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RECETAS PARA ASTRONAUTAS
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EL BEBÉ DEL 3ºA
Una mañana de sábado nos cruzamos en la escalera con la pareja que vive en el 3ºA. Acarreaban una cuna ya montada, por lo que les dimos la enhorabuena. Su sonrisa de padres primerizos no desapareció en las siguientes semanas, en las que les vimos con ropa de niño, juguetes o un carricoche.
xxxComo la barriga de ella no crecía, dimos por sentado que se trataba de una adopción, y que esperaban a su primogénito desde la distancia.
xxxSin embargo, los meses pasan y ningún niño llega al 3ºA. La pareja sigue con su sonrisa bobalicona y ha comenzado a pasear por el barrio un carricoche vacío. Lo más extraño de todo es que, en el silencio de la noche, un llanto de bebé se escucha tras las paredes del 3ºA.
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RUINAS
Volvía a casa de muy buen humor. La mañana en el colegio había sido muy productiva: había recibido dos buenas notas y el maestro de Educación Física lo había seleccionado para el equipo. Además, hoy tocaba comer tortilla de patatas, su plato favorito. Ya se relamía cuando, al llegar a casa, se encontró con un edificio en ruinas. Pensó que se había equivocado de calle y miró a ambos lados. las casas que vio sí eran las de sus vecinos, lo que aumentó su desconcierto. Saltó la valla, cruzó el jardín y franqueó la desvencijada puerta. Las habitaciones eran las mismas que las de la mañana, pero todo estaba medio derruido. Parecía que nadie había vivido allí en años. Llegó hasta el salón, cuya pared tenía un gran boquete, y entre los cascotes pudo ver la foto familiar de aquel verano amarillenta y llena de polvo. Anonadado y con las lágrimas a las puertas de sus ojos llegó hasta la cocina. Gritó «mamá» hasta que le dolió la garganta, pero nadie le respondió. Se sentó sobre los escombros y fue entonces, mientras las lágrimas recorrían ya sus mejillas, cuando sintió aquel olor a tortilla de patatas tan familiar.
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MISS PEDANÍA
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxTe comían con los ojos los feriantes y los malotes.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxMiguel Ángel Hernando, ‘Lichis’
Qué tristes me parecen los ojos de la reina de las fiestas de 2004. Qué gris su mirada bajo el viento del invierno y las capas de rímel, mientras espera el autobús de línea en una carretera sin cuneta.
xxxLejos queda el verano en el que fue la chica más envidiada de un rincón de la Huerta con nombre árabe. De aquello sólo resta una foto en el comedor de sus padres en la que aparece con demasiada laca en el pelo y demasiadas manos sobre su culo adolescente.
xxxQué rotas han quedado las promesas de aquel garrulo del pueblo de al lado que le prometía una tienda para ella sola minutos antes de follársela en el asiento de atrás de un descampado inmundo. Promesas que borró el tiempo. Y el paro en la construcción. Y los dos bombos que ahora se pelean a su vera en la parada del autobús.
xxxElla no tiene ni una canción de Sabina que recuerde sus años de esplendor. La época en la que yo era el chaval que ansiaba sus besos desde debajo del escenario. El chaval que no tenía ni siquiera valentía para invitarla a salir huyendo de allí.
xxxQué triste es su media sonrisa, ya ni siquiera irónica, y su olor a limones recién cortados.
xxxQué poco queda, en sus veinticinco años de mujer divorciada, de la reina de las fiestas del año 2004.
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xxxxxxxxxDIOS
(UNA HISTORIA DE AMOR)
Partamos de la omnipresencia de Dios. Según las religiones monoteístas Dios puede estar en una piedra. O ser una mariposa. Dos mil años de Cristianismo nos han hecho creer que Dios es omnipotente, una especie de Supermán con una kriptonita llamada Ateísmo. Dios, por lo tanto, lo puede todo y está en todas partes.
xxxEn este relato, sin embargo, Dios no será ese ser inabarcable y etéreo, sino una de sus múltiples encarnaciones. Tomará la imagen de una camarera de veinte años que atiende las mesas de una cafetería de la ciudad suiza de Berna. Porque Dios está en todas partes y lo puede todo, incluso hacer capuchinos y limpiar la barra en el invierno centroeuropeo.
xxxDios se acuesta todas las noches muy temprano para poder ir a trabajar sin sueño al día siguiente. Dios sueña lo justo, ya creó una vez un mundo y considera innecesario volver a hacerlo noche tras noche en su imaginación. Dios se levanta, también, muy temprano, porque la mayoría de los días le toca abrir la cafetería suiza en la que trabaja cuando el sol aún es una ilusión lejana en el cielo.
xxxLa cafetería de Dios se encuentra en Falkenplatz, muy cerca de la universidad, y tiene un gran ventanal que da a un cruce que no podemos llamar plaza. Justo en la puerta hay una mesa y un banco para los raros días de sol y al lado una frutería atendida por unos pakistaníes. Por su cercanía al centro universitario, la cafetería está repleta, tanto por la mañana como por la tarde, de estudiantes provenientes de todos los cantones de la Confederación Helvética. Son jóvenes que ríen en voz baja con sus capuchinos hirviendo entre sus manos y con sus gorros y guantes secándose junto a los tres radiadores de la pequeña cafetería. Los estudiantes, que aprenden además de sus asignaturas a ser buenos ciudadanos suizos, pagan en la barra sus consumiciones y se despiden con un «danke» apenas mascullado.
xxxDios, en su magnánima bondad, les responde a todos con una sonrisa de muchacha rubia de veinte años y les desea un buen día con la educación de las camareras suizas. En ocasiones, alguno de los estudiantes le responde a Dios con una sonrisa más cálida de lo habitual. Porque Dios, además de regir el destino del Universo, es una muchacha muy guapa, con unos ojos azules como la reverberación de una galaxia y con unos pechos pequeños y turgentes como manzanas del pecado original.
xxxUno de estos estudiantes es Hans, un joven alumno de Derecho y aprendiz de poeta que se pasa las tardes en la cafetería entre su té con leche, su libro de Robert Walser y las miradas furtivas a Dios. Hans escribe poemas sobre aquella camarera con una piel tan blanca como la nieve que rodea los psiquiátricos suizos. Ella nunca va más allá de su fría sonrisa, un gesto lleno de cortesía pero que no le da el coraje suficiente a Hans para proponer una cita. Así que nuestro joven aprendiz de poeta vuelve tarde tras tarde a la cafetería de Berna con cristalera a la avenida y por la noche retorna a ella a través de las imágenes de Google Maps.
xxxLa perseverancia de Hans va, poco a poco, acortando la distancia sideral que les separa y Dios va aumentando la calidez de sus sonrisas e incluso acompaña con alguna palabra el «danke» de rigor. Tanto que Hans se atreve, una tarde que están solos en la cafetería, a preguntarle si le gusta Walser, y consigue conocer su nombre humano. En pocos días, Walser les lleva a Rilke y éste a la infancia de Dios en un pequeño pueblo del Jura y de allí a una mesa en una pizzería del centro de Berna, donde la cena da pie a un primer y casto beso con el que inician su relación.
