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ECLIPSE CON RIMBAUD
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ECLIPSE CON RIMBAUD
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Guadalupe Grande
He pasado la mitad de mi vida en la oscuridad.
He descargado camiones de oscuridad.
He bebido toda la oscuridad.
He dormido con la oscuridad.
He amado la oscuridad y me he acostado con ella.
He tocado las piedras de la oscuridad hasta herirme las manos.
He repetido tu nombre en la oscuridad.
Los pescadores cantan en la niebla de la oscuridad.
Los jóvenes sin vida están despiertos en la oscuridad.
Los músicos y las rameras guardan su corazón en la oscuridad.
He soñado con la oscuridad la mitad de mi vida.
He hospedado mi juventud en el cáñamo de la oscuridad.
He desnudado a la oscuridad y gozado con ella.
He acariciado con dedos de pastor el sexo de la oscuridad.
La oscuridad es la oración de los acordeones nublados.
La oscuridad vive en las palabras que descifran la muerte.
La oscuridad habita los suburbios de la belleza.
Dad de ladrar al perro de la oscuridad.
Oíd la lepra sagrada de la oscuridad.
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Mestre, Juan Carlos. La casa roja. Madrid; Ed. Calambur, 2008.
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CARTA AL PADRE
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Mi padre no sabía arreglar grifos, enchufes, mesas cojas, fallebas, lámparas, toldos, pantalones, hornos, teléfonos. Mi padre tampoco sabía arreglar lo que rompen los gritos, los malos silencios, los malentendidos, las bromas de dudoso gusto, las desatenciones. Pero sabía arreglar gafas. Eso lo hacía mejor que nadie.
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Mi padre sólo se acordaba de mí para olvidarme mejor. Sus olvidos eran memorables. Como aquella vez en la playa. O en el aeropuerto. O el día de mi boda. Desmemoria creativa, amorosa, liberadora. Qué habría sido de mí sin sus olvidos.
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Una vez me perdí en un bosque. Mi padre, en vez de salir a buscarme, se tendió debajo de un árbol. Sus ronquidos me orientaron. Cuando despertó me encontró dormido dentro del coche. Me puso una manta encima. Regresamos a casa.
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Mi padre es alto. Mi padre es bajo. Mi padre fuma. Mi padre no fuma. Mi padre pega. Mi padre acaricia. Tengo dos padres. No tengo ninguno.
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Un verano mi padre abrió un bollo de pan y untó sus rebanadas con margarina. Luego metió un palo en un hormiguero y, cuando apenas podía verse, lo aplastó contra la miga pringosa. La margarina negra. La margarina viva, bullidora. Juntó las dos partes y se puso a masticar. ¿Quieres probar?, me dijo. Lo aprendí en África. Cuando la guerra. Pero a esto le falta un buen trago de cerveza. ¿Me puedes conseguir una? Desde entonces bebo cerveza para quitarme este gusto a hormigas que van dejando las guerras de la vida.
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Mi padre tocaba la trompeta en un grupo de jazz. Le veía poco porque siempre andaba de gira. Para dormir me ponía alguno de sus discos. Eso fueron mis nanas durante muchos años. Mis cuentos infantiles. Su mano en mi frente. El beso antes de apagar la lámpara de la mesilla. Una canción se llamaba «Llora tus piedras antes de que te aplasten, cariño». Otra, «Con tus manos de seda y nada más». Otra, «Un ahogado sonríe en el fondo del río». Otra, «La luna tampoco lo sabe». Sólo le salían bien las canciones melancólicas. Pero él, cuando llegaba, era un vértigo de risas y partidos de fútbol en el pasillo. La tristeza la cosechaba fuera. No dejaba que traspasara las puertas de nuestra casa.
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Todos los sábados íbamos a visitar a mi padre al psiquiátrico. Las pastillas le volvían manso. Su mirada bovina, resignada, en ángulo muerto. Cuando nadie me veía le pegaba un puntapié en la espinilla. Por el brazo roto. Por los moratones. Por el mapa de la rabia que habían dibujado sus puños en mi piel. No las sentía o le daba igual. Patadas de algodón a una montaña.
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A mi padre le hubiera gustado ser funámbulo. Tender un cable entre dos rascacielos. Pasearse entre los pájaros. Sentirse zarandeado por el viento. Hablarle a Dios al oído, casi de tú a tú. Practicaba los fines de semana en el parque. La cuerda tensa entre los troncos. Nunca a más de un metro de altura. Daba dos, tres pasos y se caía. Y vuelta a empezar. Tenacidad, torpeza. Ya anciano y padeciendo de arterioesclerosis, decidí hacerle un regalo: me convertí en su abismo.
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Mi padre era explorador. Ninguna geografía, por remota que fuera, se le resistía. Ninguna excepto yo.
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Cuando un carro cargado de vigas aplastó al sacristán, mi padre se ofreció a hacer de campanero de la iglesia del pueblo. Desde pequeño había tenido esa ilusión. Una madrugada las campanas se volvieron locas. Mi padre colgaba ahorcado de una de las cuerdas y bailaba, arriba y abajo, la danza de la resurrección. Todos pensaron que había sido un suicidio.
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Cuando mi padre se estaba muriendo, le llevé un puñado de caramelos de menta. Sin quitarles el papel, se los fui metiendo uno por uno en la boca. Él, sedado pero no inconsciente del todo, intentó resistirse. Una lágrima comenzó a bajar por su mejilla izquierda. Al verla, mi llanto se desató. Lloré entre convulsiones mientras apretaba los caramelos contra sus encías vacías. Me retiré justo a tiempo para que su vómito no me alcanzara. Luego, agotado por el esfuerzo, se quedó dormido. Ya no volví a verle con vida. Caramelos de menta: él sabía lo que estaba queriendo decirle.
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No sé por qué te cuento todo esto. Hace pocos años, cuando mi hija aún no había cumplido los tres, me dijiste que no recordabas nada de cuando yo era niño. Te pareció gracioso y te reíste. Yo me fui al cuarto de baño a llorar mientras tú sobornabas el cariño de tu nieta con billetes de cinco euros. Como no recuerdas nada de cuando yo era niño te parecerá cruel que exponga un pasado que no puedes reconocer como tuyo. Un pasado al que no puedes dar órdenes. Un pasado que no puedes malvender al ropavejero. No recuerdas nada de cuando yo era niño: esa agresiva desmemoria tuya que te divierte tanto, padre, no sabes qué agujero es, qué pozo abre en mí. Tu olvido es un infierno, una nada que me abrasa. Contra ese infierno yo jamás tendré palabras suficientes.
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Pasear contigo, padre. Porque te aterrorizaba hacerlo solo: desconocidos, animales, el azar de un accidente. Así que me obligabas a acompañarte. Caminabas tan rápido que apenas podía seguirte, y eso, verme disminuido y vencido, te animaba, te vigorizaba, te daba alas. Yo corría, tropezaba en las piedras; tú volabas contra mí, sin atender el paisaje, sin pararte a contemplar una flor, los tábanos, una herradura oxidada, un rebaño de cabras montesas, sin creer en el afuera, despreciando todo lo que no fuera inmensamente tú. Paseabas para pisotear los caminos, la posibilidad de cualquier camino. Paseabas para borrarme del camino, para hacerme insignificante como camino, para demostrarme que, en todo caso, no se hace camino al andar sino al obedecer, al obedecerte a ti. Paseabas para someterme. También escribo por eso: para recuperar el paisaje, la flor, los tábanos, la herradura oxidada, el rebaño de cabras montesas, el afuera, los caminos. Apártate, padre.
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Cuando me rompí los ligamentos de la rodilla me regalaron un volumen dedicado a los insectos. Lo leía en el hospital, miraba las imágenes, les atribuía sonriente mis picores, mis cicatrices (los hilos negros de los puntos que las mantenían cerradas eran sus patas nerviosas, sus élitros auscultando el terreno), mis incomodidades de convaleciente. Gracias a ellos no era un enfermo sino un explorador avanzando por una selva. Un día, sin embargo, y sin haberlo consultado conmigo, se lo diste en mi nombre al cirujano que me había intervenido. Con ese gesto me devolviste de un bofetón a mi condición de ser insignificante y dolorido.
