerte anduvo más, tendió su mano,
no hubo perdón. Temprana fuiste herida.

Tres juncos, hoy, tres ramas se levantan
sobre la misma tierra en que caíste.
Al ritmo de la sangre que les diste,

tres diminutos corazones cantan
y a la desnuda soledad del hombre
ciñen tu voz y el eco de tu nombre.

 

 

 

 

EXHORTACIÓN IMPERTINENTE
xA MIS HERMANAS POETISAS

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Carmen Conde

Porque, amigas, os pasa que os halláis en la vida
como en una visita de cumplido. Sentadas
cautamente en el borde de la silla. Modosas.
Dibujando sonrisas desvaídas. Lanzando
suspirillos rimados, como pájaros bobos.

Pero ocurre que el mundo se ha cansado de céfiros
aromados, de suaves rosicleres o lirios,
y de tantos poemas como platos de nata.

Levantaos, hermanas. Desnudaos la túnica.
Dad al viento el cabello. Requemaos la carne
con el fuego y la escarcha de los días violentos
y las noches hostiles aguzada de enigmas.
No os quedéis en el margen. Que las aguas os lleven
sobre finas arenas o afilados guijarros.
Que os penetren las sales. Que las zarzas os hieran.
Y, acerando la quilla, remontad la corriente
hacia el puro misterio donde el río se inicia.

Id al húmedo prado. Comulgad con la tierra
que se curva esponjada de infinitas preñeces,
y dejad que la vida poderosa y salvaje
os embista y derribe como un toro bravío
al caer sobre el anca de una joven novilla.

No queráis ignorar que el amor es un trance
que disloca los huesos y acelera las sienes;
y que un cuerpo viviente con delicia se ajusta
al contorno preciso donde late otro cuerpo.

No queráis ignorar que el placer es el zumo
de las plantas agrestes que se cortan con prisa;
y el pecado una línea que subraya de negro
lo brillante del goce.

No queráis ignorar que es el odio un cuchillo
de agudísimo corte que amenaza las venas;
y la envidia una torva dentadura amarilla
que nos muerde rabiosa cada fruta lograda.

No queráis ignorar que el dolor y la muerte
son dos hienas tenaces que nos pisan la sombra
y que el Dios de las cándidas estampitas azules
es un alto horizonte constelado de espantos
que en la oculta vertiente de los siglos aguarda.

Eva quiso morder en la fruta. Mordedla.
Y cantad el destino de su largo linaje
dolorido y glorioso. Porque, amigas, la vida
es así: todo eso que os aturde y asusta.

 

 

 

 

XAUEN

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx(En un día de lluvia
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx19 de febrero de 1955)

En blanco puro y en añil violento
—recóndita espiral de caracola—
dormida entre naranjos, quieta, sola,
sellada de ritual recogimiento.

Un aplomado cielo, un rudo viento
te mandan lluvia y lluvia de ola en ola
mientras los siglos muérdense la cola
girando en ti con ritmo soñoliento.

Sin casi verte, sin pisarte apenas,
bella me hieres, dulce me enajenas;
aunque me vaya, quedo entre tus muros

—larga chilaba y garbo de palmera—
gustando el dátil de tu primavera,
sorbiendo tu licor de ojos oscuros.

 

 

 

 

POETA PURO

Tras de tu ensueño quieres esconderte
haciéndote agorero de lo oscuro.
Tu labio es joven, tu decir maduro;
pero es la vida un vino rojo y fuerte.

Has de beberlo al fin o has de perderte;
y has de pisar sin miedo barro impuro
o, cuando creas verte más seguro,
te asombrará el tamaño de tu muerte.

Hombre serás si habitas con los hombres.
Ven a llamar las cosas por sus nombres;
no estés en soledad; entra en el coro.

Pon tierra, llanto y sangre en tu poesía;
rima tu canto con la luz del día
y se alzará más bello y más sonoro.

 

 

 

 

xxxxEN EL HOMENAJE A CARLOS ÁLVAREZ
QUE HA PUBLICADO UN LIBRO SIN CENSURA
xxxxxxxxxxxxxxEN DINAMARCA

Hoy, cuando se reúnen tus amigos,
querido Carlos, somos dos ausentes.
Ni estoy ni estás. Y, sin embargo, hablamos;
seguimos con la voz y la palabra;
(pues ya lo dijo Blas —punto redondo—
que la palabra nadie nos la quita).

Por eso, contra el viento y la marea,
salvando la distancia y otras cosas
mi voz se ha de escuchar cuando la tuya
ha dado a luz un hijo en Dinamarca.
Un hijo, un libro: enhorabuena, Carlos,
y un gran abrazo lleno de alegría
porque, al nacer un libro, nace un hombre,
nace un amor, una esperanza, un sueño,
nace una fuerza, una verdad, un mundo.

 

 

 

 

iA MIGUEL HERNÁNDEZ
MUCHOS AÑOS DESPUÉS

Todavía.
Ya ves Miguel, estamos todavía
en esta misma cárcel donde fuiste
ganándote la muerte día a día.
Por ella alzaste el vuelo y te evadiste
de la ruindad del plomo y de las rejas.
En ella te sembraste y te creciste.
Pájaro libre, vuelas y nos dejas
en este sacrosanto estercolero
donde las penas se nos hacen viejas.
Ya ves Miguel: el mismo carcelero;
la misma espuela hiriendo los ijares
del pueblo despojado y prisionero…

Rezamos día y noche tus cantares
para guardar el corazón entero…
¿Sabes tú el fin del odio y de las penas?
¡»Compañero del alma, compañero»!

 

 

 

 

A CARMEN CONDE, «MUJER SIN EDÉN»

Tú, Carmen Conde, sabes qué sepultados ojos
acechan horizontes del misterio celeste.
Tú sabes cómo el plomo pesa sobre la nube
y qué sucia cortina de telarañas cierra
las trémulas gargantas en profético trance.
Tú sabes que, a despecho de los lúcidos raptos,
setenta veces siete puertas sin cerradura
custodian el recinto de la Verdad. Y cantas.

Porque tú, desterrada del Jardín, sacudida
por la lluvia y el cierzo, calcinada por soles
implacables, doblada por antiguos cansancios,
con tus dos pies desnudos sobre piedras hostiles,
con tus manos ligadas por remotos decretos,
tenazmente deslindas tus caminos y buscas
aquel rayo sin sombra que brilló en el principio.

(Oh nostalgia del limpio Paraíso, del Hombre
recién hecho que hallaste respirando a tu lado
cuando flores y bestias se te daban sumisas.
Y tus hijos, tus únicos, tus auténticos hijos,
Caín y Abel doliéndote como dos llagas tórpidas
en la férvida carne.)

Tú, mujer en exilio, sumergida en mareas
seculares y amargas, no renuncias. Inquieres.
Tú, vencida, disuelta, resurrecta, juzgada,
clamas alto con grito de agudísimo vuelo
por tu amor, tu pecado, tu ignorancia y tu sino.

Porque Eva no sabía. La Serpiente sabía.
Dios sabía y callaba consintiendo. La fuerza
del Varón no detuvo ni cortó aquella mano.
Y la culpa fue nuestra. Nuestra culpa. Eso dicen.

 

 

 

Figuera Aymerich, Ángela. Obras completas. Madrid; Ed. Hiperión, 1999.

 

VIETNAM (Primeros Planos)

 

xixixVIETNAM
(Primeros Planos)

LOS VIEJOS

Vemos al yanqui con su presa:
un viejecito andrajoso
con los ojos vendados y las manos atadas
a la espalda. Le vemos vacilar. Va temblando.
No es de temor. Su cuerpo se estremece
de vejez y de ira; del cansancio infinito
que hace a sus huesos desecados,
apenas recubiertos por la carne,
crujir mientras se curvan
en un gesto engañoso
de humilde vencimiento.

¿Qué hicieron esos viejos? ¿De qué modo
lucharon? ¿Con qué fuerzas? ¿Con qué armas?
¿Por qué los atraparon, cómo, dónde?
Sólo se ve que están apenas vivos.
Despojo ruin; pavesa miserable
del continuado incendio de su vida.

El yanqui se retrata con su presa.
Pero en seguida descubrimos
que ese bigboy de metralleta al hombro
y un rubio cigarrillo entre los labios
no acierta a fabricarse la sonrisa
del vencedor. El yanqui tiene miedo.
Teme a esos viejos. Sabe
que tras los míseros harapos
en el hundido pecho ennegrecido,
se oculta un recio corazón gigante
con espoleta de odio inextinguible;
un explosivo extraño y peligroso.

 

 

LOS NIÑOS

En el Vietnam hay niños; nacen niños.
Traídos a la vida cada día
por la corriente irreprimible
del poderoso amor, confiadamente,
osadamente nacen. Son pequeños,
son dulces y dorados
como la piel del plátano maduro.
No saben nada; sólo
vivir. Y sólo quieren
vivir al sol, al beso y a la brisa;
beber amor por todos los sentidos;
comer, reír, llorar. Y enderezarse
como los tallos del arroz, primero;
luego, como los troncos de la selva.
Mirad y ved los niños aplastados,
acuchillados, rotos,
perforados, roídos
por el napalm; mirad sus carnes puras
llagadas hasta el hueso;
ved las vacías cuencas de sus ojos.
(El yanqui escribe a la familia
y manda besos a los pequeñines.)

 

 

LAS MADRES

Con esa carga dulce y tremenda del hijo
colgando de sus hombros o apretado en los brazos,
caminan, cruzan ríos, pantanos, espesuras.
Huyendo. Huyendo siempre sin saber hacia dónde.
Las vemos en refugios subterráneos,
en la profunda entraña de la selva,
por caminos desiertos
o en una casa en ruinas sin puerta ni tejado
cociendo un puñadito de arroz o dando el pecho.
Pero abrazando siempre, protegiendo incansables
el informe envoltorio donde asoma y reluce
como una perla oscura la carita del hijo.

Las vemos solas, mudas, con sus ojos abiertos,
opacos de dolor, interrogantes,
como esperando —¿qué?— dentro del caos.

Pero sus rostros tienen
un raro resplandor, cierta belleza
de signo sobrehumano donde late
una indomable voluntad de vida.

 

 

EL ARROZ

Hijo del sol, del agua, de la tierra,
de la amorosa mano del labriego,
el arroz atesora,
en diminutos granos de alma blanca,
sus mágicas virtudes.
El arroz es el puro
y humilde sacramento
con que el Vietnam comulga y se alimenta.

El yanqui lo contempla desdeñoso:
(¡comida de los monos amarillos!)
y en el Vietnam, matar es la consigna.
Matemos el arroz. Hagamos hambre.

Llegan las aves tronadoras
y el arrozal sagrado es destruido.

 

 

LA SELVA

La selva es un gigante de pies quietos,
con fuerza inmensa y miembros infinitos.
La selva tiene garfios y puñales.
Punza y araña; hiere y envenena.
La selva es una trampa con mil bocas
que succiona al intruso,
lo ablanda, lo digiere.

Pero la selva tiene entrañas
maternales y próvidas
para los hijos de su tierra
que la conocen y la aman.
La selva los acoge y los protege:
les brinda sendas sinuosas,
cien túneles secretos, escondrijos,
hondos e inextricables
laberintos que ocultan
en su interior los claros apacibles
como jardines bien cerrados.

La selva es vietnamita;
es vietcong, antiusa.
Hay que matar la selva.

Y así, bajo la lluvia ponzoñosa,
entre las llamas asesinas,
los árboles soberbios se estremecen,
sus ramas crujen, se desgajan
en dolorosas convulsiones;
las hojas se abarquillan y se funden
en opaca ceniza;
los troncos poderosos se convierten
en calcinados esqueletos.
¿Qué ha sido de aquel iris prodigioso
de flores y de pájaros?
¿Qué ha sido de las simples bestezuelas,
de las fieras rugientes,
de los animalitos diminutos,
del mundo que se arrastra y el que trepa?
Todo agoniza, todo se disuelve
en humo y brasa; en polvo dolorido.

Porque, en Vietnam, matar es la consigna.

 

 

 

Figuera Aymerich, Ángela. Obras completas. Madrid; Ed. Hiperión, 1999.

 

TOCO LA TIERRA. LETANÍAS.