xxxHans, por supuesto, no sabe que su chica, aquella a la que escribe horribles poemas con rima, es en realidad una divinidad adorada por miles de millones de personas en todo el mundo. Y Dios, por supuesto, no le da motivos a Hans para pensar que ella no es más que una joven camarera a la que le gustan las películas de Woody Allen, follar en el sofá y que se ruboriza como una niña cuando él la besa furtivamente en la cafetería.
xxxPero ella sabe que no deja de ser un ente etéreo y omnipresente hecho carne en los 55 kilos de una muchacha suiza. Un ser que algunos llaman Dios, otros Yahvé, Alá, Dinero, y que Hans bautiza «Amor» en las febriles noches que pasan juntos. Ella también sabe que, a pesar de regir el destino de la Humanidad, no puede hacer nada.
xxxNo puede hacer nada cuando él le habla de un viaje por la costa de Croacia el próximo verano. Dios sabe que tampoco puede hacer nada cuando, algunos días, Hans incluso le habla de irse a vivir juntos, de un futuro con hijos rubios y mortales y de una vejez en el Sur. Porque Dios sabe que, a pesar de que le rezan cada día millones de creyentes pidiéndole milagros, Ella no puede hacer nada contra el destino ni contra el Libre Albedrío de los conductores de autobús. Sabe que tampoco puede luchar contra la ley de gravedad ni contra la torpeza de Hans, que resbala sobre el suelo mojado y es atropellado justo enfrente de la cafetería. Incluso es incapaz de lograr que el corazón de Hans, ese que tantas veces le había ofrecido en sus poemas, siga latiendo.
xxxLo único que puede hacer Dios es abandonar la barra de su cafetería y que sus ojos azules como los confines galácticos sean lo último que vea Hans antes de morir. Antes de morir sin ver que ella es incapaz de derramar una sola lágrima. Incapaz de sentir amor por alguien minúsculo e insignificante para un Ser cuyo amor sólo es capaz de expresarse en magnitudes interplanetarias. Así que le cierra los ojos a Hans y vuelve a su cafetería porque, además de un ser inmortal, Dios es una muchacha de veinte años que quiere terminar pronto su faena para volver a casa temprano.
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COMUNIÓN
(Mi padre era un alcohólico. Mi madre, una fundamentalista cristiana. Aquel tenía que ser el mejor día de mi vida. Pero nada salió bien).
Despertarse el día en el que haces la primera comunión con ganas de vomitar no es una buena señal. Quizás lo sea en algunas culturas lejanas, como la de los antiguos aborígenes australianos. Pero mi cama no estaba en la Australia del siglo XVI, sino en un pueblo de la Murcia de 1992. Y no, amanecer mareada y con náuseas no era lo mejor para un día que no iba a ser como los demás domingos. Porque en el resto de domingos íbamos a misa, sí, pero, después, la comida no era pantagruélica y la convivencia con mis primos, tíos y abuelos no se alargaba hasta la noche. Además, estaba el traje. No sé a qué pervertido se le ocurrió que las niñas vistiéramos el día de nuestra primera comunión como si fuéramos una novia a punto de casarse. Por todo ello, aquel día no iba a ser, ni de lejos, como el resto de los malditos y aburridos domingos, iba a ser mucho peor.
xxxHabían pasado ya unos minutos desde que me había despertado y yo seguía en la cama anticipando lo peor que me podía pasar durante ese día. A pesar de que apenas eran las ocho de la mañana, el teléfono ya estaba descolgado y mi madre parloteaba con alguna de mis tías sobre algo relacionado con «el traje de la cría». La cría era yo y el traje aún no estaba en mi casa porque una costurera amiga de la familia había tenido que llevárselo para terminar de arreglarlo. Mi madre se había empeñado en comprarlo con meses de adelanto y, al probármelo el día antes de la comunión, el traje me quedaba pequeño. O yo había crecido o el traje color merengue había menguado por arte de magia. Mi madre, apenas veinte horas antes de la fastuosa ceremonia, me daba vueltas y más vueltas y me tiraba de todas partes sin poder creer que el traje, guardado durante meses en el armario, no me quedara como el día en que me lo probé. Por suerte, una vecina se ofreció a arreglarlo y se comprometió a traerlo a tiempo para la comunión.
xxxPero eran «las ocho de la mañana y la Mari no me ha traído el dichoso traje, Virgen del Carmen, con lo liá que estoy yo y la peluquera sin venir». Mi madre usaba a todas las vírgenes que conocía ante cualquier veleidad que nos pasara en la familia. La Virgen del Rosario estaba especializada en hallar objetos perdidos; la del Consuelo en consolar, obviamente; la Virgen del Camino en calmar sus enfados cuando mi padre llegaba tarde a casa y la Virgen del Carmen era una especie de talismán que lo mismo valía para un roto que para un traje de comunión aún descosido.
xxxTragándome mi propia náusea me levanté y me dirigí hacia la cocina. Allí mi santa progenitora trajinaba con el teléfono, con su café con leche y con la escoba, sin poseer más que las dos manos reglamentarias. En cuanto me vio, y sin dejar de lado ninguna de sus ocupaciones, me besó en la frente y me anunció que el traje estaría listo en una hora y que no me preocupara por nada. Por supuesto, yo me preocupé, porque en un par de horas tenía que salir hacia la iglesia y no estaba segura de que el traje llegara a tiempo. En realidad, lo del vestido me daba igual, pero me ponía muy nerviosa un escenario que incluía a mi madre más histérica de lo que habitualmente estaba.
xxxAnuncié con prevención que me dolía «un poco» la barriga, a lo que mi santa reaccionó tirando de su arsenal de vírgenes y preparándome una manzanilla que no hizo sino acrecentar mi asco. Después me metí en la bañera, en aquella época aún no se había inventado la ducha, e intenté relajarme, algo que no pude porque seguía oyendo los gritos de mi madre, colgada del teléfono y de sucesivas conversaciones con cada una de mis tías. Cuando salí del baño con el albornoz que unos amigos de la familia me acababan de regalar, y que me duró más de una década, el traje-merengue ya estaba encima de mi cama. Mi madre daba gracias al «Señor» y me impelía a que me lo probara de nuevo. La costurera había hecho un buen trabajo, aunque ahora me quedaba un poco grande.
