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CAPÍTULO UNO
3.
(una de los nuestros)
Mary Ann Webster nació a las afueras de Londres en 1874. Nunca fue una chica guapa, pero su mirada tranquilizaba a los ancianos del hospital donde trabajaba. Otras enfermeras llevaban la falda ceñida y se ruborizaban ante los guiños de los cirujanos. Pero ella no. Jamás se tuvo que preocupar de que ningún pellizco asaltara su trasero al cruzar los pasillos. Y eso no era malo del todo. Sabía mirar con afecto y era una buena mujer. Algo tendría cuando Thomas Bevan decidió casarse con ella. Un poco tarde, murmuraban las compañeras el día que se despidió. Porque hace cien años casarse con veintinueve era haber esperado demasiado. Vale. Pero Thomas decidió darle hijos y un apellido nuevo.
xxxY los pasillos de los hospitales fueron apagando las luces, lejos.
xxxAsí la vida fue dando pasos de bebé por la nueva casa y Mary Ann disfrutaba de la rutina. Eso de ser una familia normal, con su ruido de vajillas y su silencio cómplice. Todo iba bien, hasta que todo cambió para siempre. Esa mañana sintió los primeros dolores. Como si hubiera un ejército dentro de su carne intentando arrancarle la piel. Se miró desnuda al espejo y vio por última vez un cuerpo que ya nunca sería igual. Su cuerpo dolía y se transformaba. Y dolía mucho.
xxxAlgo raro ocurría con ella. Algo feo.
xxxAl principio los médicos no terminaban de explicarle qué era. No tenían ni idea, y la derivaban a uno u otro sitio. Los analgésicos calmaban los dolores, pero no impedían que su cuerpo creciera. Otro ser creciendo encima de su carne. Le pesaban los párpados y su rostro era una máscara de cera derretida, hinchada, monstruosa. Un ser que la devoraba poco a poco. Cada día. Cada noche. Thomas la cogía de la mano y le prometía que aquello se iba a solucionar. Pero mentía. No había solución. Mary Ann Bevan tenía acromegalia, y nadie había inventado un remedio para eso. Aquello era para siempre: una vida de dolor y deformación.
xxxY entonces Thomas murió.
xxxDejándola triste, pobre y fea. Y con cuatro hijos que alimentar. Piedras en las ventanas, insultos en el colegio. Eres fea, Mary Ann. Eres lo más feo que ha pisado las calles de Londres. Fea. Fea. Una aberración de Dios. Un monstruo. Sin remedio. Risas en el mercado, murmullos en la escalera.
xxxY el mundo girando.
xxxAsí. El siglo XX se quitaba el polvo de las bombas de la chaqueta. Acabada la guerra que los mataba a todos por igual, la gente sentía, otra vez, la necesidad imperiosa de recordar quién era. Poder decir: soy yo, y ser yo es también ser como los demás, parte de la confortable normalidad. La atonía del equilibrio. Esa gente necesita monstruos a los que señalar y de los que mofarse. Necesita sentir que no son ellos. Que la maldición los ha esquivado. Que lo anodino es su marca. Así de simple, siempre. Alguien entra en El Prado y sonríe ante la Magdalena Ventura de Ribera: mira, es una mujer con barba negra y cara de viejo, y le da de mamar a un niño. En ese momento se siente más seguro. Como delante de un programa de telebasura, la jaula llena de enfermedades amaestradas. Lo necesitan, y están dispuestos a pagar por ello.
xxxMary Ann Bevan apenas tiene unas monedas sobre la mesa y lee una y otra vez un recorte de periódico amarillo. Al otro lado del océano hay otra mujer gigante sosteniendo una antorcha. Alguien organiza un concurso para decidir quién es la mujer más fea del mundo, y el premio son unos cuantos dólares. Ella es viuda y pobre. Sus hijos tienen hambre. Así que traza una línea con sus dedos deformes entre su casa y los Estados Unidos, pide algunas libras para el pasaje y se va. No es una huida, es la única forma de plantar batalla. El dolor y la metamorfosis no van a cejar nunca, habrá que seguirles la corriente. Y así es. El jurado del premio jamás ha visto algo así.
xxxMary Ann Bevan, eres la mujer más fea del mundo.
xxxLa gente aplaude y una orquesta toca una marcha cómica entre confeti y petardos. Le colocan una corona brillante y un telón de carcajadas. Qué más da. Venid a verme, piensa. Venid a reíros si queréis, a decir: tú no eres yo y me alegro. Haced lo que queráis, pero dejad unas monedas a mis pies.
xxxComo una diosa antigua, en la tierra del sueño de Coney Island. En naipes y periódicos. Recorriéndose las ferias de la joven América. Junto a enanos y mujeres siamesas. Compartiendo cartel con el hombre del cuerpo tatuado con escamas y la lengua bífida, en la misma caravana que el músico sin piernas ni brazo y el tipo que gira su cuello trescientos sesenta grados. Una más. La emperatriz del espanto. Una noche proyectan Freaks de Tod Browning en una sábana del campamento y ella ríe como una niña durante la escena de la boda. Gobble, gobble. Una de los nuestros. Al día siguiente la función es real. Toda esa gente ignorante alimentándose del escarnio. Alguno recordando a los monstruos que en otros tiempos no había lugar para ellos. Unas piernas cerradas a tiempo, un niño sin ojos abandonado en el bosque. Pero ahora están las ferias de fenómenos y el reguero de monedas que dejan a su paso.
xxxY Mary Ann Bevan forma parte de eso.
xxxA veces recuerda la mano de Thomas sobre la suya.
xxxEl tiempo es un monstruo más cruel.
xxxLa mujer más fea del mundo a veces se mira desnuda al espejo y recuerda lo que fue hace años. Recibió la herencia podrida de los dioses. Y qué. El día que soportó que el reflejo le devolviera la mirada supo que no había escapatoria. La herida es un arma. Y su mirada seguía siendo la misma que calmaba a los enfermos.
4.