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Me despertaste a gritos, dándome patadas. Tardé en darme cuenta de que lo hacías porque habías soñado que yo te había clavado un cuchillo en la garganta, que había separado tu cabeza del tronco, que me había puesto a tirar balonazos con ella contra el resto de tu cuerpo ensangrentado. Me culpabas de tu sueño, me castigabas por haber osado agredirte dentro de él. Sudabas, tenías mal aliento, te olían los pies descalzos. Que no se me ocurriera nunca más entrar en tu sueño, chillabas. Que desapareciera de tu mente. Que te dejara en paz. Entonces me di cuenta de mi poder sobre ti, padre, porque esa pesadilla tuya, en efecto, la había soñado yo infinidad de veces sin haber conseguido hasta entonces que viajara hacia ti, que se metiera en tus sueños. Pero esa noche por fin sí, esa noche había encontrado la puerta de entrada a ellos. Ya sólo tenía que preocuparme de no perder la llave y de protegerme con cojines cuando abrieras por la mañana la puerta de mi cuarto.
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un padre muere dices digo el padre
que pudiste haber sido y puedes ser
(padre papá no puedes yo tampoco)
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UN POEMA DE LA TRIBU NILA DE LA INDIA
Te hemos llevado, padre,
muy lejos del poblado.
Te hemos llevado, padre,
por un sendero nuevo
que hemos abierto con nuestros machetes
mientras las mujeres
azotan a los niños para que lloren.
Te hemos llevado, padre,
a un lugar que no podrás reconocer
si alguna vez te da por despertarte.
Te vamos a dejar ahí, padre,
y a la vuelta ocultaremos el camino
con hojas y ramitas.
Las mujeres apalean a los perros para que gañan
y a los bueyes para que mujan y babeen.
Las mujeres rompen toda la loza de barro,
convierten los trajes en tiras,
se queman unas a otras con brasas.
No vuelvas, padre,
porque ya no tienes casa ni parientes.
No vuelvas, padre,
porque si lo haces las mujeres nos abandonarán.
Para que no vuelva, padre,
te vamos a cortar en trocitos
y cada uno lo vamos a esconder en el hueco de un árbol.
Estás muerto, padre,
así que no intentes convencernos de que no.
Padre, no nos persigas
para que te demos aguardiente de arroz
o tortitas con verduras
ni hagas que los tambores suenen solos por las noches
como invitándonos a una danza.
Vete lejos del poblado y no vuelvas, padre,
porque si lo haces
nuestras mujeres se acostarán con nuestros enemigos
y les darán tantos hijos que nos derrotarán.
Estás muerto, padre,
márchate de nuestras cabezas
y déjanos en paz.
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Aguado, Jesús. Carta al padre. Sevilla; Ed. Fundación José Manuel Lara, 2016.
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SALMO DE LOS BIENAVENTURADOS
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SALMO DE LOS BIENAVENTURADOS
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxÁvida vena, dame tu cordel.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxAntonio Gamoneda
Bienaventurado el que a los cuarenta años aún no ha conocido la
xxxxxrecompensa y llama virtud al cordón de un zapato,
el hombre sin convicción que tumbado en la hierba pasa el día
xxxxxdurmiendo y discute sobre el esfuerzo con los
xxxxxsaltamontes.
Bienaventurado el que soporta el préstamo de la verdad, el
xxxxxexcavado en piedra y el que construido en paja es
xxxxxalternativamente señor de la nada y rey de un solo vasallo.
Bienaventurado tú que sin llamarte Juan no eres otro que Juan el
xxxxxexplícito, el padre del aire cuyos hijos heredarán los
xxxxxmolinillos de viento.
Bienaventurado el que ha pasado la noche con la insignificancia,
xxxxxporque embellecido por la privación será de él alguna vez la
xxxxxausencia,
el que es vecino de dos bocas, el de la voz menuda al que le falta
xxxxxun diente, el hombre sin pretexto que tuvo un asno, una
xxxxxboina, un chivo.
Bienaventurado el que ante el argumento de la pólvora tuerce su
xxxxxhocico de linterna y habla alto, el que paga su aullido con
xxxxxla vida, el que en un instante es articulación de lobo y
xxxxxárbol de rodillas.
Bienaventurado el pájaro cuyo canto despierta el corazón de una
xxxxxmadre en las ramas de la tristeza.
Bienaventurados el manco y su violín de oxígeno, la abeja del
xxxxxazúcar que liba la corteza de los licores blancos.
Bienaventurado el viajero que vaga en lo concéntrico y traduce el
xxxxxlímite, la fertilidad del sacrificio, la teología de las medallas
xxxxxde la luna.
Bienaventurado el que emigra al borde de su amor, porque de él
xxxxxserá la extraña fruta del animal del sábado.
Bienaventurado el esqueleto de Rimbaud y su pájaro influyente,
xxxxxúnico héroe en el festín del cráneo.
Bienaventurado el que ante la alusión de los espejos se vuelve
xxxxxpensativo y amablemente azul sus lágrimas ignora.
Bienaventurado lo inmortal del muerto, la excusa del sombrero y
xxxxxsu balido, el repentinamente desahuciado en el paladar de
xxxxxtablas de la muerte.
Bienaventurada la golondrina de madera que le late al niño antes
xxxxxde conocer el sexo.
Bienaventurado el aire de la soledad del péndulo, el manso bajo el
xxxxxsol y la virtud del ciego, la esponja que da de cantar su lluvia
xxxxxa la garganta.
Bienaventurado el que apoyado en su bastón está toda la noche ahí
xxxxxy es piedra de la luz, piedra de la edad, los dos ojos del pájaro
xxxxxen el collar del cero.
Bienaventurado el astro que ignora su caballo y ha cerrado el párpado,
xxxxxla agria lepra que arde en las arterias, la sal del paraíso.
Bienaventurado el que condena lutos negros, porque de él será la
xxxxxúltima soga del relámpago, el primer peldaño en la escalera
xxxxxdel descendimiento.
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Mestre, Juan Carlos. La casa roja. Madrid; Ed. Calambur, 2008.
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FOTOGENIA DEL ALMA DESATENTA
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Mi padre es cojo. Le aplastó la pierna un caballo durante una sesión rutinaria de doma. Le castigó tanto con el bocado que se cayó de costado. Tiraba de las riendas y le azotaba con la fusta. El animal echaba espumarajos blancos. Qué culpa tenía él de que a mi padre ese día le hubiera abandonado mi madre. Ahora es cojo y no puede correr detrás de ella. Nunca la va a alcanzar. Ni a nadie más. Quizás ni a sí mismo. Yo sí podría hacerlo. Mi madre no corre más que yo. Pero si lo hago, ¿quién se va a ocupar de que mi padre no vuelva a ensañarse con una pobre bestia?
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Mi padre quedaba bien en las fotos. Mejor que en la realidad. Engañaba a las máquinas. Engañaba al arte. Fotogenia del alma desatenta.
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Me enseñaste a jugar al ajedrez. Al principio todo iba bien: aprendía las reglas, aprendía a caminar sin hacer ruido dentro del tiempo, aprendía las estrategias, y aprendía a ir siendo poco a poco las reglas, el tiempo y las estrategias que el juego desplegaba. Aprendía a jugar fuera del juego, a aceptar y a habitar las emociones que el juego me regalaba para después del juego. Pronto me di cuenta de que no me lo enseñabas todo porque no querías dejar de ganarme. Un padre tiene la obligación de ser mejor que su hijo, pensabas, un padre debe ser inalcanzable para su hijo. Eso que no me enseñaste tuve que aprenderlo solo, y ésa es una soledad que desde entonces me acompaña: la del que sabe que no puede confiar en nadie: ni en su padre, ni en sí mismo, ni en las toscas figuras de madera, ni en un tablero aparentemente imparcial. La primera vez que te gané la partida fue la última: nunca volviste a querer jugar conmigo.