xxxLos chillidos de la glorificadora de vírgenes ante tal milagro lograron, por fin, despertar a mi padre, que tras tragarse un carajillo comenzó a afeitarse con su maquinilla eléctrica. Aquel sonido mecánico aún hoy me da miedo, ya que me recuerda el mal humor que gastaba por las mañanas y que no amainaba hasta que se tomaba su primera cerveza. Para contrarrestarlo, mi madre solía poner una cinta que contenía los grandes éxitos de su cantante favorito, Roberto Carlos, que escuchaba con una obsesión casi enfermiza. Tanto se repetían en mi casa aquellas canciones que cuando en la escuela nos pedían que escribiéramos una redacción sobre nuestra mascota, yo contaba que en mi casa teníamos un gato que estaba siempre «triste y azul», dejando anonadada a la maestra y entredicho mi salud mental.
xxxLa mañana avanzaba con esa emoción contenida que era tan propia de mi familia en los días importantes y comencé a cumplir con las distintas partes del rito de la comunión. La primera era una mezcla de ostentación y gratitud y consistía en presentar, ante una videocámara manejada por uno de mis primos mayores, los distintos regalos que había recibido y quién había sido el familiar o amigo al que le debía mi nueva cámara de fotos, mi primer globo terráqueo o aquella colección de bragas blancas (gracias, abuela). El siguiente paso en el orden del día fue la preceptiva procesión desde mi casa hasta la iglesia. Vivíamos a las afueras del pueblo, pero mi madre se empeñó en caminar los veinte minutos largos que nos separaban del templo, trayecto que siempre hacíamos en coche, para que todos nos vieran enfundados en nuestras mejores galas. Nuestras mejores galas (¿acaso hay «peores galas»?) consistían en mi vestido-merengue, el traje con hombreras de mi madre y la chaqueta gris de mi padre, que, a esa hora, aún seguía con un humor de perros y una resaca, ahora lo sé, de aúpa.
xxxJamás me he sentido, como durante aquel paseo, tan identificada con las actrices de cine que caminan por las alfombras rojas; todas las vecinas se esforzaban por ser lo más histriónicas posible en la ponderación de mi belleza y de la de mi traje. Aquello, no lo niego, me gustaba, pero no mitigaba la incomodidad que sentía dentro de aquella superposición de capas de tul y bajo aquel abrasador sol de mayo. Mi madre, orgullosa como pocos días de su familia, se dirigía hacia el templo que visitaba todos los días como si aquella fuera, es cierto que lo era, una ocasión única y que la volvía a convertir, como en el ya lejano día de su boda, en el objetivo de las miradas del pueblo entero.
xxxConforme nos fuimos acercando a la iglesia, tuvimos que compartir el protagonismo con otras familias que también realizaban aquel ridículo paseo y que sonreían como si de una competición por deformar sus mejillas se tratase. En cuanto nuestra pequeña comitiva, a la que se habían ido sumando vecinos y familiares, hubo aterrizado en la plaza del pueblo, un nuevo foco de incomodidad se cernió sobre mí. Sentadas en varios bancos y con su arsenal de miradas y sonrisitas, mis compañeras de clase comenzaron, sin dignarse a saludarme, a comentar mi vestido y mi peinado. Yo no era la más popular del colegio, pero las circunstancias de aquella mañana me habían colocado en el centro de las críticas de las arpías sin entrañas más retorcidas de mi clase. «Las circunstancias» a las que me refiero merecen un párrafo aparte.
xxxMi madre estaba obsesionada, desde siempre, con que mi comportamiento en las clases de catequesis fuera intachable. Le preocupaba menos que me formara como una buena cristiana que su reputación entre el resto de beatas y, especialmente, ante don Fermín, el cura que acaudillaba a las mujeres más fervorosas del pueblo, siguiera intacta. Por eso, reaccionó de manera tan desproporcionada cuando una de las catequistas le informó de que yo solía bostezar en clases de preparación a la comunión y de que no mostraba interés, lo cual, hay que reconocerlo, era cierto. Mi madre, herida en su orgullo ante las catequistas, montó en cólera y me obligó a pasar un año más en aquellas clases, convirtiéndome, seguramente, en la única niña de todo el universo que tuvo que repetir un curso en la catequesis. Por ello, aquel domingo hacía la comunión con un año de retraso y por eso aquellas arpías asistían con deleite a mi hundimiento social.
xxxRodeado de niños y niñas a los que sacaba un año, y una cabeza en la mayoría de los casos, intentaba atender las palabras de don Fermín, que versaban, inevitablemente, sobre «la importancia del sacramento que vais a recibir». A aquellas alturas, mi madre escuchaba al párroco en su habitual posición ascética y mi padre había huido de la iglesia en dirección a La Sacristía. Éste era el nombre que, no sin cierta guasa, habían dado al bar que estaba en la misma plaza que el templo y al que se escabullían la mayoría de los hombres del pueblo durante los sermones de don Fermín.
xxxAfortunadamente, mi padre, con alguna cerveza ya en el cuerpo, regresó justo antes del momento culminante de la ceremonia: la primera comunión de aquel grupo de niños que, en su mayoría, no volverían a pisar la iglesia en los próximos años. En aquel instante, sin embargo, todos habíamos alcanzado, gracias al calor que hacía allí y a lo sobrecargado de nuestros trajes, un estado parecido al trance. En mi caso, lo que yo creía verdadera fe era un mareo que minuto a minuto iba a crecentando mis náuseas. Yo, acostumbrada a la religiosidad teatral de mi madre, adopté una actitud mística y me dirigí, cuando me llegó el turno, hacia don Fermín. El problema es que don Fermín tenía la manía de meter la forma consagrada hasta casi la garganta del comulgante, lo que provocó en mí una arcada de dimensiones importantes. El murmullo de la gente que copaba la iglesia se tornó en crispación y los ojos de mi madre, que estaba justo al lado de don Fermín, parecían querer salirse de sus órbitas. Por fortuna, no llegué a vomitar y la oblea se deshizo en mi glotis como un iceberg en el mar contaminado.
xxxEl resto de la ceremonia se me pasó en una nube en la que se mezclaban el mareo, la vergüenza y, ya en menor medida, el fervor religioso. Cuando terminó la misa, que superó la hora y media (sin bises), mis mejillas fueron objeto de distintos tipos de succiones y tirones por parte de mis tías más sádicas. Después, vino la obligada fotografía en las escaleras del altar, en la que hoy me veo como una novia en miniatura, acompañada por una madre cargada de carmín y hombreras y un padre somnoliento. Es de las pocas imágenes que tenemos juntos y es, aunque parezca imposible, lo más cerca que jamás estuvimos de ser una familia feliz.
