Archivo

Archive for enero 2016

TODO SUENA

Amigas 5

 

EN presencia de otros,
siempre,
preferiría
estar
desnuda.

 

 

 

 

EL ir y venir
del líquido interior.
El trasiego del agua.
Y del flujo.

Todo suena
mientras se está amando.
O se fornica.

 

 

 

Sanz, Marta. Vintage. Madrid; Bartleby editores, 2013.

 

Categorías: Poesía Etiquetas: , ,

OJOS DE PERRO AZUL

Amigas 13

 

xxEntonces me miró. Yo creía que me miraba por primera vez. Pero luego, cuando dio la vuelta por detrás del velador y yo seguía sintiendo sobre el hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y oleosa mirada, comprendí que era yo quien la miraba por primera vez. Encendí un cigarrillo. Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento, equilibrándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso la vi ahí, como había estado todas las noches, parada junto al velador, mirándome. Durante breves minutos estuvimos haciendo nada más que eso: mirarnos. Yo mirándola desde el asiento, haciendo equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de pie, con una mano larga y quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los párpados iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando recordé lo de siempre, cuando le dije: «Ojos de perro azul». Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: «Eso. Ya no lo olvidaremos nunca». Salió de la órbita suspirando: «Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes».
xxLa vi caminar hacia el tocador. La vi aparecer en la luna circular del espejo mirándome ahora al final de una ida y vuelta de luz matemática. La vi seguir mirándome con sus grandes ojos de ceniza encendida: mirándome mientras abría la cajita enchapada de nácar rosado. La vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la cajita y volvió a ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador, diciendo: «Temo que alguien sueñe con esta habitación y me revuelva mis cosas»; y tendió sobre la llama la misma mano larga y trémula que había estado calentado antes de sentarse al espejo. Y dijo: «No sientes el frío». Y yo le dije: «A veces». Y ella me dijo: «Debes sentirlo ahora». Y entonces comprendí por qué no había podido estar solo en el asiento. Era el frío lo que me daba la certeza de mi soledad. «Ahora lo siento ―dije―. Y es raro, porque la noche está quieta. Tal vez se me ha rodado la sábana». Ella no respondió. Empezó otra vez a moverse hacia el espejo y volví a girar sobre el asiento para quedar de espaldas a ella. Sin verla, sabía lo que estaba haciendo. Sabía que estaba otra vez sentada frente al espejo, viendo mis espaldas, que habían tenido tiempo para llegar hasta el fondo del espejo, viendo mis espaldas, que habían tenido tiempo para llegar hasta el fondo del espejo y ser encontradas por la mirada de ella, que también había tenido el tiempo justo para llegar hasta el fondo y regresar ―antes que la mano tuviera tiempo de iniciar la segunda vuelta― hasta los labios que estaban ahora untados de carmín, desde la primera vuelta de la mano frente al espejo. Yo veía, frente a mí, la pared lisa, que era como otro espejo ciego donde yo no la veía a ella ―sentada a mis espaldas―, pero imaginándola dónde estaría si en lugar de la pared hubiera sido puesto un espejo. «Te veo», le dije. Y vi en la pared como si ella hubiera levantado los ojos y me hubiera visto de espaldas en el asiento, al fondo del espejo, con la cara vuelta hacia la pared. Después la vi bajar los párpados, otra vez, y quedarse con los ojos quietos en su corpiño, sin hablar. Y yo volví a decirle: «Te veo». Y ella volvió a levantar los ojos desde su corpiño. «Es imposible», dijo. Yo pregunté por qué. Y ella, con los ojos otra vez quietos en el corpiño: «Porque tienes la cara vuelta hacia la pared». Entonces yo hice girar el asiento. Tenía el cigarrillo apretado en la boca. Cuando quedé frente al espejo ella estaba otra vez junto al velador. Ahora tenía las manos abiertas sobre la llama, como dos abiertas alas de gallina, asándose, y con el rostro sombreado por sus propios dedos. «Creo que me voy a enfriar ―dijo―. Esta debe ser una ciudad helada». Volvió el rostro de perfil y su piel de cobre al rojo se volvió repentinamente triste. «Haz algo contra eso», dije. Y ella empezó a desvestirse, pieza por pieza, empezando por arriba; por el corpiño. Le dije: «Voy a voltearme contra la pared». Ella dijo: «No. De todos modos me verás, como me viste cuando estabas de espaldas». Y no había acabado de decirlo cuando ya estaba desvestida casi por completo, con la llama lamiéndole la larga piel de cobre. «Siempre había querido verte así, con el cuero de la barriga lleno de hondos agujeros, como si te hubieran hecho a palos». Y antes que yo cayera en la cuenta de que mis palabras se habían vuelto torpes frente a su desnudez, ella se quedó inmóvil, calentándose en la órbita del velador, y dijo: «A veces creo que soy metálica». Guardó silencio un instante. La posición de las manos sobre la llama varió levemente. Yo dije: «A veces, en otros sueños, he creído que no eras sino una estatuilla de bronce en el rincón de algún museo. Tal vez por eso sientes frío». Y ella dijo: «A veces, cuando me duermo sobre el corazón, siento que el cuerpo se me vuelve hueco y la piel como una lámina. Entonces, cuando la sangre me golpea por dentro, es como si alguien me estuviera llamando con los nudillos en el vientre y siento mi propio sonido de cobre en la cama. Es como si fuera así como tú dices: de metal laminado». Se acercó más al velador. «Me habría gustado oírte», dije. Y ella dijo: «Si alguna vez nos encontramos pon el oído en mis costillas, cuando me duerma sobre el lado izquierdo, y me oirás resonar. Siempre he deseado que lo hagas alguna vez». La oí respirar hondo mientras hablaba. Y dijo que durante años no había hecho nada distinto de eso. Su vida estaba dedicada a encontrarme en la realidad, al través de esa frase identificadora. «Ojos de perro azul». Y en la calle iba diciendo en voz alta, que era una manera de decirle a la única persona que habría podido entenderle:
xx«Yo soy la que llega a tus sueños todas las noches y te dice esto: ojos de perro azul». Y dijo que iba a los restaurantes y les decía a los mozos, antes de ordenar el pedido: «Ojos de perro azul». Pero los mozos le hacían una respetuosa reverencia, sin que hubieran recordado nunca haber dicho eso en sus sueños. Después escribía en las servilletas y rayaba con el cuchillo el barniz de las mesas: «Ojos de perro azul». Y en los cristales empañados de los hoteles, de las estaciones, de todos los edificios públicos, escribía con el índice: «Ojos de perro azul». Dijo que una vez llegó a una droguería y advirtió el mismo olor que había sentido en su habitación una noche después de haber soñado conmigo. «Debe estar cerca», pensó, viendo el embaldosado limpio y nuevo de la droguería. Entonces se acercó al dependiente y le dijo «Siempre sueño con un hombre que me dice: “Ojos de perro azul”». Y dijo que el vendedor la había mirado a los ojos y le dijo: «En realidad, señorita, usted tiene los ojos así». Y ella le dijo: «Necesito encontrar al hombre que me dijo en sueños eso mismo». Y el vendedor se echó a reír y se movió hacia el otro lado del mostrador. Ella siguió viendo el embaldosado limpio y sintiendo el olor. Y abrió la cartera y se arrodilló y escribió sobre el embaldosado, a grandes letras rojas, con la barrita de carmín para labios: «Ojos de perro azul». El vendedor regresó de donde estaba. Le dijo: «Señorita, usted ha manchado el embaldosado». Le entregó un trapo húmedo, diciendo: «Límpielo». Y ella dijo, todavía junto al velador, que pasó toda la tarde a gatas, lavando el embaldosado y diciendo: «Ojos de perro azul», hasta cuando la gentes se congregó en la puerta y dijo que estaba loca.
xxAhora, cuando acabó de hablar, yo seguía en el rincón, sentado, haciendo equilibrio en la silla. «Yo trato de acordarme todos los días la frase con que debo encontrarte ―dije― . Ahora creo que mañana no lo olvidaré. Sin embargo, siempre he dicho lo mismo y siempre he olvidado al despertar cuáles son las palabras con que puedo encontrarte». Y ella dijo: «Tú mismo las inventaste desde el primer día». Y yo le dije: «Las inventé porque te vi los ojos de ceniza. Pero nunca las recuerdo a la mañana siguiente . Y ella, con los puños cerrados junto al velador, respiró hondo: «Si por lo menos pudiera recordar ahora en qué ciudad lo he estado escribiendo».
xxSus dientes apretados relumbraron sobre la llama. «Me gustaría tocarte ahora», dije. Ella levantó el rostro que había estado mirando la lumbre: levantó la mirada ardiendo, asándose también como ella, como sus manos; y yo sentí que me vio, en el rincón, donde seguía sentado, meciéndome en el asiento. «Nunca me habías dicho eso», dijo. «Ahora lo digo y es verdad», dije. Al otro lado del velador ella pidió un cigarrillo. La colilla había desaparecido de entre mis dedos. Había olvidado que estaba fumando. Dijo: «No sé por qué no puedo recordar dónde lo he escrito». Y yo le dije: «Por lo mismo que yo no podré recordar mañana las palabras». Y ella dijo, triste: «No. Es que a veces creo que eso lo he soñado». Me puse en pie y caminé hacia el velador. Ella estaba un poco más allá, y yo seguía caminando, con los cigarrillos y los fósforos en la mano, que no pasaría el velador. Le tendí el cigarrillo. Ella lo apretó entre los labios y se inclinó para alcanzar la llama, antes que yo tuviera tiempo de encender el fósforo. «En alguna ciudad del mundo, en todas las paredes, tienen que estar escritas esas palabras: “Ojos de perro azul” dije―. Si mañana las recordara iría a buscarte». Ella levantó otra vez la cabeza y tenía ya la brasa encendida en los labios. «Ojos de perro azul», suspiró recordando, con el cigarrillo caído sobre la barba y un ojo a medio cerrar. Aspiró después el humo, con el cigarrillo entre los dedos, y exclamó: «Ya esto es otra cosa. Estoy entrando en calor». Y lo dijo con la voz un poco tibia y huidiza, como si no lo hubiera dicho realmente sino como si lo hubiera acercado el papel a la llama mientras yo leía: «Estoy entrando ―y ella hubiera seguido con el papelito entre el pulgar y el índice, dándole vueltas, mientras se iba consumiendo y yo acababa de leer ― …en calor», antes que el papelito se consumiera por completo y cayera al suelo arrugado, disminuido, convertido en un liviano polvo de ceniza. «Así es mejor ―dije―. A veces me da miedo verte así. Temblando junto al velador».
xxNos veíamos desde hacía varios años. A veces, cuando ya estábamos juntos, alguien dejaba caer afuera una cucharita y despertábamos. Poco a poco habíamos ido comprendiendo que nuestra amistad estaba subordinada a las cosas, a los acontecimientos más simples. Nuestros encuentros terminaban siempre así, con el caer de una cucharita en la madrugada.
xxAhora, junto al velador, me estaba mirando. Yo recordaba que antes también me había mirado así, desde aquel remoto sueño en que hice girar el asiento sobre sus patas posteriores y quedé frente a una desconocida de ojos cenicientos. Fue en ese sueño en el que le pregunté por primera vez: «¿Quién es usted?». Y ella me dijo: «No lo recuerdo». Yo le dije: «Pero creo que nos hemos visto antes». Y ella dijo, indiferente: «Creo que alguna vez soñé con usted, con este mismo cuarto». Y yo le dije: «Eso es. Ya empiezo a recordarlo». Y ella dijo: «Qué curioso. Es cierto que nos hemos encontrado en otros sueños».
xxDio dos chupadas al cigarrillo. Yo estaba todavía parado frente al velador cuando me quedé mirándola de pronto. La miré de arriba abajo y todavía era de cobre; pero no ya de metal duro y frío, sino de cobre amarillo, blando, maleable. «Me gustaría tocarte», volví a decir. Y ella dijo: «Lo echarías todo a perder». Yo dije: «Ahora no importa. Bastará con que demos vuelta a la almohada para que volvamos a encontrarnos.» Y tendí la mano por encima del velador. Ella no se movió. «Lo echarías todo a perder», volvió a decir, antes que yo pudiera tocarla. «Tal vez, si das la vuelta por detrás del velador, despertaríamos sobresaltados quién sabe en qué parte del mundo». Pero yo insistí: «No importa». Y ella dijo: «Si diéramos vuelta a la almohada, volveríamos a encontrarnos. Pero tú, cuando despiertes, lo habrás olvidado». Empecé a moverme hacia el rincón. Ella quedó atrás, calentándose las manos sobre la llama. Y todavía no estaba yo junto al asiento cuando le oí decir a mis espaldas: «Cuando despierto a medianoche, me quedo dando vueltas en la cama, con los hilos de la almohada ardiéndome en la rodilla y repitiendo hasta el amanecer: “Ojos de perro azul”».
xxEntonces yo me quedé con la cara contra la pared. «Ya está amaneciendo ―dije sin mirarla―. Cuando dieron las dos estaba despierto y de eso hace mucho rato». Yo me dirigí hacia la puerta. Cuando tenía agarrada la manivela, oí otra vez su voz igual, invariable: «No abras esa puerta ―dijo―. El corredor está lleno de sueños difíciles». Y yo le dije: «Cómo lo sabes?». Y ella me dijo: «Porque hace un momento estuve allí y tuve que regresar cuando descubrí que estaba dormida sobre el corazón». Yo tenía la puerta entreabierta. Moví un poco la hoja y un airecillo frío y tenue me trajo un fresco olor a tierra vegetal, a campo húmedo. Ella habló otra vez. Yo di la vuelta, moviendo todavía la hoja montada en goznes silenciosos, y le dije: «Creo que no hay ningún corredor aquí afuera. Siento el olor del campo». Y ella, un poco lejana ya, me dijo: «Conozco esto más que tú. Lo que pasa es que allá afuera está una mujer soñando con el campo». Se cruzó de brazos sobre la llama. Siguió hablando: «Es esa mujer que siempre ha deseado tener una casa en el campo y nunca ha podido salir de la ciudad». Yo recordaba haber visto la mujer en algún sueño anterior, pero sabía, ya con la puerta entreabierta, que dentro de media hora debía bajar al desayuno. Y dije: «De todos modos, tengo que salir de aquí para despertar».
xxAfuera el viento aleteó un instante, se quedó quieto después y se oyó la respiración de un durmiente que acababa de darse vuelta en la cama. El viento del campo se suspendió. Ya no hubo más olores. «Mañana te reconoceré por eso ―dije―. Te reconoceré cuando vea en la calle una mujer que escriba en las paredes: “Ojos de perro azul”». Y ella, con una sonrisa triste ―que era ya una sonrisa de entrega a lo imposible, a lo inalcanzable―, dijo: «Sin embargo no recordarás nada durante el día». Y volvió a poner las manos sobre el velador, con el semblante oscurecido por una niebla amarga: «Eres el único hombre que, al despertar, no recuerda nada de lo que ha soñado».