(un eclipse imposible)
Es el invierno de 1914, esto es un sanatorio de Berna. La nieve es una frontera blanca, una advertencia al resto del mundo: aquí hay personas que pisotean la máscara que la vida les dio, la hacen trizas y bailan sobre ella entre el dolor y la risa. Hay gritos y babas. Hay ojos en blanco perdidos dentro de una música inaudible. Otras nieves, otras fronteras, dentro de sus cabezas. Esto es el hospital de Waldau, y es el último lugar del mundo donde quisieras estar. Sí. El último lugar del mundo: aquí están sus límites de niebla y nieve derretida; más allá no hay nada. Sólo un abismo interminable.
xxxAquí hay cientos de personas, o lo que queda de ellas. Pero centrémonos en tres. Dos médicos que caminan juntos por un pasillo y el paciente al que van a visitar. Dos sombras blancas detenidas frente al brocal de un pozo.
xxxMédico número uno. Se llama Hermann Rorscharch y lleva poco tiempo en Waldau. Cuando era niño improvisaba abstracciones de tinta china sobre las cuartillas del colegio, luego las doblaba, y generaba un dibujo nuevo: la magia de una simetría secreta. Por eso los compañeros lo llamaban Mancha. Y esa iba a ser la base de su trabajo, el horizonte sobre el que desplegar su talento. Manchas simétricas para desnudar el alma. Justo en la intersección entre la palabra y el signo están las respuestas que esquivan la luz. Leer ahí los trastornos y las profundidades veladas. ¿Una forma de arte? El único posible: propongo una sombra para que tú le pongas nombre. Tu sombra, tu nombre. Así es. Las láminas del test de Rorscharch sólo son variaciones del tema de la mariposa, la crisálida es la mente del paciente. Más o menos. Publicó de mala manera su Psicodiagnóstico un año antes de que la peritonitis lo llevara a la tumba.
xxxEl hombre que tiene al lado le ayudará en la edición.
xxxMédico número dos. Se llama Walter Morgenthaler y es el jefe-médico de este hospital. Aborrece la palabra manicomio y tuerce la expresión cuando alguien le recuerda que regenta el reino de los muertos. Las cosas nunca son tan sencillas, el ser humano nunca lo es. Hay mendigos que viven dentro de casas en ruinas, y que hacen de esa precariedad las razones de un hogar. Eso es lo que quiere comprender. Las estrategias del caos para hacerse confortable. La locura. Los locos. La enfermedad mental es una excusa de Dios para ofrecer otras versiones de lo humano. Morgenthaler cree que en la locura hay formas de belleza posible. Se dedicará a buscarlas. también cree en las teorías de Rorscharch y hará todo lo posible ara que el mundo acabe conociéndolas. Ahora quiere enseñarle a su nuevo amigo cuál es la diana de su obsesión. Hermann, tú haces manchas y las usas como un oráculo del interior borroso de las personas. Ahí dentro hay un enfermo cuyo interior se derrama al mundo en forma de colores salvajes.
xxxMandalas sin centro. Biblias lisérgicas. Ascuas de un arco iris en llamas. La contraseña al otro lado de la nieve.
xxxEl paciente. Morgenthaler se lleva el índice a los labios. Rorscharch contempla a un hombre corpulento, su mirada disuelta en la nada. Sopla una especie de flauta de papel que emite un sonido turbio. La música de una flor marchitándose y el rayo de sol que la bendice. Por decir algo. Mira, esta es una de sus partituras, como la que ahora se supone que interpreta. Un papel lleno de garabatos indescifrables. Es su solfeo, notas que sólo él sabe leer, y mira, no están sobre un pentagrama sino sobre una estructura de seis líneas. Es un lenguaje inventado por él, para él. La codificación musical de su universo. Lleva diecinueve años aquí encerrado y si le miras a los ojos lo que ves no tiene nombre.
xxxAdolf Wölfli.
xxxEl menor de seis hermanos, hijo de un padre borracho que los abandona pronto, no sin antes desarrollar la pedagogía del maltrato y el abuso sexual. La madre no tarda en morir. Wölfli tiene nueve años y la vida es un cepo en sus tobillos. Orfanatos, miseria y frío. Mozo de almacén, campesino, vaquero, segador, maderero, albañil, sepulturero. La ingratitud de las monedas sucias y los platos medio vacíos. Dicen que trabajó en una granja y se enamoró de la hija equivocada. Dicen que tuvo que enrolarse en el ejército y que allí perdió la cabeza. Wölfli fue acusado de violación de una menor, pasó dos años en la cárcel, y cuando salió volvió a las andadas. Una chica de catorce, una niña de siete. Su piel blanca y frágil entre sus rudas manos. La mirada desierta, vagando en algún lugar desparecido del mundo. Y entonces lo encerraron en Waldau y allí murió más de tres décadas después.
xxxSu reino no era de este mundo.
xxxMorgenthaler recuerda los informes. Al principio era un gigante desbocado. Su evangelio era la violencia y su idioma sagrado el aullido de los lobos. No había manera de calmar su demonio. Golpeaba, se golpeaba. Arañaba los muros hasta que se le ensangrentaban las uñas. Mirar su rostro era contemplar una moneda cayendo a un pozo para siempre. Hasta que alguien le dejó unas ceras de colores y papel de estraza. Entonces la ira se cerró como una flor nocturna y fue otra cosa la que abrió sus pétalos. Esto que ves. Miles de dibujos, partituras, novelas imposibles. Hasta el último centímetro de papel lleno de símbolos, un mundo de círculos concéntricos, inabarcable, inacabable. Creo que si el arte tuviera una forma extrema de pureza debe ser esta.
xxxEn los bancos de la capital los ricos herederos guardan sus fortunas fiadas a los colores sagrados de Matisse, se extasían contemplando postales de la Mona Lisa. Recorriendo el hilo que une esas sombras con el pasado, con su dinero, con los grandes nombres y sus trampas. Pero aquí no hay estrategias. No hay escuela, no hay pasado ni puede haber futuro. Esto es creación salvaje, fuera del tiempo y fuera del arte. La forma más radical de la resistencia. Y Wölfli pinta y escribe, y vive. Y sus obras tienen para él la misma importancia que sus heces o los restos de espuma de afeitar sobre su barbilla. Él no sabe nada. Él crea. Sí. Podemos leer los mapas de su enfermedad, podemos decir: el horror vacui demuestra su trastorno maniaco obsesivo compulsivo, los personajes de sus historias demuestran su personalidad disociada, sus argumentos dan fe de la magnitud del trauma y de la profundidad del abismo que lo duerme. Pero esto es más que material para comprender la locura de un hombre.
xxxEsto es el hombre.
xxxMiles de páginas escritas con la historia del Niño Adolf y su transformación paulatina en el Santo Adolf II. Miles de dibujos. Miles de dólares en las subastas. Colas en los museos. Adolf Wölfli, santo patrón de los artistas locos. Encerrado en su celda de Waldau mientras su médico lo presentaba al mundo como la constatación de que la locura y el arte no son sino las dos caras de la luna. El eclipse imposible. Morgenthaler coge uno de los dibujos y se lo enseña a Rorscharch. Dime, ¿qué ves aquí?
5.