xxxLa salida de la iglesia trajo consigo más calor, más tías sádicas y más miradas burlonas de mis compañeras de clase, que me miraban desde la superioridad que les daba haber comulgado un año antes. Como mi madre seguía dentro con don Fermín, me encaminé con mi padre y uno de sus amigotes de vuelta a casa. Allí cogimos el Volkswagen familiar sin el 33% de nuestra familia, mi madre, que iba en el 2CV del párroco, rumbo al restaurante en el que se iba a celebrar el convite. En aquellos primeros años 90, años de desarrollismo, exposiciones universales y guerra sucia contra ETA, había varios indicativos que mostraban el nivel económico de una familia murciana. Uno de ellos era poseer dos vehículos, algo que nosotros no lográbamos; otro, celebrar los eventos no en el bajo de la casa de un familiar, como hacía la mayoría, sino en un restaurante. Mi madre se había empeñado en gastarnos el poco dinero que teníamos ahorrado en una celebración por todo lo alto, lo cual, dada la situación de nuestra economía, significaba un menú ramplón en un restaurante del polígono industrial que colindaba con nuestro pueblo. Hacia allí nos dirigíamos mi vestido-merengue y yo en el asiento de atrás de un coche en el que en la parte delantera se dilucidaba un interesante debate entre mi padre y su amigo sobre las tetas de la camarera de La Sacristía.
xxxComo en aquella época aún no se habían puesto de moda, afortunadamente para los bolsillos de mis padres, las opíparas recepciones que hoy en día reducen la comida de las bodas a un postre salado, el centenar largo de invitados a mi comunión nos dirigimos directamente al salón del restaurante. Allí, ocupamos varias mesas larguísimas y aumentamos el bullicio provocado por el resto de comuniones, cada una con su respectiva niña-merengue o niño-marinero, de las que nos separaban unos simples biombos. Los niños nos sentamos en una de las mesas, presidida de manera temeraria, por la tarta de varios pisos que coronaba una reproducción en miniatura de una niña vestida igual que yo. En la mesa de enfrente estaban mis padres, sentados uno al lado del otro, pero más pendientes de los que tenían a sus respectivos lados, don Fermín y el amigote de mi padre, que de su cónyuge.
xxxEl menú infantil pronto llenó las copas junto a la Fanta de naranja, creando un mejunje de refresco, croqueta y patatas fritas que hoy en día no desentonaría en los restaurantes con varias estrellas Michelín. En la mesa de los mayores, las gambas descongeladas y los platos de jamón salado y queso reseco eran regadas por jarras de cerveza y botellas de tinto, especialmente dadas a vaciarse en la zona que ocupaban mi padre y su amigo. Mi madre apenas probó la comida y parecía alimentarse de las palabras que salían de la boca de don Fermín, que amenizaba el convite con anécdotas de diverso pelaje sobre su época de misionero. A mí me costaba imaginarme a aquel hombre seco y calvo dirigiéndose, con la virulencia con la que lo hacía a los parroquianos de mi pueblo, a los pobres negros de África, pero jamás verbalicé estas dudas delante de mi madre, que escuchaba siempre aquellas historias como leyendas marianas y que, incluso, a veces llegaba a fantasear con la idea de hacerse misionera. Tranquilos, nunca la ha llevado a cabo.
xxxComo suele suceder en toda comunión que se precie, los niños salieron corriendo de la mesa a la media hora de haber comenzado el convite. Cuando yo me levanté para hacer lo propio, mi madre me lanzó una mirada amenazante y con un gesto me ordenó que me mantuviera allí sentada, lo cual tuve que hacer con la única compañía de una prima segunda que tenía una pierna ortopédica. Lo bueno de aquello es que no me perdí el espectáculo que, tras la ingesta de la pata de cabrito, protagonizó mi padre. Afectado ya por el Jumilla y alentado por su amigo, mi amado progenitor tuvo la feliz idea de tocarle el culo a una de las jóvenes camareras del restaurante. Reconozco que el término tocarle es un eufemismo que utilizo para minimizar el trauma que me supuso ver a mi propio padre manosear el trasero de aquella chica, que aguantó estoica dos segundos, pero que al tercero, y cargada aún con los platos que iba retirando, le pegó un codazo a mi padre en toda la cara. Éste se indignó y el «vaya modales» y el «encima que pago yo» fueron creciendo hasta llamar «putón» a la pobre chica. Para calmar el asunto tuvieron que intervenir el dueño del local y don Fermín, para bochorno de mi madre, a la que le daba igual lo que hiciera con sus manos el borracho de su marido, pero a la que le avergonzaba que aquel incidente mermara la estima que el párroco le tenía.
xxxLas aguas volvieron a su cauce, mi madre a embeberse de las palabras del cura y mi padre a seguir trajinando con el vino junto a su compinche, que a aquellas alturas me lanzaba unas miradas libidinosas, poco acordes a mi edad y al hecho de que él mismo se presentara como mi padrino. Yo, lidiaba con el desencanto y con las ganas de ir al baño sin moverme de la silla y me entretenía siendo un poco cruel con mi pequeña prima, a la que convencí de que en unos años su pierna derecha crecería y se igualaría a la izquierda.
xxxTras unos golpes de cucharas en las copas y con unos gritos, los asistentes callaron por un momento y mi madre anunció el sagrado momento del corte de la tarta. Los niños volvieron a la mesa y se arremolinaron junto a mí. Cuando el camarero se acercó con la inverosímil espada toledana con la que tendría que asesinar la tortada, me levanté de mi silla y el día se convirtió definitivamente, y tal como anunciaba de manera profética la invitación que mis padres enviaron a sus amigos y familiares, en inolvidable. Lo primero que sentí fue una humedad viscosa y nueva; lo segundo, el chillido seco de mi madre, que estaba justo detrás de mí. Aquel grito hizo que todos los invitados dirigieran la mirada hacia la parte de atrás de mi vestido, donde había nacido una flor roja, una mancha que indicaba que me había hecho mujer. Enseguida, y como siempre ocurre con cualquier catástrofe, comenzaron a sucederse a gran velocidad las acciones: las risas de los niños mayores, los lamentos de mis tías, lo rezos de don Fermín (que no paraba de persignarse), mis lágrimas y los gritos de mi madre, que me cogió del brazo y me llevó hasta el baño.
xxxDiez minutos después, salía de allí con el llanto ya calmado y vestida con el chándal de uno de mis primos, que me estaba grande y ridículo. Los invitados correspondieron a mi vuelta con un aplauso que no hizo sino aumentar mi vergüenza. En la mesa cumplí con el protocolo de la tarta, aunque me vino a la mente la idea de utilizar la espada toledana para abrir las venas de mi brazo y acabar, de una vez, con mi sufrimiento. Afortunadamente no hice tal cosa y hoy puedo disfrutar de aquel recuerdo, de aquella foto en la que se me ve con un chándal grande, una madre histérica, un sacerdote envarado, un padre borracho y un padrino que posa, disimuladamente, su mano izquierda sobre mi culo. La foto del día de mi primera menstruación.
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Pujante, Basilio. Recetas para astronautas. Cartagena; Ed. Balduque, 2016.
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LOS REGALOS DE LOS AMIGOS (161)
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Pues acaban de llegar a casa el primer libro de poemas de Marisa Morata y el primer libro de microrrelatos de Basilio Pujante.
Muchísimas gracias a los dos.