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Aunque los perros te aterrorizaban, me conseguiste uno: un pastor alemán muy noble al que llamé King. La única condición era que tenía que estar atado cuando llegaras del trabajo. King era un hermano para mí: la fuerza que yo no tenía, la velocidad que yo no tenía, la valentía que yo no tenía, la lejanía que yo no tenía. Al poco comenzaste a golpearle sin que te diera motivos, quizás para demostrarnos que el único rey eras tú. Con el mango de la escoba, con la raqueta de tenis, con las botas de montaña, con la lata de las galletas rellenada de tierra prensada, con un lío de cuerdas: le golpeabas con rabia y con angustia hasta que el sudor hacía que se te resbalara de la mano el arma que esa noche hubieras elegido. King aullaba y me miraba suplicante y atónito. Yo aullaba en silencio y vomitaba en un rincón oscuro del jardín. El perro, mi hermano, mordía la cadena hasta que las encías le sangraban y los dientes, despedazados, se le caían. En las heridas abiertas de su cabeza y de su cuerpo desovaban las moscas y bebían las garrapatas. Alrededor de su caseta siempre había manchas parduzcas de sangre seca que no borraban ni la lluvia ni la lejía. Un día envenené la comida de King para que no siguiera sufriendo. Luego pensé: por qué no habré echado el veneno en tu comida, padre.
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Cuando me veías leer te enorgullecías. Al principio pensé que era por mí, porque pensabas que era mejor eso que partir ladrillo a puñetazos, algo a lo que me estaba enseñando un amigo y a lo que me dedicaba después de los deberes. Luego me di cuenta de que te enorgullecías por ti al hacerte recordar yo los años en que, soltero todavía, pasabas las noches leyendo novelas en el cuartucho de una fonda. Tu orgullo era actualizado por tu hijo lector, que te hacía sentir joven y triunfador al mismo tiempo: el joven que aspiraba a triunfar y que buscaba en esos libros claves para el éxito y el triunfador que habías llegado a ser, después de muchos años de esfuerzo, y que ya no necesitaba los libros para crecer o reafirmarse o ni siquiera entretenerse. Verme leer juntaba en ti los dos extremos de tu vida, los hacía coincidir, les daba sentido y coherencia. Verme leer te daba la razón, te hacía tener razón de una vez y para siempre. Pero no, padre: te hubiera dado la razón, si, como hiciste tú, yo hubiera dejado en algún momento de leer, si hubiera considerado que la lectura no era sino una palanca para forzar la puerta del éxito. Y por eso sigo leyendo: para no tener éxito, para quitarte la razón, para que de pronto, un día, mirándome leer el enésimo libro, te sientas un viejo fracasado.
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Aguado, Jesús. Carta al padre. Sevilla; Ed. Fundación José Manuel Lara, 2016.
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ANTEPASADOS
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ANTEPASADOS
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx¿Dónde comienza mi memoria?
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxAmos Oz
Mis antepasados inventaron la Vía Láctea,
dieron a esa intemperie el nombre de la necesidad,
al hambre le llamaron muralla del hambre,
a la pobreza le pusieron el nombre de todo lo que no es extraño a la pobreza.
Poco es lo que puede hacer un hombre con el pensamiento del hambre,
apenas dibujar un pez en el polvo de los caminos,
apenas atravesar el mar en una cruz de palo.
Mis antepasados cruzaron el mar sobre una cruz de palo,
pero no pidieron audiencia,
así que vagaron por los legajos
como los erizos y los lagartos vagan por los senderos de las aldeas.
Y llegaron a los arenales,
en los arenales la tierra es brillante como escamas de pez,
la vida en los arenales sólo tiene largos días de lluvia y luego largos días de viento.
Poco es lo que puede hacer un hombre que sólo ha tenido en la vida estas cosas,
apenas quedarse dormido recostado en el pensamiento del hambre
mientras oye la conversación de los gorriones en el granero,
apenas sembrar leña de flor en la sábana de los huertos,
andar descalzo sobre la tierra brillante
y no enterrar en ella a sus hijos.
Mis antepasados inventaron la Vía Láctea,
dieron a esa intemperie el nombre de la necesidad,
atravesaron el mar sobre una cruz de palo.
Entonces pusieron nombre al hambre para que el amo del hambre
se llamara dueño de la casa de hambre
y vagaron por los caminos
como los erizos y los lagartos vagan por los senderos de las aldeas.
Poco es lo que puede hacer un hombre con las migas de la piedad,
comer pan mojado los días de lluvia a los que luego seguirán largos días de viento
y hablar de la necesidad,
hablar de la necesidad como se habla en las aldeas
de todas las cosas pequeñas que se pueden envolver con cuidado en un pañuelo.
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Mestre, Juan Carlos. La casa roja. Madrid; Ed. Calambur, 2008.
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SOBREVIVIR EN MEDIO DEL SILENCIO
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SOBREVIVIR. Sorber sopa.
Sumar caldos y yogures. También gelatina.
Procesar el nutriente que deja vivir.
Sostener el alma, guardarla en su armadura,
y que no cesen las tripas, las pulsaciones
ni los flujos.
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MI PADRE FUE VALIENTE y ahora aún lo es.
Sin quejas ni peticiones.
Con una mueca desdentada que es infinita.
Sin querer molestar porque nada es tan grave
como para incordiar a los demás.
Lo evidente que da forma a su máscara.
Las arrugas en la cara
como geometrías labradas en carne.
Su inmersión en un pantano
y el disimulo en lo que hace
con voluntad de lucidez.
Cuando finge entenderlo todo
y me grita Feliz Año Nuevo el día de su cumpleaños
sin esperar a que le felicite yo primero.
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ME PREGUNTA LO QUE LE OYE decir a mi madre:
¿Es que no sabes lavar la ropa blanca?
Y aguarda en su silencio ansioso
para regañarme si le respondo que no.
Afirmando dos veces,
como si un único sí no fuera suficiente,
y sonriendo cuando le digo que he venido a verle
mientras repite que debería venir más.
Me resume las noticias del tiempo,
las del nuevo terremoto en un país. Italia.
Sí. Japón. También.
Le cuento lo que he comido
y le digo que aunque yo ya tenga casa,
la suya seguirá siendo siempre mía.
Y asiente. Su casa es para mí. Mi habitación y mis cosas.
Para mí.
La tabla de madera que es ahora de plástico.
El cuchillo sobre el queso.
Y el pan.
Quiere hacer tortilla y que cene.
Calentar el aceite al fuego.
Duerme bien. Se encuentra bien.
Quiere conducir e ir de caza.
Que dejemos de vigilarle. Tomar sal
y tomar vino.
Le digo que hay que esperar.
Le explicamos que es pronto.
Que no ha pasado tanto tiempo. Que no hay que tener prisa.
Y me sorprende su aire de desaliento,
la expresión de fastidio.
El escaqueo cuando le descubro con otra cerveza,
y me asegura que es sin alcohol.
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NUNCA VIGILÓ nuestra manera de movernos.
No le correspondió a él vernos crecer.
No tuvo que hacer de nosotros su obra.
Ni nos miró con los ojos del análisis,
del intelectual-terror.
Su mirada no nos escrutó.
La complicidad en la mesa y la espera sobre la alfombra
mientras acababa la cena. Aunque no se dice acaba
porque acabar es un verbo de pueblo y se dice terminar.
Pronuncia el nombre de tu amiga al saludar a tu amiga.
Aprende de mí, mas no hagas lo que yo hice.
Perro guapo. Perro bueno.
Cuando todo se transforma
y parece imposible que haya sido
lo que no volverá a ser.
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ELLA QUERRÁ OÍR que su amor es eterno
y él le dirá que su amor es de ahora.
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EN MEDIO del silencio,
el oído humano inventa una música.
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CARINTIA
En los momentos de bonanza,
cuando es fácil no creer o afirmar que no se cree,
cuando distingo la imagen del naturalista, el océano,
o en las horas del desorden,
entonces lo hago:
busco a Alice Oswald, a Jane Kenyon,
y espío sus manos, sus gestos
en distintas fotografías, bajo la pestaña Imágenes,
tras acatar los mandatos del movimiento
en rotaciones de hombros y rotaciones de cuello.
Retratos que me dan lo que sus textos,
sin interlíneas ni aprobaciones críticas
en originales por corregir. Biografía de hojas.