(las Chicas Vivian)
Otro gesto parecido. Una pequeña sala de conciertos de Nueva York, el mes pasado. Tres chicas tatuadas mezclan los setenta con los sesenta y por eso son las más modernas. Hay una rubia, una morena y una pelirroja. El lacito de niña y el peinado contrasta con la violencia con la que torturan sus instrumentos. Somos las Chicas Vivian y hemos venido a regalaros la intensidad.
xxxDulce estridencia.
xxxFuga.
xxxEs la primavera de 1973 y Picasso ha muerto. Los periódicos reproducen sus pequeños ojos negros una y otra vez. Ya. La gente muere a cada momento, en todas partes. Millones de esquelas en blanco. Aquí, sin ir más lejos, en el norte de Chicago. Hace sólo una semana que falleció el inquilino del matrimonio Lerner. Un viejo. Un raro. Abren la puerta de la habitación y sienten cómo brota un viento torcido de la basura acumulada. Toneladas de papel escrito, recortes de revistas, centenares de cuadernos. La luz pobre se filtra por la puerta y le da a aquello el aspecto de la ceniza, como el final de un incendio. En la pared hay unas pinturas que parecen estar hechas por un niño asustado y enfermo. Qué clase de hechizo es este. El templo de una religión secreta.
xxxHemos venido a regalaros la intensidad.
xxxLa morena golpea la batería como si fuera la espalda del diablo.
xxxNathan Lerner es un fotógrafo que se ha ganado cierta reputación en los ambientes artísticos con sus obras abstractas: texturas y geometrías que parecen robadas del taller de revelado de la Bauhaus. Su mayor éxito será una serie sobre ojos. La clásica ironía metalingüística. Ya sabes. El ojo nos ve y nosotros vemos al ojo, la cámara y el papel fotográfico como un interfaz obsceno. Un tanto tópico. De acuerdo. Su mejor obra está dentro de ese cuarto, y es el legado de un hombre que vivió y murió solo. Lo tuvo alquilado allí un montón de años y apenas recuerda su rostro ni su nombre. Se llamaba Henry Darger, y a partir de hoy jamás lo olvidará.
xxxMira esas ilustraciones. Mira las quince mil páginas escritas, narrando la guerra entre unas niñas y el asesino mundo de los adultos. Mira. Niñas luchando contra soldados confederados, niñas con alas que vuelan sobre el campo de batalla. Torturadas atrozmente, rezando frente a la imagen de la Virgen María. Desnudas. Hermafroditas. Niñas que juegan mientras desde el cielo las observa una mirada roja, tenebrosa, que hiela los tuétanos.
xxxSomos las Chicas Vivian, dice la rubia mientras saca la lengua.
xxxSomos las Chicas Vivian, y vengamos la muerte de todos los niños pequeños.
xxxHenry Darger tenía los ojos pequeños igual que Picasso. Pero el día después de morir sólo tuvo un funeral vacío, sin fotos ni nadie dejando flores. Y en el cuarto las segregaciones de una vida invisible, cerrada por dentro, un acertijo sin formular. Darger era Nadie. Nos cruzamos con él un millón de veces y siempre giramos la cara. Y ahora. Donde hubo escombros y polvo queremos imponer la rotundidad del mármol. Su nombre. Los Darger del mundo no caminan erguidos porque sus sueños están hundidos bajo el asfalto, y tienen el corazón de una paloma latiendo bajo la lengua. El mundo de los nombres y los hombres les da pereza o miedo. Por eso construyen el suyo donde nadie pueda verlo. Nathan Lerner abrirá la caja de los secretos. Las piezas sueltas de un rompecabezas que acabarán formando algo a lo que poder referirse. Algo lejano.
xxxLa intensidad.
xxxLa dulce estridencia.
xxxLa fuga.
xxxLos reinos de lo Irreal.
xxxHenry Darger nunca se acostó con una mujer porque tenía miedo del incesto. Su hermana pequeña había sido dada en adopción al morir su madre en el parto. Pasó algunas temporadas encerrado en sanatorios. Le diagnosticaron masturbación compulsiva, se fuga varias veces hasta que un día ya no vuelven a pillarle. Ahora lo descubrimos en 1911, es primavera, y se pasa horas llorando mientras contempla una fotografía recortada del Chicago Daily News. Es Elsie Paraubek y tenía cinco años cuando la encontraron muerta en el canal. Le duele tanto. Sus tristes huesos pequeños, su breve misterio. Entonces comienza a escribir. Más de quince mil páginas sobre la guerra entre los niños y la sombría crueldad de los adultos. Toda la vida.
xxxSomos las Chicas Vivian y vivimos en el reino cristiano de Abbennia.
xxxSomos las Chicas Vivian y luchamos contra esos malditos Glandelians.
xxxEllos mataron a la pequeña Elsie y la venganza será larga como el tiempo.
xxxHenry Darger iba cinco veces al día a misa. Creía en Dios aunque Dios no creyera en él. En 1968 quiso escribir su vida. Doscientas páginas hablando de su orfandad y sus miedos niños, seguidas de cuatro mil seiscientas con la destrucción de un pueblo por un tornado. Su vida. La infancia y la destrucción absoluta. El viento arranca los árboles y los eleva en su espiral, las raíces se enmarañan con el cielo. Se llama Henry Darger y nadie ha cruzado una palabra con él en años. Él habla en sus cuadernos con el hombre del tiempo: una década anotando los aciertos y los fallos de los partes meteorológicos. Sólo en el centro del tornado puedes estar seguro, allí no hay viento ni incertidumbre.
xxxAsí. Las Chicas Vivian tienen alas de mariposa y salen del papel y del cuarto.
xxxPicasso tiene los ojos pequeños y negros. hace tiempo que está ciego.
xxxNathan Lerner intenta recordar en vano el tono de voz del viejo.
xxxLa rubia, la morena y la pelirroja saludan con el índice y el meñique a un público borracho.
xxxHenry Darger sigue muriendo dolo el resto de la eternidad.
8.