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LAS SOLUCIONES QUE ACEPTAMOS
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(…) en nuestra época, los valores del Siglo de las Luces triunfan en las instituciones públicas —por lo menos en el mundo occidental—, mientras que en la vida privada nos incordia una insaciabilidad romántica. Consentimos en ser racionales cuando se trata de decisiones públicas y sociales y de intereses colectivos, pero en casa, a solas, no dejamos de buscar el absoluto, y las soluciones que aceptamos en la esfera pública no nos parecen nada satisfactorias.
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Zagajewski, Adam. En defensa del fervor (Trad. J. Sławomirski y A. Rubió). Barcelona; Ed. El acantilado, 2005.
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RARAS VECES DUDAN DE SÍ MISMOS
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(…) la ironía, adoptando a menudo la forma de autoironía, por regla general se aplica a la persona que emite juicios o busca la verdad (…), pero no a la verdad o la ley en sí mismas, como suele ocurrir en los autores modernos, que raras veces dudan de sí mismos aunque les encanta hacerlo de todo lo demás.
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Zagajewski, Adam. En defensa del fervor (Trad. J. Sławomirski y A. Rubió). Barcelona; Ed. El acantilado, 2005.
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PELIGROS
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(…) uno puede «petrificarse» fácilmente en la ironía y en la cotidianidad vivida de forma vulgar, y creo que éste, y no la soberbia de los sacerdotes, es el verdadero peligro del momento histórico actual (a no ser que nos refiramos a los fundamentalistas religiosos).
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Zagajewski, Adam. En defensa del fervor (Trad. J. Sławomirski y A. Rubió). Barcelona; Ed. El acantilado, 2005.
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UN VAGÓN DE METRO Y LA CATEDRAL DE NOTRE-DAME
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Caminar por París como un abogado parisino con la toga ribeteada de verde en el hombro izquierdo o hacerlo como un emigrante son dos cosas distintas. El letrado parisino cruza su ciudad y esa ciudad está jerarquizada, saturada de orden: el presidente y los ministros residen en las nubes, más abajo se ajetrean los juristas y los ingenieros, y cada edificio lleva un letrero con el precio para que se sepa siempre si es mejor invertir en inmuebles o en oro. El emigrante ve otra ciudad, descoyuntada, desgarrada, no sometida a la presión de la jerarquía social. Los carritos de la estación de Saint-Lazare, un obrero junto a la mesa de un café, una mujer embarazada sentada en un banco: he aquí algunos objetos de la visión más interesantes que el palacio del presidente de la República. En la visión no hay ninguna jerarquía. Un vagón de metro reluciente a la luz del sol de primavera —acaba de llover— sobre el viaducto del bulevar Garibaldi vale lo mismo que la catedral de Notre-Dame.
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Zagajewski, Adam. En defensa del fervor (Trad. J. Sławomirski y A. Rubió). Barcelona; Ed. El acantilado, 2005.
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COMO UN HUEVO A OTRO HUEVO
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(…) basta con conocer por propia experiencia la gripe y las décimas que la acompañan para saber que los síntomas físicos, si no llegan al extremos de un dolor insoportable o a la pérdida de conciencia, son algo que no sólo padecemos, sino que también interpretamos en el escenario de la vida. Algo semejante —probablemente— pasa con la vejez. La mayoría de los ancianos se conforma con representar esta comedia, al igual que la mayoría de los estudiantes hace descaradamente el papel de estudiante, la gente de mediana edad se comporta como gente de mediana edad, las mujeres son mujeres, los hombres son hombres, y un político se parece a un político como un huevo a otro huevo.
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Zagajewski, Adam. En defensa del fervor (Trad. J. Sławomirski y A. Rubió). Barcelona; Ed. El acantilado, 2005.
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DESPUÉS, YA VEREMOS
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Hay autores que usan la ironía para azotar la sociedad de consumo, otros aún luchan contra la religión o contra la burguesía. A veces la ironía expresa algo más: la desorientación en medio de una realidad plural. A menudo simplemente encubre la pobreza de pensamiento. Porque si no se sabe qué hacer, lo mejor es volverse irónico. Después, ya veremos.
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Zagajewski, Adam. En defensa del fervor (Trad. J. Sławomirski y A. Rubió). Barcelona; Ed. El acantilado, 2005.
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LA MAÑANA DESCALZA
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SIN CULPA
Nosotras, mujeres del siglo veintiuno
decimos que hasta aquí.
Cancelamos
ese jardín de espanto en nuestra sangre,
ese veneno milenario que nos muerde las entrañas.
Ser culpables se acabó.
Llevamos tiempo comprendiendo que ese estigma remotísimo
la cebado al animal más ciego, a la jauría.
El ritual perverso del dominio
perpetuado, tal vez, por las costumbre,
se acabó.
Hemos sido infractoras, madres de la culpa, responsables de las plagas del mundo,
criaturas de sed, fatales, embusteras, expertas en hechizar al hombre, apenas
jirones de su espuma, mujeres de labios resignados.
¿Hasta dónde se prolongará esa irracional mentira?
Mujeres del siglo veintiuno:
nuestra voz palpita en las cuerdas de la historia;
somos palabra en la palabra de una alondra calcinada en Auschwitz
y repetimos, hoy, con letras de sangre y de saliva:
«Por fin se acabó
el miedo.
Comienza la esperanza».
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LA COARTADA
xxxTengamos cuidado. El amor disfruta de tanto prestigio que puede convertirse en turbia coartada. Existe una oscura tradición que, en un oxímoron imposible, justifica los celos, la violencia o la humillación en aras del arrebato amoroso.
xxxLas pasiones avasalladoras esconden demasiadas veces historias que asfixian. Revisemos los viejos mitos, las viejas canciones, los cuentas que nos contaron. Dice la leyenda de Helena de Troya que fue la mujer más bella y más amada; en realidad, la más raptada. Cuando aún era niña, la secuestró el héroe Teseo. Sus hermanos la rescataron embarazada; dio a luz en secreto y el episodio fue silenciado. Años después, su padre eligió un marido rico para ella. Ya casada, su historia se repitió: el troyano Paris, perdidamente enamorado, la raptó. No sabemos si con su consentimiento o sin él, la llevó a Troya, donde Homero la describe triste y amarga. Un gran ejército griego asedió la ciudad durante diez años para recuperarla. Cuando Paris murió en la guerra, la casaron a la fuerza con Deífobo, uno de los hermanos del difunto. Tras la destrucción de Troya, Helena volvió a su palacio entre rumores e insultos susurrados. Con el tiempo, Innumerables poetas cantarían su hermosura, pero ahogaron el eco de su voz en primera persona. ¿Experimentó deseo o más bien miedo? ¿Se sintió amada o prisionera? ¿Bella o maldita?