 

HIJOS, ya veis: no tengo otras palabras;
insisto, insisto, insisto; verso a verso,
repito y enumero lo evidente,
lo que en los ojos se me clava a diario.
Y lo que está escondido bajo el lodo,
para que surja y brille, lo enumero.
Golpe tras golpe, digo lo que duele,
mi larga letanía: tierra, tierra;
dolor, dolor, dolor; España, España;
el hombre, el hombre, el hombre, el hombre, el hombre,
repito y clamo con el llanto al cuello.
Repito, vuelvo, sigo, en letanía:
la tierra, el mundo, España, el hombre, el hombre;
temor (y esclavitud); trabajo (y hambre);
codicia (y guerra); vida (y exterminio),
y amor, amor, amor que me calcina.
Y el pueblo, el pueblo, el pueblo; y los que nacen
desnudos, sucios, presos, condenados;
y amor, amor rabioso por las venas.
Y andar, andar, andar, seguir viviendo,
pisando tierra, sangre, huesos, ruinas
de España, España, España, sola y mártir.

No sé, no sé: la misma letanía
de siempre: amor, dolor, la tierra, el hombre…

No sé, no sé si ya querréis oírme,
decir amén, seguirme, acompañarme,
cuando, tocando tierra, rezo y firmo
mi larga letanía: manos duras,
sudor y fe, cansancio y esperanza;
pecado y Dios a cuestas; y el trallazo
del odio en los ijares. Letanía
de amor y de dolor para las noches.

Hijos, ya veis: soy vieja y me repito,
mas no quiero callarme ni morirme.
Quiero vivir, vivir en esta tierra
que beso y toco; estar a vuestro lado,
rezando —amor, dolor— mi letanía.

 

 

 

 

EN TIERRA ESCRIBO

Si, por amar la tierra, pierdo el cielo,
si no logro completa mi estatura
ni pongo el corazón a más altura
por no perder contacto con el suelo;

si no dejo a mis alas tomar vuelo
para escalar mi pozo de amargura
y olvido el resplandor de la hermosura
para vestir el luto de mi duelo,

es porque soy de tierra: en tierra escribo
y al hombre-tierra canto, que, cautivo
de su vivir-morir, se pudre y quema.

Mi reino es de este mundo. Mi poesía
toca la tierra y tierra será un día.
No importa. Cada loco con su tema.

 

 

 

 

NO QUIERO

No quiero
que los besos se paguen
ni la sangre se venda
ni se compre la brisa
ni se alquile el aliento.

No quiero
que el trigo se queme y el pan se escatime.

No quiero
que haya frío en las casas,
que haya miedo en las calles,
que haya rabia en los ojos.

No quiero
que en los labios se encierren mentiras,
que en las arcas se encierren millones,
que en la cárcel se encierre a los buenos.

No quiero
que el labriego trabaje sin agua,
que el marino navegue sin brújula,
que en la fábrica no haya azucenas,
que en la mina no vean la aurora,
que en la escuela no ría el maestro.

No quiero
que las madres no tengan perfumes,
que las mozas no tengan amores,
que los padres no tengan tabaco,
que a los niños les pongan los Reyes Magos
camisetas de punto y cuadernos.

No quiero
que la tierra se parta en porciones,
que en el mar se establezcan dominios,
que en el aire se agiten banderas,
que en los trajes se pongan señales.

No quiero
que mi hijo desfile,
que los hijos de madre desfilen
con fusil y con muerte en el hombro;
que jamás se disparen fusiles,
que jamás se fabriquen fusiles.

No quiero
que me manden Fulano y Mengano,
que me fisgue el vecino de enfrente,
que me pongan carteles y sellos,
que decreten lo que es poesía.

No quiero
amar en secreto,
llorar en secreto,
cantar en secreto.

No quiero
que me tapen la boca
cuando digo NO QUIERO.

 

 

 

 

CREO EN EL HOMBRE

Porque nací y parí con sangre y llanto;
porque de sangre y llanto soy y somos,
porque entre sangre y llanto canto y canta,
creo en el hombre.

Porque camina erguido por la tierra
llevando un cielo cruel sobre la frente
y el plomo del pecado en las rodillas,
creo en el hombre.

Porque ara y siembra sin comer el fruto
y forja el hierro con el hambre al lado
y bebe un vino que el sudor fermenta,
creo en el hombre.

Porque se ríe a diario entre los lobos
y abre ventanas para ver los pinos
y cruza el fuego y pisa los glaciares,
creo en el hombre.

Porque se arroja al agua más profunda
para extraer un náufrago, una perla,
un sueño, una verdad, un pez dorado,
creo en el hombre.

Porque sus manos torpes y mortales
saben acariciar una mejilla,
tocar el violín, mover la pluma,
coger un pajarillo sin que muera,
creo en el hombre.

Porque apoyó sus alas en el viento,
porque estampó en la luna su mensaje,
porque gobierna el número y el átomo,
creo en el hombre.

Porque conserva en un cajón secreto
una ramita, un rizo, una peonza
y un corazón de dulce con sus letras,
creo en el hombre.

Porque se acuesta y duerme bajo el rayo
y ama y engendra al borde de la muerte
y alza a su hijo sobre los escombros
y cada noche espera que amanezca,
creo en el hombre.

 

 

 

 

EL DÍA QUE ME MUERA

El día que me muera
no quiero el llanto al uso ni las flores
cortadas al efecto ni los cirios
de lento gotear en los sufragios.
No quiero el luto inútil de las ropas
ni las miradas tristes ni el silencio
ni el ramo de laurel correspondiente.
No quiero que la vida se detenga
cual si algo extraño hubiera sucedido
y el mundo ya no fuera como antes.

El día que me muera,
quiero que todo viva y continúe:
que broten flores en los mismos sitios,
que corra el agua por la misma acequia,
que los amantes trencen sus abrazos,
que nazca un niño en el portal de enfrente,
que mi vecino vaya a la oficina,
que los obreros entren en la fábrica,
que salgan a la mar los pescadores,
que las mujeres vuelvan de la compra
con un ramo de acelgas en el brazo;
que el labrador entierre su semilla
cuando amanezca el sol y el estudiante
cierre sus libros cuando el sol se ponga;
que se oigan las sirenas de los buques,
los golpes del martillo, los motores,
las voces de los niños en el patio,
los ruidos de la calle, los jilgueros.

Y quiero que, a la hora de costumbre,
los míos se reúnan en la mesa,
partan el pan y cambien la sonrisa.

Que mis amigos beban unos chatos
y escriban un poema por la noche.

 

 

 

Figuera Aymerich, Ángela. Obras completas. Madrid; Ed. Hiperión, 1999.

 

VISPERA DE LA VIDA & BELLEZA CRUEL

 

VÍSPERA DE LA VIDA

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxHay que tener el recuerdo de alaridos
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxde mujeres en parto…
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxEs necesario haber estado al lado
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxde moribundos…
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxRainer Maria Rilke

Aguarda aún. Detente. Nada sabes.
Aún yaces en la víspera. No sueñes.
No cantes. No te llegues a las copas
de vino y llanto. No ardas en la ira.
No admires. No aborrezcas. No idolatres.
No toques las espinas ni las rosas.
No vueles con los pájaros. No sigas
la estela de los peces por el río.

No juzgues. No perdones. No condenes.
Aguarda, que aún no sabes, aún no has visto.

Acércate a una madre en el instante
de desgarrarse, distendida, rota
en un terrible chorrear de gritos,
de sangre, de sudor, de íntimos jugos
que corren brutalmente, macerando,
tundiendo, dilatando sin clemencia
las fibras más sensibles, sacudiendo
del arraigado tallo el fruto vivo
para lanzarlo, desprendido y solo,
por el herido cauce a la intemperie.
Escucha el alarido que, infrahumano,
tuerce los labios de la madre abierta
y pone al hijo exento ante los ojos:
Pella de carne informe, sucia, blanda,
con húmedo calor de entraña. Escucha
ese primer vagido con que el hombre
estrena el aire y se proclama cierto.
Inclínate. Con reverentes manos
la vida nueva toca. Luego vete.
Acércate a la turbia encrucijada
donde la muerte solapada obtiene
la segura victoria
de su callada, sórdida paciencia.
Mira la lucha inútil, degradante,
de lo que fuera un hombre y es apenas
res acabada, corroído fruto,
carroña anticipada que palpita.
Mira rodar abandonadas gotas
por el talud helado de la frente.
Mira los ojos cómo se desnudan
de todo su paisaje y desconocen
los próximos contornos y se ahondan
en pozos profundísimos abiertos
hacia el macizo espanto sin perfiles.
Mira los labios desteñidos, sucios
de salivas amargas
y escucha en ellos, lento, sibilante
el último jadeo de la vida
que los pulmones, ya sin ritmo, expelen.
Toca la rigidez y el frío donde
hubo un contacto cálido y suave.
Y junto a ese trágico puñado
de mísera materia que persiste,
pregúntale, pregúntate a ti mismo,
qué aguarda, qué ha perdido, qué conserva,
qué signo monstruoso desentraña
su terca permanencia sin sentido.

Vete después, sumérgete de lleno
en la vital corriente de tus días.

 

 

 

 

NADIE SABE

Abre tus ojos anchos al asombro
cada mañana nueva y acompasa
en místico silencio tu latido
porque un día comienza su voluta
y nadie sabe nada de los días
que se nos dan y luego se deshacen
en polvo y sombra. Nadie sabe nada.

Pisa la tierra, vierte la simiente,
coge la flor y el fruto: sin palabras,
pues nadie sabe nada de la tierra
muda y fecunda que, en silencio, brota,
y nadie sabe nada de las flores
ni de los frutos ebrios de dulzura.

Mira la llamarada de los árboles
bebiéndose lo azul; contempla, toca
la piedra inmóvil de alma intraductible
y el agua sin contornos que camina
por sus trazados cauces, ignorándolos.
Sueña sobre ellos. Sueña. Sin decirlo.
Pues nadie sabe nada de los árboles
ni de la piedra ni del agua en fuga.

Mira las aves altas, desprendidas,
limando el sol al golpe de sus alas;
toma del aire el trino y el gorjeo,
pero no quieras traducir su ritmo,
pues nadie sabe nada de los pájaros.

Mira la estrella, vuela hasta su altura,
toma su luz y enciéndete la frente,
pero ni inquieras su remoto arcano
pues nadie sabe nada de la estrella.

Besa los labios y los ojos; goza
la carne del amante sazonada
secretamente para ti; acomete
con decisión humilde la tarea
del imperioso instinto: crece en ramas,
mas nada digas del tremendo rito
pues nadie sabe nada de los besos
ni del amor ni del placer, ni entiende
la ruda sacudida que nos pone
el hijo concluido entre los brazos.

Clama sin grito, llora sin estruendo
pues nadie sabe nada de las lágrimas.

Vete a hurtadillas. Con discreto paso.
Traspasa quedamente la frontera.
Pues nadie sabe nada de la muerte.

 

 

 

 

DESARMADA

¿Qué golpe de ola, qué batir de viento,
qué nube de tormenta o parto oscuro
me colocó en la orilla, tan desnuda?

Tiemblo en mis huesos frágiles; me veo
las manos como vainas sin cuchillo,
los labios como lirios desmayados,
la frente desolada, el pecho abierto,
los pies descalzos y los ojos turbios
de sueños y de lágrimas inútiles.

Yo quiero espinas, quiero garras, quiero
algún veneno amargo y corrosivo;
alas abiertas, dardos aguzados
o veloces pezuñas.

Quiero raíces hondas, ramas altas,
cauce y muralla, brújula y refugio.

Quiero saber, poder, llegar, quedarme,
quiero sentirme cierta, suficiente,
llena, completa, inapresable, mía…

Y soy una mujer. Apenas algo.
Carne desnuda, sola, desarmada.

 

 

 

 

BELLEZA CRUEL

Dadme un espeso corazón de barro,
dadme unos ojos de diamante enjuto,
boca de amianto, congeladas venas,
duras espaldas que acaricie el aire.
Quiero dormir a gusto cada noche.
Quiero cantar a estilo jilguero.
Quiero vivir y amar sin que me pese
ese saber y oír y darme cuenta;
este mirar a diario de hito en hito
todo el revés atroz de la medalla.
Quiero reír al sol sin que me asombre
que este existir de balde sobreviva,
con tanta muerte suelta por las calles.

Quiero cruzar alegre entre la gente
sin que me cause miedo la mirada
de los que labran tierra golpe a golpe,
de los que roen tiempo palmo a palmo,
de los que llenan pozos gota a gota.

Porque es lo cierto que me da vergüenza,
que se me para el pulso y la sonrisa
cuando contemplo el rostro y el vestido
de tantos hombres con el miedo al hombro,
de tantos hombres con el hambre a cuestas,
de tantas frentes con la piel quemada
por la escondida rabia de la sangre.