 

 

 

García Márquez, Gabriel. Ojos de perro azul. Ariel Universal; Guayaquil, 1974.

 

POR QUÉ NO VOLARÁ EN CIEN MIL PEDAZOS ESTA ESCORIA

KBKS

 

A RENÉ ZAVALETA

Por qué no volará en cien mil pedazos
esta escoria volante este puñado
de tierra y de dolor
aire y basura
si no habrá nunca paz
si no habrá nunca
una pura jornada de alegría.
A qué seguir rodando
tironeando de todo
ensuciando el planeta
y respirando junto con el aire
los aullidos de media humanidad
que no deja de aullar hasta la muerte
que no deja vivir porque entre aullidos
tenemos que comer
los que comemos
lavarnos la piel suave
los bañados
y leer poesía los leídos.
Eso es todo. O poco más.
Muy poco.
Atrapar retener lo que se pueda
lo que nos den de amor o lo que sea
mejores dividendos
televisores autos o fusiles
con mira telescópica
el renombre
el poder.
Es muy poco. No paga
la amargura el estorbo la molestia
de tantas privaciones
el silencio imposible
la soledad imposible
o la dicha imposible.
Por qué no volará en mil pedazos.
Si no habrá nunca paz
si lo obligado
lo que puede limpiarnos la conciencia
es salir a matar
limpiar el mundo
darlo vuelta
rehacerlo.
Y tal vez y tal vez
y tal vez para nada
tal vez para que a poco
vuelvan los puros a emporcarlo todo
a oprimir a vender
a aprovecharse
acorralandonós
cerrando las salidas.
Tal vez para que antes
de morir nos sintamos obligados
una vez más a oír
a levantarnos
otra vez otra vez
a hacernos cargo
y tengamos una vez más
de nuevo
que salir de limpieza.
Por qué no volará en cien mil pedazos.

 

 

 

Vilariño, Idea. Poesía completa. Barcelona; Ed. Lumen, 2008.

 

DIÁLOGO DEL ESPEJO

Diálogo del espejo

 

