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Archive for marzo 2022

LOS POETAS NO SON GENTE DE FIAR 6

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CONSUELO ITURRASPE

HOSPITAL

¿Cuánto tiempo hay que pisar un suelo
para que se convierta en un hogar?

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JULIO RIVERA

SOL ARTIFICIAL

Este sol que nos ilumina es un sol artificial.
De tantos recuerdos me queda uno:
el día que escribí tu nombre con un taladro.
Y todo caía lentamente.

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ROCÍO WITTIB

la poesía es el destino de todo lo que desaparece
¿cuál es la historia?
en estos versos hay un elefante
la poesía es una mentira dudando de sí misma
oblígame a temer
y destruiré tus miedos
la poesía es lo que permanece en el lugar equivocado
ese secreto es nuestra única certeza
cuando la flecha está en el arco, tiene que partir

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ANDREA MURIEL

CÓMO SABER SI UN CACTUS HA MUERTO

Primero habría que fijarse en la rigidez de sus espinas,
luego en la consistencia de su cuerpo
que debe ser firme y robusto,
más tarde habría que pensar en el clima
o en cada cuánto se le puso agua.
Un cactus muere tres meses antes de que nos demos cuenta
y es imposible saber si las pequeñas señales:
los bordes amarillos, el encogimiento,
son indicios de la muerte o tan sólo parásitos.
Los expertos dicen que sólo existe un signo
inequívoco de la putrefacción:
hay que pinchar su carne
para ver si brota algo y confirmar
que el hedor ha comenzado a formarse
desde dentro.
Dicen que el amor es de todos los días
pero yo no sabía que los cactus pueden llegar a ahogarse.
Pensé que cuidarlo era ponerle más agua.
Siempre me ha costado entender cuánto es suficiente.

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BALLERINA VARGAS TINAJERO

KARMA

que no te engañen
con historias de sufrimientos
y esfuerzos recompensados
no existe la justicia cósmica

una calle larga de esas
que te cuesta recorrer
toda una vida
también puede
xxxxxxxxperfectamente
llevar a ninguna parte

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LAS MUDAS SOLEDADES

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DEFENDÍ LA CASA DEL PADRE
(Respondiendo a un poema de Gabriel Aresti)

¿De qué me sirvió defender
la casa de mi padre,
cuando los lobos atacaban desde dentro,
cuando la pobreza y la incertidumbre
se adueñaron de lo real,
cuando las grietas crecieron y crecieron
justificando la memoria y el tiempo
y las raíces levantaron del suelo sus formas
de pacientes y arraigados seres?

¡Dime!, ¿de qué me sirvió
mantener las paredes intactas,
los tabiques separando la distancia temporal
entre lo que fue y lo que no pudo,
aquella sensación de libertad por derecho de la niñez
que volvió cautiva la usura y las leyes de los hombres
destilando el placer y los pecados?

¿De qué me sirvió?

¿De qué me sirvió despertar con las manos
cada hueco de esta casa,
cuando se resquebrajó la voz y su eco
en delgadas capas de dejadez y término,
no importando la defensa de este territorio
nada más que al hábito del alma
contra algo que viene y se le parece?
¿De qué me sirvió?

¿De qué me sirvió
mantener esta obsesión continua
de presencia en tierra y vertical equilibrio,
en lucha constante conmigo mismo
y la permeable y atrayente imagen
de esta casa en pie del padre ausente,
cuando las decisiones fueron parte del ámbito doméstico?

¡Dime!, ¿de qué me sirvió?

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ELEGÍA

xxxxxxxxxxxxxxxxA Francisco J. Calero Núñez, in memoriam.

Me dijiste: yo también,
y retumbó el sonido de un pulpo extenso arrancado del suelo.
Un año y cuatro días después,
salgo al encuentro de tu ausencia,
loco, por los caminos inciertos del hombre y sus días.

Hoy, dieciséis de junio,
se vaciaron las altas capas del sabor doméstico
comenzando su declive. Hoy, de madrugada,
se abrieron los surcos entre el amor y la muerte,
como las grietas avanzan intensas,
ciegas de hambre, ante el temblor y su réplica.

Nos dejas tu fruto y su cal,
en su rama, pendiente de mar y de sol,
como el recuerdo de quien fuiste:
luz de sonrisa y abrazo eterno.

Espérame, compañero, del tiempo
en cada esquina. Espérame, amigo,
deambulando en la eternidad de la laguna de suaves vértices,
de orilla a orilla,
entre el salitre y el viento.
Espérame como en aquel recuerdo:
con apenas doce años, tu bicicleta,
una tarde de agosto
y el final de un camino.

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RELECTURA

Después de muchos años
vuelves a leer a Homero
y aprendes
que no es la guerra de Troya
ni el regresar de Odiseo
lo que su voz invita,
sino el destino de los héroes
y el deambular de aquellos dioses.
Y con ellos, aceptas de nuevo el pacto y su fe,
y sientes la dicha de ser hombre
entre el temor y el temblor
y la tierna inocencia antigua.

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LLUEVE

Llueve en las órbitas del cielo. Llueve.
Llueve en el grueso rumor del mar. Llueve.
Llueve en la húmeda tierra sorda. Llueve.
Llueve en las piedras hacinadas. Llueve.
Llueve en los tejados el mundo y llueve.
Llueve en los acantilados
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxla Nada.

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HOMO OPOSITOR HABLA CON SU HIJA EN LA DISTANCIA

Tú, que no entiendes de Góngora y Quevedo,
que eres ajena a las disputas calderonianas de los primeros románticos,
que desconoces la palabra trasterrados y literatura del exilio,
poetas arraigados o desarraigados,
existencialistas, sociales y de vanguardia,
asonancias, consonancias o versos libres,
encadenados o blancos,
teorías lingüísticas, Saussure y Chomsky,
Isabel Uria, Deyermond y Trapiello,
Dámaso Alonso y César Oliva en la retaguardia literaria…
logras realizar tímidas glosas en los márgenes de los días,
con un idioma primigenio e infinito,
balbuciendo con él
los más bellos versos fónicos que esta noche,
bajo la luz del insomnio y la angustia,
quisiera pronunciar contigo.

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POESÍA

Hay un lenguaje que conoce el viento
y el hombre olvida.
Se destierra de sí como las cosas
caducas carentes de importancia.
Apenas un murmullo,
pero en su esencia
hace eterno a quien su voz escucha.

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LLUVIA

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxBaja así, agua del cielo
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxClaudio Rodríguez

Sin importancia alguna
baja así, agua del cielo.
Llega exacta, vistiendo prontitud
y luminosidad
última en su ser húmedo.
Hacia la tierra, anónima esperanza
de los áridos cuerpos,
llega así este pretil de calma extrema
y transparencia líquida.
Y será aquí, en la tierra,
donde esta claridad busque cobijo
desde su cadenciosa tentativa del aire.
Y será desde el suelo,
aquí, donde la imagen es sonido
y el cansancio palabra,
desde donde hallará
la vertical tendencia a su caída
y la grandiosidad del amplio cielo.

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Gascón, Pedro. Las mudas soledades. Albacete; Chamán ediciones, 2017.