Porque es lo cierto que me asuste verme
las manos limpias persiguiendo a tontas
mis mariposas de papel o versos.

Porque es lo cierto que empecé cantando
para poner a salvo mis juguetes,
pero ahora estoy aquí mordiendo el polvo,
y me confieso y pido a los que pasan
que me perdonen pronto tantas cosas.

Que me perdonen esta miel tan dulce
sobre los labios, y el silencio noble
de mis almohadas, y mi Dios tan fácil
y este llorar con arte y preceptiva
penas de quita y pon prefabricadas.

Que me perdonen todos este lujo,
este tremendo lujo de ir hallando
tanta belleza en tierra, mar y cielo,
tanta belleza devorada a solas,
tanta belleza cruel, tanta belleza.

 

 

 

 

LIBERTAD

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxCrecieron así seres de manos atadas.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxEmpédocles.

A tiros nos dijeron: cruz y raya.
En cruz estamos. Raya. Tachadura.
Borrón y cárcel nueva. Punto en boca.

Si observas la conducta conveniente,
podrás decir palabras permitidas:
invierno, luz, hispanidad, sombrero.
(Si se te cae la lengua de vergüenza,
te cuelgas un cartel que diga «mudo»,
tiendes la mano y juntas calderilla.)

Si calzas los zapatos según norma,
también podrás cruzar a la otra acera
buscando el sol o un techo que te abrigue.

Pagando tus impuestos puntualmente,
podrás ir al taller o a la oficina,
quemarte las pestañas y las uñas,
partirte el pecho y alcanzar la gloria.

También tendrás honestas diversiones.
El paso de un entierro, una película
de las debidamente autorizadas,
fútbol del bueno, un vaso de cerveza,
bonitas emisiones de la radio
y misa por la tarde los domingos.

Pero no pienses «libertad», no digas,
no escribas «libertad», nunca consientas
que se te asome al blanco de los ojos,
ni exhale su olorcillo por tus ropas,
ni se te prenda a un rizo del cabello.

Y, sobre todo, amigo, al acostarte,
no escondas «libertad» bajo tu almohada
por ver si sueñas con mejores días.
No sea que una noche te incorpores
sonambulando «libertad», y olvides,
y salgas a gritarla por las calles,
descerrajando puertas y ventanas,
matando los serenos y los gatos,
rompiendo los faroles y las fuentes,
y el sueño de los justos, porque entonces,
punto final, hermano, y Dios te ayude.

 

 

 

 

BALANCE

Es hora de echar cuentas. Retiraos.
Dejad ese bullicio del paseo,
la mesa del café, la santa misa,
y el bello editorial de los periódicos.
Entrad en vuestra alcoba. Echad la llave.
Quitaos la corbata y la careta,
iluminad el fondo del espejo,
guardad el corazón en la mesilla,
abríos las pupilas y el costado.
Poneos a echar cuentas, hijos míos.

Tú, invicto general de espuela y puro,
echa tus cuentas bien, echa tus cuentas.
Toma tus muertos uno a uno, ciento
a ciento, mil a mil, cárgalos todos
sobre tus hombros y desfila al paso
delante de sus madres.

Y tú, ministro, gran collar, gran banda
de tal y cual, revisa, echa tus cuentas.
Saca tu amada patria del bolsillo
como un pañuelo sucio sin esquinas.
Extiéndelo y sonríe a los fotógrafos.

Y tú, vientre redondo, diente astuto,
devorador del oro y de la plata,
señor de las finanzas siderales,
echa tus cuentas bien, echa tus cuentas,
púrgate el intestino de guarismos
y sal si puedes que te dé la lluvia.

Tú, gordo y patriarcal terrateniente
esquilador de ovejas y labriegos.
Tú, cómitre del tajo y la galera,
azuzador de brazos productivos.
Tú, araña del negocio. Tú, pirata
del mostrador. Y tú, ganzúa ilustre
de altos empleos, ávida ventosa
sobre la piel más débil, echa cuentas,
medita y examínate las uñas.

Y tú, señora mía y de tu casa,
asidua del sermón y la película,
tú, probo juez de veinte años y un día,
tú, activo funcionario de once a doce,
y tú muchacha linda en el paseo;
tú, chico de familia distinguida
que estudias con los Padres y no pecas.
Y tú poeta lírico y estético,
gran bebedor de vino y plenilunios,
incubador de huevos de abubilla
en los escaparates fluorescentes,
sumad, restad, haced vuestro balance,
no os coja el inventario de sorpresa.

Tú no, pueblo de España escarnecido,
clamor amordazado, espalda rota,
sudor barato, despreciada sangre,
tú no eches cuentas, tienes muchas cifras
de saldo a tu favor. Allá en tu día,
perdónanos a todas nuestras deudas,
a todos en tu nombre
y hágase al fin tu voluntad
así en España como en el cielo.

 

 

 

 

ETCÉTERA

El padre trabajaba en la mina
La madre trabajaba por las casas.
El chico andaba por la calle
aprendiendo buena conducta.

Al filo de la noche los tres juntos
alrededor del jarro y de la sopa.
El padre en su legítimo derecho,
tomaba para sí la mejor parte.
La madre daba al chico de lo suyo.
El chico lo sorbía y terminaba
pidiendo chocolate y mandarinas.
El padre le pegaba cuatro gritos
(siempre bebía al fin más de la cuenta)
y luego echaba pestes del gobierno
y luego se acostaba con las botas.

El chico se dormía sobre el codo.
La madre lo acostaba a pescozones
y luego abría el grifo y renegaba,
qué vida, Dios, fregando los cacharros,
y luego echaba pestes del marido
y luego le lavaba la camisa
y luego se acostaba como es justo.

Muy de mañana al día siguiente
el padre bajaba a los pozos,
la madre subía a las casas,
el chico salía a la calle.
Etcétera, etcétera, etcétera.

(No sé por qué empecé a contarlo.
Es una historia fastidiosa
y todos saben cómo acaba.)

 

 

 

 

SAN POETA LABRADOR

Yo era poeta labrador.
Mi campo era amarillo y áspero.
Todos los días yo sudaba
y lloraba para ablandarlo.
Tras de los bueyes, lentos, firmes,
iba la reja de arado.
Mis surcos eran largos, hondos.
(Mis versos eran hondos, largos.)
Por el otoño lo sembraba
sin desmayar, año tras año.
Iba un puñado de belleza
por cada puñado de grano.
Y un puñadito de verdad.
(Esto sin que lo viera el amo.)

Año tras año lo segaba
bajo los fuegos del verano:
de hambre y dolor era la siega,
de hambre y de dolor y desengaño.
Por san poeta labrador,
a mediados del mes de mayo,
cuando en la Iglesia Catedral
arden las velas del milagro,
me arrodillé sobre la piedra
antes de que cantara el gallo
y estuve así, reza que reza,
la frente humilde, en cruz los brazos.
A Dios el Padre, a Dios el Hijo
y a Dios el Espíritu Santo,
con toda urgencia les pedía
que nos echaran una mano.

Pedía por todos los buenos,
por los que dicen que son malos.
Por los sordos con buen oído,
y por los ciegos de ojos sanos.
Por los soldaditos de plomo
y por el plomo de los soldados.
Por los de estómago vacío
y por los curados de espanto.
Por los niños del culo al aire
y por las niñas de ojos pasmados.
Por las madres de pechos secos
y por los abuelos borrachos.
Por los caídos en la nieve,
por los quemados del verano,
por los que duermen en la cárcel,
por los que velan en el páramo,
por los que gritan a los vientos,
por los que callan asustados,
por los que tienen sed y esperan
y por los desesperanzados.
Ardientemente, largas horas,
estuve así pidiendo, orando.

Con las rodillas desolladas,
sabor a incienso en mis labios,
yo, San Poeta Labrador,
cuando ya el Sol estaba en alto,
salí en el nombre de Dios Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo,
con ojos anchos de esperanza,
salí al encuentro del milagro.
(Ángeles a la tarea
sobre mi tierra arando, arando.
Bajo la sombra de sus alas,
altas espigas, rubio grano.
Pan de justicia para todos.
Amor y paz desenterrados.)
Miré. Miré. Los ángeles no estaban.
Inmóviles los bueyes, solo el campo.

Dejé secar la sangre en mis rodillas.
Miré de frente y empuñe el arado.
 

 

 

VEINTE AÑOS

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA mi hijo

Muchachos, torres, álamos rectamente creciendo,
cuajando reciamente, modelándose firmes;
rompiendo las cortezas, desclavando ventanas.
Muchachos, hijos míos, a vuestros veinte años,
yo vieja, yo cansada, yo madre, me dirijo.

Al fin, tengo que hablaros, muchachos, hijos todos
nacidos de mi entraña,
nacidos en el fuego y en la sangre y en la pólvora
una noche sin sueño cuando mi hijo nacía.
Nacía con vosotros,
lloraba con vosotros un profético llanto
sobre una tierra triste ya cebada de lágrimas;
caía con vosotros en medio de la herida
de España, en los escombros de sus bellas ciudades,
para dormir un sueño de metralla sin pájaros
en una frágil cuna que cercaban las hienas.

Hoy he de hablaros, hijos, porque tenéis veinte años,
la frente ya muy lejos del suelo, el pulso ardiente,
los ojos y los sueños poblados de muchachas,
y las mejillas ásperas y los pies decididos.
(Yo sola sé, no importa, que aún queda una blandura,
un dulce olor de madre que os ciñe la garganta.
Pero qué bellas manos, tan de hombre ya, tan hechas,
tan ávidas, tan duras. Y tan nuevas y limpias.)

No puedo esperar más. Porque ya es hora
de que sepáis. Y yo voy a morirme,
voy a morirme cualquier día.
De aquello (y de callarlo) y de esto (y de decirlo)
y de mi corazón atragantado
a fuerza de penosas digestiones,
tabletas de aspirina y cocacola,
aire acondicionado por las calles,
hambre en la tierra y Dios en las alturas.

Podéis creer que lo he pensado mucho,
que lo he llorado mucho antes de hablaros.
Han sido largos años de morderse
los puños y la lengua, mucho tiempo
de comulgar con ruedas de molino,
de comulgar con ruedas de poesía
a diario y a sabiendas. Tantas penas,
tantas jornadas fueron necesarias
acumulando sangre gota a gota,
para lograr exacta la medida
de un hombre y ver colmada su estatura.
Ya estáis aquí. Mirándoos, amanece
sobre las aguas del dolor antiguo.

No, no os diré de aquello: (la ignominia,
la destrucción, la muerte), cuando observo
el puro resplandor de vuestras manos.
No,no os diré del odio y la venganza.
De cada niño muerto aquella noche
no renació ningún fusil con ojos.
Salieron vuestras manos, esas manos
con uñas y con palmas tan viriles.

Ponedlas a la obra. Alegremente.
Tomad en ellas pronto la herramienta
que es mucha la labor y es vuestra hora.
Las manos de los jóvenes del mundo
están alzando a pulso las montañas.
Uníos. Trabajad hombro con hombro.
Mirad hacia adelante. Haced camino.
Las sendas enlodadas ya no sirven.

Dejad que las podridas estructuras
se caigan sobre el débil y el cobarde.
Muera el chacal, la zorra, el cuervo, el buitre,
si os salen al encuentro y os detienen.
Arrinconad banderas desteñidas,
los libros de la Historia apolillados,
las bellas etiquetas de colores
de tantos analgésicos. Quitaos
el plomo que os cayó sobre las cejas.

Dejadlo todo atrás. Para nosotros
quedó la infamia, el látigo, el grillete.
Nosotros ya secamos nuestras venas,
quemamos nuestros pies y nuestras manos
y hay demasiada hiel en nuestras bocas.

Vosotros, no. Vosotros, adelante.
Tenéis la mano a punto y la esperanza.
Inaugurad el tiempo de la viña,
del pan y de la miel y la paloma.
Pronto: sumad esfuerzos al esfuerzo,
vida a la vida. Fecundad la tierra,
andad el mar, volad sobre la nube.
Pasad sobre las ruinas. Olvidadnos
si, muertos, enterramos nuestros muertos.
Sed sanos, libres, justos y tenaces.
Labrad, edificad, haced España.
España en paz y gracia de trabajo.
España a hechura y semejanza vuestra,
nacida limpia, madurada al viento,
muchachos, hijos míos, ya tan hombres,
los que cumplís veinte años este día.

 

 

 

 

HOMBRE NACIENTE

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxPido la paz y la palabra.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxBlas de Otero

Prepárame una cuna de madera inocente
y pon bandera blanca sobre su cabecera.