Cuando los brazos se estiran y hay que pensar
que no ocurre nada,
que todo lo que se ve es lo que se debe ver,
a pesar de las páginas sin hacer, las páginas previstas para hoy
que no avanzan de la 32;
cuando el cacao representa el almuerzo de la jornada
con una ración de maíz frito y queso,
y las manchas de los ojos se disipan
entre juicios de Thoreau y anécdotas familiares;
llegado el día 30, terminado el invierno,
acudo a Katherine Mansfield,
a Ingeborg Bachmann.
Cuadros en los que perseguir, como en sus libros, un reflejo,
algo que me empuje, que me hable de la levedad.
Del rojo individual. De la necesidad de escondites
sin pasar la prueba de los 15.
La de los 35.
En los momentos de beber agua,
cuando abunda el naranja, mecanismo naranja, luz y color,
en el óleo de hogares
donde fui aprendiza,
niña hipocondríaca,
ahondando en el carácter de cada individuo,
en su ira y su esperanza, su dicha y rompimiento,
rozándome con ellos, cruzando cada estado de la realidad
y de la fe,
rebasando los estados de la especie
y más allá,
para cerrar después toda búsqueda y volver al calor de lo pequeño,
al no, sí, no
de los términos que acompañan sin ser necesarios,
los adjetivos, por no mencionar los adverbios,
asediada por la ansiedad de la separación
como los perros,
entonces dejo abierta, para aliviarla, una instantánea de Alice y su flequillo
con aspecto sensible, sensitive en inglés,
porque sensible es mi palabra, como tímida es mi palabra
y retraída. Mi palabra.
Al tanto de una consciencia
que nos transporta a la desconfianza
y una desconfianza que nos transporta a la inquietud,
aunque bien puede ser a la inversa.
El entender todo daño y toda miseria
que no hace a nadie más listo sino más hostil
ni nos hace desear la proximidad sino el aislamiento.
Cómo saberlo si lo que recuerdo son nichos de amor:
a esta niña no se le mueve la ropa.
Está más en el suelo que de pie.
Cómo saberlo tras la ternura y devoción de:
llora, llora, que cuanto más llores menos meas.
A tu madre se la ha llevado un lobo en la boca.
Sentencias que aludían a mi culpa, a mi culpa,
a mi grandísima culpa,
y me hacían desear llegar a vieja
como las señoras con abrigo
que miran escaparates de zapatos
y se apresuran a los puestos de venta de libros
en primavera.
Señoras dispuestas. Que bailan,
comen sano, y se llaman
Trini o Puri o Pilar.
Cada paisaje. Cada rotura.
Comprendiendo que siempre les quedará morir
tras asentir ante cualquier explicación
o ante cualquier excusa.
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CARINTIA 3
Queda la insensatez del ánimo
cuando se sitúa en modo desorden y cree:
la próxima vez estudiaré alemán,
la próxima vez seré más fuerte, la próxima vez naceré en Viena.
La próxima vez.
En una tierra sobre la que gime la hierba
que decimos conocer.
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Adón, Pilar. Las órdenes. Madrid; Ed. La Bella Varsovia, 2018.
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EL MONSTRUO DE LAS GALLETAS
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Mirando tus dibujos
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxPara mi hija Ana
Jugabas de mañana, cuando niña,
ante una luz naciente
con la arena y el agua,
deshacías castillos.
Las murallas de Troya
no habían sido aún
ni siquiera pensadas,
niña Homero,
ni imaginado Aquiles,
Esparta, Ulises, Héctor…
Mirando tus dibujos,
cuando escribo,
pienso si yo también,
con tanta devoción,
alguna vez tracé con tan pocos colores
palabras más exactas que ese cielo.
Y si supe escuchar ese galope
yo ya llevaba en mí
ese caballo en llamas más que el sol
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Respiración
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxLas heridas me quemaban como soles.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxFederico García Lorca
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Antonio Moreno
La vida no es el pulso,
ni la muerte.
xxxxxxxxxxxxxEs la respiración.
Yo le digo a mi hija que el aire no se coge,
porque es ofrecimiento,
y que la luz se da y nos recibe
en la misma medida
en que nosotros damos lo que es nuestro.
Y ella cierra los ojos —entregada—
y siente —me lo dice riendo— que se eleva,
que se da y se recibe
lo mismo que un columpio.
Qué semillas esparces con tu risa,
los pies a ras de suelo,
limpio tu corazón
y empieza la aventura.
No seré yo,
mi vida,
quien te cuente
el viaje de Ulises.
Que te lo diga el aire
y se te abran los ojos como soles.
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Noche cerrada
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Tomás Hernández
Cierro los ojos,
me afeita
la mirada una lágrima.
No podrá la mañana arrebatarme
esta nada que soy.
Yo soy ahora
el solo corazón que late sin sentido.
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Disco rayado
(Howlin’ Wolf)
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxYo soy tú cuando soy yo.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxPaul Celan
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Emilio Martín Vargas
Chester Arthur Burnett
nació en White Station, Mississipi,
trabajó de granjero,
hijo del algodón y de la tierra,
del amor y la ira,
de un demonio heredado en la pobreza,
porque los negros sólo heredan cosas negras
para cantarlas luego,
hasta que el cielo adquiere
ese extraño matiz de algunas nubes
que uno contempla absorto
y se deshace en ellas más arriba.
Muchas veces pensó
amarrarse a una cuerda
o clavarse un cuchillo en medio del estómago
o beber la cicuta como el que huye a Portbou.
Pero no se atrevió.
También murió de cáncer.
Me recuerda a mi padre.
Y a mi padre, tal vez,
también le recordara
al bueno de mi abuelo,
que nunca conocí.
Él me dio la pobreza en un disco de blues,
el algodón, la tierra,
la ira y un demonio.
La muerte se anticipa como un mantra.
La aguja se ha encallado
en una vena rota:
un eco lo repite y nos recuerda
ese aullido del lobo y de la luna.
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¿Cómo hacer el nudo de una horca?
xxxxxxxxxx(A medianoche)
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxEl cerebro está oscuro cuando arde.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxCarlos Edmundo de Ory
Mi escritorio soy yo:
una regla sin dueño, cien exámenes,
un verso emborronado, la libreta
de notas, ese lápiz
encima de un dibujo de mi hija,
el cargador del móvil,
un paquete de kleenex,
un vaso de cerveza, el cenicero,
Resurrección de Tolstoi,
un mail en la pantalla,
el Walden de Thoreau como una mariposa
de par en par abierto,
la baraja del Uno aún por barajar,
la impresora encendida,
restos de marihuana, la taza de café
de ayer por la mañana,
los libros de semanas apilados
igual que Il Campanile,
la llamada perdida del amigo al que amo,
lo que busqué en Google la otra noche.
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Ladridos en el laberinto
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxY ya vas tan adentro que a nadie has de encontrarte.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxCésar Simón
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Aitor Luna
Sostiene mi cabeza una lucha conmigo
y toda mi atención
se contempla en el ruedo.
En esa arena está lo que más amo,
lo que me da más miedo,
ese sitio al que llegas sólo huyendo
y al que sólo, al huir, puedes llegar.
Y me he quedado allí
convertido en estatua
igual que aquella vez
en el supermercado,
con mis padres,
enfrentado a pasillos
ordenados, asépticos.
Y en esa gran locura de centauros,
de telares urdidos, de leones,
de cadenas y de espadas y de esclavos
se ha escuchado un ladrido.
En la Ítaca que digo sólo Dylan,
este perro faldero y lazarillo,
le pone a mi cabeza corazón,
me lleva con mis padres,
da su mano Penélope.
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Amanecida
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Agustín Pérez Leal
La mañana concede una revancha
y su afilada luz,
como una ensoñación,
pero más viva,
otra vez se hace carne en tu interior:
así tomas el cuerpo,
tu ser más vertebrado.
Y abres los ojos.
Qué serán esa nubes que son ya.
Qué tú.
Qué yo.
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Pellizco
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA José Mateos
Una cerilla da la magnitud de fuego.
Pellizcas su cabeza y una melena ofrece
su corazón al ojo.
