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DIARIO DE UNA ENFERMERA

Diario de una enfermera

 

De este libro, ‘Diario de una enfermera‘, no puedo decir otra cosa que no sea que si aún no lo tienen, deberían hacerse con él como fuera, así su biblioteca subiría varios enteros. Los que tuvimos la suerte de ver a Isla Correyero en la presentación del libro salimos en estado de shock y desde entonces no dejamos de recomendar el libro. Aquí tienen varios poemas.

 

28 de septiembre de 1993

Inclino la cabeza para que nadie sepa que ya no soy humana.

Debemos pasar inadvertidos.
Todos los enfermeros provenimos de una raza de autómatas.

Afuera, llueve sobre la Clínica.
Un polvo pegajoso, negro y denso, cubre los coches y los impermeables.

Dentro, cada gramo de antibiótico es aplicado con indiferencia.
Un buscador de oro recorre la zona de los mortuorios.

Los científicos vacían a los animales.

Ya no conozco a nadie que pueda ser humano.
¡Hay tanta muerte y tanto olor a muerte!

Esta mañana han enterrado a un mono y a un hombre…

Aquí sólo existe la lluvia negra de la muerte en los pasillos.

 

 

 

MUERTE DE UN NIÑO. 5 de enero de 1994

Es misterioso ver morir a un niño enfermo.
(La piedad no existe para quien observa la belleza).

Su corazón continúa deslumbrando la cama. Durante el dulce ejercicio del pecho desnudo, la boca contiene una profunda sombra que alienta todavía.

No pesa nada un niño cuando se está muriendo. Es una leve pluma que va cayendo a un patio y, como cae la nieve, se aposenta en la noche.

¡Oh pequeño empujado! ¡Rey deshaciéndose, valientemente serio!

Tus lívidos temblores aún están recibiendo las palabras queridas. Tus dedos casi azules quieren tocar el aire.

Por obra de la luna un almendro florece.

Al lado de la cama ya hay vibración de hierba.

El polvo de la muerte te ha cambiado los ojos y caes, sin movimiento, al último latido.

(La piedad no existe para quien estudia la belleza).

 

 

 

EL DESMAYO. 21 de marzo de 1994

La imagen me viene a la memoria como una ráfaga de dolor y de oro.

16 años, Mario, de cabeza pelada, tormenta de amarillo su cuerpo derrumbado,
allí los largos brazos en el suelo, las piernas traicionadas de atleta submarino,
allí, allí, en el suelo del pasillo,
competencia del hueso y la verdadera dureza de la tierra,
el olor confuso y oscuro de la juventud y la belleza confundido con la quieta propietaria de la enfermedad.

Nosotras le tomábamos el pulso y le llamábamos para que regresara del pozo de la luna.

También el celador tuvo un gesto de amor al recogerlo del suelo
y abrazarlo
para ponerlo en la silla de ruedas y llevarlo a su cama…

¡Qué desmayo arqueado!, colgando la cabeza, esquivando el espacio de la muerte
para llegar a los ojos afligidos de su padre y la hermana y abrirse a una visión de estrellas de ceniza.

Era el comienzo de la consecuencia que vendría después de cerrarse la habitación y aparecer la madre absolutamente consumida por el llanto,
desgarrada
como un diverso animal que se movía sin saber dónde ir,
buscándose la detención de las lágrimas
y venir hacia nosotras para decirnos, muerta de convicción:

«Se me está apagando como una velita. Se me está apagando…»

 

 

 

LA AMBULANCIA. 15 de abril de 1994

Me han elegido para entrar en la muerte de una niña.

La ambulancia transcurre por la carretera con su memoria de meteorito. De Madrid a Gerona nos ganará la noche.

Yo controlo los brazos de la enferma desnuda y reviso el pliegue cabalístico y frágil de su garganta afónica.

El suero cae buscando la vena azul de su radiografía.

Brilla el oxígeno sobre mis guantes blancos y dibuja inscripciones en mi nariz poética.

El misterioso conductor nos mira desde el poniente imán de su espejo difuso.
Los cohes que cruzamos van vivos de miradas poderosas.
Se agradece la marcha vigilante que, de pronto, sobre el cristal central,
la nieve nos choca como un sueño.

Yo comienzo a temblar porque mi enferma me ha hecho una caricia sobrehumana.
Sus ojos de dolor de cuatro años están terriblemente abiertos y distintos.