Voy a nacer. Y, desde ti, mi madre,
pido la paz y pido la palabra.

Pido una tierra sin metralla,enjuta
de llanto y sangre, limpia de cenizas,
libre de escombros. Saneada tierra
para sembrar a pulso la simiente
que tengo entre mis dedos apretada.

Pido la paz y la palabra. Pido
un aire sosegado, un cielo dulce,
un mar alegre, un mapa sin fronteras,
una argamasa de sudor caliente
sobre las cicatrices y fisuras.

Pido la paz y pido a mis hermanos
los hijos de mujer por todo el mundo
que escuchen esta voz y se apresuren.
Que se levanten al rayar el día
y vayan al más próximo arroyuelo.
Laven allí sus manos y su boca,
se quiten los gusanos de las uñas,
saquen su corazón que le dé el aire,
expurguen sus cabellos de serpientes
y apaguen la codicia de sus ojos.

Después, que vengan a nacer conmigo.
Haremos entre todos cuenta nueva.
Quiero vivir. Lo exijo por derecho.
Pido la paz y entrego la esperanza.

 

 

 

Figuera Aymerich, Ángela. Obras completas. Madrid; Ed. Hiperión, 1999.

 

EL CIELO

 

EL CIELO

Colegas queridísimos, estetas defensores
del pájaro y la rosa y el mundo está bien hecho
etcétera, y cantemos al cielo en primavera
porque es azul y estalla la gracia y la poesía,
amigos y enemigos, es cierto, estáis sobrados
de sólidas razones. Seguir vuestro camino
acaso lograría salvarme de estas cosas.
De tantos anatemas comiéndose mis versos.
Pensándolo, es loable. El cielo azul tan lindo.
El cielo bondadoso de Dios y de sus ángeles.
Precioso. Pero, amigos, decidme, por los clavos
de Cristo, por los clavos del hombre, ¿estáis seguros?
¿Creéis que un bello cielo nos cubre todavía?
¿Aún brilla luminoso sobre el cieno?
¿Y sigue siendo alegre sobre el llanto?
¿Y sigue siendo azul sobre la sangre?
Yo, así, lo cantaría con toda unción. Palabra.
Con versos bien rimados, para dormir tranquila
sabiendo que tenía mi puesto asegurado
en las Antologías del Arte más conspicuo.
Pero es casi imposible. Pues yo no veo el cielo.
No acierto a verlo, hermanos, desde hace largas fechas.
Desde hace mucho llanto me falta de los ojos.
Porque no puede verse vuestro cielo perfecto
desde un mundo entoldado con las nubes más hoscas.
Y no puede mirarse con la espalda doblada.

Ni se goza su lumbre con la nuca partida.
No puede verse el cielo con el pecho quemado
en la boca del horno,
ni se ven sus fulgores con los párpados sucios
del sudor más espeso,
ni su luz nos alcanza tanteando en las simas
de las cuencas mineras,
ni podemos mirarlo retirando las redes
con la sal en los ojos.

No es posible encontrarlo a través de la efigie
coronada de gloria del tirano sangriento,
ni se encuentra en las togas de los negros fiscales
ni en el frío destello de los sables de gala
en los bellos desfiles,
ni durmiendo en la iglesia mientras suenan las preces
por los fieles difuntos.

No se llega hasta el cielo desde tantas prisiones,
desde tantos cuarteles con sargentos y piojos,
desde tantas escuelas con los bancos helados,
desde tantos lugares con letreros que dicen:
se prohíbe la entrada.

No puede verse el cielo desde el fondo del cáncer,
desde el fondo más hondo del infierno más negro,
desde el fondo de todos los que están en el fondo,
los que son tierra sucia que pisáis sin mirarla
cuando vais extasiados por las líricas nubes.

 

 

 

Figuera Aymerich, Ángela. Obras completas. Madrid; Ed. Hiperión, 1999.

 

MIEDO

diciembre 25, 2018 Deja un comentario

 

MIEDO

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxTambién yo tendría miedo de los ángeles.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxSon demasiado puros para mí.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxErnst Wiechert

Señor, guarda tus ángeles contigo.
Son demasiado puros para mí. Me dan miedo.
No pesan. No vacilan. Tienen cuerpos sin hambre,
sin fiebre, sin lujuria. Pies que no dejan huella.
Labios sin sed que saben tu palabra.
Sus ojos que no lloran son atroces.
En sus cándidas manos
llevan cálices, palmas, incensarios, coronas,
pavorosas espadas con el filo candente.

Me dan miedo tus ángeles. Los pienso luminosos.
Terribles de pureza. Crueles de hermosura.
Impávidos, ungidos por suavísima sangre.
Sus alas sobre todo, sus alas, ¿te das cuenta,
Señor que me soldaste los pies a esta montaña,
de cómo me dan miedo sus alas poderosas?
Y Tú, que me humillaste la frente con ceniza,
¿no ves cómo me espantan sus frentes inmortales?

Te alabo por tus ángeles, Señor, pero los temo.
Consérvalos contigo. Son tus pájaros, cantan
en tu oído el hosanna de la dicha perfecta.
Te rodean y giran decorando tu gloria.
Movilizan la brisa que perfuma tu trono.
Pero Tú solo puedes contemplarlos sin miedo.
Sólo Tú disciplinas sus magníficas huestes.
Me dan miedo tus ángeles. Si yo encontrara alguno,
Si un día, al despertarme,
lo viera intacto y fúlgido a los pies de mi cama,
yo carne castigada, llorosa podredumbre,
pecado repetido hacia la muerte,
tendría que clavarme las uñas en los ojos.

 

 

 

Figuera Aymerich, Ángela. Obras completas. Madrid; Ed. Hiperión, 1999.

 

LOS DÍAS DUROS

diciembre 22, 2018 Deja un comentario

 

LOS DÍAS DUROS

No. Ya no puedo estar, como solía,
oculta en matorral de madreselvas,
de musgo delicado, de jazmines
que perfumaban la ilusión precisa
de mi vivir aparte, preservada.

No puedo deslizarme por el fácil
canal de los ensueños sin escollo
con los alegres ojos enfocados
a un horizonte matizado en rosa.

Bien lo sabéis cómo era yo de tierna.
Cómo canté mi arcilla y mis claveles.

Cómo broté la luz y la sonrisa.
Cómo me di a la lluvia y a los vientos
y al fuego del varón y a la tarea
de concebir y de alumbrar con grito.

Siempre extasiada en descuidado gozo
como una niña al borde del sendero.

Hoy ya no puedo. He de salir. Alzarme
sobre mi dócil barro femenino.

Gritar hacia las cosas que me gritan
con labios erizados, con garganta
hostil y azuzadora.

Los días duros, agrios, se levantan
como árida montaña. Hay que treparlos
en puro afán, dejando bien ceñida
a su áspero contorno, viva, roja,
la hiedra de la sangre derramada.

Hay que vivir a pulso los minutos
sin rémora, sin miedo, cabalgando
en la delgada arista del presente.

Ya no es escudo el hijo entre los brazos.
Ya no es sagrado el seno desbordante
de generoso jugo, ni nos sirven
los rizos de blasón, ni nos protege
la condecoración de la sonrisa.
Está la miel, pero la miel no basta.
Ni el espejuelo sabio de los ojos.
Ni el círculo encantado que trazaron
siglos atrás en torno a la belleza.

Hoy nuestra vida, violenta, astuta,
avanza con estruendo de motores
de cientos, de millares de caballos
armados de pezuñas aceradas
bajo las cuales se hacen imposibles
frágiles vidrios y delgada hierba.

Inútil es la huida y el gemido.

Hay que luchar, rugir, sincronizarse
con el compás terrible de los hechos.

Crujir, arder, vibrar, abrir los ojos
con osadía firme y suficiente.

Temblar la fibra más sensible y mansa
de nuestros nervios y forjarlas en hojas
de inquebrantable filo.

Hay que afianzar rotundos rompeolas
en este mar de trombas y huracanes.

A la embestida seca de los machos
que olvidan la pulida reverencia,
la rosa, el madrigal y aquellos besos
en el extremo de la mano esquiva,
hay que oponer lo recio femenino.
El sexo puro, leal, íntegro, casto
a fuerza de arrancar viejas guirnaldas
de trapo con olor de hipocresía.

Ya no podemos acunar la débil
carne del hijo en un regazo tibio
de raso y plumas: Hay que sostenerla
con fuertes manos, apoyarla adrede
en el inquieto suelo, preparando
con firme decisión su andar futuro.

Los días duros se abren a mi quilla.
He de marchar por ellos renovada.

No mataré mi risa ni mis sueños.
No dejaré mis besos olvidados.
No perderé mi amor entre las ruinas.
Pero no puedo desmayarme blanda.

 

 

 

 

DE NADA A NADA

¡Qué dulce ser llevada de la mano
por fáciles senderos aprendidos!

Aquel seguro viento que condujo
las naves a los puertos apacibles
y mantenía las abiertas alas
en vuelo jubiloso hacia su nido
¿es este remolino polvoriento
que desconcierta en gritos alocados
la rosa antigua de los navegantes?

Aquella pura estrella que guiaba
las almas a su clara epifanía,
¿qué noche torva o socavado abismo
la devoró caída de su altura?

Aquel amor maduro que alfombraba
de musgo fiel el pecho de los hombres
¿es este jadear de rojos tigres
que nos eriza de ásperos rugidos
la desprovista entraña y nos provoca
un escozor de ortigas en la sangre?

En idas y venidas sin sentido
pisoteamos la sufrida tierra.
Furor de nuestra prisa la sacude.
Guerreros terremotos la desgarran.
Y un bosque enmarañado y mar confuso
anegan y emborronan las fronteras
trazadas en los viejos mapamundis
donde se pudren gigantescas pilas
de muertos olvidados sin escrúpulo.

Vamos de nada a nada. Sin destino.

 

 

 

 

MADRES

madres del Hombre, úteros fecundos,
Hornos de Dios donde se cristaliza
el humus vivo en ordenados moldes.

Para vosotras, madres, no fue sólo
amor un ramalazo por los nervios,
un éxtasis fugaz, una delicia
derretida en olvido.
No fue tan sólo un cuerpo contra otro,
un labio contra otro, una frenética
soldadura de sangres.

Madres del Hombre, dulces, descuidadas
del ojo circular de la serpiente
que irónico se abrió sobre la curva
suave y rosada de Eva sin vestido
con el sapiente fruto entre las manos.
Sólo un escorzo de alas arcangélicas
pone, blanco y azul, en vuestros ojos
el resplandor de las anunciaciones.

Sólo un tesón humilde, una gozosa
dedicación os rige las entrañas
en esos largos días de la espera.
Gloria y dolor en el instante último
con una tibia flor recién abierta,
tan íntima, tan próxima, latiendo
junto a la propia fatigada carne.

Y luego, ¿qué?… Cumpliste la tarea.
El hijo terminado se levanta
en fuerza y hermosura sobre el suelo.
Desde las piernas de trenzados músculos
a esa palmera débil que desfleca
el viento, sombreándole las sienes,
todo es hechura vuestra, logro vuestro.

Y luego, ¿qué? ¿Qué veis por los caminos
de la tierra en tormenta?
¿Adónde irán los pies que golpearon
la cárcel sin hendir de vuestro vientre?
¿Qué histéricas ciudades, qué paredes
de leproso cemento
lo encerrarán? ¿Qué campos abonados
con aceros y pólvoras
verán crecer la espiga suficiente
al hambre de su boca sin pecado?
¿Qué obsceno sol hará su mediodía?
¿Qué luna sin jazmín y sin ensueño
será gracia y belleza de sus noches?
¿Qué ancho glaciar de fórmulas sin música
lo apresará en su bárbara corriente?
¿Qué implacable mecánica
triturará sus nervios?
¿Qué monstruosa química, qué fiebre
le robarán el rojo de la sangre?
¿Qué plomo, qué aspereza de herramienta
le romperá los músculos?

¿Qué mísera moneda
mancillará sus manos?

¿Qué rabias, qué codicias, qué rencores
harán brotar espinas de sus ojos?

¿Qué muerte apresurada, sin dulzura,
le pudrirá voraz en cualquier parte?

Madres del mundo, tristes paridoras,
gemid, clamad, aullad por vuestros frutos.

 

 

 

Figuera Aymerich, Ángela. Obras completas. Madrid; Ed. Hiperión, 1999.