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FEA
xxxEn el reino animal, los machos parecen gozar el privilegio del adorno. Los leones de la sabana agitan al viento sus melenas ante las calvas leonas. En muchas especies de aves, ellos exhiben un plumaje colorido frente a los tonos oscuros y opacos de las hembras. Los machos de pavo real poseen ese abanico prodigioso de plumas para pavonearse. Pero en los humanos la belleza incumbe sobre todo a las mujeres. Durante siglos, las chicas casaderas debían estar guapas para cotizar alto en el mercado matrimonial. Hoy las industrias de la cosmética, las dietas y las operaciones estéticas se aprovechan de esa antigua fragilidad: el miedo femenino a parecer fea y, por tanto, ser ignorada.
xxxEstas ansiedades se expresan en el mito de la joven Medusa, más hermosa que nadie. La diosa de la sabiduría, Atenea, cayó en la trampa de los celos y decidió afear a su rival humana. Transformó sus cabellos en serpientes, estropeó su dentadura y la condenó a convertir en piedra a cuantos mirase. La joven sembró el terror a su paso, hasta que fue eliminada por el héroe Perseo con la treta de mostrarle su propio reflejo, que la dejó petrificada. Medusa, primera víctima de la tiranía de la imagen, murió por mirarse en el espejo. Desde tiempos ancestrales, las mujeres crecemos con una obsesión aprendida: ni siquiera las diosas pueden desentenderse olímpicamente de la belleza.
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REFLEJO
Los espejos emiten un zumbido:
llevan la noche dentro.
Parpadean,
esquivos, su cruel asimetría.
Los mendrugos opacos de dos ojos
te miran
haciendo un ruido de palomas rotas.
Tú sonríes, entonces.
Tu reflejo levanta otro martillo.
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LA NIEVE DEL SILENCIO
xxxNunca sabremos cuántas veces sucede. Los abusos de poder son siempre difíciles de denunciar; por definición la víctima ocupa una posición vulnerable frente al agresor. Y a menudo la única prueba que ella tiene, en esas circunstancias, es la palabra propia. Para evitar el escándalo, las averiguaciones y la necesidad de desnudar de nuevo los recuerdos, muchas prefieren ocultarlo. Y así la nieve del silencio fabrica paisajes blancos, en apariencia limpios, escondiendo las zonas fangosas.
xxxRelata la leyenda griega que la jovencísima Casandra adivinaba el futuro en el templo troyano de Apolo. Desde su posición de dominio, el dios quiso yacer con su sacerdotisa, y ella tuvo la osadía de rechazarlo. El arrogante y poderoso Apolo, poco acostumbrado a las negativas, la maldijo escupiéndole en la boca. «Nadie creerá tus palabras», dijo a la adivina. «Nunca más». El castigo se convirtió en una fuente constante de dolor y frustración para Casandra. Cuando contó su historia, sus propios padres la acusaron de loca y la mantuvieron encerrada en casa. Mientras, el dios siguió recibiendo culto en sus altares. La maldición de Apolo, gravitando sobre tantas Casandras a través de los siglos, ha impedido conocer las verdaderas dimensiones del daño. Porque este delito tiende a quedar oculto bajo un alud de silencios: aquí hay que creer para ver.
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CASANDRA DESAFÍA A APOLO
Y ahora, ¿cómo llegarás a mí?
¿De qué manera intentarás hundirme?
¿Dónde está tu trono enmohecido?
¿Qué verbo
me niegas?
El ayer se oxida, irrevocable,
tensado sobre un péndulo de luz.
Ya no deshaces
cada huella mía que intentaba rozar
las fronteras de tu juramento.
«Nunca más», dijiste, y hoy le arranco las raíces
a ese vértigo,
desclavo de mi voz las palabras mordidas,
el pavor antiguo,
la extenuación de lo callado.
Ven y escúpeme, si quieres, en la mitad exacta de mi rebeldía.
¿Por qué tiembla tu alarido, se deshoja, se arranca la mirada?
¿Qué orines te devoran, poderoso?
El día está por hacerse
en mi palabra.
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DESPEDIDAS
Otra
vez
nombrar
lo
que
se
aleja
para
dejarlo
ir.
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LAS ÚLTIMAS GOTAS DEL SILENCIO
La noche sangra,
y llueve.
Cómo ruge la crueldad en el abismo
que devora tus entrañas.
Ven
y deja que respire el vértigo,
déjame anudar la voz
a la oquedad donde tu amor tirita: yo pronunciaré tu nombre otro
en el reflejo inacabado de la noche.
¿Ves cómo mi palabra
disuelve tus manos cegadas por el viento?
En círculos te llama mientras va borrándote las sombras
en una interminable desaparición que cifra
su misterio.
Ven
y olvídate, reposa. Mira este invisible lirio azul
que entra y sale de tus ojos:
aquello que tú odiabas ya no existe.
Ven
y advierte cómo suena la esperanza, su oleaje,
y descubre
cómo estalla la luz del mediodía.
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LA PRIMERA FIRMA
xxxLa literatura universal tiene un comienzo asombroso, del que apenas se habla: el primer escritor que firmó un texto con su propio nombre fue una mujer.
xxxHace más de cuatro mil años, en el país que inventó la escritura, hoy llamado Irak, Enheduanna, poeta y sacerdotisa, escribió un conjunto de himnos cuyos ecos resuenan todavía en los Salmos de la Biblia. Rubricó con orgullo las tablillas de barro: era hija del rey Sargón de Acad y tía del futuro rey Naram-Sim. Cuando los estudiosos descifraron los fragmentos de sus versos, perdidos durante milenios y recuperados solo en el siglo veinte, la apodaron «la Shakespeare de la literatura sumeria», impresionados por su escritura brillante y compleja. «Lo que yo he hecho, nadie lo hizo antes», escribe Enheduanna. También le pertenecen las más antiguas notaciones astronómicas. Poderosa y audaz, se atrevió a participar en la agitada lucha política de su tiempo, y sufrió por ello el castigo del exilio y la nostalgia. Sin embargo, nunca dejó de escribir cantos para Innana, su divinidad protectora. En su himno más íntimo y recordado, revela el secreto de su proceso creativo: la diosa lunar visita su hogar a medianoche y la ayuda a «concebir» nuevos poemas, «dando nacimiento» a versos que respiran. Enheduanna fue —que sepamos— la primera persona en describir el misterioso parto de las palabras poéticas.
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UNA VOZ EN LLAMAS
¿Tengo, entre mis manos, algo más que el rocío,
la fragilidad, un cuerpo de ardiente floración,
una punzada de ternura?
¿Algo más que mis dos ojos donde se posan los harapos diluidos,
la derrota transparente
del amor,
los gritos del mundo?
¿Algo más que el temblor encarnizado que palpa mis errores?
¿Algo, en mí, que supiera decir, entera, una palabra
y no se acostumbrara a ser silencio
ni a ser el cuerpo del olvido
o el objeto
apetecible?
¿Hay, habrá en mis manos un nombre de mujer que firme bajo un texto,
que estampe la dulzura adentro del relámpago,
y que se atreva a decir, después, yo hice
lo que no hizo nadie?