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EL VIAJE HACIA LA MUERTE

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EL VIAJE HACIA LA MUERTE

ES UNA MAÑANA de clara luz. El cielo otoñal tiene un triste azul sin amenaza de lluvia. Y le vemos alejarse, dándonos la espalda. Recuerda, absorto, cuando jugando de niño, en estos mismos patios del templo de Jokanji, era feliz. Ahora en este parque-cementerio, o templo de los despojos, con los mismos pasos, el recuerdo nítido y feliz, le ha llamado la atención un ramo marchito de Amaryllis. Y sin darse cuenta ha descubierto un nuevo tema que se convertirá en uno de los pilares de su fotografía: las flores vistas como úteros, como símbolos de felicidad, donde la vida surge, donde el amor se consume. Es Nobuyoshi Araki, el fotógrafo de la vida y la muerte, de la pureza y el pecado, las dos caras de una misma moneda.
xxxAhora le vemos un poco más joven, tendrá veinte y pocos años, paseando, cámara en mano, por los barrios bajos de Tokio. Su cámara se prende en los rostros sonrientes de los niños, que juegan, saltan y pelean en la calle. Un desorden firme y a la vez titilante de alegría. Incendia una nueva esperanza en ese otro Tokio roto que conoce tan bien, en ese otro Japón de postguerra que, aunque la herida duela todavía, ya mira hacia el futuro.
xxxNos balancea dulce el año de 1971 y el amor desabrocha el deseo. Acaba de contraer matrimonio con una joven ensayista que responde al nombre de Yoko. Desde su luna de miel y durante varios años, la fotografiará para hacernos partícipes, o testigos fieles, de su vida en pareja. ¡La fotografía es la vida! Empezó cuando conocí a Yoko. Y detiene el tiempo convirtiéndola en alegría, o en una mirada eterna; la que duerme en un bote en posición fetal, como recostándose en un sueño mudo de distancia y tristeza; la que mira por la ventana siendo la melancolía misma, o acariciando a su gato Chiro. Cuando ella muere en 1990, Araki, lleno de ausencia, solo fotografía cielos: despejados, esquivos, difusos, imposibles, grises, azules, naranjas, magentas, los imponentes y desamparados cielos de Tokio.
xxxBendecido por la fiebre y el fulgor de la sombra inmortal ahora proclama: para mí la mujer es fotografía. Todas las mujeres que me rodean, todas las que se ponen frente a mi cámara son diosas. Y Lady Gaga, como nueva diosa en el firmamento de estos días le dice que ella también lo adora. Porque un fotógrafo, —dice— que no hace fotos de mujeres no es un fotógrafo, o lo es de tercera clase. Las mujeres te enseñan más acerca del mundo que leer La Comedia Humana de Balzac. Y se especializa en fotografiar imágenes de mujeres practicando kimbaku-bi (la belleza de la unión estrecha), construyendo sus escenas basándose en ancestrales técnicas del Shibari, donde la atadura se convierte en un abrazo fuerte. Esto le acarrea cierta crítica, malinterpretando o incomprendiendo sus fotos, porque estas imágenes, elegantes, no hieren a la mujer, que miran intensamente, sino enseñan otro aspecto de la sexualidad y de las relaciones entre sufrimiento, erotismo y éxtasis. Porque la muestra sin tabúes, este demonio que ríe, este cura que asesina con la cámara, este personaje de gafas redondas y pajarita que no, no deja de reír y sigue asombrando, porque revela la naturaleza íntima de la realidad y el flujo misterioso del tiempo, el cual sincroniza en la duración enroscada de la vida.

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Abellán, Juan Pedro. El color del tiempo no es azul. La rata esquizofrénica; Lima, 2020.

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EL COLOR DEL TIEMPO NO ES AZUL

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LA TIERRA DESNUDA

YA NO SE VEN los jacarandás. Los árboles se consumen en la hirviente aridez. Sobre el llano infinito, como en un yunque, se forjan las llamas, los ecos de los que ya no están, su sombra descendida. Todo está envuelto de culpa y abandono, de arrecidos ojos ciegos. La muerte cava hasta el agotamiento, lame el cauce seco del arroyo, descansa en el regazo de los paredones mordidos por las balas, se suspende en el silencio asfixiante de un tiempo sin tregua. Juan Pata de Perro, como le dice su tía, camina, con su Rolleiflex, hasta detenerse junto a unos agaves, —entre las piedras su sombra—, cerca de una iglesia sin consuelo, de un vendaval de cactus dolientes, de un palacio desterrado al blanco y negro de sus párpados. Juan Rulfo sabe del incendio del viento, del secreto amoratado de la herida, escrito con la sangre que empapa la noche, lo siente en su silencio y profundiza más allá de lo que ven sus ojos. Juan Rulfo sabe de la tristeza, sabe que a veces es un sonido que respira en el fondo de una garganta. Sabe del olvido en medio de la nada, en medio de un universo desolado, donde cohabitan la realidad y el misterio, la alentada presencia del sueño, la vacilante Comala, que sordamente resuena en un gran lamento.
xxxTodo ruinas, piedra dura, donde se enrosca el sol y la serpiente. Los días desandan el vuelo de enloquecidos pájaros. Fuera del tiempo, Juan Rulfo, extiende su mirada incandescente a la tierra desnuda, a la sílaba inerte, al cielo desclavado del rígido humo, donde asciende el infinito horizonte. Largamente disuena adormecida la melancolía, se rompen en su mirada las roncas raíces y el tronco del miedo, perfora un México que no alumbra bajo el peso de las sombras, la violencia y la muerte. Ve la amargura, que incansable se expande, la desmemoriada amargura bramando al borde de un pozo sin nombre. Oye llorar al viento que crepita debajo de sus ojos. Ciega un entierro. Ciega la muerte de un padre cosido a balazos. Atenaza la noche con su luz de sufrimiento. Hay relámpagos de cuando niño en las palabras de la madre, alucinadas grietas que brillan todavía, que llevan consigo reanimados caminos hacia el mar, hacia valles donde se oculta la flor profunda, el aullido doloroso e inaccesible de los perros.