xxEl hombre de la estancia anterior, después de haber dormido largas horas como un santo, ol­vidado de las preocupaciones y desasosiegos de la madrugada reciente, despertó cuando el día era alto y el rumor de la ciudad invadía —to­tal— el aire de la habitación entreabierta. De­bió pensar —de no habitarlo otro estado de alma— en la espesa preocupación de la muer­te, en su miedo redondo, en el pedazo de barro —arcilla de sí mismo— que tendría su her­mano debajo de la lengua. Pero el sol regocijado que clarificaba el jardín le desvió la atención hacia otra vida más ordinaria, más terre­nal y acaso menos verdadera que su tremenda existencia interior. Hacia su vida de hombre corriente, de animal cotidiano, que le hizo re­cordar —sin contar para ello con su sistema nervioso, con su hígado alterable— la irreme­diable imposibilidad de dormir como un bur­gués. Pensó —y había allí, por cierto, algo de matemática burguesa en el trabalenguas de ci­fras— en los rompecabezas financieros de la oficina.
xxLas ocho y doce. Definitivamente llegaré tar­de. Paseó la yema de los dedos por la mejilla. La piel áspera, sembrada de troncos retoñados, le dejó la impresión del pelo duro por las antenas digitales. Después, con la palma de la mano entreabierta, se palpó el rostro distraído, cuida­dosamente; con la serena tranquilidad del ciru­jano que conoce el núcleo del tumor y de la superficie blanda fue surgiendo hacia adentro la dura sustancia de una verdad que, en ocasiones, le había blanqueado la angustia. Allí, bajo las yemas —y después de las yemas, hueso contra hueso—, su irrevocable condición ana­tómica había sepultado un orden de compues­tos, un apretado universo de tejidos, de mundos menores, que lo venían soportando, levantando su armadura carnal hacia una altura me­nos duradera que la natural y última posición de sus huesos.
xxSí. Contra la almohada, hundida la cabeza en la blanda materia, tumbando el cuerpo sobre el reposo de sus órganos la vida tenía un sabor horizontal, un mejor acomodamiento a sus pro­pios principios. Sabía que, con el esfuerzo mínimo de cerrar los párpados esa larga, fati­gante tarea que le aguardaba empezaría a re­solverse en un clima descomplicado, sin com­promisos con el tiempo ni con el espacio: sin necesidad de que, al realizarla, esa aventura quí­mica que constituía su cuerpo sufriera el más ligero menoscabo. Por lo contrario, así, con los párpados cerrados, había una economía total de recursos vitales, una ausencia absoluta de or­gánicos desgastes. Su cuerpo, hundido en el agua de los sueños, podría moverse, vivir, evolucio­nar hacia otras formas existenciales en las que su mundo real tendría, para su necesidad ínti­ma, una idéntica densidad de emociones —si no mayor— con las que la necesidad de vivir que­daría completamente satisfecha sin detrimento de su integridad física. Sería —entonces— mucho más fácil la tarea de convivir con los seres y las cosas, actuando, sin embargo, en igual forma que en el mundo real. Las tareas de ra­surarse, de tomar el ómnibus, de resolver las ecuaciones de la oficina, serían simples y descomplicadas en su sueño, y le producirían, a la postre, la misma satisfacción interior.
xxSí. Era mejor hacerlo en esa forma artificial, como lo estaba haciendo ya; buscando en la habitación iluminada el rumbo del espejo. Como lo hubiera seguido haciendo si, en aquel instante, una pesada máquina, brutal y absurda, no hubiera deshecho la tibia sustancia de su sueño incipiente. Ahora, regresando al mundo convencional, el problema revestía ciertamente mayores caracteres de gravedad. Sin embargo, la curiosa teoría que acababa de inspirarle su molicie, lo había desviado hacia una comarca de comprensión, y desde adentro de su hombre sintió el desplazamiento de la boca hacia los lados, en un gesto que debió ser una sonrisa involuntaria. Fastidiado -en el fondo continua­ba sonriendo. «Tener que afeitarme cuando debo estar sobre los libros en veinte minutos. Baño ocho, rápidamente cinco, desayuno siete. Salchichas viejas desagradables. Almacén de Mabel salsamentaria, tornillos, drogas, licores; eso es como una caja de no sé que sé yo, quién; se me olvidó la palabra. (El ómnibus se daña los martes y demora siete.) Pendora. No: Peldora. No es así. Total media hora. No hay tiempo. Se me olvidó la palabra, una caja donde hay de todo. Perdona. Empieza con pe.»
xxCon la bata puesta, ya frente al lavabo, un rostro somnoliento, desgreñado y sin afeitar, le echó una mirada aburrida desde el espejo. Un ligero sobresalto le subió, con un hilillo frío, al descubrir en aquella imagen a su propio hermano muerto cuando acababa de levantar­se. El mismo rostro cansado, la misma mirada que no terminaba aún de despertar.
xxUn nuevo movimiento envió al espejo una cantidad de luz destinada a conducir un gesto agradable, pero el regreso simultáneo de aque­lla luz le trajo -contrariando sus propósitos-­una mueca grotesca. Agua. El chorro caliente se ha abierto torrencial, exuberante, y la oleada de vapor blanco y espeso está interpuesta entre él y el cristal. Así -aprovechando la interrup­ción con un rápido movimiento- logra poner­se de acuerdo con su propio tiempo y con el tiempo interior del azogue.
xxSobre la cinta de cuero se levantó llenando de cortantes orillas, de helados metales; y la nube -desvanecida ya- le mostró de nuevo la otra cara, turbia de complicaciones físicas, de leyes matemáticas, en las que la geometría intentaba una nueva manera de volumen, una for­ma concreta de la luz. Allí, frente a él, estaba el rostro, con pulso, con latidos de su propia presencia, transfigurado en un gesto, que era simultáneamente una seriedad sonriente y bur­lona, asomada al otro cristal húmedo que ha­bía dejado la condensación del vapor.
xxSonrió. (Sonrió.) Mostró —a sí mismo— la lengua. (Mostró -al de la realidad- la lengua.) El del espejo la tenía pastosa, amarilla: «Andas mal del estómago», diagnosticó (gesto sin pala­bras) con una mueca. Volvió a sonreír. (Volvió a sonreír.) Pero ahora él pudo observar que había algo de estúpido, de artificial y de falso en esa sonrisa que se le devolvía. Se alisó el cabello. (Se alisó el cabello) con la mano de­recha (izquierda), para, inmediatamente, volver la mirada avergonzado (y desaparecer). Extra­ñaba su propia conducta de pararse frente al espejo a hacer gestos, como un cretino. Sin em­bargo, pensó que todo el mundo observaba fren­te al espejo idéntica conducta, y su indignación fue entonces mayor, ante la certeza de que, siendo todo el mundo cretino, él no estaba sino rindiéndole tributo a la vulgaridad. Ocho y die­cisiete.
xxSabía que era necesario apresurarse si no quería ser despedido de la agencia. De esa agen­cia que se había convertido desde hacía algún tiempo, en el sitio de partida de sus propios funerales diarios.
xxEl jabón, al contacto con la brocha, había levantado ya una blancura azul liviana que lo recuperaba de sus preocupaciones. Era el mo­mento en que la pasta jabonosa se subía por el cuerpo, por la red de las arterias, y le facilitaba el funcionamiento de toda la maquinaria vi­tal… Así, regresado a la normalidad, le pareció más cómodo buscar en el cerebro saponificado la palabra con que quería comparar el almacén de Mabel. Peldora. La cacharrería de Mabel. Paldora. La salsamentaria o droguería. O todo a la vez: Pendora.
xxSobre la jabonería hervía la espuma suficien­te. Pero siguió frotando la brocha, casi con pa­sión. El espectáculo pueril de las burbujas le daba una clara alegría de niño grande que se le trepaba al corazón, pesada y dura, como un li­cor barato. Un nuevo esfuerzo en persecución de la sílaba habría sido entonces suficiente para que la palabra reventara, madura y brutal; para que saliera a flote en aquella agua espesa, turbia, de su esquiva memoria. Pero esta vez, como las anteriores, las piececillas dispersas, desarmadas de un mismo sistema, no ajustarían con exacti­tud para lograr la totalidad orgánica, y él se dispuso a desistir para siempre de la palabra: ¡Pandora!
xxY era ya tiempo de que desistiera de aquella búsqueda inútil, porque —ambos alzaron la vis­ta y se encontraron en los ojos— su hermano gemelo, con la brocha espumeante, había em­pezado a cubrirse el mentón de fresca blancurazul, dejando correr la mano izquierda —él lo imitó con la derecha— con suavidad y precisión, hasta cubrir la zona abrupta. Desvió la vista, y la geometría de las manecillas se le presentó empeñada en la solución de un nuevo teorema de angustia: ocho y dieciocho. Lo estaba ha­ciendo muy lentamente. Así que, con el firme propósito de terminar pronto, afirmó la navaja de cuerno obediente a la movilidad del meñique.
xxCalculando que en tres minutos estaría ter­minado el trabajo, levantó el brazo derecho (izquierdo) hasta la altura de la oreja derecha (izquierda), haciendo de paso la observación de que nada debía resultar tan difícil como afeitar­se en la forma en que lo estaba haciendo la imagen del espejo. Había derivado de allí toda una serie de cálculos complicadísimos con el propósito de averiguar la velocidad de la luz que, casi simultáneamente, realizaba el viaje de ida y regreso para reproducir cada movimiento. Pero el esteta que lo habitaba, tras una lucha aproximadamente igual a la raíz cuadrada de la velocidad que hubiera podido averiguar, venció al matemático, y el pensamiento del artista se fue hacia los movimientos de la hoja que verde­azulblanqueaba con los diferentes golpes de luz. Rápidamente —y el matemático y esteta esta­ban ahora en paz— bajó el filo por la mejilla derecha (izquierda) hasta el meridiano del labio, y observó con satisfacción que la mejilla iz­quierda de la imagen aparecía limpia entre sus bordes de espuma.
xxNo acababa aún de sacudir la hoja cuando, de la cocina, empezó a llegar el humeo cargado con un acre olor a carne guisada. Sintió el es­tremecimiento debajo de la lengua, y el torren­te de saliva fácil, delgada, que le llenó la boca con el sabor enérgico de la manteca caliente. Riñones guisados. Por fin hubo un cambio en la condenada tienda de Mabel. Pendora. Tampo­co. El ruido de la glándula entre la salsa le re­ventó en el oído, con un recuerdo de lluvia martilleante, que era, en efecto, el mismo de la ma­drugada reciente. Por tanto, no debía olvidar los zapatones y el impermeable. Riñones en salsa. No hay duda.
xxDe todos sus sentidos ninguno le merecía tanta desconfianza como el del olfato. Pero, aun por encima de sus cinco sentidos y aun cuando aquella fiesta no fuera más que un op­timismo de su pituitaria, la necesidad de ter­minar cuanto antes era, en aquel momento, la más urgente necesidad de sus cinco sentidos. Con precisión y ligereza —el matemático y el artista se mostraron los dientes— subió la hoja de adelante (atrás) hacia atrás (adelante), hasta la comisura (derecha) izquierda, mientras con la mano izquierda (derecha) se alisaba la piel, facilitando así el paso de la orilla metálica de adelante (atrás) hacia (adelante) atrás, y de arri­ba (arriba) hacia abajo, terminando —ambos jadeantes— el trabajo simultáneo.
xxPero, ya al finalizar, y cuando daba los últi­mos toques a la mejilla izquierda con la mano derecha, alcanzó a ver su propio codo contra el espejo. Lo vio grande, extraño, desconocido, observó con sobresalto que, por encima del codo, otros ojos igualmente grandes e igualmen­te desconocidos, buscaban desorbitados la di­rección del acero. Alguien está tratando de ahorcar a mi hermano. Un brazo poderoso. ¡Sangre! Siempre sucede lo mismo cuando lo hago de prisa.
xxBuscó, en su rostro, el sitio correspondiente; pero su dedo quedó limpio y no denunció el tacto solución alguna de continuidad. Se so­bresaltó. No había heridas en su piel, pero allá, en el espejo, el otro estaba sangrando ligera­mente. Y en su interior volvió a ser verdad el fastidio de que se repitieran las inquietudes de la noche anterior. De que ahora, frente al espe­jo, fuera a tener otra vez la sensación, la con­ciencia del desdoblamiento. Pero allí estaba ya el mentón (redondo: caras iguales). Esos pelos en el hoyuelo necesitan una navaja en punta.
xxCreyó observar que una nube de desconcier­to velaba el gesto apresurado de su imagen. ¿Sería posible que, debido a la gran rapidez con que se estaba rasurando —y el matemático se adueñó por entero de la situación—, la veloci­dad de la luz no alcance a cubrir la distancia para registrar todos los movimientos? ¿Podría él, en su premura, adelantarse a la imagen del espejo y terminar la tarea un movimiento antes de ella? ¿O sería posible —y el artista, tras una breve lucha, logró desalojar al matemático— que la imagen hubiera tomado vida propia y resuelto —por vivir en un tiempo descomplicado—, terminar con mayor lentitud que su su­jeto externo?
xxVisiblemente preocupado abrió el grifo del agua caliente y sintió la subida del vapor tibio y espeso, mientras el chapoteo de su rostro en­tre el agua nueva le llenaba los oídos de un ru­mor gutural. Sobre la piel, la amable aspereza de la toalla recién lavada le hizo respirar una honda satisfacción de animal higiénico. ¡Pan­dora! Ésa es la palabra: Pandora.
xxMiró la toalla con sorpresa y cerró los ojos, desconcertado, mientras allá, en el espejo, un rostro igual al suyo lo contemplaba con unos grandes ojos estúpidos y el rostro cruzado por un hilo cárdeno.
xxAbrió los ojos y sonrió (sonrió). Ya nada le importaba. El almacén de Mabel es una caja de Pandora.
xxEl olor caliente de los riñones en salsa le agasajó el olfato, ahora con mayor urgencia. Y sintió satisfacción —con positiva satisfac­ción— que dentro de su alma un perro grande se había puesto a menear la cola.