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Vallejo, Irene; Ramón, Inés. La mañana descalza. Zaragoza; Ed. Olifante, 2018.
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ESTA ATENCIÓN TARDÍA
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EL gato emite silencio. Miro la avispa, al mediodía, serrando un milímetro de carne con sus dos serruchos laboriosos. Se lleva una tajada minutísima, por el aire, hacia el sol secreto de las avispas, y vuelve a por más. Ya le he dado destino a su día. El gorrión se baña en su fuente, se refresca, y luego sale huyendo hacia lo azul. El gorrión es ladrón de agua, robador del frescor del día. La paloma es poesía y resorte. Abierta y volando es un ave modernista. Caminando, o parada en una rama, es un juguete mecánico. Los perros puntean el silencio y lo dejan cruzado de mensajes, que son sus ladridos correspondientes y correspondidos.
xxLa babosa viene a veces adherida al periódico que tiran sobre la hierba, por encima de la tapia. A la babosa la pongo en mi mano y se abre paso entre el vello con ilusión de manigua. Cuando le hablo, mínima, eriza sus dos cuernos blancos y finísimos, sus antenas/ojos, se orienta y sigue, hasta que la deposito en una hoja verde, que supongo es su hábitat, donde se hará caracol.
xxDe dónde esta atención tardía a los animales, a los bichos, este descubrimiento espléndido y pequeño de su lucidez, su afán de vivir, su presente redondo. El hombre ha levantado mitologías en el cielo, dioses grandes, de una musculatura retórica, o ha erigido a otros hombres en esfinges con magia y destino, pero raramente ha descubierto esta mitología breve y populosa de los animales, que cuando son grandes se combaten y cuando son pequeños se ignoran.
xxEn mi afán por huir de lo humano peor, de los destinos consabidos, he venido en descubrir que la verdadera y realísima mitología son los animales, del tigre de Borges a la babosa que transita mi mano, como un continente, mientras leo el periódico. Sí hay vida feliz en la tierra, sí hay una manera compartida de crear el presente duradero y es la de las fieras, los insectos, las aves, los peces, los felinos, los cánidos, esa hermosa y presentísima verdad hecha de fuerza egregia, minucia alfabética, gladiolo del cielo, ave, chispazo del mar, pez, musculatura de oro, pantera, humanidad cabizbaja y sentimental, perro.
xxTodos ellos siguen en el paraíso terrenal, que es el mar con la selva, y lo traen hasta nosotros en el hocico húmedo, en el mosconeo de oro, en las alas tendidas, —ah Virgen desplegada—, sacratísimas.
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Umbral, Francisco. Un ser de lejanías. Barcelona; Ed. Planeta, 2001.
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COMO UN JARDÍN
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EN la fiesta ciudadana, en la noche cortés, si hay muchas mujeres jóvenes, sólo percibo como un jardín de coños, una evidente floración de sexos femeninos que están ahí, al final de la seda y la piel, tras la gracia leve de una lencería, vivos o adormecidos, unánimes como las rosas, perfumando el pensamiento más que la carne.
xxNo puedo pensar en otra cosa. Hablo, bebo, río, juego, me comporto con «maneras delicadas» (de un cronista), pero la presencia de los sexos femeninos es fehaciente y amarga como la presencia de las estrellas o las joyas. ¿Sentimos todos lo mismo? No hay urgencia ni violencia en este sentimiento. Sólo una verdad poética y clínica que es el fondo o la superficie de la fiesta.
xxLa vida social es una congregación de coños que llegan a mi indiferencia por muy habituales o por muy incógnitos.
xxNuestra realidad siempre nos traiciona.
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Umbral, Francisco. Un ser de lejanías. Barcelona; Ed. Planeta, 2001.
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CIEN AÑOS. O LOS QUE SEAN.
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CIEN años de Borges, o los que sean. Borges nos fascina porque le resta toda utilidad a la cultura y la deja en juego, lo que realmente es. Se soportan las erudiciones de Borges porque no pretenden probarnos nada, sino resolverse en una sonrisa.
xxBorges ha escrito uno de los mejores castellanos del siglo, pero siempre en contra del castellano. Es una contradicción dandy que los opacos le rechazan. A uno le apasiona asistir a la lucha de Borges contra un tigre de palabras que pretende desbaratar, pero que le hechiza como todos los tigres. Su lirismo es tan intenso que hace pasar por narración lo que no son más que metáforas. Así cuando crea ciudades imaginarias: «Torres de sangre, tigres transparentes.» No ha construido nada sino dos hermosas metáforas, que yo prefiero, desde luego, a la épica de los constructores de ciudades y los constructores de novelas.
xxBorges es un escéptico irónico y dicen que el escepticismo es de derechas. Pero lo contrario del escepticismo, el fanatismo, es fascista. Borges es un genio absoluto porque es capaz de quemar un concepto en una sonrisa. Esto cabrea mucho a los filósofos de escalafón, pero es lo que el escritor —Voltaire, Montaigne, Cocteau, D’Ors, Borges— tiene sobre los demás hombres: la caligrafía de la sonrisa.
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Umbral, Francisco. Un ser de lejanías. Barcelona; Ed. Planeta, 2001.
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EL ROBO COMO ADORNO DE LA VIDA
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«EL robo es la contestación al trabajo», escribe Lefebvre. (Al trabajo alienante, se entiende.) Siempre me ha fascinado el robo, en el sentido de Lefebvre y en otros. Por ejemplo, el robo como acto gratuito, gideano. El robo innecesario (tampoco el robo cleptómano, enfermo). El robo como adorno de la vida, como voluta de la vida social.
xxDe pequeño robaba fruta, calderilla, libros, como todos los niños. Y hubiera seguido robando toda la vida, hasta que tomé conciencia de que eso era peligroso, delictivo, incómodo. Hace pocos años escribí una novela sobre el tema, La forja de un ladrón, para ganar un premio, para «robar» un premio. Y lo robé. Es uno de los premios profesionales que más quiero, no por razones literarias sino biográficas. Fue una modesta manera de dar forma a la fantasía infantil del robo.
xxEl robo, como acto gratuito, nos lleva al suicidio, que es el acto gratuito por excelencia. El suicidio inexplicado e inexplicable, no el suicidio por miedo, enfermedad o dolor, pues aquí la muerte se torna utilitaria como consuelo, remedio o punto final que se pone a lo que no lo tiene. He conocido escritores que robaban. En una sociedad más abierta, al escritor debiera permitírsele robar. Todo lo que hace el escritor es literario y el robo es literatura «concebida» o literatura vivida.
xxAmo el robo limpio, escueto, nocturno. La noche es la patria de los ladrones. No me interesa, ya digo, el robo vindicativo ni el robo por necesidad. El robo debe ser poesía en acto. Mejor que cantar una joya en un poema, robarla. Viene a ser lo mismo. El artista sólo sabe moverse por razones artísticas. No sé si esto lo entienden los jueces.
xxSuicidarse es robarse la propia vida. En el robo hay una suerte de dandismo. El robo, además de lo que dijo Lefebvre, es la contestación a la norma. A la Norma. Se roba por alterar la Norma, por contrariar la vida, por interrumpir la corriente tediosa de lo razonable.
xxRobar como roban los niños, sin hambre, ni gula ni avaricia. Ellos roban fruta y uno quisiera robar manzanas de oro y plata, ésas que veo todas las noches alumbrando una cena. El robo del niño es un acto lírico. Roba por inercia y por etnia. El hombre lleva quizá millones de años robando. El chimpancé, nuestro prólogo antropológico, toma las cosas directamente. Ignora lo tuyo y lo mío. Y el robo, hoy, tiene la poesía que le viene de la gratuidad del mono. Todo robo no utilitario es un poema que está entre el mono y el dandy.
