LIVERPOOL
LIVERPOOL
Sobre vuestros curtidos rostros de paloma endurecida,
sobre vuestras sonrisas de sal y vino agrio, ya sobre los duros cristales de la niebla,
está mi alma están mis ojos, amigos,
y sobre el último dolor de la tierra,
y sobre el último dolor de mis manos tanteando el duro cemento de una puerta vacía,
y sobre la última agonía de las aguas está flotando mi corazón, señores, mi corazón.
Por favor, abridme paso, dejadme cruzar este túnel de plomo,
que quiero ser el primero en llegar con mi sangre a los muelles de Liverpool.
Amigos, vosotros que os perfiláis como aletas de pescado
sobre las últimas esquinas de los buques;
vosotros que de cada rincón saltáis de una bodega a otra
como sapos de azufre ardiendo, como tristes pezuñas de lagarto,
para husmear el rojo carbón de las calderas,
para darle vida al hierro como al alba le dais su fruto,
para darle aliento al agua que se aleja para siempre de la tierra,
del polvo que tanto amáis tras unos ojos,
decidme que puedo soñar en vuestros rostros de ceniza
y en vuestras sucias calles de alquitrán, y en vuestros hogares de nata corrompida,
y echar la raíz de mi sangre como un ancla sobre vuestras jurisdicciones marítimas,
porque además de ser un hombre como vosotros, soy un poeta,
y un poeta es un corazón más sobre la niebla del mundo.
Por favor, abridme paso, que quiero ser el primero en saludar con mi sangre vuestras sonrisas de azufre,
vuestras mujeres de estopa. Por favor, abridme paso.
Oh, Liverpool, Liverpool.
Amigos, sobre este puerto extranjero están ya mis pies
que se hunden conmovidos sobre las duras baldosas, como tiernos tallos contra el fango.
Podéis comprobar que aún mi boca está en mi cara,
y que mi lengua no es una bala de algodón sobre el muelle,
y que mi vientre no está hinchado por el vino,
y que mis manos no han rastreado aún los senos de vuestras mujeres,
y que aún no han besado sus cuerpos sudorosos mis labios de martillo.
Oh, Liverpool, Liverpool.
Mi cuerpo es negro, amigos, bajo vuestros dormidos ojos de cielo alcoholizado,
bajo la tibia luz de los faroles que aspiran a ser estrellas
de otros lejanos ojos que se hunden dulcemente en las aguas.
Oh, Liverpool, Liverpool.
Y no es más que un triste cargamento de pescado que se pudre,
y yo en sus piedras, un poeta que se cansa de sus mujeres y de sus calles.
Oh, Liverpool, Liverpool.
Oliendo a sudor y a manos que se aburren en un vaso turbio de ginebra.
Sobre fardos de algodón y de lino y de murciélagos,
o bajo la húmeda lona que cubre las mercancías,
duermen cuerpos humanos, brazos y piernas y cabezas de plomo,
bajo la luz y bajo la niebla y bajo las sirenas que penetran hasta sus oídos de lumbre enferma.
Eh, tú, que viene el alba como un tren descarrilado desde las últimas colinas del mundo.
Ya las cubiertas se apagan, y a lo lejos sólo brillan las estrellas
y del otro lado las tristes luces de vuestras calles,
y aquella boca fría de accento inglés,
y aquellos cabellos amarillos de lengua extraña.
Oh, yes, yes, miss Fly, I need you.
Sí, pero hemos de separarnos como la niebla que abandona los altos puentes del mundo.
Un trasatlántico saludo, boy.
Oh, Liverpool, Liverpool.
Las mismas aguas untadas de aceite y las mismas carnes de acero sobre ellas flotando,
y las mismas gorras sobre idénticos cráneos de agua y sal,
y los mismos brazos con sus anclas de tinta y sus sirenas desnudas,
y un triste corazón en una esquina del brazo, oculto como un perro frío,
y los mismos gestos, y las mismas fatigas, y los mismos saludos,
y los mismos ojos que lloran la ausencia de otras carnes.
Ah, pero yo soy sólo un poeta sobre estas calles,
sobre esta simetría exacta, donde cada zagúan es un vómito de vino,
donde cada cabeza es una bola de acero hundida sobre los hombros,
donde cada esquina es como un filo de navaja, donde cada portal es un grupo de sangre,
un vaso de sangre a la intemperie,
donde en cada ventana una joven inglesa se desnuda fríamente,
donde una sombra de vino se pasea por los muelles ofreciendo una bandeja de labios cortados,
ya enlazados en un nudo de sangre y de armonía,
donde yo, entonces, cubro mi rostro en otro rostro para buscar el mío,
exactamente el mío.
Ah, pero el aire es frío y penetra por mis carnes duramente
y ya el alba en mis ojos duramente se agrupa, y entonces me incorporo
y alargo hasta la bruma mi lengua española
y cuelgo mi esqueleto sobre un árbol para siempre de mi carne.
Oh, Liverpool, Liverpool.
Good bye, miss Fly, mis extraños amigos, good bye.
Oh, Liverpool, Liverpool.
EL NÚMERO 12
A las doce,
cuando los guardias abandonan las esquinas para naufragar en los rincones de una boca,
quisiera verte;
quisiera verte, ya en el sonido espeso que dan los metales
cuando exactos se hunden en el centro de una plaza vacía, aún con ese olor
de los niños que juegan, de la rosa pisada;
o paseante por los últimos muros de un cementerio que cruje,
a dos pasos de tu lecho,
o en ese olor pesado de las calles oscuras, donde,
tras la inocencia de los cristales se disuelve un rostro enfermo,
y unos ojos enteros se vierten en las frías baldosas de unas espaldas,
o junto a la sal amarga de una puerta que se cierra de pronto,
porque así sabrás cuánto pesan las campanas en el corazón de los hombres
a esa hora que navegan huérfanas por la noche;
porque así sabrás cuántas sombras husmean vigilantes las esquinas
y apoyan sus cabezas sobre el duro pavimento de sus propias almas,
y el por qué se interrumpe el tráfico, y en un charco se te vacía el rostro suciamente,
y en los bolsillos se te pudren las manos;
porque así sabrás que un buque zarpa con los riñones deshechos
a la media noche exactamente,
y una docena de rostros huyen de sus hogares
para beberse el jornal en una inmunda taberna y sobarse tristemente las rodillas
con la mano izquierda de sus desgracias;
y el por qué una joven elegante se te sube a los labios por un vaso de leche oliendo a sangre.
Sí, a las doce quisiera ver tu rostro bajo un portal
en espera de una mano o de unos ojos que te miren dulcemente,
o bien bajo el áspero sonido de los relojes que sólo viven para verte,
para hundirte en sus lentas maquinarias,
o bien bajo la lluvia inadvertida que equivocadamente se hunde por tu carne,
o bien bajo la luz que azota el viento, cuando las estrellas
dejan de ser lo que son, y sí una cosa más de nuestra vida; a las doce,
ya sin la dulce lana que siempre has disfrutado,
con la sangre limpia al aire libre, quisiera verte,
a las doce,
cuando el mundo desconoce su rostro
y se hunde silencioso en el mar, quisiera verte,
quisiera verte. Adiós. Buenas noches.
Millares Sall, José María. Liverpool. Madrid; Ed. Calambur, 2008.