 

 

 

García Márquez, Gabriel. Ojos de perro azul. Ariel Universal; Guayaquil, 1974.

 

CÍNGULO Y ESTRELLA

Marta Sanz 'Cíngulo y estrella'

 

DEBERÍAS contarme
muchísimos más
cuentos
antes de dormir.

Recortes del periódico,
datos científicos,
relatos pornográficos,
confesiones,
cazuelita cuece,
intentos minúsculos
de la autobiografía.

Qué te daba tu madre para merendar.
Pensamientos impuros.
Pecados escolares.

Deberías enseñarme fotos viejas.

 

 

 

 

PERO dices que tu memoria es débil.
Pero dices que nada recuerdas hasta los quince años.
Pero dices que tienes una fecha borrada por efecto del alcohol y las pastillas.
Pero dices que tu vida empieza justo en el momento en que yo entré allí para quedarme.

Es muy posible
que tengas razón.

 

 

 

 

ME gusta que otras mujeres
te encuentren atractivo.
Que te crean
un claro cascabel.

Guardarles el secreto
de tus escoceduras.

El último repliegue
de un animal
muy triste
que solo conozco yo.

 

 

 

 

CON los años parece
que hubiésemos brotado
de la misma bolsa.
Gemelar.
Nido de cuco.

La misma temperatura
del líquido amniótico.

La postura perfecta
para no molestarse.

Y para darse calor.

 

 

 

 

NO se puede hablar
del amor
en abstracto.

Quintaesencia cubista.
Destilación de la cebada
en un castillo escocés.
Santa hostia
entre algodones de azúcar
dentro del sagrario
de una catedral.

El amor solo tiene sentido
entre las cacerolas.

Dentro de las sílabas.

Plumero,
claro de luna
y factura de la luz.

 

 

 

 

CURIOSO, nervioso, tierno.
Con un punto de soberbia
que crece con los años:

A medida
que te haces más hombre
y yo me siento
cada vez
más Campanilla.

 

 

 

Sanz, Marta. Cíngulo y estrella. Cancionero. Madrid; Bartleby editores, 2015.

 

VINTAGE

Marta Sanz 'Vintage'

 

EL poema es un espacio.
Mide cinco por tres centímetros.
Es un piso de protección oficial.

 

 

 

 

SE puede exagerar
ahorrando las palabras.

Estamos en crisis.

 

 

 

 

LA memoria
es
un hilo
frío.

El borde
de una hoja
de papel
que me rasga
las yemas
de los dedos.

 

 

 

 

HE perdido
la capacidad para percibir lo viejo.

No sé
si me puedo poner
esta camisa
‒malva,
añil,
gris‒
color de la nieve que cae
y se ensucia
al rozar
la carbonilla del aire.

Hoy
ya
no sé
cuál es su color.

Tendría que llevar la ropa vieja
al contenedor amarillo.

Y vaciar el armario.
Tirar cosas.

 

 

 

 

TENEMOS
ya más
de cuarenta años
y podríamos
decir
una vulgaridad
portentosa:
aún
ignoramos
quién
nos espera
al fondo del espejo.

 

 

 

 

HACE años
yo pensaba
que crecer
era decrecer.

Gastar:
el egoísmo,
el valor.

Pero crecer
es ‒tan solo‒
quedarse quieto.

No jugar más
a arrojar la pelotita
contra el muro.

No correr ni gritar
alrededor del patio
hasta que
el corazón
se te sale
por la boca.

Quedarse quieto.

Pasar inadvertido
ante los ojos
de la muerte.

 

 

 

 

SÓLO me interesan
las manchas negras del espejo,
la enfermedad de los cristales,
lo que hay detrás.

Ejerzo mi derecho a contar historias
de persona mayor.

Por fortuna,
voy cumpliendo años.

 

 

 

 

DEL muro brota,
como una humedad,
la antigua fachada
de una taberna
que ya no existe.

El lugar
donde libé
trescientas treinta y tres
jarras
de cerveza rubia.

Me he quedado mirando fijamente
porque tengo la sensación de que me oigo reír
dentro del muro.

Aunque en aquellos tiempos
‒es la verdad‒
yo me reía
muy,
muy poco.

Miro ese muro
y, de sus junturas,
nacen
polinizadas flores,
yo misma
en la extática visión
de mis veinte años,
el modo en que me recuerdo
y hablo de mí,
el modo en que soy
y me perpetúo,
mujer sin amasar,
mujer precaria,
campanilla,
un punto justo de virtud,
que no se encuentra.

Veo
lo que recuerdo.
Y lo otro
se diluye.

Un cuadro
se desmorona
‒chorrea, se filtra, cae‒
tras el barrido
del aguarrás.

La imagen antigua
de lo que yo recuerdo
revive
y se espesa,
contra el muro,
impidiéndome ver
que me hago mayor:
tienda de golosinas de petróleo.
Franquicia de pan.
Espacios para no fumadores.
Un montón de oxígeno.

 

 

 

 

CÓMO calzarse
la palabra mujer
sin que el pie zancajee
dentro del zapatito.

Después,
muy pronto,
los cordones aprietan
y el cuero,
el tafilete,
el charol,
nos hacen rozaduras
y ampollas
que nunca cicatrizan.

 

 

 

 

ESCRIBO
la memoria
del cuerpo
de un hombre
que amé
con una tinta blanca
que se diluye.

 

 

 

 

SOLAMENTE
si estoy apagada,
te podrías acercar.
Para besarme.

Si no,
es muy posible
que sea yo
quien te rete
o te muerda los labios.

El reborde negro
del escroto.

Aunque me gustaría
haber sido
así,
no,
no me recuerdo
de esa forma.

Es una lástima.

 

 

 

 

EL pecho de la madre
recuerda la leche
cuando amamanta al hijo.

El hijo
recuerda la succión
y se aferra a la areola.

Lo mismo ocurre
con las uñas,
con el pelo de los muertos
y con los dedos de los pies.

 

 

 

 

SIEMPRE llega
un segundo en la vida
en que uno deja
de sentirse invulnerable.

Se tuercen
las rayas de la mano.

La memoria,
los aires felices,
los gestos de ternura,
la sal y la playa,
no representan ya
ningún consuelo.

No son de carne.

 

 

 

 

LA memoria se va.
Como el agua.

A través de un sumidero
horadado aposta.

 

 

 

 

NUNCA he probado
una cucharada
de aceite de ricino.

Y, no obstante,
persiste
el miedo a su sabor
en el cielo
de mi paladar.

 

 

 

 

LA memoria del daño
no es una prenda íntima.
Sujetador color carne.
Braguero.
Pétalo de amapola
‒completamente muerta‒
entre las páginas
de un libro.

El miedo es la mosca madura
de la larva
de la repetición.

 

 

 

Sanz, Marta. Vintage. Madrid; Bartleby editores, 2013.

 

Categorías: Poesía Etiquetas: , ,

THIS IS THE LAW OF THE PLAGUE

Rubén Martín Diamanda Gallas

 

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx(Diamanda Galás, «This is the Law of the Plague«)

 

UN tajo en el abismo, un corte transversal | verás miles de tráqueas, cartílago, la arteria palatina, el estupor, pliegues ventriculares, el nervio troclear, lo interrumpido, huesos hioides, venas, músculos, entrelazados, indagados | la multitud de bocas | vastos coros | sangrando su pregunta ‒ ¿has dado testimonio? ‒ ¿has estado? ‒ ¿miraste el eco de mi rostro ‒ oíste el rostro de mi miedo ‒ tocaste el techo de los gritos? ‒ ¿el paladar? ‒ ¿te desollaste el oído? ‒ ¿te manchaste las manos? ‒ ¿hasta el vértigo? ‒ ¿la náusea? ‒ ¿la caída? ‒ ¿apuñalaste tu palabra | o mentiste?

x
toda vasija de barro : toda sábana : todo utensilio de madera : todo vestido: inmundos.

