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Posts Tagged ‘newcastle ediciones’

TODO SOBRE K (y III)

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2015 – 2019

xxLa gata sale a la puerta a recibir a M.A., como haría un perro. Sólo le falta menear el rabo. Ella también la ha echado de menos, qué duda cabe. Y ahora caigo en la cuenta de que la gata y yo nos hemos ignorado mutuamente a lo largo de lo que va de día, a pesar de que lo habitual es que ella busque mi compañía y yo lo agradezca. Pero se ve que este juego de acompañamientos mutuos es triangular: si falta uno de los tres elementos implicados, los otros dos quedan también desconectados, hasta que gira una llave en la puerta y los engranajes del afecto, tan complicados, se recomponen. (24/2/2018)

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xxLeo en un periódico que, si los gatos fueran más grandes de lo que son, no dudarían en devorar a sus dueños. Lo que no deja de ser una tontería: si fuéramos del tamaño de un ratón, evidentemente un gato no vería en nosotros otra cosa que una presa fácil. Queda además la cuestión de por qué los gatos, a diferencia de otros animales no mucho más grandes, no tienen el instinto de agruparse en manadas para cazar presas mayores que ellos. Cabe pensar que se ajustan a una calculada ley del mínimo esfuerzo; y que, en ese esquema de supervivencia cómoda, han encontrado en nosotros sus mejores aliados. ¿Para qué querrían comernos, si tienen en nosotros a unos servidores absolutamente devotos? Quede ese trabajoso empeño para los perros, que sí pueden llegar a ser muy peligrosos en estado salvaje, o para las hienas. Los gatos son demasiado orgullosos para caer tan bajo. (6/3/2018)