(solipsismo)
Bienvenidos al Caribe. Bienvenidos a las aguas cristalinas y al susurro de la brisa entre las hojas de las palmeras. Podréis caminar cogidos de la mano sobre la arena blanca, los pantalones remangados, la espuma entre los dedos de los pies. El pelo recogido bajo la pamela. Bienvenidos al paraíso antes de que las agencias de viaje lo trocearan para empaquetarlo. Esto es la Martinica y es todo vuestro. Su corazón verde latiendo entre las olas. El bullicio del puerto de Saint Pierre y el sendero que sube al Mont Pelée. Desde ahí arriba se ven pequeñas las obras de los hombres, caben en la palma de una mano. Todo es hermoso aquí arriba. Cerrad los ojos y dejad que el viento desordene vuestros pensamientos. Nada malo puede ocurrir en el paraíso. Nada. Esto es 1902 y el progreso es una música que adormece el miedo.
xxxY sin embargo.
xxxLlega abril y el volcán que hiberna en Pelée comienza a desperezarse. Fumarolas y pequeñas explosiones, gente que mira haca el este y vuelve a sus quehaceres. Había un mundo, una bestia, un dios prohibido. Y volvió la vida. El 3 de mayo el periódico local Les Colonies lleva en portada: «La lluvia de cenizas no cesa».
xxxY no cesará nunca.
xxxEl 4 de mayo millones de hormigas desfilan montaña abajo como un río de sombra, la ciudad se llena de serpientes y oscuras alimañas. Un cofre antiguo se le ha caído a alguien de las manos derramando su profecía. La tierra tiembla y el mar se inquieta. El 7 de mayo un marino napolitano apura su ron de un trago en el bar del puerto y dice a quien quiera oírlo que, en su tierra, cuando el Vesubio les habla saben escucharlo. Y su barco zarpa. Todo esto ocurre. Al día siguiente Pelée habla con la voz definitiva del exterminio. Son las 7:50 de la mañana y dos minutos más tarde todo el mundo está muerto. Saint Pierre. Treinta mil ciento veintiuna personas muertas. Lluvia de ceniza y fuego que no cesa. Nunca. Bienvenidos al Apocalipsis. Bienvenidos a las aguas hirviendo y al crepitar del fuego en las copas de los árboles. A la ira y al vómito. Todo arrasado. Todos muertos.
xxxY sin embargo.
xxxHay un zapatero que acaba de ver morir a su hija de diez años. Parece que le ha caído una estrella rota desde el cielo. La niña grita y arde. Nadie puede traducir el dolor que siente. Vivirá el resto de su vida triste y discretamente, tanto que ya no volverá a asomarse a esta página. También hay una montaña de ceniza, y bajo la montaña una mazmorra de piedra blanca. Y dentro de la mazmorra un hombre. Auguste Ciparis, dicen que se llama, y es un asesino. Lleva ahí bastante tiempo, dentro de una cápsula dura, enajenado del mundo. Era un negro grande y turbio que trabajaba en el puerto descargando barcos y que le quitó la vida a otro estibador de un mal golpe. Auguste Ciparis. La peor persona de la Martinica. La basura negra enterrada bajo tierra para que no apeste las casas ni las calles de los buenos franceses. Ya. Esa mañana aguardaba el ritual triste de su desayuno y lo que hubo fue un ruido, y la mañana que se volvió noche. Y entonces el calor extremo como otra piel derritiendo su cuerpo. Oscuridad y dolor. Cuatro días debajo del mundo, agarrado al grito y a la sombra.
xxxHasta que dieron con él.
xxxEl peor hombre de la isla. Vivo. Mientras el viento espolvorea la ceniza sobre los cadáveres de miles de personas. No queda nadie ya aquí para contar sus días bajo tierra, ni nadie que recuerde cuál fue su crimen. Ciparis fue indultado, porque indultarlo a él era indultar un milagro. Porque sólo Dios o el Diablo podrían hilar tan fino. Ahí estaba: el asesino, la escoria, el superviviente. Quisieron castigarlo y su pena fue lo que le salvó. Ahora Saint Pierre es un cuerpo carbonizado que sacuden las olas. Mientras él vive.
xxxAuguste Ciparis.
xxxYa no hay nadie ni nada que hacer en la Martinica. Pero la vida se vive. Y por eso decide llamarse Ludger Sylbaris. Y ofrece las quemaduras de su espalda como el mapa de un nuevo Caribe. Las muestra lentamente sobre unas tablas mal clavadas, mientras el público susurra como el viento entre las hojas de las palmeras. Bienvenidos al circo de Barnum y Bailey. Bienvenidos a las rarezas que dios soñó al octavo día. Allá está la mujer más fea del mundo. Acá está Ludger Sylbaris, el único ser vivo que sobrevivió en la ciudad silenciosa de la muerte. El volcán mató a cuarenta mil hombres y se detuvo ante él. Miradme: los habitantes de la isla me condenaron y la isla los condenó a todos ellos. Estoy aquí. La escoria, el asesino, el milagro.
xxxNo dejéis de mirarme nunca.
10.
(el vuelo)
Son muchos los metros de aire que se adensan a sus pies, mucha gente la que espera a que dé el paso definitivo. Se ven tan pequeños. Dudas. Miedo. Un animal que le araña por dentro. Mira de reojo la cámara de cine que le apunta desde su izquierda. Hay muchos testigos, demasiada expectación. Sus ojos mecánicos e insaciables. Un pájaro desorientado aletea cerca de él, el cielo de Paría está demasiado tranquilo esta mañana. Como ausente. El pájaro también lo mira fijamente. Franz Reichelt encoje su alma dentro de una aparatoso traje que él mismo ha diseñado. No hace mucho arrojó un maniquí desde este mismo piso de la torre Eiffel, y el resultado fue un fracaso. Por qué ahora no. Es evidente: el muñeco no tiene la posibilidad de reaccionar, la inercia lo abduce y lo condena a sus leyes. Un buen diseño necesita de una inteligencia operativa que lo haga funcionar en el momento preciso. Ocurre igual con cualquier máquina. también con este traje volador. O eso le ha dicho a todo el mundo. A la prensa. A la policía. A su familia.
xxxSerá el primer hombre en volar de toda la Historia.
xxxLeonardo lo soñó, pero Franz Reichelt lo hará realidad. Un nombre para domar a la quimera. Un hombre. Este 4 de febrero de 1912 no será olvidado por la raza humana. Nunca. Reichelt suda, tiembla, casi llora, pero la respuesta es clara e inevitable: hay demasiada gente mirando para no darles lo que esperan. Salta. La tela tremola contra el aire. Vertical. Su corazón se colapsa un instante antes de transfigurar el suelo. Las cámaras. Nadie cierra los ojos. El espectáculo acaba. Y París olvida.
Quinto, Raúl. Yosotros. Barcelona; Ed. Caballo de Troya, 2015.
CUATRO SOMBRAS DE MUJER
Hay una hoguera y cuatro mujeres bailando alrededor. Están desnudas. Deslizan sus cuerpos a través del aire rojo, con los párpados cerrados, mirándose dentro. No hay música más allá de la que tocan sus pies en la arena. Bailan. La primera mujer es hermosa y tiene la piel blanca. Sus movimientos son torpes, el fuego proyecta la sombra de un dragón sobre las rocas de la playa. La segunda mujer es enana y una cicatriz le recorre el vientre de lado a lado. Su coreografía es lenta, un temblor entre la tristeza y la insinuación sexual, de sus pies brota la sombra de un árbol mecido por el viento. La tercera mujer es delgada como un haiku y baila con la delicadeza del rocío en las cornisas rotas. Su sombra es la de un crimen y se derrama como la sangre de una herida. La cuarta mujer es una anciana con las manos tatuadas y cuando danza los dibujos se recombinan en algo parecido a un rostro. El fuego proyecta su sombra niña sobre las rocas de la playa. La luna es la marca de nacimiento que sella su frente. hay una hoguera y cuatro mujeres bailando alrededor. Estamos desnudos frente al aire rojo.