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EL PINTOR DEL SILENCIO

DE PRONTO surge, solitario, como tantos otros días. Extiende sus pasos sin voz hasta el Nº36 de Via Fondazza. Abre la ventana de su estudio. Toda la estancia se inunda de aire fresco y del murmullo de las calles de Bolonia. Prepara cuidadosamente los instrumentos necesarios, su orquesta simple, y frente al lienzo en blanco, con enfermiza intimidad, Giorgo Morandi, inicia un autorretrato. Más tarde descansa en la cama estrecha que hace de sofá. Por el suelo yacen botellas, jarrones y vasijas que ha ido acumulando y que utiliza en sus cuadros una y otra vez. Objetos que afirman su arte, una humildad visible y tranquila.
xxxAhora le vemos ensimismado, contemplativo; mira, desde el noble Palazzo d’Accursio, el movimiento de la Piazza Maggiore, padeciendo la soledad siempre, como la pureza de su arte, casto y silencioso. Acaba de salir de su clase de grabado en la Academia de Bellas Artes y en su cabeza susurran unos versos de su amado Leopardi: …en medio del infinito silencio tanteo mi voz: me subyuga lo eterno, las estaciones muertas, la realidad presente y todos sus sonidos. Sabe que pronto estará en Grizzana. Parece ver, en la lejanía, el paisaje que luego plasmará, un momento de quietud de adormecidas casas donde parece detenerse el tiempo. El trazo libre de los árboles, la curva lenta de una colina, todo al vuelo, dilatado ardor, coronado, sin tiempo; todo simplificado, transfigurado a través de una meditada elaboración de luz silenciosa. Piensa en Cézanne, pero en sus ojos están ya los tenues colores de los frescos deteriorados de Giotto y Masaccio que viera en Florencia.
xxxEstá de espaldas al balcón, la descuidada luz de un atardecer aflige el estudio, en ese diálogo cotidiano con la pintura, en ese murmurar incesante con el arte. Busca, coloca, ordena, sobre la mesa, jarrones y botellas que previamente ha pintado. Una gruesa capa de polvo de días ha ensombrecido sus brillos. Todos parecen del mismo material. Asalta en su mente ya el silencio, la calma, asentando el alma de los objetos. Es un verdadero alquimista que, en la sencillez de su culto, y en secreto, llega a la semilla verdadera del poeta. Y hace respirar la pintura. Esta naturaleza muerta, en la que trabaja, crece inmensa, venturosa, en su voz, como un leve perfume de lágrimas, donde podemos descifrar su pulso y su temperatura. En su paleta unos pocos colores, las tierras esenciales de su amada Bolonia, los ocres tiernos, para viajar adentro, al interior, arañando el filo hirviente de los volúmenes, el fondo hollado de las cosas.
xxxMorandi pinta. Un sol leve le afirma. La misma mirada, el mismo ensimismado mirar, que habla en voz baja, musitando poesía en la base del vaso, en la línea que desvanece la vasija. El origen primitivo del pincel recorre la luz de los volúmenes, se abandona en planos desnudos, como en una materia de espuma serena. La pincelada es lenta, sí, densa y larga, o suave, y a veces sinuosa y musical, hecha de hebras de silencio, vibrando en una atmósfera que otorga a los objetos un aire casi fantasmal. Ahora levanta sus gafas de concha y examina, estudia, desencadena sentimientos que se reconcilian; siembra sedientas flores, construye palabras sordas, expresa suave la blanca luz de un final de indulgencia; comunica espacios, llena los huecos que alegres cantan en armonía, y sigue el mismo sendero de unitaria convergencia. Y en esa contemplación se suspende en el tiempo la verdad, nombra la calma del alma que perdura, que retorna a los ojos que de nuevo miran, que reiteran en un eterno resucitar el rito sagrado del arte.

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EL VIEJO LEÓN VENECIANO

QUIÉN entiende a ese viejo león que se esconde en Venecia. Quién sabe de sus locuras. Su paraíso es una leve brisa que circunda los canales. Vedada luz que beben las tardes donde arquean las fachadas y la memoria se oblicua. Encuentra todo y todo cabe en él. Hasta el mismo Cocteau. Da largos paseos, habla con los gondoleros. Quién entiende al viejo incurable que batalló en todos los idiomas. Ahora muerto el uno de noviembre. Quién a través de sus ojos, que redescubrieron la poesía provenzal, ese viento antiguo de espadas y juglares, qué música nueva nos traen sus labios ahora, sellados de ávido silencio. Escucha. Hace crujir las voces del Oriente. Quién le ha perdonado desde aquella jaula de seguridad con alambres de púa. Oh luna, novia mía. Oh cielo declamado. Y él escuchando aún los gallos del Cid al amanecer en Medinaceli. Señor, tan destruido y elegante. Cuatro gondoleros llevan su cuerpo hasta la isla de San Michele. Ciñe la niebla como vaho en llamas.
xxxSacuden las palomas sus alas donde la muerte reposa. Quién entiende al llanto, a unas manos que corren alumbrando la noche a su paso. Quién detrás de esos ojos que cantan los más hermosos cantares. Titano della Poesia. Y él reuniendo el dinero suficiente que permite a Joyce completar su Ulysses. Anticapitalista. Confuciano. Quién le entiende, si solo escucha, si ya no habla, si Venecia en sombras triste le rescata. Il miglior fabro. No, no olvidamos la elocuencia, el dialecto de siglos y que adentro de su corazón anidó siempre la poesía, el amor y la belleza. Más allá está solo. Siempre hay quien repite la historia. Arrepentido, la luz enferma de Venecia arrecia y muy lejos los sauces extienden sordamente las ramas. En qué siglo forjaste la voz. En qué rincón del tiempo has susurrado al viento. Ezra Pound, viejo loco, chispas en tus ojos, si todos te buscan, si todos quieren tu palabra. Si Pasolini acaba de entrar en tu casa de la calle Querini y en silencio te dibuja. Si ya no hay enemigos que gritan, si duermen en paz entonces, hondísima el alma, canta de nuevo con rabia tu Sestina Altaforte.

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LA LOBA

AHORA me eximes de toda culpa, cuando ya no hay remedio, ni se puede retroceder, porque es mentira, o cuento, eso de que alguien inventó la máquina del tiempo. Un inmenso muro tapia tus credos. Pero entonces manejabas como nadie la espada y tus palabras, como flechas, lograban dar siempre en el blanco. Adoptabas formas perversas para apropiarte del corazón de cuantos hombres te salían al paso. El mío no te dio muchos problemas. Los dos éramos estudiantes de psicología y sabíamos del coraje y la cobardía de ambos. Me leías el pensamiento y eras inmisericorde con un simple olvido. En cambio indulgente con el viento de poniente, que te hacía presa de sus locuras, como arruinar la verdad desnudando la mentira. Un brillo, como de sueño, iluminaba tus ojos, y olvidabas el presente para adentrarte en terrenos pantanosos, o arenas movedizas, que minaban mis fuerzas de seguir a tu lado. Porque parecías venida de otros mundos. A lomos de un dragón destruías el hilo conductor que nos unía, edificando la amargura y la pena más absoluta, sin articular palabra alguna. Después, como si de un trastorno bipolar, construías la dicha, abriéndote de labios, agrietando la pasión de un fuego moribundo. Eras el puñal del adversario, la daga y el látigo del deseo, o las espinas de la conciencia, porque te las sabías todas. Extendías tus alas de ángel desterrado, para volar cada vez más alto, reduciéndome a la escala del nanómetro.
xxxMás tarde, ignoraste la historia de Ícaro, cayendo tu alado brillo por el oro de la pendiente. Y ahora de ti sólo quedan los vestigios de pasadas glorias. Desfilas errante, como una vaga sombra, entre fieros enemigos que te vencen y humillan, porque para ellos no eres más que una perra, o loba, herida. Y lames sus manos, mendigas su comida y perdonas sus insultos. Y aúllas a la luna, que incluso te da de lado, mostrando su otra cara, como un amor que desdeña tus encantos en la alcoba, porque se da la vuelta y duerme.

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Abellán, Juan Pedro. El color del tiempo no es azul. La rata esquizofrénica; Lima, 2020.

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LOS REGALOS DE LOS AMIGOS (147)

Hace dos días, de manera meticulosamente improvisada, acabé en el concierto que Mundo Chillón dio en Murcia.

