BUCEADORES DE LA PIEL
JARDÍN NOCTURNO
Tu boca, una mano
ante mi boca.
Imantados a la tierra, soñamos
con el océano: empapados de sudor,
exhaustos, olores de jardín
perturban nuestro sueño marino, romero fresco
a treinta millas de la costa española. La hierba alta
mece los fondos de nuestra barca.
Seguimos una secuencia
de intrincados aromas como una melodía,
navegamos por tierra, por mar, seguimos
la acústica de las montañas,
el gorjeo del instinto en la oscuridad –
Siberia, África y vuelta –
pistas fosforescentes nos guían para fondear,
restos de luz de luna devorada por las olas.
Al otro lado del césped flota una ventana encendida.
Orlada de altramuz. Recuerdas
una ventana abierta, música árabe
entre las hayas húmedas. Sabemos que nos estamos moviendo
a una velocidad tremenda, que si se pudiera ver,
las estrellas serían la mancha
de la velocidad. Pero todo está inmóvil,
maniatado. En el jardín nocturno
la luz es un grito mudo.
Desnudos en medio de la ciudad
brotan decididas de nuestras bocas las estrellas.
NO HAY CIUDAD QUE NO SUEÑE
No hay ciudad que no sueñe
con sus orígenes. En las manos de los ladrilleros
se desintegra el lago desaparecido,
el fondo del barranco donde la memoria de los ríos
quiebra la extensión de luz. Todos los inviernos
almacenados en ese jardín
geológico. Los dinosaurios duermen en el metro
entre Bloor y Shaw, una cama de huesos
bajo el eco de los rieles. La tormenta
que encendía la ciudad con el voltaje
de la primavera cuando teníamos dieciocho años
sobre la tierra lisa. El ferry surca la lluvia,
el viento se humedece con la música de una boda y la canción
del carbono en la piedra y el hueso
una carta de amor que el viento suelta de la mano, sin leer.
Michaels, Anne. Buceadores de la piel (Trad. Jaime Priede). Madrid; Ed. Bartleby, 2003.
EL PESO DE LAS NARANJAS & MINER’S POND
PROFUNDIDAD DE CAMPO
xxxxxxxxxxxxxxxxx«La cámara nos libera del peso de la memoria…
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxregistra para olvidar».
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxJohn Berger
Ya nos hemos contado una y otra vez la historia de nuestras vidas
cuando por fin llegamos a Buffalo.
Sale un sol difuso y prehistórico
sobre las cataratas.
Una mañana blanca,
el sol salpica de pintura el parabrisas.
Conduces, fumas, llevas gafas de sol.
Rochester, Capital de la Fotografía de América.
Apagando un puro en la tapa de la cajita de un rollo,
el agente de seguridad de Kodak nos indica el camino.
El museo es una mansión en gran angular.
Desde el césped de la entrada miras las ventanas del segundo piso,
transformas mentalmente cuartos de baño en cuartos oscuros.
Un millar de fotos después,
agotados de adivinar el movimiento
invisible de la mente que eligió el encuadre de cada foto,
echamos la siesta en el parking de un instituto
mientras el sol se reclina como los árboles
sobre el capó caldeado del coche.
Volvemos a casa. La luna tan grande y cercana
que mancho el parabrisas dibujándole un bigote.
Te hago cosquillas en el cuello para mantenerte despierto.
No recuerdo nada de nuestras vidas anterior a esta mañana.
Salimos de la ciudad de noche y regresamos de noche.
Compramos frutos secos y flotamos tranquilamente por el vecindario,
árboles frondosos que se lavan en la exuberante oscuridad
o a la íntima luz de las farolas.
Es verano y el aire de la noche se carga de nuestros olores,
aguijoneado por la fragancia verde de los jardines.
El calor no se irá del pavimento
hasta que sea casi de día.
Te amé todo el día.
Tomamos la vieja y familiar Autopista del Encuentro,
comenzamos el largo viaje del uno al otro
como a nuestra ciudad con todas sus luces encendidas.
FLORES
Hay otra piel dentro de mi piel
que se ajusta a tu tacto como un lago a la luz;
que desliza su memoria, su lenguaje perdido
dentro de tu lengua,
borrándome para hacerme de nuevo.
Justo cuando el cuerpo cree saber
los caminos para conocerse a sí mismo,
esta segunda piel sigue buscando sus respuestas.
En la calle – las sillas de los cafés abandonadas
en las terrazas, los puestos del mercado vaciados
de su viva luz,
aunque el pavimento todavía respire
uvas y melocotones –
como la luz de todo lo que crece
en la tierra recién removida,
cada partícula de mí se ajusta a tu tacto,
el viento envolviéndonos las piernas en mi vestido,
tu camisa deshaciéndose en flores por mis manos.
Michaels, Anne. El peso de las naranjas & Miner’s Pond (Trad. Jaime Priede). Madrid; Ed. Bartleby, 2001.
LOS REGALOS DE LOS AMIGOS (VI)
Ayer llegó Pepo a Murcia, donde tenía que hacer un reportaje, y como las cosas están como están le sugerimos que se podía quedar en casa y así se ahorraba el hotel. Lo hizo. Y a mí me regaló los libros que pueden ver en la imagen (algunos de ellos son auténticas joyas de coleccionista, como el libro de Richard Aldington).
Y creo que mi biblioteca personal ha aumentado varios enteros (hablo de calidad, por supuesto).
Comentaré algo sobre ellos próximamente, en cuanto los lea y los digiera mínimamente.
Pepo: gracias.
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