 

 

 

Martín, Rubén. Sistemas inestables. Madrid; Ed. Bartleby, 2015.

 

POR FIN

Fermin Muguruza

 

POR FIN

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Nicaragua

Di un puñetazo
dos
en la pared.
No pude respirar por un momento.
Dije una palabrota.
Dije otra.
Y al fin enmudecí
y al fin me quedé inmóvil contra un marco
tratando de vivir
de respirar
y me dije
por fin
dios
sucedió
por fin
hoy
diecinueve
del mes de julio del setenta y nueve.

 

 

 

Vilariño, Idea. Poesía completa. Barcelona; Ed. Lumen, 2008.

 

AMARGURA PARA TRES SONÁMBULOS

amargura para tres sonámbulos

 

xxAhora la teníamos allí, abandonada en un rincón de la casa. Alguien nos dijo, antes de que trajéramos sus cosas —su ropa olorosa a madera reciente, sus zapatos sin peso para el barro—, que no podía acostumbrarse a aquella vida lenta, sin sabores dulces, sin otro atractivo que esa dura soledad de cal y canto, siempre apretada a sus espaldas. Alguien nos dijo —y había pasado mucho tiempo antes que lo recordáramos— que ella también había tenido una infancia. Quizás no lo creímos, entonces. Pero ahora, viéndola sentada en el rincón, con los ojos asombrados, y un dedo puesto en los labios, tal vez aceptábamos que una vez tuvo una infancia, que alguna vez tuvo el tacto sensible a la frescura anticipada de la lluvia, y que soportó siempre de perfil a su cuerpo, una sombra inesperada.
xxTodo eso —y mucho más— lo habíamos creído aquella tarde en que nos dimos cuenta de que, por encima de su submundo tremendo, era completamente humana. Lo supimos, cuando de pronto, como si adentro se hubiera roto un cristal, empezó a dar gritos angustiados; empezó a llamarnos a cada cual por su nombre, hablando entre lágrimas hasta cuando nos sentamos junto a ella; nos pusimos a cantar y a batir palmas, como si nuestra gritería pudiera soldar los cristales esparcidos. Sólo entonces pudimos creer que alguna vez tuvo una infancia. Fue como si sus gritos se parecieran algo a una revelación; como si tuvieran mucho de árbol recordado y río profundo, cuando se incorporó, se inclinó un poco hacia adelante, y todavía sin cubrirse la cara con el delantal, todavía sin sonarse la nariz, y todavía con lágrimas, nos dijo: “No volveré a sonreír”.
xxSalimos al patio, los tres, sin hablar, acaso creíamos llevar pensamientos comunes. Tal vez pensamos que no sería lo mejor encender las luces de la casa. Ella deseaba estar sola —quizás—, sentada en el rincón sombrío, tejiéndose la trenza final, que parecía ser lo único que sobreviviera de su tránsito hacia la bestia.
xxAfuera, en el patio, sumergidos en el profundo vaho de los insectos, nos sentamos a pensar en ella. Lo habíamos hecho otras veces. Podíamos haber dicho que estábamos haciendo lo que habíamos hecho todos los días de nuestras vidas.
xxSin embargo, aquella noche era distinto: ella había dicho que no volvería a sonreír, y nosotros, que tanto la conocíamos, teníamos la certidumbre de que la pesadilla se había vuelto verdad. Sentados en un triángulo, la imaginábamos allí adentro, abstracta, incapacitada, hasta para escuchar los innumerables relojes que medían el ritmo, marcado y minucioso, en que se iba convirtiendo en polvo: “Si por lo menos tuviéramos valor para desear su muerte”, pensábamos a coro. Pero la queríamos así: fea y glacial, como una mezquina contribución a nuestros ocultos defectos.
xxÉramos adultos desde antes, desde mucho tiempo atrás. Ella era, sin embargo, la mayor de la casa. Esa misma noche había podido estar allí, sentada con nosotros, sintiendo el templado pulso de las estrellas, rodeada de hijos sanos. Habría sido la señora respetable de la casa si hubiera sido la esposa de un buen burgués o concubina de un hombre puntual. Pero se acostumbró a vivir en una sola dimensión, como la línea recta, acaso porque sus vicios o sus virtudes no pudieran conocerse de perfil. Desde varios años atrás ya lo sabíamos todo. Ni siquiera nos sorprendimos una mañana, después de levantados, cuando la encontramos boca abajo en el patio, mordiendo la tierra en una dura actitud estática. Entonces sonrió, volvió a mirarnos; había caído desde la ventana del segundo piso hasta la dura arcilla del patio, y había quedado allí, tiesa y concreta, de bruces al barro húmedo. Pero después supimos que lo único que conservaba intacto era el miedo a las distancias, el natural espanto frente al vacío. La levantamos por los hombros. No estaba dura como nos pareció al principio. Al contrario, tenía los órganos sueltos, desasidos de la voluntad, como un muerto tibio que no hubiera empezado a endurecerse.
xxTenía los ojos abiertos, sucia la boca de esa tierra que debía saberle ya a sedimento sepulcral, cuando la pusimos de cara al sol y fue como si la hubiéramos puesto frente a un espejo. Nos miró a todos con una apagada expresión sin sexo, que nos dio —teniéndola ya entre mis brazos— la medida de su ausencia. Alguien nos dijo que estaba muerta; y se quedó después sonriendo con esa sonrisa fría y quieta que tenía durante las noches cuando transitaba despierta por la casa. Dijo que no sabía cómo llegó hasta el patio. Dijo que había sentido mucho calor, que estuvo oyendo un grillo penetrante, agudo, que parecía (así lo dijo) dispuesto a tumbar la pared de su cuarto, y que ella se había puesto a recordar las oraciones del domingo, con la mejilla apretada al piso de cemento.
xxSabíamos, sin embargo, que no podía recordar ninguna oración, como supimos después que había perdido la noción del tiempo cuando dijo que se había dormido sosteniendo por dentro la pared que el grillo estaba empujando desde afuera, y que estaba completamente dormida cuando alguien, cogiéndola por los hombros, apartó la pared y la puso a ella de cara al sol.
xxAquella noche sabíamos, sentados en el patio, que no volvería a sonreír. Quizá nos dolió anticipadamente su seriedad inexpresiva, su oscuro y voluntarioso vivir arrinconado. Nos dolía hondamente, como nos dolía el día que la vimos sentarse en el rincón, adonde ahora estaba; y le oímos decir que no volvería a deambular por la casa. Al principio no pudimos creerle. La habíamos visto durante meses enteros transitando por los cuartos a cualquier hora, con la cabeza dura y los hombros caídos, sin detenerse, sin fatigarse nunca. De noche oíamos su rumor corporal, denso, moviéndose entre dos oscuridades, y quizás nos quedamos muchas veces despiertos en la cama, oyendo su sigiloso andar, siguiéndola con el oído por toda la casa. Una vez nos dijo que había visto el grillo dentro de la luna del espejo, hundido, sumergido en la sólida transparencia y que había atravesado la superficie de cristal para alcanzarlo. No supimos, en realidad, lo que quería decirnos, pero todos pudimos comprobar que tenía la ropa mojada, pegada al cuerpo, como si acabara de salir de un estanque. Sin pretender explicarnos el fenómeno, resolvimos acabar con los insectos de la casa: destruir los objetos que la obsesionaban. Hicimos limpiar las paredes, ordenamos cortar los arbustos del patio, y fue como si hubiéramos limpiado de pequeñas basuras el silencio de la noche. Pero ya no la oíamos caminar, no la oímos hablar de grillos, hasta el día en que, después de la última comida, se quedó mirándonos, se sentó en el suelo de cemento, todavía sin dejar de mirarnos, y nos dijo: “Me quedaré aquí, sentada”; y nos estremecimos, porque pudimos ver que había empezado a parecerse a algo que era ya casi completamente como la muerte.
xxDe eso hacía ya mucho tiempo y hasta nos habíamos acostumbrado a verla allí, sentada, con la trenza siempre a medio tejer, como si se hubiera disuelto en su soledad y hubiera perdido, aunque se le estuviera viendo, la facultad natural de estar presente. Por eso ahora sabíamos que no volvería a sonreír; porque lo había dicho en la misma forma convencida y segura en que una vez nos dijo que no volvería a caminar. Era como si tuviéramos la certidumbre de que más tarde nos diría: “No volveré a ver” o quizá: “No volveré a oír”, y supiéramos que era lo suficientemente humana para ir eliminando a voluntad sus funciones vitales, y que, espontáneamente, se iría acabando sentido a sentido, hasta el día en que la encontráramos recostada a la pared como si se hubiera dormido por primera vez en su vida. Quizás faltaba mucho tiempo para eso, pero los tres, sentados en el patio, habríamos deseado aquella noche sentir su llanto afilado y repentino de cristal roto, al menos para hacernos la ilusión de que habría nacido un (una) niña dentro de la casa. Para creer que había nacido nueva.

 

 

 

García Márquez, Gabriel. Ojos de perro azul. Ariel Universal; Guayaquil, 1974.