Desde el lugar preciso
ningún sol es pequeño.
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Quiere la luz
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Vicente Gallego
Mis pies,
todos mis músculos,
las articulaciones,
enfermaron conmigo.
Y mis manos pequeñas se durmieron
las dos sobre mi pecho amargamente.
Las uñas me nacían
ya rotas en el vientre de los huesos
y la piel de mi cuerpo era un campo de escamas sin semillas.
Mis ojos amarillos,
una placenta estéril al mirar
y al respirar se hacía
una grieta en el aire
más grande que este mundo.
El sueño, una prisión.
Mi estómago, una boca ya sin hambre.
El esternón ya roto
era un mástil,
la vela,
la calavera negra,
la vieja arboladura del Pequod,
las monedas,
la muerte,
la barca de Caronte.
Yo me entregué a la muerte igual que un niño
se entrega por completo mientras juega.
Pero quiso la luz abrir mis ojos,
bendecir cada cosa de este mundo
con sus dedos dolientes, darme el don,
de nuevo, de la vida.
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Mirar
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA mi madre
Todo cabe en los ojos.
Y esa voz que nos calla,
que nos pone tan cerca de nosotros
que casi nos asiste
y ya nos deja
a nuestra suerte y da
la hondura y el perfil,
la levedad y el núcleo…
Mirar es entregarse,
ocupar otro espacio;
es esa casa libre
de nadie y de cualquiera que tú habitas
y le entregas tu don y tu silencio
y en medio de la noche rompe en luz.
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Los lagos de Norteamérica
xxxxx(El olor de la lejía)
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA José Daniel Espejo
José Daniel Espejo cuando hablaba de los lagos de Norteamérica
no nos decía nada del agua, de ese espejo
de la luz reflejada en la baldosa
que aún huele a lejía,
de ese merecimiento hermoso y trágico
de existir todavía más menudo.
Hablaba de mirarse más adentro.
Porque el amor iguala,
dentro de mí, Martín es hijo mío;
no quiero ese dolor pero me acoge,
me abraza, me recuerda
algo que sé y que ignoro
y que tú me repites en tu libro.
Me haces tomar conciencia.
Desde que sé de ti
mi vida es un futuro incierto de paseos,
un silencio a desgana que canto desde dentro,
una alegría indómita.
Para el que busca a Dios:
¿dónde buscar?
Temprana es esa luz para la muerte.
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xEn el supermercado
(Un paquete de chicles)
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Ismael Cabezas
He sorprendido a un niño,
me escrutaban sus ojos tan atentos
que al verse delatado
buscaba mi silencio.
Lo sé porque he mirado
muchas veces así,
buscando ese silencio redentor
con los ojos de un niño.
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La luz del comedor
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Carla González y Erika Espinel
Cada noche dejamos
una luz encendida
por si tú despertaras del silencio del sueño
y no supieras dónde,
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxy tan aprisa,
poner tus ojos ciegos.
Toma la luz y deja
que ella aliente tu pecho.
No tengas miedo,
niña,
aunque lo tengas;
jamás le des ventaja a ese cobarde,
aunque él la tome y crea
que tú le perteneces.
Tú céntrate en la luz del comedor
igual que cuando estás entre mis brazos.
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El monstruo de las galletas
xxx(Mirando tus dibujos)
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxLos bienes más preciados no deben ser buscados, sino esperados.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxSimone Weil
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Paco y Ana, con el amor de un hijo
Quizá por esos cuadros
empezaste a colgar
tus primeras palabras, los dibujos.
Y al lado de La casa giratoria o de El jinete azul
Triki come galletas mientras pende
de su celo precario.
Cuando me fijo en ellos,
esas enredaderas de colores,
tu mano inesperada…
mi fe me avienta, soy
como una gravedad
de luto y de alegría.
Dirige mi deriva
el corazón de un niño.
Ma da la vida un monstruo.
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Luna, Sandro. El monstruo de las galletas. Madrid; Ed. Hiperión, 2020.
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POEMAS DE LA PRIMERA SECCIÓN DE ‘LAS ÓRDENES’, DE PILAR ADÓN
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REGALARLO TODO. Cada prenda. Cada adorno.
Con mentalidad de pobre. Los dedos de harina
calentando el mismo tazón
y la sonrisa rota hacia la mesa
sin frutas ni flores en la fuente.
Sin estrenar nada, sin ambición de refugio.
Habiendo perdido la energía
y el asombro.
Queriendo decir: «¿Por qué no vuelves a casa?»
Cuando lo sabe. Que volver a casa es el miedo.
Que la huida del día es el miedo.
La tapia de ladrillo y la llamada al timbre sin prever
si podrá entrar.
Cada mirada de hembra.
Cada preñez. El miedo.
El cuerpo que no se acostumbra
y que, lejos de aumentar,
reduce su tamaño y se parte en dos.
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¿QUIÉN
no ha querido abrir la ventana a los doce, trece años,
y saltar una tarde de sol
idéntica a todas las tardes en que el sol
se filtra por las persianas de madera
con un único verso
—Wake the serpent not—
alojado en el cerebro?
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LA LLAMADA DEL DÍA. La misma voz con tono diferente.
Según el tiempo, el frío, el cansancio o la estación.
Cada mañana. A las diez. Preguntando si es que sigo en casa.
Si estoy escribiendo. Si he dormido bien.
Qué voy a comer. Si el perro se porta igual.
Tan listo. Tan despierto. Con las mismas ganas de salir a la calle
y correr
hasta reventar. Desatarse y correr.
En su intento de lograr lo que más anhela
y persigue
tras su roja perspectiva de ojos llorosos:
no regresar al hogar.
También yo correría, mamá. También yo me desataría y reventaría.
En esta interminable tentación del malestar
que araña y mira como si fuera lo más normal. Venir
y quedarse.
La nevera que chirría. Las pezuñas del animal resbalando,
con correa y chapa, sobre el parqué.
Las palabras del vecino en el rellano del portal
clamando a sus hijos, clamando al portero que no recoge la basura,
el ascensor abierto en el sexto,
al presentador de los informativos matinales.
Hasta cuatro veces, pase.
Cuatro veces. O tres.
Pero ¿más?
¿Más?
La atracción del aturdimiento.
El embeleso de la apatía.
Y la lentitud. Los líquidos que humean al fuego.
Y las evasivas.
En la boca. En su misión de desterrar el encanto.
El tono anaranjado de las cosas.
El cepillado del pelo. La voluntad de estar bien.
Con un malestar que se asienta en la complacencia
(¿es que os habéis peleado?)
a lo largo de una llamada que lo deja todo desgreñado.
Y la voz que no es conversación sino pregunta
en busca de un consuelo extraño
basado en habladurías y temores.
Azufre y agua.
Y la cal con la que untan a los perros plagados de larvas
para que desaparezcan con cada quemadura en la piel.
Sí. Yo también chirriaría, mamá.
También yo clamaría en el desorden en que hemos de sobrevivir.
Cuando lo normal es la transformación
y mi espíritu quiere lo permanente.
Cuando las horas se hacen cuidados
y no queda hueco para el reproche
en esta sumisión ante lo que puedan decir
esos labios llenos de llagas.
Esa voz.
La convicción de que han muerto las expectativas
ahora que ha desaparecido el pastor
y con él los mejores recuerdos.
Los preparativos. La ceremonia. Lo que vino después.
Cuando todos existíamos caminando
tras los pasos de la soñadora.
Ahora sabemos
lo que supieron los demás desde el principio.
Que los nuestros traicionan.
Que el entendimiento y el alma se hieren con la experiencia
y que el sentido es cero. El propósito, cero.
La utilidad. Cero.
Que la indiferencia no comete pecado
ni hay ruptura en la devoción materno-filial
por este hábito que nos libra de la gravedad.
Encogidas ante el fin de las llamadas
recorriendo la austera estética de los campos
cuando en los paseos se habla de temas generales.
Asuntos que no dañan a nadie. Que no se hunden
en los huesos, la raíz,
de madres e hijas que se lancean.
Sometida una a la voluntad de la otra
todas las mañanas. A eso de las diez.