Ha habido problemas médicos en mi entorno últimamente y no sabía hasta el último momento si podría acercarme a ver a Pedro y a Arturo, conocidos mundialmente como Mundo Chillón, pero allí que acabé y no saben lo que me alegraron mientras los escuchaba repasar temas de los tres discos que tienen disponibles. Como siempre, estuve dando el follón con mi kazoo y casi gritando algunas de las letras de las canciones.

Gracias a los dos, gracias, gracias por la noche del sábado.

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Categorías: Música

CIERRES ECHADOS

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Aquí, en silencio, escucho
sólidos golpes
de oscuras piedras.

Aquí
escupo angustia
y tengo reuma
debajo de los ojos.

Aquí lame mi lengua
un amasijo de días
insoportables.

Aquí chupo un tiempo adiposo
y hay hambre de negras sobras.

Aquí derramo tardes corrosivas.

Aquí nadie abre
la puerta de la vida.

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Abro de nuevo
el libro escueto
de tapas grises,

que dice
que todos llevamos
una prótesis dental
que oxida las palabras.

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Hoy tiene el cielo
el vuelo preso
de un ave herida.

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Me dirijo
hacia un lugar sin dirección.
Parecido
a la extenuante y rota
xxxxxxxixxxxxbrújula
de tus explicaciones.

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Me asusta
la vida
porque piso kilómetros
y milímetros de ella.

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Abellán, Juan Pedro. Casa de invierno. Plectro editores; Lima, 2020.

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AVES HERIDAS

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Recuerdo a Elías
enfermo de los bronquios
de tanto llenarse
los bolsillos de nieve.

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El padre de Emeterio
salía de caza los sábados.
En casa dejaba más armas
que Emeterio nos enseñaba.
Algunas veces nos apuntaba
diciendo que estaban cargadas.

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Recuerdo a Lidia,

que siempre que jugábamos
a los enamorados
besaba de verdad.

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Volaba la muerte
xxxxxxxxxxxxxxxxa veces
sobre días oscuros.
Las campanas sonaban diferentes.
Formaban los pájaros
extrañas sombras
heladas en el cielo.
Y hacía más frío
que de costumbre.

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Avanzaban los días sin negarse,
acuñados de azul
o gris panza de liebre,
cuando llovía.
Entonces me pegaba mudo
a los cristales de la ventana,
viendo caer con devoción
el agua tranquila de los tejados.

En medio de la plaza
enjambres de lágrimas,
como sordas súplicas,
se miraban en el espejo blanco
de todo lo llorado.

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Los años treparon
el humo acre del tiempo.

La luz combada de tantas promesas
sigue fluyendo fría a las cinco de la tarde,
acompasando
el sonido áspero de la vida.

A esa hora exacta, todavía,
en nuestras bocas, fermenta
amarga la tristeza,
donde la esperanza se ahoga
en el fondo de un pozo séptico.

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Alguna vez
fuimos jóvenes y felices.
xxxxxxxxxxxAlguna vez
existió lo eterno,
y fluyó en nosotros algo así
como un horizonte infinito
de cielos anaranjados.

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Abellán, Juan Pedro. Casa de invierno. Plectro editores; Lima, 2020.

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PLAYA EXTRANJERA

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Ahora que la vida
acuchilla hasta el crimen,
y tiene la mera costumbre
de sangrar negros estigmas,
agacho la cabeza
y dejo mis huellas en la orilla,
que las olas borran
con desnuda entrega
y suma indiferencia.

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Atravieso la playa,
este paisaje de nadie,
hasta que abatido caigo
enrollado en el frío
que deshilacha mi sombra.

Soy un pequeño esquife
en la raya triste del horizonte,
vagando hacia el ocaso,
sin esperanza de rescate.

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Hoy el tiempo se consume despacio,
insistentemente despacio,
perceptible en este vago indicio de viento
de apenas tacto.
Paseo en calles que van cercándome.
La tarde tiene aspiración y deseo.
Y yo, mientras, ensombreciéndome,
terriblemente apoyado en el desánimo,
presintiendo ya el último invierno,
difumino el afilado abrazo de la muerte
para echarme desarmado en sus brazos
y que la herida se enquiste.

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Despacio
ahondo la herida,
agravando la brecha sedienta,
cuando voy enraizado
en una ola de angustia,
hasta caer en la trampa
del tiempo que me habita.

Soy de una estirpe
decapitada y fría,

distante y sin especie.

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Abellán, Juan Pedro. Casa de invierno. Plectro editores; Lima, 2020.

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LOS REGALOS DE LOS AMIGOS (146)

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Acaba de llegarme a casa el primer libro de Tente Garrido, ‘Glory hole’, publicado por la madrileña editorial Vitruvio.
Ya saben, en cuanto pueda compartiré algo aquí en el blog. Y muchísimas gracias al autor por el envío del libro.

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EL JARDÍN QUE NO ALUMBRA

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ENIGMA SIMPLE

Aquella fue siempre la verdad, me confesó,
entre la angustia de sentirse interrogada.
Ahora todo no es más
que una habitación a oscuras
con miedo a prender la luz.

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LA FLOR ESTEPARIA

Esta tarde
detrás de las horas no hay relojes.
Hay tentáculos de luz, celosía
de besos abisales.
Hemos bajado las persianas
y nos hemos dictado
el código de la carne
como lobos.

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HELENA

Me reclamas que tenga
un poco más de paciencia contigo,
que lo del orden y la puntualidad
no desobedecen ninguna ciencia,
y es relativa la importancia
de los números rojos
que aparecen en las facturas,
que lo dramatizo todo
y es una nimiedad
curvar el trazo de las líneas rectas.

Tu juventud ya me lo advertía,
el color de tus ojos,
homónimo de un mar,
heroico y profundo,
donde naufrago a todas horas.
Porque desfilas por casa,
casi desnuda,
persiguiendo un objetivo indiferente.
O pones música,
en un volumen considerable,
para realizar tus ejercicios aeróbicos,
alterando mi ritmo de trabajo,
porque no te va el yoga ni el tai chi,
ni reflexionas sobre la humanidad,
Dios o los conflictos internacionales,
aunque sí te apena que se mueran
tus pececillos de colores, llueva,
o se separen Verónica y Luis Alberto.

Y vienes hacia el cuarto contenta,
cantando bajito una canción de moda,
con un vagar tímido, como si imitaras
el gesto de, por ejemplo, Scarlett Johansson,
rayando la frontera sutil del pecado.
Te metes en la cama
apartas de mis manos el libro,
la Ilíada, que releo,
y me recitas el resto.

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Abellán, Juan Pedro. El Jardín que no alumbra. Lima; Plectro editores, 2017.

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MÁSCARA SANTA

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DESIERTO SIN ORILLAS

Recuerdo que dijiste
dejo la puerta abierta.
Por aquel entonces
solo un rumor de aire denso
se atrevió a entrar,
desafiante, cortando el vacío
ensamblado al magnesio abstraído de las cosas.

Nadie aceptó las condiciones.
No hubo paz ni tregua.
Reacios, casi hostiles, a los cambios,
nos resignamos a comerciar
con lo poco que habíamos guardado.
La soledad llenó el vacío.
Las manos ofrecían el oficio del ebanista,
la fabricación de un lenguaje sin cortapisas,
descarnadamente metálico,
donde lo visible se arruinaba
ante el óxido de la arrogancia.