Tengo su mano agonizante y fría sobre mi muslo tenso y absoluto.

Me pide a su mamá, su voz de agua: agua, agua.

Dieta absoluta son ya las lejanas órdenes del médico.

Agua y amor me pide la que muere.

De una bolsa de suero glucosado le doy a la privada criatura un sorbo,
un sorbo lento.
Traga,
traga,
mi amor,
mi amor,
mientras me acuesto a su lado
besándonos, me muere.

La ambulancia prosigue su camino hacia un lugar que no existe en el mundo.

La madre esperará cien noches, aterrada,
en la terraza.

 

 

 

17 de mayo de 1995

Mi joven y vertiginoso padre ha ingresado en la UVI, tocado por la muerte.

 

¡Oh, sus párpados negros, sus números azules!

 

 

13 de junio de 1995

Mi padre ha muerto el día 13 de junio a las 13 horas y 13 minutos de este 1995 azul.

 

Ha cambiado el mundo, el añil de las cosas.

 

Todos hemos pasado al frío vertiginoso de los abandonados.

 

 

 

PARA QUIÉN ESCRIBO. 10 de octubre de 1995

Mi hijo de diez años me ha preguntado para quién escribo.

Mi palabra sale de la afonía de una guardia, de un sufrimiento crónico.

Escúchame, Paolo, yo quisiera escribir para todos los que sufren en esta larga galería de la muerte.
Para los que lloran por el clima y desfallecidamente caen entre las sábanas mojadas.

Para las madres que nunca acaban de perder al hijo estremecido y permanecen a su lado las horas eternas de las tinieblas.

Escribo para los ancianos sin sucesión ni campos de manzanas que llaman solitarios a los timbres temblando por su incontinencia.
Para el bálsamo de su inmovilidad escribo en el lavatorio de sus heces.

Escribo, Paolo, para las alas fosfóricas de la guadaña que pasa cada noche sobre el piso noveno y deja caer su cucharón de palo para comerse al más ausente.

Para los hijos, escribo, los hijos que fuman los cigarros amargos a escondidas y lloran lágrimas nerviosas porque aún no han accedido a la soberanía de la enfermedad.
Para las hermanas levísimas que besan en los labios y en los dedos la amarilla delicia de la fiebre de su hermano.

Dulce niño que no comprenderás ahora estas palabras que levanto:

Para los enfermos atados a las camas que ven las rápidas transformaciones de la luna y las tortugas.

Para las esposas continuas que sólo van a casa a lavarse el olor y la vertiginosa lucidez de los zumbidos.

Escribo, Paolo, para el amante que no podrá entrar a besar a su amado y que sufre llamándolo, sin voces: amor mío, amor mío.

Escribo, Paolo, para valorar el trabajo de las limpiadoras que renuevan el hospital y el ruido de la orina.

Para los delicados y sorprendentes celadores, las voladoras cocineras, los peluqueros ágiles, los dóciles suplentes.

Para las enfermeras azules de la eternidad y sus ayudantes, los médicos humildes.

Para los estudiantes que vienen a devorar la enfermedad con su infantil y entusiasmado volumen de primero.

Para la paciencia y la misericordia escribo.

Para declarar que el olor de los medicamentos y las deyecciones precipitan las tragedias.

Para los transplantados, los locos, los quemados, los absortos en el estrabismo de la muerte.

Querido niño azul, yo escribo para los animales que trabajan en el ovillo de la hierba y nunca acaban de vagar por el animalario.

Y sobre todo, sobre todos los seres de este mundo, yo escribo para él, tú ya lo sabes, para él, que se ha ido en esta primavera y se ha llevado todo mi derrumbado diccionario de la medicina.

 

 

Correyero, Isla. Diario de una enfermera. Madrid: Ed. Huerga y Fierro, 1996.

 

  1. josecarlosarenas
    enero 29, 2013 a las 4:18 pm

    Me_hare_con_el_gracias_por_la_info
    Gracias_por_todos_por_leer_mi_blog._Estoy_a_punto_de_editar_un_libro_de_poesia.

  2. enero 30, 2013 a las 6:21 pm

    Si lo haces, disfrutarás con un gran libro de poesía.
    Cualquier información sobre tu libro será bien recibida. Suerte.

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