 

EL GRITO INÚTIL

diciembre 19, 2018 Deja un comentario

 

EL GRITO INÚTIL

¿Qué vale una mujer? ¿Para qué sirve
una mujer viviendo en puro grito?
¿Qué puede una mujer en la riada
donde naufragan tantos superhombres
y van desmoronándose las frentes
alzadas como diques orgullosos
cuando las aguas discurrían lentas?

¿Qué puedo yo con estos pies de arcilla
rodando las provincias del pecado,
trepando por las dunas, resbalándome
por todos los problemas sin remedio?

¿Qué puedo yo, menesterosa, incrédula,
con sólo esta canción, esta porfía
limando y escociéndome la boca?

¿Qué puedo yo perdida en el silencio
de Dios, desconectada de los hombres,
preñada ya tan sólo de mi muerte,
en una espera lánguida y difícil,
edificando, terca, mis poemas
con argamasa de salitre y llanto?

Volvedme a aquel descuido, a aquel sosiego
en que era dable andar por los caminos
pastoreando ensueños como ovejas.
Volvedme al ruiseñor de aquel boscaje,
al vuelo de aquel cisne por el lago
bajo la planta azul de aquella luna.

Volvedme a la andadura mesurada
al trópico dulcísimo y sedante
de un verso con timón y cortesía
donde cantar cómo los bucles de oro
son cómplices del pájaro y la rosa,
porque eso, al fin, a nada compromete
y siempre suena bien y hace bonito.

Pero es vano, amigos, nos cortaron
la retirada hacia seguras bases.
Están rotos los puentes,
los caminos confusos,
los túneles cegados. No sabemos
de cierto si avanzamos o si huimos
dejando por detrás tierra quemada.

Y yo pregunto, vadeando a solas
un río de aguas turbias y crueles,
¿qué puede una mujer, para qué sirve
una mujer gritando entre los muertos?

 

 

 

 

LA CASA

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxSalí a hacer una casa con tu madera pura.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxPablo Neruda

No quise nada malo. Solamente
construirme una casa.

Con la madera pura y olorosa
de los ásperos pinos,
de los dulces castaños,
de los robles tenaces que mi España sustenta.

Una casa para mí
sobre la dura tierra de mi patria
taraceada de huesos anteriores
al calor de mi sangre.

Una casa cuadrada, inocente,
con las paredes lisas bañadas
en cal blanca y apacible
como leche materna
con un rojo tejado jubiloso
y un alero propicio
para los nidos de las golondrinas
y la sombra violeta de los sueños.

Unos muros,
unos sencillos muros nada más
haciendo soledad para mi alma,
cercándome el anhelo de los ojos.

Contra el terror estúpido de las noches,
contra la vergüenza de los días demasiado brillantes,
un fiel caparazón de cal y canto.

Una fresca penumbra
con un clavo en espera paciente
donde colgar las ropas sudadas
y el cansancio de las horas larguísimas.

Un rincón sin testigo
para esconder esas lágrimas sucias
que se lloran en los atardeceres.

Una alcoba caliente y profunda
para el sueño, para el amor, para el parto.
Para el instante impuro de esa muerte
desesperadamente mía.

Quería eso tan sólo. Salí a hacer una casa
cuando iba a amanecer y el cielo era bondadoso.
Pero todos se echaron sobre mí. Vete, perro,
que la tierra no es tuya.
Ni la piedra ni el árbol ni la sombra ni el aire.

Salí a hacer una casa. Y aquí me tenéis, hijos.
Apaleado y desnudo.
Con mi corazón crédulo mojado por la lluvia.

 

 

 

 

REBELIÓN

Serán las madres las que digan: Basta.
Esas mujeres que acarrean siglos
de laboreo dócil, de paciencia,
igual que vacas mansas y seguras
que tristemente alumbran y consienten
con un mugido largo y quejumbroso
el robo y sacrificio de su cría.

Serán las madres todas rehusando
ceder sus vientres al trabajo inútil
de concebir tan sólo hacia la fosa.
De dar fruto a la vida cuando saben
que no ha de madurar entre sus ramas.
No más parir abeles y caínes.
Ninguna querrá dar pasto sumiso
al odio que supura incoercible
desde los cuatro puntos cardinales.

Cuando el amor con su rotundo mando
nos pone actividad en las entrañas
y una secreta pleamar gozosa
nos rompe la esbeltez de la cintura,
sabemos y aceptamos para el hijo
un áspero destino de herramienta,
un péndulo del júbilo a la lágrima.
Que así la vida trenza sus caminos
en plenitud de días y de pasos
hacia la muerte lícita y auténtica,
no al golpe anticipado de la ira.

¿Por qué lograr espigas que maduren
para una siega de ametralladoras?
¿Por qué llenar prisiones y cuarteles?
¿Por qué suministrar carne con nervios
al agrio espino de alambradas,
bocas al hambre y ojos al espanto?

¿Es necesario continuar un mundo
en que la sangre más fragante y pura
no vale lo que un litro de petróleo,
y el oro pesa más que la belleza,
y un corazón, un pájaro, una rosa
no tienen la importancia del uranio?

 

 

 

 

EL MUERTO

Llegué hasta el hombre. Un muerto como yeso fraguado.
Como un hielo sin brillo derivando a la nada.

Llegué hasta él. Le dije: No te vayas ahora
cuando hay un día alegre detrás de los cristales
y niños que sonríen
con una blanca gota de leche en la sonrisa.
Tenemos que contarnos tantas cosas
todavía
aquí, junto a los árboles,
junto a las amistosas esquinas
de las casas con lumbre que cobijan al hombre.
Quédate. Con las mías descruzaré tus manos
absurdamente azules de sangre amordazada.
Te amo. Aguarda un poco. Te diré mis poemas.
Te besaré la frente. Te besaré la boca.
Sí, llegaré a besarte. Porque te quiero, hermano.
Porque estoy a tu lado y creo que aún es tiempo
de que tus labios filtren mi contacto caliente
a pesar de su gesto de infinita desgana.

Quédate aún. No bajes a la tierra profunda
de la química impura, de la pálida larva.
Yo te afirmo que hay flores (de seguro te acuerdas)
que aligeran las horas. Y hay el mirlo y la brisa.

Y el correr de las fuentes. Y un sol dulce que acaso
aún perdura en el fondo de tus ojos ocultos
que un maligno fermento disuelve lentamente.
Y están (tú no has podido olvidarlo tan pronto)
esas lindas muchachas que acrecientan los pulsos
cuando la primavera les destrenza el cabello.
Escúchame. Poseo la mágica palabra.
Te digo que te amo. Permanece conmigo.

Pero él seguía quieto. Ferozmente impasible.
Callado. Torvo. Duro. Tozudamente muerto.

 

 

 

 

MANOS VENDIDAS

Del hombre a la herramienta baja y duele
ese domado río, esa polea,
esa energía macho, ese gobierno
con que tus manos duras en el tajo
al mundo hacen crecer y lo estructuran.
Del hombro a la herramienta gota a gota,
calientes circulando, lubrifican
el quíntuple engranaje de tus dedos.
Como una tensa red de mil cadenas
tus músculos trepidan ensanchando
la talla de tu cuello y tu cintura
y hay un martillo corazón que bate
el cobre de tus sienes sin almohada
porque la fuerza de tus brazos dure
hasta que la fatiga clave y pese
dos piedras sin pulir sobre tus ojos.
Minuto tras minuto y pena a pena
se da la mies del trigo y del acero,
cuaja el cemento en peso y en altura,
cede la piedra, ordénanse las aguas,
se arquea la madera, va en acequias
el líquido metal, zumban motores,
la hélice y la rueda se encabritan.

Jornada tras jornada pones firmes
sobre la tierra madre tus dos manos.
Míralas sucias, aptas, fecundantes;
su recia piel, sus ñas obstinadas,
sus palmas que rezuman generosas
ese sudor de signo positivo
que hace subir y rige las mareas.

Y no son tuyas, hombre. Están vendidas.

 

 

 

POBRE

No sé cómo ha ocurrido. Está todo tan malo,
como suele decirse. Me he quedado muy pobre.

No tengo ni un jilguero ni una estatua.
No tengo ni una piedra para tirarla al mar.
No tengo ni una nube que me llueva por dentro.
Ni un cuchillo de plomo para cortar la rabia.

No tengo ni una mata de tomillo
para tender el pañuelo.

(Verdad es que tampoco
tengo pañuelo.
Se nota cuando lloro y mis lágrimas corren como ríos de lágrimas.)

No tengo ni una tira de tafetán rosado
para tapar las grietas del corazón. No tengo
ni un pedazo de beso que llevarme a la boca.

Ni un poquito de sueño que llevarme a los ojos.
Ni un retazo de Dios que me cubra las carnes.

Me he quedado tan pobre
que no tengo siquiera dónde caerme viva.

 

 

 

SILENCIO

Mejor morder la arena. Yugular la garganta
con un duro cilicio que coagule las voces.
Mejor callar. Rompernos la canción con los dientes
y enterrar sus pedazos en un pozo profundo
y cegarlo con piedras y con sal y olvidarlo.

Ser poeta es superfluo. Es herida sin bordes.
Es dejar que nos vean con las manos vacías
y afirmar tercamente que van llenas de rosas.
Presentar a la noche nuestros hombros desnudos
y volar con el júbilo de quiméricas alas
por un cielo de roca que los dioses desertan.

Ser poeta es inútil en un mundo acosado.
Cuando todos tus versos, día a día, exhibiendo
delicados perfiles de barroca belleza,
hayan dicho el fracaso de ser hombre, la angustia
de ir a tientas, vagando con un latido impreciso
por caminos fangosos que los muertos obstruyen,
con el alma colgando como harapo inservible
del cansado esqueleto corroído de caries:
cuando gire el poema como aguda veleta
señalando el desastre más allá del refugio
¿qué habrás hecho, poeta? Ni una lágrima sola,
ni una tibia, redonda lagrimita de niño
habrá sido enjugada. Ni unos labios sedientos
quedarán refrescados. Ni un hilillo de sangre
que las venas perdieron, será vuelto a las venas.
Y aunque grites el hambre y las madres robadas
no habrá pan en las bocas ni los rotos regazos
serán llenos de nuevo con el peso del hijo.
Y aunque clames el bosque, las praderas, los mares,
no harás nunca que un viento sin dolor purifique
las cerradas alcobas donde huele a parida
y a pecado y a cuna y a cansancio de hombre.

Mejor fuera callarse. Licenciar la metáfora.
Adentrarse en las ruinas salpicadas de llanto
y empezar a poner con humilde paciencia
un ladrillo sobre otro.

 

 

 

 

ÉXODO

Una mujer corría.
Jadeaba y corría.
Tropezaba y corría.
Con un miedo macizo debajo de las cejas
y un niño entre los brazos.
Corría por la tierra que olía a recién muerto.
Corría por el aire con sabor a trilita.
Corría por los hombres erizados de encono.
Miraba a todos lados.
Quería detenerse.
Sentarse en un ribazo y con su hijo menudo.
Sentarse en un ribazo y amamantar en paz.
Pero no hallaba sitio.
No encontraba reposo.
No lograba la pausa sosegada y segura
que las madres precisan.
Ese viento apacible que jamás se interpone
entre el pecho y el labio.
Buscaba cerca y lejos.
Buscaba por las calles,
por los jardines y bajo los tejados,
en los atrios de las iglesias,
por los caminos desnudos y carreteras arboladas.
Buscaba un rincón sin espantos,
un lugar aseado para colocar una cuna.
Y corría y corría.
Dio la vuelta a la tierra.
Buscando.
Huyendo.
Y no encontraba sitio.
Y seguía corriendo.
Y el niño sollozaba débilmente.
Crecía débilmente
colgado de su carne fatigada.

 

 

 

 

SOBRAMOS

Está tan lleno el mundo. Terriblemente lleno.
De montañas, de árboles, de cuarteles, de fábricas.
De casas con vecinos y blancos sanatorios.

(De vez en cuando hay flores. No las cortéis, amigos.
De vez en cuando hay ríos como venas sin brújula.)

Hay tantos trenes, cárceles, torpederos, aviones,
motores, cines, bancos, quirófanos, tabernas.

Tantas lindas estrellas y anuncios luminosos.
(Coñac Barbier, Calzados Eureka y así, muchos.)

(También hay automóviles más veloces y bellos
que arcángeles de acero con las alas plegadas.)

Hay mujeres que ríen. (Rouge aux lèvres. Pitillos.)
Hay niños que sollozan detrás de las paredes
junto a madres dormidas con una piedra al cuello.
Y bebés custodiados en cunitas cromadas
que engordan entre leche condensada y puntillas.
Hay dulces solteronas que cuidan un perrito.
Muchachas con los ojos divinamente tontos.
Y adolescentes rubios con el vello erizado
por extraños deseos.