No supimos detener a tiempo
esa guerra insoportable
que minaba la capacidad
de evocar palabras cotidianas.
No quedó sino este extraño dominio
de dibujar la sonrisa ausente de tus labios,
de perseguir furtivamente sueños imposibles,
de existir, aunque fuese por momentos,
al margen de un tiempo concreto.
Éramos como personajes de un imperio en declive,
orgullosos, tristes, solitarios
ante el espejo barroco de los equívocos.

No tuvimos tiempo de enmendar el error.
De pronto, un viento frío
heló los gestos amables
y las últimas palabras dulces que brotaban,
convirtiendo el futuro
en este paisaje cerrado
de espesos silencios de sombra.

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LA PROFECÍA

Tú ya habías soñado
que la vida
iba a ser esto: hojas cayendo
y detritus entregado al paso
de los caballos.
Una ciudad que siempre se abandona,
o nuestras súplicas fundidas
en la oscuridad más absoluta.

Soñaste el color de la ceniza,
las afueras y las proporciones de un amanecer
difícilmente comparable. Allí,
donde crecen las espigas y se tiñe
el recuerdo de sorda tristeza.

Sí, tú ya me habías contado
que existieron ríos, puentes y fronteras,
también canciones y vanidad desconocida,
manos lentas
acariciando
agua sucia
y luces muertas.

Sí, recuerdo bien tus palabras.
Soñaste la cicatriz de tu contorno,
el beso y la batalla,
en el hondo adentro que nadie colma.

Sí, quemaste mi piel con tus palabras,
arrastrándome por las brasas de tus ojos,
y como hipnotizado
soñé también la profecía:
que vibraba la nieve
y en su modulación diatónica sentí
cómo algo se rompía.

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NOSTALGIA

A pesar de que llamábamos
a las cosas por su nombre,
no pudimos salir del engaño.

Las pequeñas cosas se agrandaron
incomodándonos tanto
que poco a poco nos fueron echando.

Nos fuimos haciendo irreales
a los ojos de los peces.
La casa dejó caer su sombra
sobre el árbol recién plantado,
sobre las réplicas de Cézanne y Kandinsky,
sobre la letra impresa de unos labios
afilados de reproches.

Las luces jamás se volvieron a encender
rodeadas de abrazos insípidos y amables despedidas.

Recuerdo que dijiste: acercarse al rencor de madrugada
con las manos frías y los pies descalzos
se parece al suicidio de los cobardes.

Pequeñas cosas esparcidas
buscan ahora la nostalgia del antiguo orden.
Inquilinos extraños sobre cuerpos desnudos
a modo de lluvia pasajera.

Yo te dije: la noche tiene brumas
que no dejan ver las estrellas.
Un pensamiento cayó sobre el abismo azul
de una caricia.

Ganamos en paciencia, aunque perdimos el humo frágil
de las palabras y su significado.

Pero dijiste: la vida es hermosa en tardes de verano
con su cielo rojo y el corazón trazado por los pájaros.
Desde aquella ventana,
como un libro abierto, dibujamos
dorados sueños, resacas de azules penumbras
y un futuro alimentado
de transcendentes conversaciones.

Quizá ese fue nuestro último acierto
antes de quedar prisioneros
de nuestras propias limitaciones.
Ahora en habitaciones alquiladas
giran viejos ventiladores en el techo
al calor de los dormidos tulipanes.

Las cosas sencillas son a veces las más complicadas,
como un dolor tibio que gangrena.

Aquellas miradas de hiedra mojada
no dejaron pasar la luz.
El vértigo de la herida
alarmó la fibra líquida del corazón,
como al delirio duro de la porcelana,
que sigue moldeando un aire circular
que cruza los cuartos vacíos de la casa.

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MUJER, PÁJARO Y ESTRELLA

Te pintabas las uñas
y con delicada y triste ternura
arañabas las paredes del cuarto,
cuando eran tus ojos cielo de lluvia.

Yo llegaba tarde y cansado
del trabajo y tenía
que descifrar esos dibujos
con resignado entusiasmo.
Algunas veces usabas el lápiz
de labios en los espejos del baño.
Creía ver obscenas imágenes eróticas
o preciosas constelaciones
a la manera de Miró.
Siempre fuiste muy niña,
toda una artista del descaro
y la interpretación.
Te echabas en mis brazos diciendo
que tuviste un mal día.
Luego tomabas una de tus píldoras
y te echabas a dormir,
mientras yo preparaba algo de cena.

Duramos así cinco años.
Lo dejamos en el peor momento,
lo sé, pero la situación era insostenible.
Parecía vivir en Altamira,
y además ya empezabas
a dibujarme la piel
con la precisión de un taxidermista.

Te llamaba por entonces,
y con voz rota me decías
que visitabas a un famoso psiquiatra,
que habías vuelto a tu antiguo empleo
de diseño comercial,
y que en breve viajarías a Nueva York
para asistir a un congreso de nuevas tendencias.

Hace casi un año que no te llamo.
Ayer estuve en la casa
donde para mi sorpresa no había
rastro de ti ni de los dibujos.
Y añoré no encontrarlos,
no encontrarte en sus colores
y trazos nerviosos,
en los pájaros y estrellas,
o en las lunas, de sus cielos.

Y hasta tuve la tentación
de dibujar uno de mis preferidos
y firmarlo con tu nombre.

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EL DIABLO VISTE DE PRADA

A veces juego a ser
ese tipo con el que te diviertes,
con el que vas a toda clase de fiestas,
como estrenos de cine
o nuevos perfumes.

Sí, a veces, hago como que soy
ese deportista mediático
que te vuelve loca.
Aunque hay días, cuando voy al teatro
o a una feria de arte, que pongo los pies
en la tierra, diciéndome
que una chica como tú
jamás saldría
con alguien como yo,
estando en las antípodas,
anegándose el futuro de la parte
más cómica de la vida, pues solo
te puedo ofrecer el estallido del amor,
cierta ironía humorística
y estas caricias que suenan
como la Filarmónica de Viena.

Pero te importan tanto
el dinero y la fama
que interpretas a la perfección ese papel,
realizando una versión
extrovertida y brillante
de quien no eres.
El paparazzi
de turno te lo agradece
y acude a tu reclamo:
si te han visto últimamente
subir a un auto deportivo
o te has cambiado de peinado.

Y yo me desespero
cuando te veo en la pantalla
en semejante orgía
de lujo descarado.
Anoche, por ejemplo,
me tragué un reality televisivo
porque anunciaron que saldrías.
Al final no acudiste
aludiendo una leve indisposición.
Y juré que fue por mí, por la carta
que envié a tu nueva dirección,
profesándote mi amor y admiración.

Pero más lejos de la realidad,
ya que hoy se me acusa
en todos los medios
de acosar a una famosa,
y me visita la muerte, como en mis sueños,
vestida con un uniforme sexy de policía,
clavándome una orden de alejamiento
xxxxxxxxxxxxen el pecho.

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EL JARDÍN DE LAS DELICIAS

Creo que lo nuestro sobrevivirá,
ya que pronto estaremos
al otro lado
donde se pone a prueba
a los locos enamorados.

Y nos observan
personas con bata blanca
y pelo cano que dicen
saber mucho de los males
que padecemos.