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xxHemos venido a este «polígono» lleno de establecimientos relacionados con el estilo de vida de quienes viven en las urbanizaciones circundantes —de ahí la proliferación de tiendas de mobiliario de jardín, de artículos deportivos o para mascotas, etcétera— a comprar un arenero para K.: el suyo estaba ya deteriorado y generaba suciedades y malos olores. Elegimos uno de los más baratos —los hay que tienen el precio de, pongamos, una maleta de Armani— y nos asombramos, como los parientes pobres a los que invitan por primera vez a una boda en un restaurante caro, de la gama de lujos disponibles para las mascotas de quienes pueden permitírselos. Y me he acordado, por esos atajos en los que a veces se empeñan en adentrarse los recuerdos, de la época en la que yo trabajaba no lejos de aquí, en lo que fue durante cuatro años mi primer destino docente.
xxEran tiempos, en lo que a obligaciones laborales se refiere, considerablemente más relajados que los actuales: lo que en el gremio llamamos «horas de guardia», por ejemplo, que hoy se asocian a una serie de cometidos reglamentados y prácticamente ineludibles, en aquella época eran simplemente horas sin obligaciones prefijadas y no había mayor inconveniente si uno decidía emplearlas en darse un garbeo en coche hasta la venta o bar de playa más cercanos; y si el hueco en el horario lo permitía, el radio de esos paseos se ampliaba considerablemente, siempre a lo largo de la costa, en una escala que incluía Sancti Petri como primera parada, a diez minutos del punto de partida, la Barrosa a quince, o, más allá, las calas de Conil, El Palmar, Caños de Meca o incluso la ensenada de Bolonia.
xxLuego dejé de frecuentar la zona; sólo de vez en cuando vamos a El Palmar, que sigue siendo una de nuestras playas preferidas. El implacable avance de la urbanización hizo el resto: de Chiclana a Conil, lo que fueron inmensos pinares que se extendían hasta el filo mismo de las dunas, frente al mar, han sido sustituidos por hoteles y urbanizaciones. La ruta lineal entre el instituto donde yo trabajaba, al filo del pueblo, y las mencionadas playas se ha convertido en un laberinto en el que es fácil perderse. Por eso, aunque la compra del arenero de K. nos ha proporcionado el pretexto perfecto para dar un paseo por la zona, el resultado ha sido más bien desconcertante. Salimos del «polígono», bordeamos el pueblo por una nueva carretera de circunvalación y nos hallamos ya en el punto de partida de ese viejo eje costero que yo recorría con fruición a mis veintitantos años, con mis primeros sueldos en el bolsillo y bajo el espejismo de que la vida iba a ser tan desahogada como la existencia suburbana que ya empezaba a atraer a esa zona a la clase media local.
xxNos costó, desde luego, encontrar la vieja carretera en el laberinto ahora urbanizado. Y luego, ya en la línea de costa, lo complicado fue dar con un sendero que nos permitiera atravesar la hilera de hoteles y acceder a la playa. Que sigue siendo inmensa, como lo era cuando yo, en ocasiones, fiándome a la soledad de esos parajes, me bañaba desnudo en ella. Ahora hay duchas, chiringuitos —uno cada quinientos metros, más o menos— e inmensas multitudes. El nivel es alto: una lata de cerveza cuesta 2.70 euros. Y, aunque parezca una exageración, traída aquí para abonar una tesis preconcebida, puedo dar fe de que la familia congregada en torno a la sombrilla más cercana a nosotros estaba tomando como aperitivo… ostras —lo que, a pleno sol y en público, no deja de ser más bien ostentoso, amén de un tanto arriesgado—. También me pareció, por contraste con mis recuerdos de nudista ocasional, que estábamos en una de esas playas que en los ambientes conservadores llaman «familiares», curioso eufemismo para indicar que en ellas no se practica el nudismo y ni siquiera está demasiado bien visto que las chicas se exhiban en topless. Pero eso fue una impresión errónea, dictada por el hecho de que era temprano y la gente más joven y desinhibida no empezó a llegar hasta pasado el mediodía.
xxPero uno no quería dejar anotado aquí un juicio más o menos extemporáneo sobre el turismo actual y las actitudes de la clase media pudiente, sino simplemente hacer constar, después de treinta años sin venir por estos lugares, mi sentimiento general de… desubicación. Ahora todo me parece raro, desviado o como desplazado a esferas de la vida de las que uno se mantiene voluntariamente apartado. Y eso no se refiere sólo a lugares. En fin: K. tiene su nuevo arenero y nosotros, por el mismo precio, una dosis extra de melancolía.
xxDespués de este paréntesis, he vuelto hoy a lo que ha sido siempre mi modo habitual de pasar el verano: lecturas, acuarelas, paseos al atardecer. Pero lo hago, que conste, con cierta mala conciencia. no es posible que todo ese otro mundo rutilante y caro, y parece que sustentado en sólidos principios, esté del todo falto de razón. Eso piensan muchos y a lo mejor el equivocado soy yo. (23/7/2018)

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xxLa compañera joven nos muestra con ufanía la cacharrería electrónica que lleva consigo y de la que pondera su utilidad y eficacia. Miro a mis otras compañeras, todas ellas más o menos de mi edad y, como yo, muy poco dispuestas ya a aprender trucos nuevos, como los gatos viejos —aunque una que yo me sé no ha querido aprender trucos nuevos ni siquiera cuando era joven—. Y recuerdo la misma escena hace ¿diez años tan sólo?, cuando era yo quien, a mis cuarenta y tantos, acababa de llegar y pretendía sacudir con mis ideas la mentalidad asentada de mis compañeros al filo de la jubilación. ¿Ocupo yo ahora la posición que ellos ocupaban entonces? ¿Doy esa impresión de desinterés y rutina? Creo que no, no todavía al menos. Pero tendré que vigilarme. (11/9/2018)

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xxEs una suerte que el piso haya permanecido hasta ahora inmune a las cucarachas que, por lo que he podido constatar, infestan las calles adyacentes. Pero a lo largo de la última semana han entrado dos, creemos que por el balcón, empujadas quizá por las calores. Una la descubrí yo, la otra la gata. En ambos casos dimos buena cuenta de ellas. Y ahora nos miramos los dos con un gesto de complicidad, como diciéndonos: «Bichos a nosotros…». (17/9/2018)