El mundo, sobre todo, está lleno de hombres.
Cuántas manos inútiles, camisas remendadas,
zapatos descosidos lamiendo los asfaltos.
Cuántos ojos y bocas acechando voraces.
Cuántos cerebros blancos con pensamientos peces
girando entre benéficas pastillas de aspirina.
No olvidemos los sabios. Esos sabios atroces
que trasnochan jugando con palabras difíciles:
Ciclotrón, supersónico, cibernética y otras.

Está tan lleno el mundo, que yo, palabra, amigos,
no sé dónde ponerme.
No sé si tengo sitio.
Los poetas sobramos.

 

 

 

 

LA CÁRCEL

Nací en la cárcel, hijos. Soy un preso de siempre.
Mi padre ya fue un preso. Y el padre de mi padre.
Y mi madre alumbraba, uno tras otro, presos,
como una perra perros. Es la ley, según dicen.

Un día me vi libre. Con mis ojos anclados
en el mágico asombro de las cosas cercanas,
no veía los muros ni las largas cadenas
que a través de los siglos me alcanzaban la carne.

Mis pies iban ligeros. Pisaban hierba verde.
Y era un tonto y reía
porque en los duros bancos de la escuela
podía pellizcar a los vecinos,
jugar a cara o cruz y cazar moscas,
mientras cuatro por siete eran veintiocho
y era Madrid la capital de España
y Cristo vino al mundo por salvarnos.

Sí. Entonces me vi libre. Las manos me crecían
inocentes y tiernas como pan recién hecho,
pues no sabían nada del hierro y la madera
soldados a sus palmas
cuando el sudor profuso
igual que un vino aguado
apenas nos ablanda la fatiga.

Hoy los muros me crecen más altos que la frente,
más altos que el deseo, más altos que el empuje
del corazón. Arrastro
unas secas raíces que me enredan las piernas
cuando voy, como un péndulo de trayecto inmutable,
desde el sueño al cansancio, del cansancio hasta el sueño.

Soy un preso de siempre para siempre. Es el orden.

 

 

 

 

ESTACIÓN

Héme aquí en los andenes de una estación sin nombre.
Armaduras metálicas delimitan el cielo
en cuadrícula justa de empañados cristales.
Entre los paralelos raíles crece el musgo,
merodean las ratas y se pudren despojos.
Héme aquí en los andenes con maletas y fardos
y un enorme baúl que no sé qué contiene.
Quisiera preguntar si es que voy o es que vengo,
de dónde me ha traído el tren de madrugada
y cuál es el preciso lugar de mi destino
para el que no recuerdo si he sacado billete.
Pero no hay empleados. Hay un jefe invisible
en un negro despacho sin ventanas ni puerta
que se hace sordomudo a todas las consultas.
Se llenan los andenes con más y más viajeros
igual que yo, cargados de equipajes absurdos.
Se les nota en la cara que están medio dormidos
o que son medio tontos o que han perdido algo.
Muchos parten de pronto en un tren sin bombillas
que se marcha en silencio nadie sabe hacia dónde.
Los despiden algunos con sollozos y gritos.
Pero pronto se cansan y al final se consuelan.

Los que llegan se anuncian con más gozo. Hay un grupo
que pregona su arribo con palabras alegres
y un aspecto solemne que no acierto a explicarme.
Todos ellos me aturden, me fastidian. Si al menos
me aclararan las cosas y ordenaran un poco
este necio barullo. Porque, al cabo, es probable
que yo venga enviada por alguno, que tenga
que hacer algo importante o llegar a algún sitio.

No sé nada de nada o quizá lo he olvidado.
He perdido las llaves del baúl. Torpemente
descerrajo la tapa. Si encontrara mi propia
filiación, mi destino. Desengaño tremendo.
Sólo hay frascos vacíos, inservibles zapatos,
alas rotas, cintajos de colores, caretas,
trajes viejos y libros con olor a polilla.
Pasa tiempo. Me aburro. Por hacer algo, escribo
versos largos y adustos que no importan a nadie.
Voy dejándome cosas por oscuros rincones:
Guantes sucios, sonrisas, empapados pañuelos,
oxidados cuchillos y hasta besos cortados.
Ya no tengo maletas (Lo compruebo de pronto.)
Sólo un tiesto con flores amarillas y mustias
y una incómoda jaula con un pájaro triste
que no come ni canta. Cruzan trenes y trenes.
Siempre llega más gente y otros siguen marchando.
Hasta algunos se tiran de cabeza a la vía.
Yo no sé qué adelantan con romperse los huesos
y quedar con los puercos intestinos al aire.
Pero estoy tan cansada. Ni siquiera me importa
continuar el viaje. Voy a ver si me duermo.

 

 

 

 

Y AHORA EL LLANTO

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx—¿Por qué lloras si no sirve para nada?
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx—Precisamente por eso. Porque no sirve.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxSolón

Como quien se despierta rodeado de llamas,
rodeado de lobos,
rodeado de cárceles.
Como un niño a quien quitan el pecho bruscamente,
como una dama histérica,
como una oveja que montara en cólera,
he gritado, he gritado cuando he visto,
cuando, sencillamente, me he hecho cargo.

He gritado de día y por la noche.
Con muy poco respeto, lo concedo,
para el descanso de las almas probas
que no quieren saber nada de nada
porque ellos, desde luego, ellos, ¿qué culpa tienen?

He gritado a mi modo (soy tozuda),
hasta resquebrajarme la garganta,
hasta el dolor profundo de las vísceras,
hasta llenar de prosa despreciable mis versos.
(Mejor hubiera estado cortando margaritas
o sonetos de boj correlativos.)

Me habréis oído a veces
(Señor, qué mujer ésta)
y os habréis arropado la cabeza en las sábanas
para dormir en paz y soñar con los angelitos.
Ahora (esto es más tonto todavía) ahora lloro.
Estoy llorando a hilo, a metáfora viva.
Y mis lágrimas caen ineficaces
sobre los hombros apiñados y los codos con codos
de los rebaños callejeros.
Y caen sobre las manos duramente adiestradas
que empuñan una azada, un fusil, una lima,
un pedazo de tiza o una llave maestra.
Y caen sobre los ojos encogidos
de los oscuros niños coreanos
y sobre las veredas enfangadas
por donde huyen sus madres.
Van cayendo sin ruido
sobre la calva de los sabios y los presidentes,
sobre la frente de los poetas y de los esquizofrénicos
y de las amas de casa que porfían en vano
porque tres y tres suman dieciocho.
Caen mis lágrimas, caen
sobre los altares de las iglesias y los lechos de los prostíbulos.
Sobre los micrófonos de las conferencias internacionales.
Sobre las ventanillas de las casas de empeños.
Sobre los cementerios sin cruces de la muerte innumerable
y los mostradores de las cafeterías.
Y caen sobre el sudor y sobre el beso
y sobre la risa comprada en los cinematógrafos,
y sobre el pus de las heridas
y el olor a éter de los hospitales.
Van cayendo mis lágrimas.
Sobre el griterío de los campos de fútbol
y los tinteros de las comisarías
y el artículo de fondo de los periódicos
y el brasero raquítico de las mesas camilla
y hasta en los vasos con flores de las antesalas de los abogados.
Y lloro y lloro un llanto irrestañable.
Sabiendo que no sirve para nada.
Que el llorar hace feo.
Que ese poco de sal y de sangre caliente
de mis lágrimas bobas
perderá su importancia
en el glaciar amargo sin desagüe
que está siendo la vida para el hombre.
Y lloro (no hay remedio, soy idiota)
con toda buena fe y a todo riesgo.
Como si a mí me fuera y me viniera.
Como si no estuviera tan a gusto en mi casa.

 

 

 

 

EPÍLOGO A BLAS DE OTERO

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxAy, ese ángel fieramente humano
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxcorre a salvaros y no sabe cómo.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxBlas de Otero

No sabe cómo, amigo Blas, no sabe.
No sabe cómo.

Bien puede ser que ya estuviéramos
al cabo de la calle,
al cabo de la vida o del infierno,
al cabo de la pura poesía,
cuando, un poco más alto que todas las campañas,
que los puentes, los bancos, los tejados negruzcos
y el hollín y el acero
de nuestro gran Bilbao tan pequeñito,
hablábamos del mundo casi tan seriamente
como hablan de negocios los hombres importantes
y las amas de casa de servicio doméstico.

Tú querías correr a salvarnos. Querías
(tan fieramente humano) guardarnos las espaldas,
protegernos la frente contra viento y marea,
contra viento y destino. Y no sabías cómo. (Tan fieramente humano.)
Y no sabías cómo. (Con alas, con raíces,
con remos, con espadas.) Y no sabías cómo.

Porque bien puede ser que nos veamos
al cabo de la calle
donde ya nadie pueda salvarnos.
Donde ya ni los ángeles puedan salvar a nadie.
Ni a los conformes ni a los suicidas.
Ni a los que se han estañado las sienes.
Ni a los que se han dormido sobre el polvo de las cunetas.
Ni a los que van huyendo con los brazos en alto
porque Europa hace agua, porque el Mundo hace agua,
o hace sangre —es lo mismo— como tú nos decías
con sangre hasta los ojos, gritando entre la sangre.

Bien puede ser que estemos ya de vuelta
del cabo de la calle.
O que no tenga cabo
la calle.

Pero acaso resulte peligroso decirlo.
Porque, además (da risa) no sabemos decirlo.
¿No ves? Vamos saltando, tal vez a pies juntillas,
tal vez a pata coja o a la gallina ciega,
esquivando los baches u burlando alambradas,
cayendo en sucio fango o en agua de colonia,
y luego, por la noche, nos abrasan los ojos.
Y damos vueltas y más  vueltas
con un atroz poema pinchado en las almohadas
o puesto de través entre los huesos
o cortándonos la respiración
como un buche de hiel atragantado.

Así te encuentran todos un poco taciturno.
Y los lectores dicen «¡oh!, ¡oh!» sobre tus versos.
Y hasta te recriminan las personas decentes
por pretender un día que las niñas bajaran
ese blanco percal de sus cortas braguitas
(Braguitas ¿es posible?)
para rogar a Dios con inocencia.
Y yo llegué a decirte: Mejor fuera el silencio.
Mejor fuera callarse. Licenciar la metáfora.
Y ver si a duras penas o a duras alegrías
abrimos un camino al cabo de la calle.

 

 

 

Figuera Aymerich, Ángela. Obras completas. Madrid; Ed. Hiperión, 1999.

 

VENCIDA POR EL ÁNGEL

diciembre 16, 2018 Deja un comentario

 

EGOÍSMO

Contra el sucio oleaje de las cosas
yo apretaba la puerta. Mis dos manos,
resueltas, obstinadas, indomables,
la mantenían firme desde dentro.

Fuera, el naufragio; fuera, el caos: fuera
ese pavor, abierto como un pozo,
de las bocas que gritan
al hambre, al ruido, al odio, a la mentira,
al dolor, al misterio.

Fuera, el rastro acosado de los hombres
sin alas y sin piernas, que se arrastran,
que giran a los vientos,
que caen, que se disuelven
en muerte sorda, oscura,
derrumbándose
sin asunción posible.

Fuera, las madres dóciles que alumbran
con terrible alarido;
las que acarrean hijos como fardos
y las que ven secarse ante sus ojos
la carne que parieron y renuevan
su grito primitivo.

Fuera, los niños pálidos, creados
al latigazo rojo del instinto,
y que la vida, bruta, dejó solos
como una mala perra su camada,
y abren los anchos ojos asombrados
sobre las rutas áridas,
mordiendo con sus bocas sin dulzura
los largos días duros.

Fuera, la ruina de los viejos tristes
que un cuervo desmenuza fibra a fibra
el dolorida hilacha, preparando
la dispersión desnuda de los huesos.

Fuera, el escalofrío que sacude
el espinazo enfermo de la tierra
con ráfagas de hastío y de fracaso.

Fuera, el rostro de Dios, oscurecido
por infinitas alas desprendidas
de arcángeles sin hiel, asesinados.

Yo, dentro. Yo: Insensible, acorazada
en risa, en sangre, en goce, en poderío.
Maciza, erguida; manteniendo firme,
contra el alud del llanto y de la angustia,
mi puerta bien cerrada.