Aquí hacemos cosas de locos,
como soñar despiertos
o regalar flores que cortamos
de un pequeño jardín,
cuidado con esmero;
reír a carcajadas, o poner cara boba,
mirando el cielo con asombro
y descaro. Aquí no hay mentira
ni cansancio, ni blanda monotonía
que espese nuestras manos.

Todos los días son únicos e irrepetibles.
De cada habitación
suena un canto distinto
que nos hace alzar el vuelo
y abrazarnos con extrema ternura.

Amor, me ha dicho el doctor Martínez
que pronto firmará
el documento que nos abrirá
la puerta al eterno paraíso.
Dice que seremos muy felices.
Pero tengo miedo que no sea cierto
eso que dicen que hay al otro lado.
Amor, aquí somos tan felices,
todo es tan dulce y hermoso
que estoy pensando, si te parece,
en ponerme de nuevo a cuidar
el jardín, pronto llegará la primavera,
o escribirte un poema,
para que así, como otras veces,
sea presa de tus labios,
igual el doctor Martínez nos observa
y no firma ese papel.

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Abellán, Juan Pedro. Máscara santa. Lima; Paracaídas editores, 2016.

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LO QUE LEE UN EDITOR

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GISMONDI

xxxHace unas semanas un grupo de padres y padres decidimos pasar un día de campo con la chavalería para que se oxigenara, así que fuimos a las Fuentes del Marqués en Caravaca. Aunque no es que este plan de campo fuera especialmente campestre porque caminamos apenas cien metros desde los coches para apalancarnos en la zona de merenderos provistos de lo necesario: pata de jamón con su soporte, neveras rebosantes de cervezas heladas, michirones, tortillas y el avío para hacer gin tonics incluyendo incluso semillas de cardamomo… Mientras los mayores comíamos como si hubiera acabado el Ramadán, la bandada de niños, ignorando aquella cuchipanda, revoloteaba descubriendo las maravillas del mundo. Todo les interesaba: un renacuajo era un acontecimiento, un palo una espada, una piedra un tesoro… A veces volaban a la mesa, cogían una patata frita y corrían a escarbar la tierra con el entusiasmo de buscadores de oro. A media mañana una de las niñas apareció en lo alto de un talud gritando que habían encontrado el Paraíso. Aquello despertó nuestra curiosidad. Les seguimos para que nos lo enseñasen, pero el Paraíso no era la pradera que cruzamos sino una cueva de arbustos a la orilla de un arroyo que calificaron como la mejor guarida del mundo. El Paraíso era un lugar donde esconderse. Como sabe cualquiera que tenga, los niños clasifican los días en dos tipos: el mejor y el peor del mundo. La frontera entre ambos es finísima, cualquier minucia puede hacer que se pase de uno al otro. Lo que nunca había visto es que estando en el mejor día ocurriera algo que nos hiciera subir aún más alto, al cielo de los días. Lo que sucedió fue sencillo pero milagroso: vimos una ardilla. Pero no una de las que huyen velozmente de rama en rama, sino la que debía ser la Kardashian de las ardillas porque, a penas a un metro de nosotros, se atusaba tranquilamente los pelos de la cara mientras nos mostraba sus magníficos cuartos traseros. Al cabo de un minuto eterno en el que pudimos observar cada pelo de aquel animal con la intensidad con la que Durero debió estudiar a su famosa liebre, la ardilla saltó desde el pequeño árbol en el que estaba a otro más alto alejándose. Pensé entonces que no sabía nada sobre esos roedores, así que, días después, compré «Todo sobre la ardilla. Cómo adquirirla, alojarla, alimentarla, cuidarla, hacerla jugar y adiestrarla» de Elisabetta Gismondi. («hacerla jugar» no suena muy lúdico precisamente). El libro va contándonos —como su título indica— todo sobre las ardillas, como que no utilizan mucho su voz pero sí emiten un murmullo quedo durante la copulación o que tras dormir bostezan ostentosamente… Poco a poco me sentí identificado con este simpático animal del orden de los esciuromorfos (esto lo aprendí en el libro) al que le gusta que le llamen por su nombre (le entiendo perfectamente porque a mí a veces me dicen Fernando, confundiéndome con mi hermano). Olvidan con frecuencia dónde han escondido su comida (como yo dónde he aparcado el coche) y, sobre todo, aman los libros: Elisabetta cuenta que «Si dejamos una ardilla suelta en casa seguramente se instalará en la librería o sobre algún armario, precisamente para poder observar el mundo desde una cierta altura». Eso es lo que hago yo también: ir a los libros para ver el mundo desde un lugar diferente.
xxxPero junto al amor ardillil, este libro me provocó una cierta tristeza porque buena parte del texto se dedica a la fabricación de las jaulas y el adiestramiento, cuando los libros sirven precisamente para lo contrario: enseñan a ser libres, a salir de las jaulas. Recordé entonces la imagen de los niños corriendo hacia el Paraíso y pensé que tenían algo de ardillas…que algún día saltarían lejos de nosotros buscando árboles más altos.

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QUEIRÓS

xxxCuando estudié en Madrid salí durante un par de meses con una de las Mama Chicho de Telecinco. Tras ella —también brevemente— lo hice con la chica más fea que he conocido nunca. Como había tenido anorexia, su cuerpo podría haber servido como modelo para uno de esos grabados medievales en los que la muerte baila la sardana. Para colmo, aquella gavilla de huesos la remataba una barbilla prodigiosa, tipo brujilda, que dejaba atrás a la que gastaba Letizia cuando era doña y no reina, antes de que mermara milagrosamente ya que, según parece, no obró mano de cirujano sino intervención divina. Aquel pasar de la diosa al adefesio me enseñó algunas cosas sobre la ternura o la injusticia del mundo, pero tal vez la más impresionante fue darme cuenta de la extraña ligazón que hay entre el nervio óptico y el aparato fonador en muchos humanos que hace que, cuando observan algo que no les gusta, les sea imposible callarse y, sin embargo, la belleza les enmudezca. Cuando paseaba con la bailarina, a los que nos veían se les abrían los ojos como si con ellos radiografiasen a la chavala y se hacía un silencio de catedral gótica. Sin embargo, al salir con la segunda chica, era muy frecuente que, cuando nos cruzábamos con grupos de chavales a nuestras espaldas gritasen de todo: loro (a veces puto loro), muérete fea, ponte un saco en la cabeza, etc. En ocasiones era a mí al que se dirigían llamándome pringado o diciéndome que me pusiera gafas o, directamente, que me fuera a la ONCE a vender cupones. Aprendí entonces lo fácil que es insultar y encontrar adjetivos para lo que no nos gusta y, sin embargo qué escasas son las palabras que hablan de la admiración y el amor. Y de eso, de la belleza, intento hablar en estos artículos, pero buscando en la alacena de mi cráneo normalmente sólo encuentro «Maravilloso» para describir el libro que traigo entre manos. El maravilloso parece un brick de caldo sopero que vale para todo. Esta semana he leído «Las minas de Salomón» de Eça de Queirós: un libro maravilloso. Pero en esta ocasión me gustaría decir algo más, una cosa rara: que me ha entusiasmado el prólogo de la profesora Ana Luísa Vilela, cuando normalmente un prólogo es lo más parecido a un obstáculo en una carrera de caballos, algo espinoso que uno salta sin ni siquiera mirarlo. Pero el texto de esta profesora de la universidad de Évora analiza con precisión e inteligencia la compleja y fascinante historia de este texto de Eça: una apropiación, una reescritura del original de Rider Haggard y, en el fondo, un texto netamente queirosiano (si esa palabra existe) lleno de desiertos, de montañas, de asesinatos y tesoros, de ingleses excéntricos, de misterios…
xxxMe imagino que a todos nos pasa: hay canciones y libros que son como las barras de las estaciones de bomberos, que nos permiten deslizarnos hacia abajo, hacia el pasado. Me pasa con «Tainted love» de Soft Cell que no puedo escuchar sin sentirme de nuevo joven y oscuro, bailando en la Voltereta en los ochenta. Me ocurre también con Eça: al abrir cualquier página suya, vuelvo a ser el treintañero que pateó las librerías anticuarias de Lisboa hasta llegar a poseer cincuenta libros suyos. Pensaba que tenía todo lo que publicó pero, como pasa en esta novela, siempre hay una cámara secreta con un tesoro desconocido. Me faltaba esta joya, ahora en mis manos, gracias a la editorial La Umbría y la Solana. Al leerla vuelvo a sentir la aventura de la búsqueda, el viento frío de Madrid, el sabor de los besos de la guapa y los de la no tan guapa, las noches de sábado interminables… Retornan todas esas cosas que se refugian en los libros. En algunos libros.