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xxLa respiración de una enorme bestia dormida, pero igualmente amenazante: así el soplo que llega del mar en estos días de inminencia de tormenta, después de las calores impropias de las últimas semanas. Por las noches dejo todavía la persiana a medio echar. Y duermo como lo hace la gata acurrucada a mis pies: en la certeza de que una criatura de especie distinta a la mía y con reacciones que sólo a medias podría yo prever no se decide a sacudirse mi compañía y, en la confianza entre desiguales así generada, de algún modo me brinda su protección… Sí, es justo eso: a la gata seguramente no le cabe la menor duda sobre quién protege a quién. (11/10/2018)

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Benítez Ariza, José Manuel. Todo sobre K. Una gata en un diario. Murcia; Newcastle ediciones, 2020.

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TODO SOBRE K (II)

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2009 – 2014

xxPara quienes tenemos cierta afición a la glosa —y qué literatura no lo es—, un libro como El arca de las palabras, que nos regaló su autor en la visita que le hicimos ayer, no deja de ponernos en el poco airoso trance de tener que reprimirnos, porque hay brevedades que, glosadas, lo pierden todo. Como ésta, por ejemplo, que copio aquí en homenaje a K. y al gato del autor: «Hay cosas de las que nunca se habrá dicho la última palabra: la luna, la rosa, el gato». (3/2/2009)

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xxDespués de ver en la noche carnavalesca, todos estos ramilletes de muchachas disfrazadas de gatos, o de gatas —que es el disfraz más simple y más acorde con la naturaleza alocada de esa edad: maillot negro, medias negras, orejitas, bigotes pintados, rabo—, cuando vuelvo a ver a K. le descubro no sé qué nueva faceta oculta de muchacha en flor. Ella, la gata, también parece a veces ante nuestros ojos como disfrazada de todo aquello que queremos ver en ella, y que ella no es. (1/3/2009)

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xxLa gata dándole la espalda ostentosamente al televisor, que no le llama en absoluto la atención, pese al ruido que hace, y con la mirada perdida en las oscuridades de la noche. Como dándonos una lección que, sin embargo, no aprovechamos. (6/5/2009)

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xxK. no sabe mucho de libros. Pero sí tiene claro que hay algunos que ni siquiera le valen para rozar el lomo con ellos. (19/5/2009)

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xxAhora ha descubierto una nueva diversión. Cuando me siento en el sillón que da la espalda a la entrada de la sala, se acerca sigilosamente a mi asiento, por detrás, y empieza a afilarse las uñas inmisericordemente contra la tapicería de cuero, a sabiendas de que yo inmediatamente alargaré el brazo en un manotazo para impedirle el destrozo. Cuando lo hago, se lanza contra mi extremidad como si se dispusiera a derribar una presa de su tamaño, y allí la aguanto, enzarzada en una pelea con mi brazo, sin clavar las uñas ni apretar los dientes, pero exhibiendo todas las poses y actitudes de quien está convencida de su superioridad. Peor es lo mío: esta felicidad de saberme, durante unos minutos, un rival digno de ella. (21/5/2009)

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xxK. saca a relucir ante los extraños un repertorio de sonidos y gestos fieros absolutamente desconocido para nosotros. Pero con algo muy suyo: más allá de esos gestos y sonidos, no hay nada: no araña, no muerde, no hace daño a nadie. En eso es muy de la familia. (22/6/2009)

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xxEl maullido de saludo de K. (moooo-ó), a nuestro regreso, tiene casi la misma modulación que nuestro modo de decirle «Hooola». Con lo que cabe preguntarle quién imita a quién. (2/9/2009)

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xxK. se ha criado como una gata de dos casas y hasta ahora no parecía sentirse extraña en ninguna. Pero también los gatos pierden esa bendita adaptabilidad de los jóvenes. Y, como los adultos, desarrollan una predilección justo hacia aquello que la realidad les veta disfrutar a su antojo. Y la casa que echa de menos es siempre la otra. (8/9/2009)