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EL AMOR EN BRUTO no sirve.
Hay que dosificarlo.
Saber domarlo y repartirlo
hasta que se extinga.
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EL SILENCIO NUNCA es tan grande
como cuando algo lo rompe.
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ESTIGMA
Nunca la vi llorar. A mi abuela.
Se le salió la matriz por la vagina
y ella se la curó con limón
porque todo lo trataba con limón. Y con saliva.
Barro, humedad y fuego.
La punta babeada de los pañuelos en el batín.
Las medias de algodón. Agujeros en su faldagris de abuela.
Y las capas de tela desdibujada
tras las que ocultar el calor enchufado a la trampa
que colgaba del techo.
No preguntar. No saber.
Metió el pulgar en la tierra y lo sacó negro.
Barro seco y disperso. Pedazos de ladrillo bajo las plantas.
Restos pegados a las púas del tenedor.
Elevaba el cuchillo por encima de los hombros.
Lo bajaba y lo hundía en la madera.
Cortaba las uñas a las niñas recién nacidas.
para que cantaran bien, como ella.
Voz de ofrenda, voz de Pascua.
Conmigo no lo hizo.
Yo era de rodillas arañadas, picaduras de avispa.
Huida de insectos y huida de juegos.
Ser orgánico que crecía. Mudaba y crecía
al tanto de mi situación.
Con las manos alrededor, las cejas sobre las piernas.
O cruzada de brazos
caminando hacia el puente.
Botas altas al borde de la presa.
Sin admitir el abandono ni la pauta.
La cólera de la herencia.
El bálsamo del humo distante. La calidez y el resguardo
de la casa. Carretera arriba.
La incertidumbre y el temblor
por si nadie volvía a buscarme.
Las burriagas del bocadillo. Las lágrimas tras el coche
que arrancaba y desaparecía.
Tanta traición. Tanta reverencia.
Sus papeles con tersura de piedra, base en los cajones.
Paños de cuadros quemados. Vasos sucios.
Perdió un hijo y un marido.
Se quedó ciega. Y la atamos a una silla
para evitar que se tirara al suelo y reptara hasta su patio
lejos de ancianos tendidos sobre las mesas,
unidos por su calidad de ancianos.
Derribados sobre falsos sofás.
Envueltos en falsas mantas y en sonrisas postizas.
Con las uñas crecidas y los labios prietos,
entre voces conocidas que arropaban en tonos azules
y por la mañana entregaban desayunos.
La piel, cápsula gris, respondiendo al pliegue
de cada dedo.
En medio del orín y el desinfectante.
La niña se llamará Julia.
¿No ves la moto ahí fuera?
Siempre quiso estar en su casa, mi abuela.
Y ahora la van a vender por 30.000 euros.
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LA IMAGINACIÓN PERSIGUE un acontecimiento.
Algo nuevo, algo limpio. La ingenuidad
que nos ha abandonado
y no se deja reconstruir.
Los ojos de antes
sumergidos en los de ahora.
La inexperiencia de un cuerpo
que siente que lo ha presenciado todo.
¿Qué le importa a la especie
que un útero reaccione o no?
¿Dé fruto o no? Exista.
Todo milimetrado en etapas: estudio, trabajo, enlace, piso.
Paso a paso. Superando cada fase.
Como en un cordel de esclavos.
Permitiendo que transcurra la estación
con la imagen de huir y cambiar
en una supervivencia que es solo a medias.
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UNA MUJER POBRE con un niño en brazos
es una mujer dos veces pobre.
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NO QUEREMOS ser madres.
La ausencia de un heredero
que deje borrones.
Seguir siempre hijas.
Que nos abracen como nos abrazaron.
Y nos peinen y presuman de nuestras notas
ante los vecinos.
Que cada libro sea para nosotras, cada pensamiento.
Para nosotras. En una habitación
de una sola cama.
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DORMITORIO
La cabeza apoyada en el cristal
al ritmo del movimiento de las ruedas,
y un olor a desinfectante girando con el calor del motor.
El abrigo que ya sobra.
Casas de ladrillo en los bordes
por un paseo sin bancos.
Ningún cuerpo reluce. No hay rastro
de perfección
en el alargado espacio de este territorio
de materia orgánica y horas de espera.
Color berenjena en las mejillas.
Clínex en los bolsillos.
Zapatos de un marrón plástico.
Y el espacio de luz.
La supervivencia del espíritu
en este autobús que me habla: próxima parada.
Aunque solo haya tres.
Paseo de Extremadura.
Cortes de pelo sujetos en recogidos de goma
y las dudas en la cara.
Preparándome en el recibidor para entrar
y oír a mi madre exponer de nuevo
lo que ha comido mi padre a lo largo de la semana.
Purecito, verduras.
Pescado. Yogurcito. De fresa.
Detenida un minuto al pie del portal.
Sin teorías ni afirmaciones.
Añorando de mi yo joven
la noción de perspectiva. El pensar ya lo haré.
La amplitud de las horas. La observación de cada posibilidad.
En la distancia. Temporal. Espacial.
Yo
salvando vidas. Yo
oceanógrafa. Yo
espía.
Yo
embajadora en París.
Sin reconocer los ojos que me estudian
desde el espejo del ascensor.
Tanto tiempo ansiando escapar en cada trayecto
y ahora este regreso. Esta expedición de siempre
a la vida de siempre.
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ELLOS NO lo advierten
pero arrastramos un rencor en los genes
heredado de cada mujer.
Su hacha clavada en el cuerpo,
integrada en él. Donde persiste.
Observadoras y observadas.
Actuando a solas y ante el mundo.
Ansiando un descanso
sin saber descansar.
Acusando un odio que no se cura
por palabras que no tendrían que existir.
Sin responder tal sin comportamientos cual,
aprovechando más.
Sin enfrentarnos a.
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ESO ESPIRITUAL que ves en mí es miedo.
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xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxNo descuido la escritura,
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxsino a mí misma.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxIngebor Bachman
¿QUIÉN ME VA A CUIDAR cuando sea vieja?
¿Quién me va a esperar, feliz de verme?
Cabello de nudos. Sin cepillados nocturnos.
Peines y espejos de plata.
Sola en mi sillón. Harta del cansancio y los sermones.
Sin hijos que me bañen,
me cocinen asado con puré,
me traigan jerséis de talla grande,
me laven los pies y las axilas
cuando queden ya pocos motivos para existir.
vencida por los razonamientos
sobre aquello de recoger lo que se ha sembrado.
Celebraciones, cumpleaños y fiestas
en perspectiva de una soledad redonda.
¿Quién va a venir a verme
los fines de semana?
Si no soy madre.
Si vivo sin reconocer la devoción, el auxilio.
La ternura. Las visitas a los amigos dolientes.
Entre evasivas, papeles y libros,
alejada del sentimiento original.
Escapando de la llamada primera.
Sin saber qué es la entrega.
Qué la piedad. Qué la delicadeza
de los niños fotocopia. Su mente dulce y sencilla
como trozos de manzana asada. Como bolsas de osos Haribo.
¿Quién va a abrazarme cuando sea vieja?
Y esté sola. Y no haya quien quiera hablarme. Y las cortinas se prendan fuego
y las llamas asciendan al techo. Y nadie pueda acercarse
al teléfono. Para llamar al servicio de extinción de incendios.
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SOLO QUIEN TIENE el amor
lo cree prescindible.
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DOS LÍNEAS en cada mejilla.
Dos más en el cuello, en el centro de la frente.
Pintura de guerra sobre una piel en trazado imperfecto.
Rayas
de color granate. Y el rezo aprendido
del que no desentrañamos la lógica,
el significado ni las consecuencias.
Elegimos las piedras y las cargamos en la mochila
aunque lo único que pueda salvarnos
sea la ligereza.
Demasiada luz es ceguera.
Cuando siempre se ha sido hija
y de pronto hay que renunciar a serlo.
Sin dejar de repetirnos que si no nos esforzamos lo suficiente,
nadie se esforzará en nuestro lugar.
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ES UNA PULSIÓN: un hombre encuentra agua
y tira una piedra.
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Adón, Pilar. Las órdenes. Madrid; Ed. La Bella Varsovia, 2018.