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xxxxxxxxxxEpílogo
EL POLVO DE LAS MAGARZAS

xxxAl jubilarse el ordenanza del Centro cultural donde trabajo nos juntamos todos para comer y despedirle con cariño. A los postres le pregunté si se iba a aburrir sin tener nada que hacer y me dijo que no, que por la parte de Llano de Molina tenía un huerto y un caseto; que tenía pensado ir allí a pasar las mañanas sentado en una tumbona donde habían parido mil generaciones de ratas a contemplar tranquilamente cómo crecían sus cebollas. Estuvimos hablando de cosas del campo. Me contó que si quiebras el tallo de la planta, la fuerza se va para abajo y la cebolla engorda hasta hacerse casi del tamaño de un melón. Me gustó esto del tallo y la fuerza que baja y pensé que algún día podría usarlo para algo. Al final nos despedimos con esas frases manidas de ya nos veremos y ven a visitarnos algún día y nos abrazamos con sentimiento, porque la verdad es que había sido muy buen compañero… Le dije que nada, que a disfrutar de sus cebollas sabiendo que ésas, tan humildes, eran mis últimas palabras y él me contestó que dejara los libros, que siempre iba con uno a todos lados cuando no valen nada más que para encender fuego. La gente se rió y yo también, porque pensé que tenía razón, que los libros dan luz y calor como si encendieran un fuego. Lo que pasa es que no de parrilla ni hoguera: es un fuego de interior, que uno lleva dentro.
xxxAl llegar a casa y sentarme en mi tresillo pensé en Carlos y en su tumbona tapizada por la placenta de ni se sabe cuántos bichos. Yo también veía los libros creciendo en mis estanterías, multiplicándose como si de noche hicieran el amor entre ellos y les nacieran hijos. En «¿Sueño que vivo?» —el libro sobre su cautiverio en Bergen-Belsen—, Ceija Stojka cuenta que, como no había dónde refugiarse, se acurrucaba entre las pilas de cadáveres para protegerse del frío del invierno y sobrevivir. Habrá quien piense que los que nos arrimamos al calor de los libros estamos —como Ceija— entre pilas de muertos. Pero no. Las hojas de los libros no se parecen a las que el viento arrastra por el suelo en el otoño sino a las que vibran verdes y llenas de luz en los árboles. Coger un libro es acercarse al calor y el fuego de los días. Leyendo «Valle de Alcudia» —la crónica de un viaje escrita por Vicente Romano y Fernando F. Sanz a finales de los sesenta— me di cuenta de cuánta vida hay en los libros. Mientras recorren los campos, los autores nombran las plantas y hierbajos que van encontrando en su camino: arvejanas y jaramagos, gamonitos, alcauciles y ceborrinchas… Sangre de toro, yerbamora, torobisco, verdelobo, matas de jaranzo… A pesar de ser extremeño y haber pateado mil veces las dehesas yo sería incapaz de diferenciar una encina de un alcornoque y para la hierba solo tengo la palabra hierba. Por eso me da la impresión de que hay cosas y plantas que existen y crecen solo en los libros y que adentrarse en ellos es hacerlo en la vida. Al hablar de libros en estos textos he contado también las cosas que me han pasado o me pasan porque leer es como hacer un viaje por un país extraño. Al atravesar un prado —escriben Romano y Sanz— se les pegó a las botas el polvo amarillo de las magarzas lo que me hizo preguntarme qué coño sería ese polvo de las magarzas… Yo solo conozco el que se posa sobre los muebles o el que se mete alguna gente por la nariz las noches de sábado. ¿Pero las magarzas? Me gustaría que existiera un libro con ese título —»El polvo amarillo de las magarzas»— que hablara de todas las cosas que solo existen en forma de escritura, como palabras pequeñas, casi intangibles… Como el polvo amarillo de las magarzas, sea lo que sea.

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El libro de los tres días de olvido