Quinto, Raúl. Yosotros. Barcelona; Ed. Caballo de Troya, 2015.
EL BAILE BIPOLAR -extracto-
Seguramente todo esto sea redundante. Los datos, los procesos, la tediosa sucesión de conceptos. Probablemente el lector lo conozca todo ya, y puede que le sobren párrafos enteros. Hagamos entonces un ejercicio de demora. Breve. Lo justo para tomar impulso y que se quede el camino libre de broza. Caminando de puntillas, sin hacer mucho ruido, por los últimos siglos y la dualidad a la que se ha sometido el ser humano entre lo individual y lo masivo.
xxxRetomar el hilo.
xxxApuntar, por ejemplo, la incontinencia del romanticismo en su defensa del yo. La percha de la que colgará una visión económica e ideológica del mundo: capitalismo burgués en los poemas de Lord Byron, pero también la rotura irreparable de los diques del arte tradicional. La brecha abierta. Géricault pintando cabezas muertas y un par de habitaciones más al norte del futuro Marina Abramovic se golpea el pecho desnudo con una calavera. La brecha que no cesa. Estupendo. Pero paralelamente a todo esto habíamos convenido en que crecía otra marea distinta. Que mientras el yo va grabando nombres en el duro mármol de los pedestales burgueses, también se va desparramando por los barrios obreros y los campos de cultivo la informe anonimia de la masa. Desprovista de límites. Deshabitada. Vacía de todo aquello que los hombres con nombre habían conseguido para sí mismos. Vemos la diferencia entre un autorretrato de Courbet y una lavandera de Daumier. ¿No? Courbet enuncia su perfil asirio y deja constancia explícita de sus atributos, de aquello que lo define como Gustave Courbet y lo separa del resto. Daumier difumina el rostro de la lavandera en una mancha indefinida e indefinible. El ser que vive en la masa no tiene rostro, como tampoco tiene nombre, y su modo de desarrollo y acción es la inercia erradicada de voluntad, es el impulso colectivo y ciego de aquello que no tiene fin.
xxxQuien tiene rostro puede mirar al mundo y puede definir su camino.
xxxEl que carece de rostro carece de itinerarios posibles, y se desata en una deriva continua. Es el hombre despersonalizado. Eso. El hombre sin persona, sin máscara. Confundido con los demás, indistinto, plural.
xxxBien. Recordemos que cualquier tentativa de categorizar la vida es siempre una falacia y un fracaso. Recordemos que el hombre masa de las sociedades capitalistas occidentales comienza, en un momento dado, a emanciparse de su indefinición. No busca el nombre propio pero sí que balbucea uno común. Comienza a tomar conciencia de clase, como dicen los teóricos socialistas. La masa comprende que su lugar no es la exclusión y llama a la puerta de la democracia moderna. Diremos que la democracia es la toma de consideración política de la masa, y la extensión de derechos más allá del nombre y lo limitado. Y sabemos que hubo tensión entre los defensores del yo cerrado liberal y los apologistas de la inclusión de lo anónimo masivo en el reparto de responsabilidades y beneficios. Tocqueville lo llama olocracia. El gobierno de la chusma. Porque dentro de una levita negra el mundo exterior es algo frío y peligroso. La chusma no tiene centro ni tiene nombre, mientras que Tocqueville se llama Alexis Henri Charles de Clérel y además es vizconde. Y así. Tiras y aflojas, piedrecitas en la ventana del futuro.
xxxAño 1848.
xxxLas calles de París se llenan de barricadas y de gente anónima reclamando un espacio para poder decir su nombre, aunque sólo fuera uno y enorme. Marx y Engels publican el Manifiesto comunista. El nombre común frente al nombre propio. El objetivo final de una sociedad borrada, sin límites ni diferencias entre sus componentes, un mayestático nosotros final. Y ese mismo año en Alemania un puñado de burgueses resabiados funda la Logia de los Alacranes, y disfrazan sus perversiones y miedos con ciencia y rituales estúpidos, con un ojo siempre vigilante en la sombra. Pequeñas cápsulas que pretenden dominar el mundo frente al avance imparable de la masa. Contra la masa, la masonería. Alacranes contra millones de hormigas.
xxxEse es el juego.
xxxEl baile bipolar. El ellos se transforma en nosotros, y el yo se contagia, o implosiona. Pensemos en Nietzsche o en Freud. El superhombre es un individuo hiperdesarrollado en su independencia y se distingue por pura voluntad del reto de las creaciones naturales y humanas. El psicoanálisis entiende el yo como una cebolla cubierta de capas casi infinitas, el individuo es un bucle insondable. Pero el baile exige que también Jung organice coreografías mentales de masa. Y así continuamente. El inconsciente colectivo disuelve el de cada uno de sus miembros en un impulso total. Pero también ocurre que las inercias de la masa, su concepto del universo, las prioridades de sus deseos y sus odios, vayan determinados desde su exterior. Puede que los alacranes diseñen la estructura de los hormigueros. No hablo de masonería ni conspiraciones opacas. Hablo de totalitarismos. De la búsqueda total de la indistinción como modo de enfrentarse a la vida en común. Si la democracia es masa, el comunismo estalinista lo es en grado sumo. El fascismo lo es. El capitalismo consumista también.
xxxVisiones del mundo para la masa. Totales.
xxxY así. Como un péndulo. El proceso de exaltación del individuo que había culminado en el siglo XIX se transforma en un dominio de lo colectivo masivo en el XX. La poesía y la pintura dan paso al cine y a los conciertos de música pop como artes-espejo de lo que es el mundo. Evidentemente habrá resistencias, e intersecciones sobre la línea principal del argumento, algunas radicales como la de cierto tipo de arte que buscará la supervivencia precisamente en ahondar su diferencia sobre lo indiferente. Fomentando el divorcio con lo masivo. El arte degenerado del que abominaban los nazis, el mismo que desprecian los visitantes legos de los museos. Para más detalles preguntémosle a Ortega y Gasset, u organicemos un crucero por las calles de Viena en 1968. Y así. Es cierto que el dominio real será de individuos con nombre. Pero el dominio simbólico, el campo de expansión y la piel de las cosas, será ya de la masa.
xxxY así. Televisiones como templos. Espejos definitivos.
xxxMillones de aparatos que uniformizan en paralelo a sociedades enteras. Que las convierte en un solo ente. Que las totalitarizan. A pesar de las divergencias permitidas, seguramente como válvulas de escape para que la olla a presión del yo interior no acabe reventándolo todo. Resumo. Sociedades de masa, agujereada con los valores vacíos del liberalismo. Y digo vacíos, porque la mayoría somos masa, aunque nos regalen la ilusión y el deseo de querer arañar nuestros nombres propios en borrosos pedestales. Es preciso. Es extraño. (…)
Quinto, Raúl. Yosotros. Barcelona; Ed. Caballo de Troya, 2015.