 

 

 

 

VENCIDA POR EL ÁNGEL

Yo cerraba los ojos; yo apretaba los puños;
yo blindaba mi pecho con metales helados;
yo sorbía a raudales la alegría y el fuego
para escapar, bravía, al acoso del Ángel.

El Ángel era suave, silencioso y terrible.
Llevaba una ancha copa de licores amargos,
y en su pálida frente se leía imborrable
la palabra tremenda.

He luchado con él. He luchado: He reído
sobre todas las flores de los mayos ingenuos;
cabalgando las nubes; fabricándome estrellas;
derramando canciones.

Me he apoyado en mis huesos; me he afirmado en mi sangre.
He caído en la sima de los besos sin límite.
He crujido en el trance de los duros abrazos.
He gritado el triunfo de mi carne aumentada
en la carne del hijo.

Me he proclamado limpia contra el asco y la ruina.
Me he declarado libre contra el tedio y la duda.
Me he creído excluida, separada, intocable.

Pero el Ángel llegaba. A pesar de mis puños,
de mis ojos cerrados, de mis labios tenaces,
con su vuelo impasible, con su copa colmada,
me ha tocado; me ha roto la coraza soberbia;
me ha deshecho los muros; me ha cortado la huida.

Sin espada, sin ruido, me ha vencido. En la entraña
me ha dejado clavada la raíz de la angustia
y ya siento en mi alma el dolor de los mundos.

 

 

 

 

ESTA PAZ

Aquella Paz de olivo y de paloma
lograda en verde tierno y blanco puro
sobre el carmín violento de la sangre,
no es esta paz de ahora, enmascarada
entre papel y tinta mentirosa.

No es esta paz, de pecho acribillado
por viejas bayonetas oxidadas,
que se dejó por todos
los rincones del mundo
fusiles olvidados que disparan,
cañones que conservan su bramido
y buitres acerados con el buche
preñado de metralla.

No es esta paz de corzos asustados
pisando sucio barro movedizo.

No es esta paz de aturullados vuelos,
de afán desorientado, de planetas
sin órbita precisa.

Paz harapienta, coja, rotulada
con «ismos» y con «antis»;
gritada en altavoces,
gestada en asambleas y convenios
de turbia hipocresía.

Paz con hedor de muertos insepultos;
inquieta de presagios;
roída de psicosis y complejos.

Paz de niños con hambre
que no han sabido nunca
cómo se clavan los menudos dientes
en un mullido pan de blanca miga
bajo un crujir dorado de cortezas.

No. Nuestra paz, difícil, fermentada,
toda aristas y filos
como vidrio quebrado,
en que las manos duras, apretadas,
han de llevar el corazón en vilo
para que no se arrastre ni se hiera,
no es una paz de olivo y de paloma.

No es una paz de júbilo y descanso.

 

 

 

 

EL BARRO HUMILDE

Porque hoy, Señor, te hablo de esos muertos.
De los muertos más muertos, más hundidos;
de los muertos del todo.

Pasaron muchos, pero muchos quedan
en carne viva —suya— demorados.
Tú hiciste del aljibe de su pecho
polvo y basura, pero ya su sangre,
en generoso trance transfundida
hacia canales nuevos, permanece.

Otros, amordazada ya su boca
con lodo espeso, gritan, gritan, gritan…
Y todos los oímos. Tú los oyes.
Tú sabes que no están del todo muertos.

Y aquellos que apretaban en su mano
una semilla rubia, un bulbo henchido,
hoy se nos yerguen en presencia plena
de espigas o de nardos. No murieron.

Y los que caminaban, encendidos
los ojos en la almena de la frente,
borrachos de una estrella, tan ajenos
al suelo que les dabas por apoyo
¡qué huellas hondas de contorno puro
fueron dejando y cómo se llenaron
de agua y de cielo cuando Tú lloviste!
Sólo por eso, sólo, bien lo sabes,
esos no morirán eternamente.

Otros murieron. Otros: infinitos
como los granos de menuda arena
que el viento sopla, escupe y amontona.
Arena inútil, inconexa, estéril.
Que pierde el agua y ni concibe sueños
ni se levanta en torres
ni tolera caminos
ni grávidas semillas amamanta.
Tú los hiciste un día y así fueron.
Traídos y llevados,
giraron en absurdo remolino
entre el cielo y la tierra.
Jamás llegaron a tocar las nubes
sus cortos brazos ni sus pies cobardes
pesaron en el suelo.

Vivieron (¿se enteraron?). Eran dulces
y mansos. Y también eran amargos
y fieros. Porque sí. Porque lo eran.
Sus miembros se encresparon muchas veces
en lujurias sin fruto. Y otras tantas
ciñeron con un hielo de abstinencia
sus castigados lomos.
Nada brotó en su tronco. Fue su llanto
de lágrimas redondas que corrieron
sin trabajar sus almas. Fue su risa
espuma derramada.
Eran así. Murieron. ¿Lo sabían
en el preciso instante?… Y hoy, ¿lo saben?
¿Lo saben que están muertos, muertos, muertos;
borrados, aventados, desnacidos?…
¿Saben que ya no son, que no serán,
que no han sido jamás entre los hombres?

Señor, de ellos te hablo. Tú ¿los cuentas?
Yo, ni podría imaginar su nombre,
ni perfilar la curva de sus labios,
ni sospechar, mirando tu arco iris,
el color de sus ojos.
Conozco que estuvieron. Que ahora esconden
en cualquier parte su menguada ruina.
Sobre sus tristes miembros disgregados
la tierra, eterna parturienta, brota
vida infinita en tallos quebradizos.
Pero ellos, mudos, torpes, ni en la hierba
escribirán sus formas y colores.

Ni sombra serán nunca, ni recuerdo.

De ellos hablo, Señor. Tú, sin olvido;
Tú, centro de ti mismo y tu horizonte,
Tú los tendrás los muertos olvidados.
Quizá los quieres más por más pequeños.
Su barro humilde, deleznable, sucio,
acaso moldearás con tus pulgares
en finos vasos de preciosa forma.
El muro de tu mano levantada
acaso abrigará piadosamente
esa llamita débil de su espíritu.
Acaso de tu aliento huracanado
un hilo compasivo se adelgace
para tañer la flauta de sus huesos.

 

 

 

 

BOMBARDEO

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Julio

Yo no iba sola entonces. Iba llena
de ti y de mí. Colmada, verdecida,
me erguía como grávida montaña
de tierra fértil donde la simiente
se esponja y se apresura para el brote.
Era mi carne, tensa y ahuecada,
nido cerrado que abrigaba el vuelo
de un ala sin plumón y con grillete;
casi cristal y casi sueño. Tierna.

Iba llena de gracia por los días
desde la anunciación hasta la rosa.

Pero ellos no podían, ciegos, brutos,
respetar el portento.
Rugieron. Embistieron encrespados.
Lanzaron sobre mí y mi contenido
un huracán de rayos y metralla.

Del más bello horizonte, del más puro
cielo de otoño vomitaron lluvia
de ciegos mecanismos destructores
que desataban sobre el cauce seco
del callejero asfalto sorprendido
los ríos de la sangre.
Que apedreaban con cascote y hierro
la carne desarmada,
la risa de los niños, los cabellos
de las muchachas, los henchidos senos
de las nodrizas, la rugosa frente
de los viejos cansados,
los anchos ojos de los colegiales
y el tórax trepidante de los mozos.

Cuando el terrible estruendo mantenía
todo el horror en vilo, como un látigo,
sobre la vida inerme y el espanto
resquebrajaba en turbio terremoto
el aire sin palomas de la urbe,
yo colocaba, dulce, mis dos manos
sobre mi vientre que debió cubrirse
de lirios y de espumas y esas telas
que visten, recamadas, los altares.

Iba por la ciudad —llena de garras
y dientes erizando las esquinas—
como un bajel altivo que, repleta
la próvida sentina con tesoro
de gran fragilidad, se tambalea
entre una furia de olas y relámpagos.

Y, al encerrarme en casa, bien sabía
que no existía el puerto ni el abrigo.
Que las paredes recias, levantadas
en paz por manos sucias de trabajo,
se desharían como cera blanda
al fuego y al martillo gobernados
por otra mano, pulcra, encaramada
en máquina de presa y exterminio.

Noches de sueño incierto, triturado
por la tremenda sinfonía
del frente en erupción y los caballos
del miedo galopando en explosivos.

Y la sangre con hambre que se exprime
hasta la última esencia
para nutrir al hijo sazonándose.

Y la desnuda soledad del cuerpo
desorientado, desgajado en vivo
del cuerpo del amante.

Aquellas noches del pavor sin luces,
apelmazadas de odios y de ruinas,
yo te esperaba. Me llegaste a veces.
Del último bisel de la tragedia,
del borde mismo de la hirviente sima
venías hasta mí. Me contemplabas
con unos ojos llenos de agua sucia
donde asomaban restos de cadáveres.
Ojos que procuraban ser risueños
y mansos al pasar por mi figura
y acariciar con luces de esperanza
la curva de mi vientre.

¡Con qué exaltada fuerza, con qué prisas
con qué vibrar de nervios y raíces,
nos quisimos entonces!

Yacíamos unidos, sin lujuria,
absortos en el hondo tableteo
de nuestros corazones. Escuchando
de vez en vez el tímido latido
del otro corazón encarcelado
que ya, para nosotros, gorjeaba.
Yo sonreía señalando el sitio
en que un talón menuda percutía
mis íntimas paredes en un ansia
gozosa de correr por los senderos
apenas presentidos.

Y, en medio del olvido refrescante,
en lo mejor del conseguido sueño,
surgía denso, alucinante, bronco,
el bélico zumbar de la escuadrilla.
Bramando, sacudiendo, despeñándose,
atropellándose los ecos,
iban las explosiones avanzando,
cada vez más cercanas,
hasta que, al fin, la muerte en torrentera,
en avalancha loca, transcurría
sobre nuestras cabezas sin refugio.

Entonces tú, imperioso, dominante,
con un impulso elemental de macho
que guarda la nidada, con un gesto
ardiente y violento como el acto
de la amorosa posesión, cubrías
mi cuerpo con tu cuerpo enteramente,
haciendo de tus largos huesos duros,
de tu apretada carne exacerbada,
un ilusorio escudo indestructible
para el hijo y la madre.

Así, unidas las bocas, transvasándonos
el tembloroso aliento, diluidos
en éxtasis de espanto y de delicia,
las almas contraídas, esperábamos…

No. Nunca nos quisimos como entonces.

 

 

 

Figuera Aymerich, Ángela. Obras completas. Madrid; Ed. Hiperión, 1999.

 

SORIA PURA

diciembre 14, 2018 Deja un comentario

 

MEDIODÍA

Es para mí. Se hizo para mí.
El sol y yo.
El sol y yo, como en el primer día.
Eva y el sol.

 

 

 

 

RÍO

Entro en el agua, dura de tan fría,
que me coge del talle;
que me ciñe y envuelve
con apremios de amante…

¡Qué grito por el aire esplendoroso
al tener que entregarme!

 

 

 

 

RÍO DE NOCHE

Río de noche: la luna
se reclinaba en el agua
como una mujer desnuda.

 

 

 

 

ANHELO DE RÍO

El río tenía peces
—oro y plata en sus meandros—,
el río tenía peces,
pero él amaba los pájaros.

Ojos de sus aguas verdes,
siempre mirando a lo alto.

¡Qué envidia siente del aire
cosido de vuelos raudos,
acribillado de picos,
estremecido de cantos!

El río tenía peces…
Pero él deseaba pájaros.

 

 

 

 

BAÑO

Tibio y espeso el pinar;
el Duero, párvulo y lento,
que lo acaricia al pasar…

¡Todos al agua a la vez!
La rana, que nos miraba,
del susto, se echó también.

 

 

 

 

NADANDO

¡Cómo me abrazaba el río!
¡Ay, y cómo me abrazaba!

¡Qué beso total y único
con labios frescos de agua!

 

 

 

 

CHOPOS

Magníficos obeliscos,
chopos de la carretera
de Soria; chopos ingentes,
de fronda oscura y espesa;
rectos de la tierra al cielo
en majestuosa hilera.
¡Qué bien montabais la guardia,
firmes, sobre la cuneta!

Yo os pasaba la revista
como si fuera una reina.