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CRUZAR EL RUBICÓN
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xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Rubén,
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxcamarada y amigo.
Llamo con un teléfono imaginario
a un lugar que ya no existe.
Dicen que sí, que comunica;
insisto
y así vamos calle abajo,
parapetado cada uno
tras su trozo de pancarta.
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III
En cierta forma,
xxxxxxxixxxxxxxtoda línea
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxes promesa,
toda casa,
xxxxxxxxxausencia.
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xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Cristina Morano
Se oculta tras la puerta un hombre,
el oleaje le devuelve barcos hundidos.
Con sus llaves abre mi puerta,
¿y quién de los dos sella la brecha,
quién la expande?
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Siempre en el techo,
en el mismo lugar.
Igual en su recorrido,
la reparas y vuelve.
La grieta;
respuesta a la pregunta
que no hiciste.
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Alemañ, Luis, Cruzar el Rubicón. Sevilla; Ed. La Isla de Siltolá, 2022.
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LA PRISA
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1xxxTeníamos la prisa de las navajas.
xxxxDoblábamos la manta en que dormían
xxxxnuestros muertos y alzábamos el vaso
xxxxen honor de algún sol moderno y limpio.
xxxxTeníamos el orgullo,
xxxxla salud y el regalo de la pobreza,
xxxxlas señales y el tiempo de las señales,
xxxxla ignorancia y el brazo de la ignorancia,
xxxxel pan,
xxxxy la buena suerte.
xxxxTeníamos la prisa de las navajas. Eso,
xxxxy una escasa experiencia de lo fría
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2xxxque es la piel de la noche.
xxxxPero hoy de nosotros queda sólo este hombre
xxxxal que el cielo molesta en una mano
xxxxy en la otra la sed. Y que camina
xxxxhacia su verdadera soledad, camina
xxxxhacia donde le espera
xxxxsu espera retrasada,
xxxxsu recibo paciente, su noticia
xxxxsin daño: tu hijo ha vuelto
xxxxa las andadas, tienes
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3xxxque hablar con él.
xxxxY el hombre se pregunta
xxxxsi no será la prisa,
xxxxque aún le sigue los pasos
xxxxdesde su borrachera semanal, su tonto
xxxxoficio, sus deberes
xxxxpaternos; que aún le duele
xxxxel poco imán que queda de los muchos
xxxxidos hacia su odio,
xxxxo vueltos a su amor, pero con toda
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4xxxla luz intacta bajo su fantasma.
xxxxAsí el dolor que permanece puro
xxxxen el miembro amputado. Pero ahora,
xxxxencontrado y despierto, ¿qué respuesta
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5xxxprocura, qué confianza?
xxxxCon las manos guardadas, ¿dónde cree
xxxxque va, si ya no sabe
xxxxvolver a ser el mismo que apostaba
xxxxsu bebida más sabia por la lluvia más fina,
xxxxpor animales bellos, por países
xxxxequívocos? ¿Acaso
xxxxno ha negado hoy también —su pie medido,
xxxxy su flema en la puerta,
xxxxentre cumplidas bolsas
xxxxsin rubor— qué celoso
xxxxasedio le persigue?
xxxxHemos estado
xxxxsin duda demasiado y hemos visto
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6xxxal desierto paciendo sobre los viejos días.
xxxx¿Papá cómo se llevan
xxxxlos paraguas?, pregunta
xxxxla pequeña. ¿Y qué importan,
xxxxla muerte, los paraguas, la maldita
xxxxvelocidad del pensamiento?
xxxx¿Y esta no requerida
xxxxcanción que le acompaña, que perdura
xxxxcomo el dolor perdura
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7xxxen el miembro amputado?
xxxxTeníamos la prisa de las navajas. Pero,
xxxxentre el sello y el molde
xxxxde la evidencia, entre
xxxxla irritación y el libro
xxxxde la temeridad, nos reservamos
xxxxuna despreocupada
xxxxposesión: esa frase
xxxxque quedaba de menos temblando en las palabras,
xxxxjusto antes del dulce
xxxxdeber de la ternura. Lo primero
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8xxxque enterramos casi sin darnos cuenta.
xxxxMira a su hijo, siente
xxxxcrujir el hueso (Al levantarse para
xxxxhuir de esa mirada que hace crujir el hueso).
xxxxEs así porque quiso
xxxxrendir cuenta a una doble cacería:
xxxxganar al ciervo en su huella,
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66xxni siquiera los muertos pueden vivir allí.
xxxxÍbamos al dolor sin desengaño:
xxxxteníamos la prisa de las navajas. Pero
xxxxhoy de nosotros queda sólo este hombre
xxxxque apura su bebida y apaga su pitillo, que se asusta
xxxxde los jóvenes ojos con que el mundo le ignora
xxxxsin más nobleza que su edad, con poco
xxxxmás que su ausencia de juicio para
xxxxganar la parte del león, la parte
xxxxque aligera sus anchas
xxxxcamisas, que perdona
xxxxsus torpes profecías y sus ágiles leyes.
xxxx(¿No podemos ahorrarles
xxxxesta noticia al menos: que nosotros
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67xxextraviamos sin gloria cuanto aún no era suyo?)
xxxxDebe volver a casa, debe hablar con su hijo
xxxxy llamar por teléfono,
xxxxy llegar a la tarde liberal y a la noche,
xxxxy echar las cuentas otra vez y puede
xxxxque inventar algún cuento
xxxxpara dormir princesas:
xxxxHace ya tanto tiempo, cuando cada
xxxxdeseo se cumplía
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Suñén, Juan Carlos. La prisa. Madrid; Ed. Cátedra, 1994.
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UN POEMA DE ‘MENTE ANIMAL’, DE PILAR ADÓN
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XVII
He visto algo grandioso e inexplicable
y no por ello he cambiado.
El mar se mantiene y el mesías podría estar aquí.
Pero el mar persiste.
¿Dónde la profecía?
¿Dónde la distinción del hombre?
He visto la sucesión de esferas
en un plano liso de sutilidad y abandono.
Sin sonidos ni distancias.
Y sigo comiendo y durmiendo,
sin más pretensión que la de recordar lo que sé
y que no lo descubran los demás.
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Adón, Pilar. Mente animal. Madrid; Ed. La Bella Varsovia, 2014.
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DERIVAS
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MELTEMI
Alguien pone una milonga al despertarse
en este diminuto hostal tan limpio.
Perfecto cementerio de una promesa torpe.
Otra vez el mar inalcanzable.
Al sexto piso también suben las tormentas,
se mezclan con las voces de Zeca y el vinilo decrépito
con el que se siguen recordando revoluciones
(claveles en las notas, a la entrada del teatro).
El viento del sur. Nadie que perdone, nadie que olvide.
Vuelvo a cruzar la avenida Tordi, pero todo ha cambiado.
Alguien charla sin culpa con acento de Valladolid.
Y el frío que hace. Pandora y sus ideas geniales
a partir de las diez. Y entonces ni jacarandas ni tilos,
solo estornudos. Habría que aprender a escoger mejor.
Saber de la escalinata del jardín de Sorolla,
un domingo soleado. De la primera sala del Prado
junto a la puerta norte. O del flequillo de Circe que se ríe
a carcajadas y que yo había imaginado más alta.
Me acerco al puerto, lejos de la mala suerte.
El horizonte. a tres kilómetros y medio.
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LA TABERNA DE SÓCRATES
Este rayo de sol sobre la frente. Este rato infinito.
Haberse reído con alguien durante minutos.
Escombros quemados, una casa en obras. Una madre,
una alfombra de cuadros, alguien que toca la guitarra.
Carballos y cipreses. Resguardarse a la sombra.
Asentir cuando es inevitable echarse a llorar.
Agradecer que esta vez no sea de los nuestros.
Aceptar la buena suerte. Y al fin, el horizonte.