LA INERCIA Y EL VAHO
Los renglones del libro se tuercen en cada curva que traza el autobús. Leo a duras penas una novela sobre un chico obsesionado con un pozo y el canto de un pájaro. No me estoy enterando de nada; las palabras se amontonan y se mezclan con el hilo musical y el murmullo estrepitoso de un grupo de adolescentes. Comentan algo de una fiesta. No quiero oírlos. Leo la misma frase cuatro veces. Hasta que cierro el libro y me quedo mirando a la gente. Viajamos dentro del estómago de un gusano contrahecho, pienso. Puede que seamos parásitos o comida en mal estado. Y eso me recuerda que tengo hambre, y en esa sensación corporal me reconozco. Tengo hambre y mi hambre es independiente del hambre del resto. Ellos y yo. Puede que estén todos saciados, y eso no me quita a mí el hambre. Y sin embargo el autobús frena en seco y todos respondemos al mismo impulso de la inercia: hacia delante y después hacia atrás. Como un mismo cuerpo, monstruosamente repartido a lo largo del vehículo.
xxxSigo teniendo hambre.
xxxEn la calle hace frío.
xxxTodas las noches repito el mismo ritual. Subo al autobús, intento leer, escucho música imaginaria en mi cabeza y veo cómo se difuminan los cuerpos de los pasajeros en el cristal que se inunda de vaho. A veces juego a pasar mi pulgar por los contornos reflejados de la gente, y me divierte ver cómo se mueven y rompen su esquema. Y los vuelvo a dibujar, hasta que se enmarañan las líneas y se transparenta el ruido de la calle. El frío. Las mil historias que se suceden fuera del autobús. Tanto movimiento, tanta existencia. Como ahora. Paramos en la zona universitaria, frente a un campo de entrenamiento de rugby. Varios jóvenes se funden en una melé. Empujan sus cuerpos dentro de otros cuerpos. Un animal sin cabeza. Un animal lleno de barro y piernas. Tan extraño. Me acerco para verlo mejor y mi aliento empaña el cristal, borrándolo todo.
xxxMe quedo en blanco. Me miro dentro.
xxxEstoy tan solo, me siento tan lejos de mí mismo y de todos. Cierro los ojos y me pierdo en la melodía de una canción fantasma. Dispuesto a borrarme el hambre y los miedos hasta que llegue a casa. Nadie lo nota. Me empiezo a adormecer, y siento el cosquilleo de mi teléfono móvil vibrando al recibir un SMS. Y sé que hay alguien al otro lado. Más allá del vaho, la inercia y la ceniza sobre la nieve. Hay alguien.
Quinto, Raúl. Yosotros. Barcelona; Ed. Caballo de Troya, 2015.
EL ÉXITO
DIEZ POEMAS DE JOSÉ LEZAMA LIMA
OCTAVIO PAZ
En el chisporroteo del remolino
el guerrero japonés pregunta por su silencio,
le responden, en el descenso a los infiernos,
los huesos orinados con sangre
de la furiosa divinidad mexicana.
El mazapán con las franjas del presagio
se iguala con la placenta de la vaca sagrada.
El pabellón de la vacuidad oprime una brisa alta
y la convierte en un caracol sangriento.
En Río el carnaval tira de la soga
y aparecemos en la sala recién iluminada.
En la Isla de San Luis la conversación,
serpiente que penetra en el costado como la lanza,
hace visibles las farolas de la ciudad tibetana
y llueve, como un árbol, en los oídos.
El murciélago trinitario,
extraño sosiego en la tau insular,
con su bigote lindo humeando.
Todo aquí y allí en acecho.
Es el ciervo que ve en las respuestas del río
a la sierpe, el deslizarse naturaleza
con escamas que convocan el ritmo inaugural.
Nombrar y hacer el nombre en la ceguera palpatoria.
La voz ordenando con la máscara a los reyes de Grecia,
la sangre que no se acostumbra a la tenaza nocturnal
y vuelve a la primigenia esfera en remolino.
El sacerdote, dormido en la terraza,
despierta en cada palabra que flecha
a la perdiz caída en su espejo de metal.
El movimiento de la palabra
en el instante del desprendimiento que comienza
a desfilar en la cantidad resistente,
en la posible ciudad creada
para los moradores increados, pero ya respirantes.
Las danzas llegaron con sus disfraces
al centro del bosque, pero ya el fuego
había desarraigado el horizonte.
La ciudad dormida evapora su lenguaje,
el incendio rodaba como agua
por los peldaños de los brazos.
La nueva ordenanza indescifrable
levantó la cabeza del náufrago que hablaba.
Sólo el incendio espejeaba
el tamaño silencioso del naufragio.
LA MADRE
Vi de nuevo el rostro de mi madre.
Era una noche que parecía haber escindido
la noche del sueño.
La noche avanzaba o se detenía,
cuchilla que cercena o soplo huracanado,
pero el sueño no caminaba hacia su noche.
Sentía que todo pesaba hacia arriba,
allí hablabas, susurrabas casi,
para los oídos de un cangrejito,
ya sé, lo sé porque vi su sonrisa
que quería llegar
regalándome ese animalito,
para verlo caminar con gracia
o profundizarlo en una harina caliente.
La mazorca madura como un diente de niño,
en una gaveta con hormigas plateadas.
El símil de la gaveta como una culebra,
la del tamaño de un brazo, la que viruta
la lengua en su extensión doblada, la de los relojes
viejos, la temible
y risible gaveta parlante.
Recorría los filos de la puerta,
para empezar a sentir, tapándome los ojos,
aunque lentamente me inmovilizaba,
que la parte restante pesaba más,
con la ligereza del peso de la lluvia
o las persianas del arpa.
En el patio asistían
la luna completa y los otros meteoros convidados.
Propicio era y mágico el itinerario de su costumbre.
Miraba la puerta,
pero el reto del cuerpo permanecía en lo restado,
como alguien que comienza a hablar,
que vuelve a reírse,
pero como se pasea entre la puerta
y lo otro restante,
parece que se ha ido, pero entonces vuelve.
Lo restante es Dios tal vez,
menos yo tal vez,
tal vez el raspado solar
y en él a horcajadas el yo tal vez.