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xxC. me avisa, horrorizada, de que K. ha vuelto a las andadas e intenta cazar un pájaro en el balcón. Le digo que no intervenga, porque más de una vez, al sufrir un sobresalto —por ejemplo, ante el estruendo de la persiana echada—, la gata se ha lanzado a los barrotes, con serio riesgo de ir más allá y caer a la calle. Pero luego pienso que en mi actitud hay un elemento de irresponsabilidad, motivado por el deseo, nada inconsciente, de que nuestra gata se porte como lo que realmente es, un felino con instintos de cazador, y experimente de nuevo la descarga de adrenalina correspondiente a una presa lograda. Alguno dirá que a mí qué me va en esto. Yo también me lo pregunto. Para la gata, como para mí, seguramente ya no hay vida más allá de sus rutinas establecidas: su dormitar a mis pies, a la hora de la siesta, su deambular por los distintos descansaderos que se ha ido procurando en la casa, sus carreras nocturnas en pos de una quimera. Que alguna vez una de esas quimeras cobre alas y tenga sangre caliente no deja de ser, incluso para los instintos bien afinados de la gata, una extraña sorpresa. (19/11/2009)

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xxA K. le inquieta el mal tiempo. Se acerca al balcón, se alza sobre sus patas traseras y golpea el cristal con las manos. Es su gesto habitual para darme a entender que desea que le franquee el paso. Así lo hago. Pero, antes de exponerse a la dura intemperie, otea desconfiadamente la apertura. Llovizna. O, más que lloviznar, parece que las gotas finísimas, sustentadas en su propia ligereza, flotan en el aire. A la gata esta manera de llover no le parece del todo intolerable. Sale al balcón y bebe de la fina película de agua que cubre las losetas. Entre la aversión que le produce mojarse y el instinto que le lleva a identificar todo aquello de lo que pueda beneficiarse ha triunfado lo segundo. Bebe, digo yo, como lo hace un animal salvaje cuando encuentra la ocasión de hacerlo. Pero apenas he tenido tiempo de garrapatear estas líneas —este apunte del natural, por así decirlo— cuando vuelvo a sentir sus manos golpeando el cristal, esta vez desde fuera: ya ha tenido demasiado y desea volver al calor hogareño. Le abro el balcón de nuevo, como al hijo pródigo que regresa. Ya sé, ya sé. El mundo exterior sólo merece, a veces, ese maullido de reproche.
xxY, no sé por qué, me acuerdo de mi estado de ánimo de anoche, cuando volví de la larga sobremesa de copas que siguió al almuerzo navideño con mis compañeros de trabajo. Esa larga caída, coincidente con el descenso del nivel de alcohol en la sangre, de la euforia a la depresión. También a mí, como a la gata, las incursiones en el exterior me dejan a veces malparado. (23/12/2009)

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xxMe cuenta M.A. que ha leído que en cierta residencia de ancianos tienen un gato que se anticipa a la muerte de los internos y la anuncia mediante el procedimiento de irse a dormir con quien va a morir en cuestión de horas. Creo que haría todo lo posible para alejar de mí a un animal tan aciago. Y, mientras lo escribo, observo de reojo los movimientos sinuosos de K. A veces parece que me ronda como si supiera cosas sobre mí que sólo ella ve y que jamás diría, incluso si pudiera. (4/2/2010)