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LOS LIBROS DE LA BUENA MEMORIA
Crecer un centímetro en cuarenta y ocho
horas, bendita sea la fiebre esta noche
de viernes. Hileras tachadas con tinta
en la agenda, ¿qué se espera,
cuando siempre deciden por ti
los calendarios? El tiempo de Cavafis,
el tiempo, escribes, Lope, la noche,
Marta. El naranja azulado del rescoldo
de encina en la chimenea. Y entre las ascuas,
los amigos, los padres, y algunas canciones
de una generación que no es la nuestra.
Lo que nunca se dijo. No eras tú para mí,
ni yo para ti. Aun siendo de los nuestros.
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López, Lara. Derivas. Zaragoza; Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2019.
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CUALQUIER NOCHE PUEDE SER LA ÚLTIMA
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DICEN
que aprenda
a analizar
mis problemas
por partes;
como si la vida fuera
uno de esos textos
estructuralistas
infumables de Barthes
que no entiende ni Dios.
(Aunque a veces lo sea).
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EL hombre
que pide limosna
conoció el poder
y la riqueza.
Mis enemigos
tienen los días contados.
La mujer feliz
oculta en su corazón
un terrible secreto.
El joven atleta
de hermoso tórax
no sabe que morirá pronto.
No me acordaré
de tus ojos
en mi última hora.
Yo, que persigo
la inmortalidad
amontonando estúpidas
palabras (como éstas),
no veré culminada mi obra
(con suerte,
hablarán de mí
mientras me pudro).
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CUANDO no estoy,
me insultas
y te burlas.
Conozco lo que dices
para que me abandonen
mis amigos.
Me dedicas
tus mejores calumnias.
Pagas a confidentes
y asesinos
con tal de darme caza
(matarías,
si fuera necesario).
Mientes
sobre nosotros
inventándote historias
con trágicos finales
que jamás existieron.
También a mí me gustas.
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NACIDO
en una familia
respetable,
alterno
con gentuza.
Pido dinero
prestado
y nunca lo devuelvo.
No hablo
con los de mi clase.
Dejé a una
mujer dócil
y complaciente
después
de nueve años
(desde entonces,
muchas pasaron
por mi cama).
Ayudo a los conspiradores
(soy uno de ellos).
Sin embargo,
sonreíd
cuando os crucéis conmigo.
Durante algún tiempo
me senté entre vosotros
y eso me hizo fuerte.
Conozco vuestros miedos.
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EL HOMBRE CONTEMPORÁNEO
Como todos
a ciertas edades,
tiendo a mitificar
algunas cosas:
La Ecología,
los calmantes,
la Muerte
(un gato hecho pedazos
encima de la vía),
la cafinitrina,
los recuerdos,
el último polvo,
la televisión en blanco y negro,
el ancurol,
hacérmelo con una negra,
mi infancia
(las películas del Oeste),
la fidelidad,
la guerra,
el colesterol,
la próstata,
el Invierno,
la Tierra Prometida,
los Habanos,
la soledad,
el suicidio,
los buenos poemas,
tu culo,
las mujeres
y el tamaño de mi polla.
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NOTAS BIOGRÁFICAS
Uno no debería
conocer la vida
de los autores
que lee.
Raras veces
están a la altura
de sus pensamientos.
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SENTIR
que has perdido
casi todas
las guerras
cuando ella te dice
(después
de la cuarta cerveza):
«Vete al infierno,
me gustas
demasiado.
A nuestros años,
cualquier noche
puede ser la última…»
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AL SUR DE LA FRONTERA
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxPara Rosa
El olor del sol
en S. Blas.
Edificios
colgando del cielo.
Tu vestido azul.
Que me hables
de Ripstein
(La Filmo
teca Nacional).
Leer a Ferlinghetti
en El Barbieri.
Sentir
cómo me acarician
tus ojos.
Ir contigo
a comprar bragas
(verte
manosear culos
que imagino).
Escalar el Himalaya.
Descubrir
a Berger.
Hacer el amor
escuchando a Police.
Escapar
del infierno
con Rimbaud,
Pavesse y Atxaga
en edición de bolsillo.
Madrid
—en pleno Agosto—
ardiendo
al otro lado
de las escaleras mecánicas.
Pequeños placeres
que disfruto contigo
mientras bromeamos.
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NO sé cómo decirte
que me la pone dura
jugarme la vida
en cada cita,
salir a la calle
armado hasta los dientes,
que me persiga tu marido
(me mande cartas bomba
o intenten seducirme
sus matones
cuando regreso a casa
humillado y vencido).
Llamarte a ciertas horas,
cambiar la voz
si uno de tus hijos
es quien coge el teléfono
y que hagas el amor
como una puta.
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POETA DE CULTO
Fumas.
Vas de duro.
Intentas
encontrar
la salvación
en algunos
libros
cuyos autores
están
mucho peor
que tú
o muertos.
Hablas
de la inmortalidad
como si te la chupara
cada noche.
A pesar de todo,
el mundo
(salvo honrosas
excepciones)
pasa de ti
como de la mierda.
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LA CAÍDA DE LOS DIOSES
La verdad,
no supe qué decirle,
cuando tiró
mis cosas a la calle
y me pidió las llaves.
Por lo visto,
no soy el mismo hombre.
Odia mi colonia.
No levanto la tapa
del wáter cuando meo.
Olvido las cosas
importantes.
Gasto lo que gano.
Inundo la casa
de libros y papeles
inservibles.
Me cae bien su ex-marido.
Juego con ventaja.
Le gustaría matarme.
Paso el día durmiendo.
Salgo poco de noche
y dejarme a mi aire
es un serio peligro
(la cambio por otras
con frecuencia).
Le recuerdo a su padre.
Me aburren sus amigas
y tengo que drogarme
para ir a comer
con su familia.
¿Qué cojones vio en mí
la muy miope…?
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DESCONFÍA de todos
(el que te ofrece
su casa, es tu enemigo).
Mata sonriendo.
Que la noche
te coja preparado.
No hables
más de la cuenta.
Lárgate
donde no te conozcan.
Duerme
cuando los demás
trabajan.
Llévate un par de libros
que merezcan la pena.
Borra tus huellas.
No des explicaciones.
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MOTIVOS PARA LA ESPERANZA
Haber llegado
hasta casi los cuarenta
creyendo
en la inocencia del hombre.
Cargar mi pistola
cuando me hablan de Dios.
No joder con preservativo
(mejor dicho,
no joder).
Esperar
que alguien tire de la cadena
de una puta vez.
La poesía de Gunther Grass.
Escribir cosas como ésta.
Saber cuándo me mientes.
No haberte querido demasiado.
El Fin del Mundo.
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ENTRE OTRAS COSAS
No entiendo
el cine
de Fassbinder.
Cuando escucho
Jazz
me gustaría
matar a alguien.
Nunca
he escrito un soneto.
No me gusta
el olor
de las flores
ni los amaneceres.
No soporto
a Elliot
ni a Kavafis.
Me importa un huevo
que se hunda
la Capilla Sixtina.
Cuando me miras
tus ojos
son mucho más peligrosos
que la bomba atómica.
No creo
en el final
de las ideologías
y los mejores poemas
que he leído
en mi vida
fueron escritos con sangre.
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COSAS QUE ODIO II
Mi maldita
costumbre
de rendirme
sin condiciones
a la primera
que pasa.
Pensar
que las cosas
acaban
siempre por arreglarse
sin darme cuenta
de que la única verdad
es que terminan.
Que mi polla
tenga
vida propia.
Creer que la historia
se repite
invariablemente.
El Estreñimiento.
Tener
que recurrir a las pastillas
para seguir aguantando.
Seguir aguantando.
El olor
a flores secas
de los cementerios.
No escribir
como Karmelo Iribarren.
La inmovilidad.
No tener
el valor necesario
para pegarme un tiro
cuando me gustaría
haber muerto ya
más de un millón de
veces.
Habitar
un cuerpo en ruinas.
Que alguien tire
las colillas por el wáter.
Ser yo.
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MIRADAS QUE MATAN
Dar una vuelta
o comerme una manzana
cuando estoy deprimido.
A veces mi vida
se reduce a un dilema
tan simple como ése.
Hasta que llegan tus ojos
a jodérmelo todo.
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Errasti, Eduardo. Cualquier noche puede ser la última (1994-1998). Oviedo; Ed. Línea de fuego, 1999.
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