A mi lado el otro cuerpo,
al respirar, mantenía la visión
pegada a la roca de la vaciedad esférica.
Se fue reduciendo
a un metal volante con los bordes
asaltados por la brevedad de las llamas,
a la evaporación de una pequeña
taza de café matinal,
a un cabello.
ELOÍSA LEZAMA LIMA
Una sonrisa que no termina.
Una sonrisa que sabe terminar admirablemente.
La sonrisa se agranda como la noche
y los ojos se reducen a una pequeña piedra
escondida. Calidad de un mineral
que se guarda en un paño de aceite
milenario: Saber reírse y dar la mano.
Las pausas y los hallazgos de la risa
transcurren con la sencillez de una silla pompeyana.
La mano ofrece la brevedad del rocío
y el rocío queda como la arena tibia del recuerdo.
Ofrecerá así siempre la sencillez compleja de la risa
y el acuoso laberinto de su mano en el sueño.
OIGO HABLAR
Oigo hablar a un pájaro moteado:
cuacuá.
En la cabeza tres círculos verdes
y los ojitos que abren y cierran la noche.
Las banquetas para los violinistas
y en medio de la pechuga aljamiada
una garrafa saludando como en un minué.
Las levitas y los sombreros
manchados de luna, con alas pequeñas,
corrían a ocultarse detrás de los árboles.
Los violines también detrás de las hojas
crecían escindidos pisados por la escarcha.
El violinista de levita morada exclama:
cuacuá.
Y todos los trombones borrachos en la medianoche
saludaban, alzaban las ventanas,
elevaban por el aire el pelo del violín.
Una pausa y después se oyó:
cuacuá.
Los animales hablaban primero,
el pájaro perfeccionó el diccionario,
la orquesta sólo lo hizo girar, girar,
soltar sus espirales y recogerlas
en la manga con botones heráldicos.
El pájaro en su casaca de abril
nos regaló el lenguaje interpuesto,
el pelo del violín cruzado con el rameado sedoso,
el ojo del pulpo en el ancla al mediodía:
cuacuá.
El violinista con sus pelos angélicos,
impulsados por la orquesta y su tic tac
de escarcha amoratada, saludaba
de nuevo la hoja reverente
y dejaba caer una gota
hidrocéfala con los ojos sangrantes:
cuacuá.
PALABRAS MÁS LEJANAS
La mañana suda una palabra,
apesadumbrada desaparece,
correteando dobla la esquina.
Entra silenciosa en la taberna,
todavía allí los cantantes metafísicos de Purcell,
el eco de la campana la adelgaza.
Pondrían la mano sobre su hombro,
añadirían otras palabras al oído.
Jugará a perderse
con las arenas que la bruñen.
Está alegre porque han venido
a verle su nueva cara, se adormece
en el ahumado rodar de las monedas.
Desaparece como una ardilla,
en la medianoche de la otra esquina
recién apagada.
DISCORDIAS
De la contradicción de las contradicciones,
la contradicción de la poesía,
obtener con un poco de humo
la respuesta resistente de la piedra
y volver a la transparencia del agua
que busca el caos sereno del océano
dividido entre una continuidad que interroga
y una interrupción que responde,
como un hueco que se llena de larvas
y allí reposa después una langosta.
Sus ojos trazan el carbunclo del círculo,
las mismas langostas con ojos de fanal,
conservando la mitad en el vacío
y con la otra arañando en sus tropiezos
el frenesí del fauno comentado.
Contradicción primera: caminar descalzo
sobre las hojas entrecruzadas,
que tapan las madrigueras donde el sol
se borra como la cansada espada,
que corta una hoguera recién sembrada.
Contradicción segunda: sembrar las hogueras.
Última contradicción: entrar
en el espejo que camina hacia nosotros,
donde se encuentran las espaldas,
y en la semejanza empiezan
los ojos sobre los ojos de las hojas,
la contradicción de las contradicciones.
La contradicción de la poesía,
se borra a sí misma y avanza
con cómicos ojos de langosta.
Cada palabra destruye su apoyatura
y traza un puente romano secular.
Gira en torno como un delfín
caricioso y aparece
indistinto como una proa fálica.
Restriega los labios que dicen
la orden de retirada.
Estalla y los perros del trineo
mascan las farolas en los árboles.
De la contradicción de las contradicciones,
la contradicción de la poesía,
borra las letras y después respíralas
al amanecer cuando la luz te borra.
VIRGILIO PIÑERA CUMPLE 60 AÑOS
Como un pistoletazo en el violáceo azufre
los ángeles pactan con los demonios,
buscando el gran ojo primigenio.
Vuelven los demonios a pactar con los ángeles,
buscando la sabiduría
de las ondas del pífano
al penetrar en la ciudad.
Un ruidillo en la nada,
innato o con prestaciones vergonzantes
precipita el coro de los diablillos
que van a sostener el manto del niño de Praga.
llega entonces el inalcanzable
paraje de la nieve,
la pequeña luna caída
en la profundidad infantil del tazón
o en el ballenato tedioso de los mares,
allí la silla destrozada, la del obispo encadenado,
allí se vuelven a ver los demonios y los ángeles
correr hacia un punto, volcarse en la laguna,
peinarse más las plumas que los cabellos.
Sus pequeños rostros sonríen con dientes de leche.
Como sólo existen el bien y la ausencia,
los demonios y los ángeles se esconden sonriendo.
Su mano madura, como decimos las uvas maduras,
han dado un fuerte manotón sobre el tablero.
El ángel avanza rápido como el alfil.
El demonio salta como el caballo oblicuo.
Sus manos cruzadas golpean los sesenta
golpes de la cábala,
el hierofante y la emperatriz duermen ya
en la cámara de la reina.
El ojo y el mar se abren en círculos concéntricos.
Sobre un tablón,
jugando lo terrible,
el bien y la ausencia.
ESPERAR LA AUSENCIA
Estar en la noche
esperando una visita,
o no esperando nada
a ver como el sillón lentamente
va avanzando hasta alejarse de la lámpara.
Sentirse más adherido a la madera
mientras el movimiento del sillón
va inquietando los huesos escondidos,
como si quisiéramos que no fueran vistos
por aquellos que van a llegar.
Los cigarros van reemplazando
los ojos de los que no van a llegar.
Colocamos el pañuelo
sobre el cenicero para que no se vea
el fondo de su cristal,
los dientes de sus bordes,
los colores que imitan los dedos
sacudiendo la ausencia y la presencia
en las entrañas que van a ser sopladas.
La visita o la nada
cubiertas por el pañuelo,
como el llegar de la lluvia
para oídos lejanos,
saltan del cenicero,
preparando la eternidad
de sus pisadas o se organizan
inclinándose sobre un montón de hojas
que chisporrotean sobre el jarrón
de la abuela,
huyendo del cenicero.