 

WILDER SHORES OF LOVE

Rubén Martín Wilder Shores of Love

 

LA mano arrancada por la hierba arrancada por la mano. La blancura herida por los ojos heridos de blancura. La lluvia erosionada por la piedra erosionada por la lluvia ‒así que esto era el deseo, la inocencia de saberse un error, de resistirlo entre las manos: dejar crecer, alimentar el desconocimiento, la rama absorbe la mirada y la saliva hasta que alcanza a ir a donde quiere, es una desviación, punzante, una transformación, las manos-ojos aprendiendo para ser aprendidas, las bocas-párpado, secretas, segregadas, y la caligrafía de la rama que reescribe

 

los cuerpos ‒ la risa ‒ el peso de los cuerpos ‒ la violencia ‒ de reír

 

 

 

Martín, Rubén. Sistemas inestables. Madrid; Ed. Bartleby, 2015.

 

PRIMERA LECTURA DEL CICLO DE LECTURAS POÉTICAS EN NdelT

Hoy comienza, el ciclo de lecturas poéticas en NdelT (C/Tabernillas, 15 -La Latina-). Y no hay mejor manera de empezarlo que con Javier Moreno.

Si están por allí, no se lo pierdan.

 

Cartel definitivo Javi

 

CICLO DE LECTURAS POÉTICAS EN NdelT

Mañana, en NdelT (C/Tabernillas, 15 – La Latina) comienza un ciclo de lecturas poéticas en el que tengo el placer de participar.

El ciclo lo abre mañana Javier Moreno.

Ciclo de lecturas en NdelT

 

EVA ESTÁ DENTRO DE SU GATO

parkes-waiting

 