 

 

 

 

PINO

Era grisáceo, endiblillo,
sin lozanía y sin gracia.
Pero estaba allí, vivía,
sobre una roca pelada,
casi en el centro del río…
Yo lo miraba pasmada:
Él sólo sabía cómo
crecía y se sustentaba…

Así hay que vivir, así:
el alma bien arraigada
en esta dura piedra de la vida;
bajo los altos cielos,
junto al agua…

 

 

 

 

PINOS

Pinos de Soria fría, estremecidos
por ásperas chicharras
a la orilla del Duero,
¡ya, míos, en mi alma!…

Pinos risueños del Mediterráneo,
entre blancos almendros
y caletas azules…
¿iré algún día a veros?…

 

 

 

 

PINAR

Hasta la orilla del río,
pinos y pinos y pinos…

¡Qué calor siente el pinar!
Ni el Duero, que lo atraviesa,
lo consigue refrescar.

Un viento aromado y cálido
se trenza en el laberinto
de troncos contorsionados.
¡Ay, cómo sangran los pinos
la perfumada resina
por sus costados heridos!

¡Y cómo suena y resuena
entre las copas oscuras
el ruido de la marea!

Caídas sobre la hierba,
como estrellas apagadas,
las piñas secas.

 

 

 

 

CORTAD EL ÁRBOL

Cortad el árbol… ¡cortadlo!
Es demasiado bello:
No me deja cantarlo.

Cuando ya no haya árboles,
yo brotaré una selva, un bosque nuevo,
vivo en el solo ardor de mi palabra;
con la raíz mojándose en mi centro,
y, al aire, entre sus ramas, hojas, tallos,
estremecidas alas de mis versos.

 

 

 

 

SIESTA

Entre un álamo y un pino
mi hamaca se balancea.
Hojitas de verdeplata
bailan sobre mi cabeza;
hojitas de verdeoscuro,
el aire las contonea.

Dulce pereza me llueve
del sol que las atraviesa.
Los juncos del celuloide
montan su guardia en la arena.

El Duero moja las cañas
y se abanica con ellas.
El río pasa y se va:
mi barca se queda en tierra.

Llenos de verdes y azules,
mis ojos
se cierran.

 

 

 

 

MÚSICA

Se oye una música… ¿Dónde
suena esa música? ¿Dónde?…
No hay pajarillos en la noche.
No suenan flautas en la noche…
¿Dónde esa música? ¿Dónde?

Mi corazón canta en la noche.

 

 

 

 

CAÑAVERAL

Entre las cañas tendida;
sola y perdida en las cañas…

¿Quién me cerraba los ojos,
que, solos, se me cerraban?

¿Quién me sorbía en los labios
zumo de miel sin palabras?

¿Quién me derribó y me tuvo
sola y perdida en las cañas?

¿Quién me estremeció los senos
con tacto de tierra y ascua?

¿Qué toro embistió en el ruedo
de mi cintura cerrada?

¿Quién me esponjó las caderas
con levadura de ansias?

¿Qué piedra de eternidad
me hincaron las entrañas?

¿Quién me desató la sangre
que así me derramaba?

…Aquella tarde de julio,
sola y perdida en las cañas.

 

 

 

 

DIVAGACIÓN

¿Sólo un instante… ¿Siempre?… Yo he empezado
y acabaré… Girar de las quimeras…

Guijarros. Tacto frío. Sol difuso.
Arroyo tibio de mis hondas venas…

Arriba, quieto y duro; indiferente
un cielo sin problemas.

 

 

 

 

MÍOS LOS DOS

Desnudos junto al agua. Bien tallados
en oscura madera. Firmes, rectos.
Míos los dos: Mi fruto y mi semilla.
Yo, en medio.

 

 

 

 

NACIMIENTO

Sobre la arena mi cuerpo
junto a tu cuerpo tendido.
Como navajas cerradas
guardan mis ojos su filo.
En mis mojados cabellos
un aire fresco prendido.
Mi carne no es carne, que es
cochura de trigo limpio.
Flores sacadas del agua
mis labios resbaladizos.
Bésame ahora, que estoy
reciennacida del río.

 

 

 

 

NOSTALGIA

Tendida, los dedos tibios
del sol me cierran los párpados.

Mi cuerpo, fresco del río,
quieto, se me va llenando
de una mullida pereza…

Con un murmullo apagado,
el río pasa y suspira…

¿Por qué, de pronto, es el canto
del ronco mar de mi infancia?…

¡Verde y perdido Cantábrico!

 

 

 

Figuera Aymerich, Ángela. Obras completas. Madrid; Ed. Hiperión, 1999.

 

MUJER DE BARRO Y SU FRUTO REDONDO

diciembre 12, 2018 Deja un comentario

 

HERMOSA

No me digáis que es mentira
¡Soy hermosa, soy hermosa!
Tampoco yo lo sabía.

Pero mi amante lo dijo
cuando mi rostro bebía,
y, entonces, me vi en sus ojos…

¡No me digáis que es mentira!

 

 

 

 

BARRO

Es barro mi carne… ¿Y qué?
Cuando mi amante la besa
le sabe a nardos y a miel.

 

 

 

 

BESOS

I. — PRIMAVERA

¿Qué miras, amante, qué miras?… Parece
que algo en tus ojos florece, florece…

Él no me contesta… Se acerca, me mira…
No sé si sonríe, no sé si suspira…

Y, en el hueco tibio de mis manos quietas,
deja caer sus besos, como violetas.

 

 

II. — VERANO

El sol de la tarde
arde, arde, arde…

Mi amante me mira, pero dice que
con el sol de cara, casi no me ve…

Yo río por nada, con mi risa loca
y él besa mi risa besando mi boca.

Bajo sus pupilas de deseo llenas,
el beso, lo mismo que el sol de la tarde,
arde, arde, arde, dentro de mis venas.

 

 

III. — OTOÑO

¡Qué dulces las uvas dulces!…
¡Qué verdes tus ojos claros!…

Tú me mirabas, mirabas;
yo comía, grano a grano…

Y, de pronto, te inclinaste
y me tomaste en los labios,
húmedos de zumo y risas,
un beso goloso y largo.

 

 

IV. — INVIERNO

El rostro lívido y yerto
del invierno se asomaba
a los cristales, bañados
en llanto, de la ventana.

Llegaste de fuera, herido
de lluvia y vientos helados.
Tus manos, duras de frío,
se arroparon en mis manos.

Un beso fundió la nieve
que traías en los labios.

 

 

 

 

REVELACIÓN DEL ÉXTASIS

Amos puso sus manos —pasmo y fuego—
sobre nosotros. Hemos encontrado
nuestro divino centro
para girar, eternos, vivos, astros…

No, no existe la muerte. Somos vida.

 

 

 

 

CARNE DE MI AMANTE

Mármol oscuro y caliente
tallado en músculo y fibra.
Carnes de mi amante, carne
viril y prieta de vida.
Suave y blanda entre mis dedos;
fuego bajo la caricia.
Dulce y sabrosa a mis labios
como una fruta mordida…
Carne de mi amante, carne
tan mía como la mía.

 

 

 

 

DESEO

Tú, quieto, como piedra. Tú, frío, como piedra.
Yo, con mi brasa oculta por un velo ¡tan tenue!
que el roce de tus labios lo hubiera destrozado…

Pero no fue… Yo, acaso, te miré dulcemente;
acaso una sonrisa se me quedó en los labios…

Cien veces me has tenido. Antes. Después. Mil veces…

Y no sabrás que nunca, como entonces, se hubiera
alzado la perfecta llamarada del éxtasis.

 

 

 

 

VIEJA

Porque el collar de mis días
ya desgranó muchas cuentas,
por eso, sólo por eso,
decís que soy vieja… ¿Vieja?…

Aún los senderos del campo
son gozo para mis piernas.
Aún gusto del sol que abrasa
y de la luna que sueña;
de nadar en las corrientes
y correr por las praderas
riendo bajo la lluvia
cuando estalla la tormenta…
Aún puedo llorar por nada
y canto sobre las penas…
Y en el hueco de mi mano
guardo una esperanza presa…
Decís, a pesar de todo,
decís que soy vieja… ¿Vieja?…
Mi carne morena aún tiene
sabores de primavera:
¿No veis los ojos en celo
de mi amante sobre ella?

 

 

 

 

MORIR

No me da miedo la muerte,
pero ¡amo tanto la vida!…

¿Por qué ha de ser podredumbre
esta alegre carne mía
bruñida al sol y a los vientos,
ebria de ardores y risas,
limpia en las frías corrientes;
que ha sabido de caricias,
que ha florecido en un hijo,
que goza cuando respira?…

No, no es por miedo a la muerte,
que es por amor a la vida.

 

 

 

 

DECIRLO

He de decirlo, he de decirlo…
Aunque yo no quisiera, he de decirlo.

He de decir las alas en el viento.
He de decir las aguas en el río.
Y el verdor de las hojas y el azul de los cielos
y el de los ojos de mi niño.
He de decir los besos de mi amante
y la sonrisa y el suspiro…

He de decirlo todo, dulcemente,
aunque nadie me escuche, he de decirlo.

 

 

 

 

ARBOLITO

Me quedé mirándole:
era un gracioso arbolillo
en las esquina de mi calle…

De tan pardo y menguadito
casi no lo había visto
antes.

Ahora, quieta, mirándole,
con su gozo de hojas nuevas,
tiernas, casi fulgurantes
de puro verdes, pensaba:
¡Si retoñara mi carne
así, cada primavera!…

¡Mi vieja carne!…

 

 

 

 

LO MARAVILLOSO

Siempre, cuando me despierto,
sonrío y pienso:
Hoy sucederá algo grande,
maravilloso, perfecto;
hoy se cumplirá sin duda
el más lindo de mis sueños…

Y luego… no pasa nada:
Yo trajino, salgo, entro…
—Sólo un día entre los días…
El mocito a su colegio;
el padre con sus afanes…
—Deberes, barullo, juegos;
costura, un libro, la radio;
una regañina, un beso;
bromas, parloteo; nada.—

Y, al cabo, cuando me acuesto,
después de besar al hijo,
con la cabeza en el pecho
de mi adorado, suspiro,
entre soñando y durmiendo:

Acaso es verdad… Acaso
lo maravilloso es esto.

 

 

 

 

INDOLENCIA

Como agua entre los dedos se me fueron las horas;
como agua entre los dedos, sin sentirlas correr…
Me fue grato sentarme al borde del camino,
y ya anochece, y todo lo tengo por hacer…

¡Señor, que no se ponga mi sol, que no se ponga!…
—suplico con angustia—. Yo me apresuraré.

Y acaso si me dieran cien vidas, dulcemente,
como agua entre los dedos, se me irían también…

 

 

 

 

INSOMNIO

La noche es una pobre bestia oscura
herida a latigazos por el viento…

Mis ojos desvelados navegan en lo negro.
Mi corazón naufraga
entre el ansia y el miedo…

Y adentro, copo a copo,
se va tejiendo el verso.

 

 

 

 

ALUMBRAMIENTO

Es sencillo, sencillo…
Es tan terriblemente
natural y sencillo
como parir… El poema
sazónase como un hijo
en los profundos adentros…
De pronto, un día, sentimos
que nos desgarra la entraña…

Luego, un descanso infinito.

 

 

 

 

IMPOTENCIA

¿Dónde estarán las palabras
que digan lo que yo quiero?…

El verso que dejo escrito
nunca es del todo mi verso.

 

 

 

 

POQUITA LABOR

¡Qué poquita labor, qué poquita labor!…
Unos versos, un hijo, un hogar, un amor…

Pero tú, que me miras con desdén al pasar,
tú, que vas tan orondo… ¿Has hecho mucho más?

 

 

 

 

PIRATA

«—¡Orza la barra!… ¡A estribor!…
¡Izad el trinquete!… ¡Avante!…»

Las cuatro sillas navegan
por los mares orientales…

El cinturón erizado
de pistolas y puñales…

¡Qué revuelo de mandobles!
«—¡Mis tigres, al abordaje!…»

Se cae una silla: ruido,
narices llenas de sangre,
la blusa rota… —¡De todo
tiene la culpa Salgari!—

 

 

 

 

¿POR QUÉ?

Ancho ventanal del mundo
donde mi niño se asoma:

—Los ojos, dardos azules;
los labios, ávida proa—.

«—¿Por qué, mamita, por qué?…
¿Por qué esta cosa y la otra?…»

—Si yo lo supiera, hijo,
ese por qué de la vida,
si yo lo supiera, hijo…

¡Acaso no lo diría!

 

 

 

 

CRECIENDO

—¡Qué alto te veo, hijo mío,
cuando marchas a mi lado!

Ya no me das la manita:
Pronto, mi brazo en tu brazo.

 

 

 

Figuera Aymerich, Ángela. Obras completas. Madrid; Ed. Hiperión, 1999.