¿Y MI CUERPO?
Me acerco
y no veo ninguna ventana.
Ni aproximación ni cerrazón,
ni el ojo que se extiende,
ni la pared que lo detiene.
Me alejo
y no siento lo que me persigue.
Mi sombra
es la sombra de un saco de harina.
No viene a abrazarse con mi cuerpo
ni logro quitármela como una capota.
La noche está partida por una lanza,
que no viene a buscar mi costado.
Ningún perro esmalta
el farol sudoroso.
La lanza sólo me indica
las órdenes de la luna
haciendo detener la marea.
Es la triada del colchón,
la marea y la noche.
Siento que nado dormido
dentro de un tonel de vino.
Nado con las dos manos amarradas.
MARÍA ZAMBRANO
María se nos ha hecho tan transparente
que la vemos al mismo tiempo
en Suiza, en Roma o en La Habana.
Acompañada de Araceli
no le teme ni al fuego ni al hielo.
Tiene los gatos frígidos
y los gatos térmicos,
aquellos fantasmas elásticos de Baudelaire
la miran tan despaciosamente
que María temerosa comienza a escribir.
La he oído conversar desde Platón hasta Husserl
en días alternos y opuestos por el vértice,
y terminar cantando un corrido mexicano.
las olitas jónicas del Mediterráneo,
los gatos que utilizaban la palabra como,
que según los egipcios unía todas las cosas
como una metáfora inmutable,
le hablaban al oído
mientras Araceli trazaba un círculo mágico
con doce gatos zodiacales,
y cada uno esperaba su momento
para salmodiar El libro de los muertos.
María es ya para mí
como una sibila
a la cual tenuamente nos acercamos,
creyendo oír el centro de la tierra
y el cielo del empíreo,
que está más allá del cielo visible.
Vivirla, sentirla llegar como una nube,
es como tomar una copa de vino
y hundirnos en su légamo.
Ella todavía puede despedirse
abrazada con Araceli,
pero siempre retorna como una luz temblorosa.
LA MUJER Y LA CASA
Hervías la leche
y seguías las aromosas costumbres del café.
Recorrías la casa
con una medida sin desperdicios.
Cada minucia un sacramento,
como una ofrenda al peso de la noche.
Todas tus horas están justificadas
al pasar del comedor a la sala,
donde están los retratos
que gustan de tus comentarios.
Fijas la ley de todos los días
y el ave dominical se entreabre
con los colores del fuego
y las espumas del puchero.
Cuando se rompe un vaso,
es tu risa la que tintinea.
El centro de la casa
vuela como el punto en la línea.
En tus pesadillas
llueve interminablemente
sobre la colección de matas
enanas y el flamboyán subterráneo.
Si te atolondraras,
el firmamento roto
en lanzas de mármol,
se echaría sobre nosotros.
Lezama Lima, José. Fragmentos a su imán. La Habana; Ed. Letras Cubanas, 1993.
LOS REGALOS DE LOS AMIGOS (108)
El fin de semana pasado se inauguraba con un concierto esperadísimo: el de la presentación de ‘La vida esta’, de El Manin, en Murcia. Para el concierto vino acompañado de Rubens Silva a la guitarra.
Pero es que si el concierto (y el post-concierto, claro) no fueran suficientes, tanto mi biblioteca como mi discoteca han aumentado gracias a este compadre gaditano.
Gracias, gracias, gracias.
CINCO POEMAS DE ROBERT GRAVES
Un buen amigo me ha dejado ‘D’amor – Trenta poemes’ de Robert Graves, publicado por edicions62 en edición bilingüe inglés-catalán. Después de leerlo he visto que había varios poemas que no estaban traducidos al castellano, al menos no están ni en el mítico ‘Cien poemas’ publicado por Lumen y traducido por Claribel Alegría, ni en el ‘Poemas’ publicado por Pre-Textos y traducido por Antonio Rivero Taravillo.
Pues aquí dejo cinco poemas que me han llamado la atención.
SICK LOVE
O Love, be fed with apples while you may,
And feel the sun and go in royal array,
A smiling innocent on the heavenly causeway,
Though in what listening horror for the cry
That soars in outer blackness dismally,
The dumb blind beast, the paranoiac fury;
Be warm, enjoy the season, lift your head,
Exquisite in the pulse of tainted blood,
That shivering glory not to be despised.
Take your delight in momentariness,
Walk between dark and dark — a shining space
With the grave’s narrowness, though not its peace.
A SLICE OF WEDDING CAKE
Why have such scores of lovely, gifted girls
xxxMarried impossible men?
Simple self-sacrifice may be ruled out,
xxxAnd missionary endeavour, nine times out of ten.
Repeat ‘impossibe men’: not merrely rustic,
xxxFoul-tempered or depraved
(Dramatic foils chosen to show the world
xxxHow well women behave, and always have behaved).
Impossible men: idle, illiterate,
xxxSelf-pitying, dirty, sly,
For whose appearance even in City parks
xxxExcuses must be made to casual passers-by.
Has God’s supply of tolerable husbands
xxxFallen, in fact, so low?
Or do I always over-value woman
xxxAt the expense of man?
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxDo I?
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxIt might be so.
JUDGEMENT OF PARIS
What if Prince Paris, after taking thought,
Had not adjudged the apple to Aphrodite
But, instead, had favoured buxom Hera,
Divine defendress of the marriage couch?
What if Queen Helen had been left to squander
Her beauty upon the thralls of Menelaus,
Hector to die unhonoured in his bed,
Penthesileia to hunt a poorer quarry,
The bards to celebrate a meaner siege?
Could we still have found the courage, you and I,
To embark together for Cranaë
And consummate our no less fateful love?
CHANGE
‘This year she has changed greatly’—meaning you—
My sanguine friends agree,
And hope thereby to reassure me.
No, child, you never change; neither do I.
Indeed all our lives long
We are still fated to do wrong,
Too fast caufgt by care of humankind,
Easily vexed and grieved,
Foolishly flattered and deceived;
And yet each knows that the changeless other
Must love and pardon still,
Be the new error what it will:
Assured by that same glint of deathlessness
Which neither can surprise
In any other pair of eyes.
BETWEEN HYSSOP AND AXE
To know our destiny is to know the horror
Of separation, dawn oppressed by night:
Is, between hyssop and axe, boldly to prove
That gifted, each, with singular need for freedom
And haunted, both, by spectres of reproach,
We may yet house together without succumbing
To the low fever of domesticity
Or to the lunatic spin of aimless flight.
Graves, Robert. D’Amor Trenta Poemes. Barcelona; Edicions 62, 1991.