xxDe pronto notó que se le había derrumbado su belleza, que llegó a dolerle físicamente como un tumor o como un cáncer. Todavía recordaba el peso de ese privilegio que llevó su cuerpo durante la adolescencia y que ahora había dejado caer —quién sabe dónde— con un cansancio resignado, con un último gesto de animal decadente. Era imposible seguir soportando esa carga por más tiempo. Había que dejar en cualquier parte ese inútil adjetivo de su personalidad; ese pedazo de su propio nombre que a la fuerza de acentuarse había llegado a sobrar. Sí; había que abandonar la belleza en cualquier parte; a la vuelta de una esquina, en un rincón suburbano. O dejarla olvidada en el ropero de un restaurante de segunda clase como un viejo abrigo inservible. Estaba cansada de ser el centro de todas las atenciones, de vivir asediada por los ojos largos de los hombres. En la noche, cuando clavaba en sus párpados los alfileres del insomnio, hubiera deseado ser mujer ordinaria, sin atractivos. Dentro de las cuatro paredes de su habitación donde todo era hostil. Desesperada, sentía prolongarse la vigilia por debajo de su piel, por su cabeza, empujando la fiebre hacia arriba, hacia la raíz de su cabello. Era como si sus arterias se hubieran poblado de unos insectos diminutos y calientes que con la cercanía de la madrugada, diariamente, se despertaban y recorrían con sus patas movedizas, en una desgarradora aventura subcutánea, ese pedazo de barro frutecido donde se había localizado su belleza anatómica. En vano luchaba por ahuyentar aquellos animales terribles. No podía. Eran parte de su propio organismo. Habían estado allí, vivos, desde mucho antes de su existencia física. Venían desde el corazón de su padre, que los había alimentado dolorosamente en sus noches de soledad desesperada. O tal vez habían desembocado a sus arterias por el cordón que la llevó atada a su madre desde el principio del mundo. Era indudable que esos insectos no habían nacido espontáneamente dentro de su cuerpo. Ella sabía que venían de atrás, que todos los que llevaron su apellido tuvieron que soportarlos, que tuvieron que sufrirlos como ella cuando el insomnio se hacía invencible hasta la madrugada. Eran esos insectos los mismos que pintaban ese gesto amargo, esa tristeza inconsolable en el rostro de sus antepasados. Ella los había visto mirar desde su apagada existencia, desde su retrato antiguo, víctima de esa misma angustia. Todavía recordaba el rostro inquietante de la bisabuela que, desde su lienzo envejecido, pedía un minuto de descanso, un segundo de paz a esos insectos que allá, en los canales de su sangre, seguían martirizándola y embelleciéndola despiadadamente. No; esos insectos no eran suyos. Venían transmitiéndose de generación en generación, sosteniendo con su diminuta armadura todo el prestigio de una casta selecta; dolorosamente selecta. Esos insectos habían nacido en el vientre de la primera madre que tuvo una hija bella. Pero era necesario, urgente, detener esa herencia. Alguien tenía que renunciar a seguir transmitiendo esa belleza artificial. De nada valía a las mujeres de su estirpe admirarse de sí mismas al regresar del espejo, si durante las noches esos animales hacían su labor lenta y eficaz, sin descanso, con una constancia de siglos. Ya no era una belleza, era una enfermedad que había que detener, que había que cortar en forma enérgica y radical.
xxTodavía recordaba las horas interminables en aquel lecho sembrado de agujas calientes. Aquellas noches en que ella trataba de empujar el tiempo para que con la llegada del día esas bestias dejaran de doler. ¿De qué servía una belleza así? Noche a noche, hundida en su desesperación, pensaba que más le hubiera valido ser una mujer vulgar, o ser hombre; pero no tener esa virtud inútil, alimentada por insectos de remotos orígenes que le estaban precipitando la llegada irrevocable de la muerte. Tal vez sería feliz si tuviera el mismo desgarbo, esa misma fealdad desolada de su amiga checoslovaca que tenía nombre de perro. Más le hubiera valido ser fea, para tener un sueño apacible como el de cualquier cristiano.
xxMaldijo a sus antepasados. Ellos tenían la culpa de su vigilia. Ellos, que habían transmitido esa belleza invariable, exacta, como si después de muertas las madres sacudieran y renovaran las cabezas para injertarlas en los troncos de las hijas. Era como si la misma cabeza, una cabeza sola, hubiera venido transmitiéndose, con unas mismas orejas, con igual nariz, con idéntica boca, con su pesada inteligencia, en todas las mujeres, quienes tenían que recibirla irremediablemente como un doloroso patrimonio de belleza. Era allí, en la transmisión de la cabeza, donde venía ese microbio eterno que a través de las generaciones se había acentuado, había tomado personalidad, fuerza, hasta convertirse en un ser invencible, en una enfermedad incurable que al llegar a ella, después de haber pasado por un complicado proceso de censuración, ya ni podía soportarse y era amarga y dolorosa… Exactamente como un tumor o como un cáncer.
xxEn esas horas de desvelo era cuando se acordaba de las cosas desagradables a su fina sensibilidad. Recordaba esos objetos que constituían el universo sentimental donde se habían cultivado, como en un caldo químico, aquellos microbios desesperantes. En esas noches, con los redondos ojos abiertos y asombrados, soportaba el peso de la oscuridad que caía sobre sus sienes como un plomo derretido. En derredor suyo dormían todas las cosas. Y desde su rincón, ella trataba de repasar, para distraer su sueño, sus recuerdos infantiles.
xxPero siempre esa recordación terminaba con un terror por lo desconocido. Siempre su pensamiento, después de vagar por los oscuros rincones de la casa, se encontraba frente a frente con el miedo. Entonces empezaba la lucha. La verdadera lucha contra tres enemigos inconmovibles. No podría —no, no podría jamás— sacudir el miedo de su cabeza. Tenía que soportarlo apretado a su garganta. Y todo por vivir en ese caserón antiguo, por dormir sola en aquel rincón apartada del resto del mundo.
xxSiempre su pensamiento se iba por los húmedos pasadizos oscuros, sacudiendo de los retratos el polvo seco cubierto de telarañas. Ese polvo inquietante y tremendo que caía de arriba, desde ese sitio en que se estaban deshaciendo los huesos de sus antepasados. Invariablemente se acordaba del niño. Allá lo imaginaba, sonámbulo, debajo de la hierba, en el patio, junto al naranjo, con un puñado de tierra mojada dentro de la boca. Le parecía verlo en su fondo arcilloso, cavando hacia arriba con las uñas, con los dientes, huyéndole al frío que le mordía la espalda; buscando la salida al patio por ese pequeño túnel donde lo habían metido con los caracoles. En el invierno lo oía llorar con su llanto chiquito, sucio de barro, traspasado por la lluvia. Lo imaginaba completo. Tal como lo habían dejado cinco años atrás, en aquel hueco lleno de agua. No podía pensar que se hubiera descompuesto. Al contrario, debía de ser bellísimo navegando en esa agua espesa como en un viaje sin salida. O lo veía vivo, pero asustado, miedoso de sentirse solo, enterrado en un patio tan sombrío. Ella misma se había opuesto a que lo dejaran allí, debajo del naranjo, tan cercano a la casa. Le tenía miedo. Sabía que en las noches en que la persiguiera la vigilia él lo adivinaría. Regresaría por los anchos corredores a pedirle que lo acompañara, a pedirle que se defendiera de esos otros insectos que se estaban comiendo la raíz de sus violetas. Volvería a que lo dejara dormir a su lado como cuando era vivo. Ella tenía miedo de sentirlo de nuevo a su lado después de haber saltado el muro de la muerte. Tenía miedo de robar esas manos que “el niño” traería siempre cerradas para calentar su pedacito de hielo. Ella quería, después de que lo vio convertido en cemento, como la estatua del miedo tumbada sobre el lino, quería que se lo llevaran lejos para no recordarlo en la noche. Y sin embargo, lo habían dejado allí, donde ahora estaba imperturbable, astroso, alimentando sangre con el barro de las lombrices. Y ella tenía que resignarse a verlo regresar desde su fondo de tinieblas. Porque siempre, invariablemente, cuando se desvelaba, se ponía a pensar en “el niño”, que debía estar llamándola desde su pedazo de tierra para que lo ayudara a fugarse de esa muerte absurda.
xxPero ahora, en su nueva vida temporal, e inespacial, estaba más tranquila. Sabía que allá, fuera de su mundo, todo seguía marchando con el mismo ritmo de antes; que su habitación debía de estar aún sumida en la madrugada, y que sus cosas, sus muebles, sus trece libros favoritos, permanecían en su puesto. Y que en su lecho, desocupado, apenas empezaba a desvanecerse el aroma corpóreo que ocupaba ahora su vacío de mujer entera. Pero, ¿cómo pudo suceder “eso”? ¿Cómo ella, después de ser una mujer bella, con la sangre poblada de insectos, perseguida por el miedo en la noche total, había dejado la pesadilla inmensa, insomne, para ingresar ahora a un mundo extraño, desconocido, en donde habían sido eliminadas todas las dimensiones? Recordó. Aquella noche —la de su tránsito— había más frío que de costumbre y ella estaba sola en la casa, martirizada por el insomnio. Nadie perturbaba el silencio y el olor que subía del jardín era un olor a miedo. El sudor brotaba de su cuerpo como si la sangre de sus arterias se estuviera derramando con su carga de insectos. Deseaba que alguien pasara por la calle, alguien que gritara, que rompiera aquella atmósfera detenida. Que se moviera algo en la naturaleza, que volviera la Tierra a girar alrededor del Sol. Pero fue inútil. Ni siquiera despertarían esos hombres imbéciles que se habían quedado dormidos debajo de su oreja, dentro de la almohada. Ella también estaba inmóvil. Las paredes manaban un fuerte olor a pintura fresca, ese olor espeso, grande, que no se siente con el olfato sino con el estómago. Y sobre la mesa el reloj único, golpeando el silencio con su máquina mortal. “¡El tiempo… oh, el tiempo…!”, suspiró ella recordando a la muerte. Y allá, en el patio, debajo del naranjo, seguía llorando “el niño” con su llanto chiquito desde el otro mundo.
xxAcudió a todas sus creencias. ¿Por qué no amanecía en aquel momento o se moría de una vez? Nunca creyó que la belleza fuera a costarle tantos sacrificios. En aquel momento —como de costumbre— seguía doliéndole por encima del miedo. Y por debajo del miedo seguían martirizándola esos implacables insectos. La muerte se le había apretado a la vida como una araña que la mordía rabiosamente, dispuesta a hacerla sucumbir. Pero estaba demorando el último instante. Sus manos, esas manos que los hombres apretaban imbécilmente, con manifiesta nerviosidad animal, estaban inmóviles, paralizadas por el miedo, por ese terror irracional que venía de adentro, sin ningún motivo, sólo por saberse abandonada en aquella casa antigua. Trató de reaccionar y no pudo. El miedo la había absorbido totalmente y continuaba allí, fijo, tenaz, casi corpóreo; como si fuera una persona invisible que se había propuesto no salir de su habitación. Y lo que más la intranquilizaba era que ese miedo no tuviera justificación alguna, que fuera un miedo único, sin razón, un miedo porque sí.
xxLa saliva se había vuelto espesa en su lengua. Era mortificante entre sus dientes esa goma dura que se le pegaba al paladar y fluía sin que ella pudiera contenerla. Era un deseo distinto a la sed. Un deseo superior que estaba experimentando por primera vez en su vida. Por un momento se olvidó de su belleza, de su insomnio y de su miedo irracional. Se desconoció a sí misma. Por un instante creyó que habían salido los microbios de su cuerpo. Sentía que se habían venido pegados a su saliva. Sí; todo eso estaba muy bien. Bien que los insectos la hubieran despoblado y que ahora pudiera dormir, pero era necesario encontrar un medio para disolver aquella resina que le embotaba la lengua. Si pudiera llegar hasta la despensa y… ¿Pero en qué estaba pensando? Tuvo un golpe de sorpresa. Nunca había sentido “ese deseo”. La urgencia de la acidez la había debilitado, volviendo inútil la disciplina que había seguido fielmente durante tantos años, desde el día en que sepultaron a “el niño”. Era una tontería, pero sentía asco de comerse una naranja. Sabía que “el niño” había subido hasta los azahares y que las frutas del próximo otoño estarían hinchadas de su carne, refrescadas con la tremenda frescura de su muerte. No. No podía comerlas. Sabía que debajo de cada naranjo, en todo el mundo, había un niño enterrado que endulzaba las frutas con la cal de sus huesos. Sin embargo, ahora tenía que comerse una naranja. Era el único remedio para esa goma que la estaba ahogando. Era una tontería pensar que “el niño” estaba dentro de una fruta. Aprovecharía ese momento en que la belleza había dejado de dolerle para llegar hasta la despensa. Pero… ¿no era raro aquello? Era la primera vez en su vida que sentía verdaderos deseos de comerse una naranja. Se puso alegre, alegre. ¡Ah, qué placer! ¡Comerse una naranja! No sabía por qué, pero nunca tuvo un deseo más imperativo. Se levantaría, feliz de ser otra vez una mujer normal; cantando alegremente llegaría hasta la despensa; cantando alegremente, como una mujer nueva, recién nacida. Llegaría inclusive hasta el patio y…
xxSu recuerdo se tronchaba de pronto. Recordaba que había tratado de levantarse y que ya no estaba en su cama, que había desaparecido su cuerpo, que no estaban allí sus trece libros favoritos y que ella no era ya ella. Ahora estaba incorpórea, flotando, vagando sobre una nada absoluta, convertida en un punto amorfo, pequeñísimo, sin dirección. No podía precisar lo sucedido. Estaba confundida. Sólo tenía la sensación de que alguien la había empujado al vacío desde lo alto de un precipicio. Y nada más. Pero ahora no sentía ninguna reacción. Se sentía convertida en un ser abstracto, imaginario. Se sentía convertida en una mujer incorpórea; algo como si de pronto hubiera ingresado en ese alto y desconocido mundo de los espíritus puros.
xxVolvió a tener miedo. Pero era un miedo distinto al del momento anterior. Ya no era el miedo al llanto de “el niño”. Era un terror por lo extraño, por lo misterioso y desconocido de su nuevo mundo. ¡Y pensar que después todo eso había sucedido tan inocentemente, con tanta ingenuidad de su parte! ¿Qué iba a decir a su madre cuando al llegar a la casa se iba a enterar de lo acontecido? Empezó a pensar en la alarma que se produciría en los vecinos cuando abrieran la puerta de su habitación y descubrieran que el lecho estaba vacío, que las cerraduras no habían sido tocadas, que nadie había podido entrar o salir y que, sin embargo, ella no estaba allí. Imaginó el gesto desesperado de su madre buscándola por toda la habitación, haciendo conjeturas, preguntándose a sí misma “qué habría sido de esa niña”. La escena se le presentaba clara. Acudirían los vecinos y empezarían a tejer comentarios —algunos maliciosos— sobre su desaparición. Cada cual pensaría según su propio y particular modo de pensar. Cada cual trataría de dar la explicación más lógica, la más aceptable al menos, en tanto que su madre correría por los pasadizos del caserón, desesperada, llamándola por su nombre.
xxY ella estaría allí. Contemplaría el momento, detalle a detalle, desde su rincón, desde el techo, desde las hendiduras del muro, desde cualquier parte; desde el ángulo más propicio, escudada en su estado incorpóreo, en su inespacialidad. La intranquilizaba pensarlo. Ahora se daba cuenta de su error. No podría dar ninguna explicación, aclarar nada, consolar a nadie. Ningún ser vivo podría ser informado de su transformación. Ahora —quizás la única vez que los necesitaba— no tendría una boca, unos brazos, para que todos supieran que ella estaba allí, en su rincón, separada del mundo tridimensional por una distancia insalvable. En su nueva vida estaba aislada, totalmente impedida de captar sensaciones. Pero a cada momento algo vibraba en ella, un estremecimiento que la recorría, inundándola, la hacía saber de ese otro universo físico que se movía fuera de su mundo. No oía, no veía, pero sabía de ese sonido y de esa visión. Y allá, en la altura de su mundo superior, empezó a saber que un ambiente de angustia la rodeaba.
xxHacía apenas un segundo —de acuerdo con nuestro mundo temporal— que se había realizado el tránsito, de manera que sólo ahora empezaba ella a conocer las modalidades, las características de su nuevo mundo. En torno suyo giraba una oscuridad absoluta, radical. ¿Hasta cuándo durarían esas tinieblas? ¿Tendría que acostumbrarse a ellas eternamente? Su angustia aumentó de concentración al saberse hundida en esa niebla espesa, impenetrable: ¿estaría en el limbo? Se estremeció. Recordó todo lo que había oído decir alguna vez sobre el limbo. Si en verdad estaba allí, a su lado flotaban otros espíritus puros de niños que murieron sin bautismo, que habían estado muriendo durante mil años. Trató de buscar en la sombra la vecindad de esos seres que debían de ser mucho más puros, mucho más simples que ella. Aislados por completo del mundo físico, condenados a una vida sonámbula y eterna. Tal vez estaba “el niño” persiguiendo una salida para llegar hasta su cuerpo.
xxPero no. ¿Por qué tendría que estar en el limbo? ¿Acaso había muerto? No. Simplemente fue un cambio de estado, un tránsito normal del mundo físico a un mundo más fácil, descomplicado, en el que habían sido eliminadas todas las dimensiones.
xxAhora no tenía que sufrir esos insectos subcutáneos. Su belleza se había derrumbado. Ahora, en esa situación elemental, podía ser feliz. Aunque… —¡oh!— no completamente feliz porque ahora su más grande deseo, el deseo de comerse una naranja, se había hecho irrealizable. Era por lo único que hubiera querido estar todavía en su primera vida. Para poder satisfacer la urgencia de la acidez que persistía aún después del tránsito. Trató de orientarse a fin de llegar hasta la despensa y sentir, siquiera, la fresca y agria compañía de las naranjas. Fue entonces cuando descubrió una nueva modalidad de su mundo: estaba en todas partes de la casa, en el patio, en el techo, hasta en el propio naranjo de “el niño”. Estaba en todo el mundo físico más allá. Y sin embargo no estaba en ninguna parte. De nuevo se intranquilizó. Había perdido el control sobre sí misma. Ahora estaba sometida a una voluntad superior, era un ser inútil, absurdo, inservible. Sin saber por qué empezó a ponerse triste. Casi comenzó a sentir nostalgia por su belleza: por esa belleza que ella había desperdiciado tontamente.
xxPero una idea suprema la reanimó. ¿No había oído decir acaso que los espíritus puros pueden penetrar a voluntad en cualquier cuerpo? Después de todo, ¿qué perdía con intentarlo? Trató de recordar cuál de los habitantes de la casa podría ser sometido a la prueba. Si lograba realizar su propósito quedaría satisfecha: podría comerse la naranja. Recordó. A esa hora la gente del servicio no acostumbraba estar allí. Su madre no había llegado todavía. Pero la necesidad de comerse una naranja, unida ahora a la curiosidad de verse encarnada en un cuerpo distinto al suyo, la obligaba a actuar cuanto antes. Pero no había allí nadie en quien encarnarse. Era una razón desoladora: no había nadie en la casa. Tendría que vivir eternamente aislada del mundo exterior, en su mundo adimensional, sin poder comerse la primera naranja. Y todo por una tontería. Hubiera sido mejor seguir soportando unos años más esa belleza hostil y no anularse para siempre, inutilizarse como una bestia vencida. Pero ya era demasiado tarde.
xxIba a retirarse, decepcionada, a una región distante del universo, a una comarca donde pudiera olvidarse de todos sus pasados deseos terrenos. Pero algo la hizo desistir bruscamente. En su comarca desconocida se abrió la promesa de un futuro mejor. Sí: había alguien en la casa en quien podría reencarnarse: ¡en el gato! Vaciló luego. Era difícil resignarse a vivir dentro de un animal. Tendría una piel suave, blanca, y habría en sus músculos concentrada una gran energía para el salto. En la noche sentiría brillar sus ojos en la sombra como dos brasas verdes. Y tendría unos dientes blancos, agudos, para sonreírle a su madre desde su corazón felino con una ancha y buena sonrisa animal. ¡Pero no…! No podía ser. Se imaginó de pronto metida dentro del cuerpo del gato, recorriendo otra vez los pasadizos de la casa, manejando cuatro patas incómodas y aquella cola se movería suelta, sin ritmo, ajena a su voluntad. ¿Cómo sería la vida desde esos ojos verdes y luminosos? En la noche se iría a maullarle al cielo para que no derramara su cemento enlunado sobre el rostro de “el niño” que estaría bocarriba bebiéndose el rocío. Tal vez en su situación de gato también sienta miedo. Y tal vez, al fin de todo no podría comerse la naranja con esa boca carnívora. Un frío venido de allí mismo, nacido en la propia raíz de su espíritu tembló en su recuerdo. No. No era posible encarnarse en el gato. Tenía miedo de sentir un día en su paladar, en su garganta, en todo su organismo cuadrúpedo, el deseo irrevocable de comerse un ratón. Probablemente cuando su espíritu empiece a poblar el cuerpo del gato ya no sentiría deseos de comerse una naranja, sino el repugnante y vivo deseo de comerse un ratón. Se estremeció al imaginarlo preso entre sus dientes después de la cacería. Lo sintió debatirse en sus últimos intentos de fuga, tratando de liberarse para llegar otra vez hasta su cueva. No. Todo menos eso. Era preferible seguir allí eternamente, en ese mundo lejano y misterioso de los espíritus puros.
xxPero era difícil resignarse a vivir olvidada para siempre. ¿Por qué tenía que sentir deseos de comerse un ratón? ¿Quién primaría en esa síntesis de mujer y gato? ¿Primaría el instinto animal, primitivo, del cuerpo, o la voluntad pura de mujer? La respuesta fue clara, cristalina. Nada había que temer. Se encarnaría en el gato y se comería su deseada naranja. Además sería un ser extraño, un gato con inteligencia de mujer bella. Volvería a ser el centro de todas las atenciones… Fue entonces, por primera vez, cuando comprendió que por sobre todas sus virtudes estaba imperando su vanidad de mujer metafísica.
xxComo un insecto cuando pone en guardia sus antenas, así orientó ella su energía por toda la casa en busca del gato. A esa hora debía de estar aún sobre la estufa soñando que despertará con un tallo de valeriana entre los dientes. Pero no estaba allí. Volvió a buscarlo, pero ya no encontró la estufa. La cocina no era la misma. Los rincones de la casa le eran extraños; ya no eran aquellos oscuros rincones llenos de telaraña. El gato no estaba en ninguna parte. Buscó por los tejados, en los árboles, en los canales, debajo de la cama, en la despensa. Todo lo encontró confundido. Donde creyó encontrar, otra vez, los retratos de sus antepasados, no encontró sino un frasco con arsénico. De allí en adelante encontró arsénico en toda la casa, pero el gato había desaparecido. La casa no era ya la misma de antes. ¿Qué había sido de sus cosas? ¿Por qué sus trece libros favoritos estaban cubiertos ahora de una espesa capa de arsénico? Recordó el naranjo del patio. Lo buscó y trató de encontrar otra vez a “el niño’’ en su hueco de agua. Pero no estaba el naranjo en su sitio, y “el niño” no era ya sino un puño de arsénico con ceniza bajo una pesada plataforma de concreto. Ahora sí dormía definitivamente. Todo era distinto. Y la casa tenía un fuerte olor arsenical que golpeaba el olfato como desde el fondo de una droguería.
xxSólo entonces comprendió ella que habían pasado ya tres mil años desde el día en que tuvo deseos de comerse la primer naranja.