xxxHe leído en los lugares más extraños durante todos los días —excepto tres— de estos últimos veinticinco años: en la montaña bajo una ventisca de nieve, esperando pagar en la cola del supermercado o en un mirador sobre el abismo en el castillo de Loarre. También camino de casa al alba un poco borracho después de una fiesta o dentro del cine justo antes de que se apaguen las luces… Leí la mañana en la que me casé, aprovechando que tardé menos en arreglarme que Inma e, incluso un ratito esa misma noche, cuando volvimos como marido y mujer a la misma casa en la que habíamos vivido arrejuntados o amancebados, como decía de broma mi madre. La psicóloga que nos denegó el certificado de idoneidad para poder adoptar un niño —y que era una reencarnación de la señorita Rottenmeyer de la serie Heidi— hizo constar en su informe como uno de los factores que demostraban que no estaba preparado para la cosa del churumbel el hecho de que, cuando fue a buscarnos para la entrevista a la sala de espera donde nos aparcaron durante una hora, en vez de estar allí expectante u hojeando los folletos sobre la problemática del no sé qué que había en una mesita, me encontró plácidamente leyendo un libro que previsor había llevado… Ser paseante de perros es una bella profesión pero yo nací para pastorear libros, para sacarlos por ahí a airearse por las calles y los campos. Incluso aquella mañana en el hospital, cuando preguntaron si estaba allí algún familiar de Inmaculada B., tenía también un volumen en mis manos. Me levanté y acompañé al doctor hasta su despacho donde me esperaban cinco personas sentadas alrededor de una mesa redonda: todos con su bata blanca. No estaban tomando café ni echando una partida de cartas, aunque alguno tenía las manos sobre el tablero como si no supiera qué hacer con ellas o jugara con naipes fantasmales. Parecían niños a la espera de una reprimenda: serios y con pinta de no haber roto nunca un plato. Algo de la consistencia pesada y gris del propio mobiliario impregnaba todo haciendo que el paisaje que se veía a través de la ventana pareciera una escena de esas que hay a lo lejos en los cuadros de Patinir: pasaban muchas cosas tras el cristal pero eran pequeñas e inmóviles como figuras de un nacimiento. Yo miraba todo con la calma extraña de quien observa una pecera hasta que me di cuenta de que a uno de los de aquel extraño cónclave se le veía una camisa negra con alzacuellos bajo la bata, con una tirilla blanca que se deslizó como una serpiente por la habitación hasta alcanzarme y apretar también mi cuello, ya que aquel cura estaba allí —evidentemente— porque no había cura. Se hicieron las presentaciones ya que, quitando a Pilar de digestivo, yo no conocía a los de oncología ni al psicólogo clínico o al capellán (estos dos últimos estaban allí para poder elegir en caso de necesidad, al igual que en algunos bares tienen Pepsi además de Cocacola). Me dijeron que ya estaban los resultados de las pruebas, que no tenía que preocuparme y alguien me preguntó si teníamos hijos o papeles que arreglar. Luego, en la habitación en la que Inma estaba tan guapa con esos camisones de la seguridad social que descubren más que tapan, dejé mi libro en la mesilla y cambié por la de actor mi antigua vocación de lector. Creía que estaba haciendo un papelón en plan Marcello Mastroianni, pero en realidad estaba más cerca de tener la cara de Andrés Pajares en sus últimas apariciones en ¿Dónde estás corazón? Para todo tenía respuesta: la cosa estaba cogida a tiempo en su fase inicial (en realidad era terminal). El índice de supervivencia era del 93% (añadí el nueve), el tumor estaba muy localizado (y vaya si lo estaba, localizado en catorce sitios), y además era benigno como su tío (Benigno, el que desde su jubilación se entretenía haciendo la declaración de la renta de familiares y vecinos). Así tres días de mentiras… hasta que, con todo el miedo del mundo en los ojos, Inma me preguntó que si todo estaba tan bien por qué no leía. Como ya he contado al principio lo había hecho todos los días de estos últimos veinticinco años excepto esos tres. No fui capaz de contestar, se me olvidó lo de actuar y se me cayó al máscara así que rápidamente rescaté el libro que había abandonado en la mesilla y me puse a leer sentado al lado de la cama. Entonces, al ver su sonrisa, supe que se curaría, que verme enfrascado en las páginas le sentaba mejor que el taxon y el cisplatino de los ciclos paliativos.
xxxAquel libro que leí en la tercera planta del Hospital Virgen de la Montaña teniendo como fondo el traquetear de las camillas y los llantos que se escuchaban en la madrugada era la primera edición de 1919 de este «París bombardeado» de Azorín que ahora reeditan Biblioteca Nueva y Editorial Alfama.
xxxEl escritor, ajeno a las sirenas que anuncian los bombardeos sobre París, lee unas páginas del Quijote antes de dormir, oye risas en el pasillo y el lamento largo —plañidero— de las bocinas que anuncian las incursiones de la aviación enemiga… A veces escucha el silencio de la noche sobre la ciudad y, al despertar por la mañana, pasea, compra libros, se sorprende por la tranquilidad de unos gorriones que no se apartan a su paso, mira el cielo plateado y dulce o los árboles de las orillas del Sena. Estas páginas no son solo una lección de perfección estilística sino también una demostración de cómo las palabras pueden más que los relojes o las bombas. Al leer, —hacia el final del libro— «El tiempo me ha preocupado siempre, toda mi obra refleja esa preocupación de la noción del tiempo, de la corriente perdurable del tiempo deshaciendo las cosas…» fui consciente de que las palabras de Azorín no serían arrastradas por esa corriente, que las horas se quedarían refugiadas en sus orillas. Deberían comprar este libro los que dicen que no leen porque no tienen tiempo o los que lo hacen para pasarlo o matarlo porque hay en él instantes que no pueden medir los cronómetros, un tiempo que podrían acariciar y ganar. Gloria Durán me ha contado que al quemar una página de periódico en la chimenea, lo primero que arde son las partes no escritas porque la tinta protege las letras que sobreviven por un instante brillando en medio de las cenizas. Como brillan estas crónicas de Azorín que nos demuestran que no todo lo borrará la destrucción, los cañones o la enfermedad: que nos quedarán las palabras y los libros. En la portada de la edición de Biblioteca Nueva aparece la famosa fotografía en la que se ve a un hombre ensimismado que va a coger uno de una biblioteca de Londres arrasada por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. No es alguien indiferente al drama —como no lo es Azorín en el París de 1918—, sino un luchador que, al agarrar un libro —como hice yo en aquella habitación de hospital— detiene el tiempo y vence en la batalla.

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Castro Flórez, Javier. Lo que lee un editor. Murcia; Ed. Newcastle, 2020.

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UN POEMA DE MIGUEL POSTIGO

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AMOR SACRO Y AMOR PROFANO

Ella es lo etéreo, el alma, el sentimiento
sutil, la delicada inteligencia,
el callado fluir de la conciencia,
el amor, el dolor y el pensamiento.
Pero es también la carne, y los olores,
y la sangre menstrual, y las riadas
del cuerpo, y las palabras jadeadas
en la fiebre del coito, y el vientre, y la negrura
que oculta entre los muslos la fisura
que es fuente del placer y de la vida.
Carnal, tumultuosa, arrebatada,
y celeste, intangible, indefinid.
El animal y el dios. Ésa es mi amada.

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EL ORIGEN DEL MUNDO

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EL ORIGEN DEL MUNDO

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Felipe Benítez Reyes

No se trata tan sólo de una herida
que supura deseo y que sosiega
a aquellos que la lamen reverentes,
o a los estremecidos que la tocan
sin estremecimiento religioso,
como una prospección de su costumbre,
como una cotidiana tarea conyugal;
o a los que se derrumban, consumidos,
en su concavidad incandescente,
después de haber saciado el hambre de la bestia,
que exige su ración de carne cruda.

No consiste tan sólo en ese triángulo
de pincelada negra entre los muslos,
contra un fondo de tibia blancura que se ofrece.
No es tan fácil tratar de reducirlo
al único argumento que se esconde
detrás de los trabajos amorosos
y de las efusiones de la literatura.

El cuerpo no supone un artefacto
de simple ingeniería corporal;
también es la tare del espíritu
que se despliega sabio sobre el tiempo.
El arca que contiene, memoriosa,
la alquimia milenaria de la especie.

Así que los esclavos del deseo,
aunque no lo sospechen, cuando lamen
la herida más antigua, cuando palpan
la rosa cicatriz del brillo acuático,
o cuando se disuelven dentro de su hendidura,
vuelven a pronunciar un sortilegio,
un conjuro ancestral.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxNos dirigimos
sonámbulos con rumbo hacia la noche,
viajamos otra vez a la semilla,
para observar radiantes cómo crece
la flor de carne abierta.

La pretérita flor.

Húmeda flor atávica.

El origen del mundo.

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‘TERAPIA’, DE JUAN LÓPEZ-CARRILLO

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TERAPIA

A mí me hechizan
y me enamoran
la belleza
y la dulzura
de tus hermosos labios,
tanto los unos
como los vándalos,
tanto los que
me contagian
el molesto resfriado
como los que
después,
con sabor a ti,
medicinales
y arrasantes,
me lo curan todo.

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