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Umbral, Francisco. Un ser de lejanías. Barcelona; Ed. Planeta, 2001.
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CUCHILLADAS NOCTURNAS, SECRETOS MEDIOCRES, DELINCUENTES CON BUENA LETRA Y MERETRICES
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ELEGÍ la literatura como reino fuera de este mundo, como reducto de sosiego y silencio, al margen de la guerra y el crimen, pero no era verdad.
xxNo era verdad. La literatura está llena de cuchilladas nocturnas, secretos mediocres, delincuentes con buena letra y meretrices que han arruinado con su lepra sexual a los grandes poetas. La historia de la literatura es un vasto cementerio que todavía huele a la sangre derramada de los clásicos y al cadáver reciente del crimen erudito de anteayer.
xxSócrates y Séneca tuvieron que suicidarse por orden superior. Nuestros clásicos del XVI y el XVII se acuchillaban entre ellos y se clavaron insultos que ahí están, en las antologías, como testimonio de que uno escribe mejor cuando está dispuesto a matar. La mejor prosa sería una prosa criminal. Y el verso. A Oscar Wilde le tuvieron trenzando y destrenzando esparto, en Reading, destrozando sus manos de poeta y sutilísimo ensayista. Baudelaire es condenado por un libro inmortal e ignorado o traicionado por el gran crítico de la época, Saint-Beauve. Baroja calumnia a Valle Inclán, Sawa llama «negro» a Rubén, la Pardo Bazán dicen que mantiene relaciones esquineras con los grandes hombres de su época.
xxEn estos días, Vargas Llosa ha criticado a los críticos y los críticos han dicho al fin lo que pensaban: que el peruano es mejor ensayista que novelista. El lúcido Borges escribió cosas deliberadamente torpes contra García Lorca y tantos españoles. Eliot saquea a Joyce y a Pound, los surrealistas definen a Anatole France y a Barrès como «cadáveres exquisitos», Althusser asesina a su mujer, la asfixia, a Nerval lo cuelgan de una verja, Virginia Woolf se suicida, Byron se acuesta con su hermana…
xxTres puntos suspensivos como tres gotas de sangre. Cuando yo empecé a hacer literatura en los periódicos, me dijeron que era muy bueno, pero que era siempre igual. Unos críticos han consagrado mis libros y otros han deseado por escrito mi no existencia corporal, mi inexistencia no sólo literaria, sino física. Todos han elogiado mi estilo por ocultar mi pensamiento. Cuando algún filósofo ha reparado en mi pensamiento —Marina—, nadie se ha hecho eco. Una amante muy literaria me dijo: «Tus libros me parecen todos el mismo y con el mismo título». Un director de periódico, a mis cuarenta y tantos años, me dijo que yo estaba «muertecito». Pero en los veinte años siguientes el muertecito ha escrito sus mejores cosas y ganado sus más ásperas contiendas. Tengo en la memoria cicatrices de todos los que van armados por la literatura. El discípulo amado pronto trueca su discipulazgo en rencor. Tengo tajos en el alma de todos los jefes de grupo. La tribu literaria es la más salvaje e irritable de todas las tribus urbanas. A mi vez, conozco a mis damnificados y no me arrepiento.
xxHe sufrido condenas de silencio largo y conjuras de frivolización, incomprensión o estupidez. La única realidad, la gran paz dentro de esta tribu es la paz laboral de sentarse al sol, a la puerta de casa, a escribir sobre la belleza del mundo, de una mujer o de una palabra. Sin rencor, o purgado de todos los rencores por las enseñanzas de la edad, uno escribe su escritura, escribe la escritura, como la vieja que en cuclillas hace el guiso pobre para los perros, sin saber siquiera si pasarán los perros a comerlo. Basta con el placer de guisar.
xxEn el silencio vertiginoso de esta mañana de agosto, cuando la luz es todavía verde, cada perro literario se lame su cipote y yo me doy saliva en las heridas, en las viejas cicatrices, consciente de que la batalla de la cultura sigue por ahí fuera, con ruido y furia, cada vez más lejos de mí, que escribo el escribir como el pintor abstracto pinta el pintar, luz gloriosa que amo, inicial o final, de una prosa o un lienzo que ya no dicen nada sino que son. Que mi palabra sea y yo me coma el guiso de los perros.
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Umbral, Francisco. Un ser de lejanías. Barcelona; Ed. Planeta, 2001.
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CON ESE BRILLO DE POSIBLE AMISTAD
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HOY me ha mirado un perro como preguntándose por mí. Era un perro negro, grande, ya un poco viejo, sin otra nobleza que la edad. Un perro de alguien, sin duda, un perro de otro, que repentinamente se ha interesado por mi persona. Quizá es el perro de un amigo y eso basta para que él me considere continuación difusa e interesante de su amo.
xxQué dulce curiosidad en la mirada del perro, qué añosa gravedad, qué dignidad de persona que no tienen las personas. Nunca otro humano nos mira así. Entre los hombres sólo nos cruzamos miradas furtivas, o de momentánea alegría, miradas de superficie, más o menos mentidas. Miradas inquisitivas. Al perro, en cambio, se ve que le interesa todo de mí. Me mira a los ojos largo tiempo y espera que yo le corresponda con una mirada igualmente honesta, honrada, profunda, interesada, curiosa, digna. Con una mirada perruna.
xxNo hay entre las especies, y menos en la humana, un ser capaz de mirar así, con tan respetable interrogación, con ese brillo de posible amistad que hay al fondo de sus ojos negros. Quizá piensa el perro si soy digno de él, de su cariño o de una relación de hombre a hombre, de perro a perro.
xxMe ha conmovido la mirada del perro, su distante y profunda observación. Ahora comprendo que nadie me había mirado así jamás, y estoy al final de mi vida, como él, quizá, de la suya. Del fondo vil del hombre jamás puede nacer una mirada semejante. «Ya no se mira así», dirían los nostálgicos. Pero nunca se ha mirado así.
xxHace falta mucha humanidad dentro para mirar como un perro.
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Umbral, Francisco. Un ser de lejanías. Barcelona; Ed. Planeta, 2001.
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