 

 

 

García Márquez, Gabriel. Ojos de perro azul. Ariel Universal; Guayaquil, 1974.

 

HOMÚNCULO

Rubén Martín Millares

 

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx(Manuel Millares, «Homúnculo«)

 

ESTOS muertos. Aún. Respiran. Demasiado (con una frase larga la sintaxis se escabulle por los huecos, anuda, amarra los andrajos, simula un organismo). Los recubro. De arpillera. Y aúno. Con clavos. Separo. Con metralla. La x. Crucifixión. El ex-stasis. Lo que se queda. Quiero. Afuera. Y dice. Rígido (o grietamente la marca de que hay hombre enterrado, una resina negra ha desollado las paredes del tú, su extremo visceral, impregna el fondo, acaba abriendo

 

orificio ) perforación ) rotura-ojo ) abismo- boca )
insepultura )

 

 

 

Martín, Rubén. Sistemas inestables. Madrid; Ed. Bartleby, 2015.

 

CON LOS BRAZOS ATADOS

Tortura oriental

 

Con los brazos atados a la espalda
un hombre
un hombre feo y joven
un rostro algo vacío
con los brazos atados a la espalda
lo hundían en el agua de aquel río
‒un rato nada más
lo estaban torturando no matándolo‒
con los brazos atados a la espalda.
No hablaban y lo pateaban en el vientre
con los brazos atados lo pateaban
le pateaban el vientre los testículos
se arrollaba en el suelo
lo pateaban.
Ahora mismo
hoy
lo están pateando.

 

 

 

Vilariño, Idea. Poesía completa. Barcelona; Ed. Lumen, 2008.

 

Daftar Harga Mobil Bekas

Literatura, música y algún vicio más

El lenguaje de los puños

Literatura, música y algún vicio más

Hankover (Resaca)

Literatura, música y algún vicio más

PlanetaImaginario

Literatura, música y algún vicio más

El blog tardío de Elena Román

Literatura, música y algún vicio más

El blog de Ben Clark

Literatura, música y algún vicio más

DiazPimienta.com

Literatura, música y algún vicio más

El alma disponible

Literatura, música y algún vicio más

Vicente Luis Mora. Diario de Lecturas

Literatura, música y algún vicio más

Las ocasiones

Literatura, música y algún vicio más

AJUSTES Y OTRAS CUENTAS

Literatura, música y algún vicio más

RUA DOS ANJOS PRETOS

Blog de Ángel Gómez Espada

PERIFERIA ÜBER ALLES

Literatura, música y algún vicio más

PERROS EN LA PLAYA

Literatura, música y algún vicio más

Funámbulo Ciego

Literatura, música y algún vicio más

pequeña caja de tormentas

Literatura, música y algún vicio más

salón de los pasos perdidos

Literatura, música y algún vicio más

el interior del vértigo

Literatura, música y algún vicio más

Luna Miguel

Literatura, música y algún vicio más

VIA SOLE

Literatura, música y algún vicio más

El transbordador

Literatura, música y algún vicio más

naide

Literatura, música y algún vicio más

SOLIPSISTAS DEL MUNDO

Literatura, música y algún vicio más

MANUEL VILAS

Literatura, música y algún vicio más

El fin de las siestas

Literatura, música y algún vicio más

Escrito en el viento

Literatura, música y algún vicio más

un cántico cuántico

Literatura, música y algún vicio más

Peripatetismos2.0

Literatura, música y algún vicio más

Hache

Literatura, música y algún vicio más