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EDUARDO MITRE

Eduardo Mitre

 

 

VITRAL DEL SUR

La ventana mira hacia el sur,
a una noche de invierno.

El viento corre sin parar
–sin pasar–
en las calaminas del techo.

Se adivinan fuera
las agujas del frío,
las alcachofas encapuchadas
por la nevada en el huerto.

En torno al brasero,
voces familiares
caen en arabescos,
crepitan en las brasas.

Un niño desde su cama
contempla cómo las sombras
en la pared de su cuarto
se achican y se agigantan.

Lentamente el sueño
le desancla la mirada
y lo transporta días,
noches, años abajo,
hasta otro cuarto donde
a la luz de una lámpara
un hombre encorvado
revive estas imágenes

y abrazado al precario
neumático de las palabras
se desvive hasta el alba
por evitar su naufragio.

 

 

 

VITRAL DEL CONDISCÍPULO

Este recuerdo ha estado viajando
muchísimos años.
Hoy llegó apenas
como un náufrago.

No trae el nombre completo,
el apellido es Hidalgo.
Veo claramente sus ojos negros,
el mandil blanco
y el apagado
amarillo de la piel.

En su casa en penumbras,
inclinados sobre una mesa
cubierta de un modesto mantel,
hacemos juntos
las tareas de la escuela
a la luz de una tiznada
lámpara de kerosén.

Ahora, no entonces, me golpea
el rancio olor que cunde
por los cuartos difusos
con piso de tierra
y que lo mismo impregna
las puertas, las sillas,
el retrato de la virgen María
y de los santos en la pared.

No recuerdo a nadie de su familia,
no guardo más que el eco vago
de una voz que tosía
detrás de una cortina,
sin que osara yo preguntarle
si era la de su madre
o la de una tía.

Pero vuelvo a entrever los tinteros
de tinta roja y azul
y su mano diestra, ligera,
que surca las páginas del cuaderno,
dejando como una estela
su pulcra caligrafía.

No, no nos veíamos los sábados
ni domingos
pues no éramos amigos
sino simples condiscípulos
que se reunían los días escolares
bajo un pacto tácito,
insobornable,
entre los hijos de la pobreza
y los hijos de los inmigrantes.

 

 

 

VITRAL DEL TROMPO

Con su recuerdo en la mano
busco por la extensa ciudad
una calle, un patio
donde ponerlo a bailar.

Pero no los encuentro.

Tanteo el abrigo del pasado,
lo saco del bolsillo
y lo envuelvo con el cordel
desde su único pie
(finamente forjado
por el herrero del barrio)
hasta su cuello de buey.

Extiendo alto y atrás el brazo,
apunto bien
y lo clavo justo
en el centro del mundo.

Lo arrimo al oído y escucho
el sedoso zumbido
de su intensa respiración
dibujando
espirales veloces
como los astros y los pinos
de Van Gogh.

Siento el cosquilleo de su paso
por las líneas que dicen el destino
y cuido que no se caiga
en la zanja de los dedos
apartados por la artritis.

A poco empieza a ladearse,
a perder el paso,
a cabecear y tambalearse
como un borrachito,
hasta desmoronarse
como un payaso
en un triste final de circo.

Pero no nos pongamos
tan andaluces y amargos,
pues todo gira
y da muchas vueltas,
incluso el pasado:
así lo demuestra
el trompo de mi niñez
que en la palma
de mi mano trémula
está bailando otra vez.

 

 

 

VITRAL DE LA PELOTA DE TRAPO

Al cruzar por el parque
una pelota de cuero ha rodado
del césped al asfalto.
Apenas la alcé
se volvió en mis manos
una pelota de trapo.

La reconozco al instante:
hecha por dentro
de calcetines usados
y la superficie tersa
de medias de nylon.
Tal vez por eso
nuestros pies la retienen tanto.

Ahora nos hemos puesto a jugar
sin árbitro, en medio de la calle
sin asfaltar y llena de barro:
los dos hijos del zapatero,
los sobrinos del sastre,
los ayudantes del carpintero
y todos mis hermanos.

En el auge del juego,
a la luz ya débil de la tarde,
irrumpen los gritos de las madres
llamándonos a cenar.

Y obedecemos con desgano.

Me llevo la pelota bajo el brazo
cuando oigo voces de protesta:
miro a mi diestra y veo
a rubios muchachos parados
en el césped del parque
esperando que la devuelva.

De un puntapié la lanzo
y la pelota en el aire
vuelve a transformarse
en la pelota de cuero.

Y lleno de rabia y nostalgia
me alejo por la calle de asfalto.

 

 

 

VITRAL DEL PASADO

Nunca se quedó atrás nuestro pasado:
tenaz, entre intervalos de aparente olvido,
nos fue siguiendo los pasos, furtivo
como un ladrón detrás de los árboles.

Pasajero invisible en los viajes,
se embarcó con nosotros
en los trenes y aviones
que por deseo o fuga abordamos.

En los cuartos de los hoteles,
tras el azogue de los espejos
registró celestinamente
los cuerpos prohibidos que amamos.

A menudo, es cierto, perdió el sentido
(no las huellas) de nuestro tránsito,
pero siguió, indigente, recolectando
fragmentos de cuanto vivimos.

Sólo bastó que llovieran los años
y nos volviéramos lentos
para sentirlo sobre la espalda, con su talego
de calamidades y milagros.

 

 

 

Mitre, Eduardo. Vitrales de la memoria. Valencia; Ed. Pre-textos, 2007.

 

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