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xxCon ánimo un poco catastrofista veo Soy un fugitivo (I am a fugitive from a chain gang) de Mervyn LeRoy: la tragedia de un hombre bueno, víctima de una sociedad que no ofrece asideros, ni oportunidades para rectificar. Frank Capra hubiera resuelto esta sombría historia con una apoteosis humanista y solidaria. LeRoy no se hace ilusiones: aunque en algún momento plantea la posibilidad de que la opinión pública pudiera influir sobre el destino de este hombre acosado, enseguida deshace esa ilusión: la opinión pública es variable y tornadiza y se desentiende pronto de las historias que alguna vez rozan su fibra sensible. Nada más estremecedor que el final, cuando al amada del protagonista, evadido por segunda vez del penal, le pregunta de qué come, y éste le responde desde la oscuridad, con la voz rota: «¿De qué va a ser? De lo que robo». Y si estas palabras vienen de la oscuridad es porque quien las emite ya ha pasado a la invisibilidad absoluta, o a una modalidad de supervivencia que ya no espera concitar simpatías.
xxEl mismo desamparo, en fin, que cabe ver en un gato solitario con el que tropiezo esta mañana en plena calzada. Anda desorientado y por un momento dudo de que sea capaz de alcanzar la otra acera antes de que se reanude el tráfico, ahora detenido por el juego de los semáforos. Lo consigue in extremis, y luego trota animosamente por la acera, con el rabo levantado, de esa manera entre cómica y sigilosa que tienen los gatos de mostrar su ufanía. Es extraordinariamente pequeño, más o menos del tamaño de K., que también lo parecería en medio de las enormidades del espacio urbano. Da la vuelta a la esquina y lo pierdo de vista. Estoy tentado de ir tras él y devolverlo a la pródiga manzana de la que ha salido, llena de callejones sucios y viejos solares a medio tapiar, habitados por decenas de congéneres suyos. Pero se ve que, como el protagonista de Soy un fugitivo, ya no se hace ilusiones sobre la posibilidad de mejorar su modo de vida. Y quién es uno para interferir en su destino. (8/6/2010)

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xxEra de admirar el poco teatro que esos dos gatos le echaban al asunto de la cópula. Se habían enganchado bajo un coche y allá que andaban a lo suyo, el macho muy afanoso y cumplidor, la hembra con la mirada distraída… Bastaba para quitarle las ganas a cualquiera que todavía se haga ilusiones respecto a estos menesteres. Y, sin embargo, también emanaba de esa imagen una especie de invitación general a cumplir con los mandatos de la naturaleza así, sin alharacas, en cualquier parte. Y luego cada uno a su rincón, a lamerse las rozaduras. (17/3/2011)

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xxEsos ruidos inexplicables que hacen las casas solas. Esta vez la gata no venía con nosotros a pasar el fin de semana en la sierra; pero, acostumbrados a su presencia, nos parece que esos crujidos, chasquidos, casi imperceptibles roces, los hace ella. Con lo que constatamos que el silencio, ese fantasma inconcebible, tiene modales de gato. (21/3/2011)

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xxK. parece ahora más calmada. La tenía alterada la presencia en estos días de un invitado en casa. A sus amabilidades respondía con bufidos. Pero, a diferencia de otros gatos, no optó por dejarse ver lo menos posible mientras durase la visita. Por el contrario, una especie de curiosidad inevitable la empujaba a rondarlo, a acecharlo constantemente, como si el motivo de su desazón no fuera que repudiase los intentos del extraño por ganarse su confianza, sino la necesaria afirmación de que, en ese cortejo, la iniciativa correspondía exclusivamente a ella. (2/12/2011)

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xxLlego a la tarde del viernes literalmente exhausto. Renuncio incluso a ir a nadar, porque la languidez que me aflige no es de las que se disipa con el subidón de endorfinas que genera el ejercicio. Acompañado sólo de la gata, leo las primeras y estremecedoras secuencias de The Flowering of the Rod. Y me coge un poco de nuevas la extraña emoción que me causan estos versos. No, no es uno religioso, y ni siquiera me atrevo a calificar como religiosa mi vaga veneración de un conjunto de cosas que acaso pudieran englobarse en lo que algunos llaman «espiritualidad». Pero me impresionan las sencillas constataciones que la poeta H.D. hace a propósito del anhelo de resurrección, y su comparación del mismo con el instinto que, según dicen, lleva a algunas aves a sobrevolar el punto del océano en el que pudiera haber estado la Atlántida, el continente perdido. Vuelan, dice la poeta, hasta caer exhaustas y lo hacen en nombre de un anhelo que es, básicamente, un recuerdo. Y eso sí lo entiendo bien: que la posible trascendencia del hombre no sea un salto a una dimensión desconocida, sino… un regreso a un pasado del que sólo guardamos una muy imprecisa memoria.
xxK. me dice que sí, y que en ella esa memoria es… instinto. (23/1/2012)

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xxFelicidad: lo que siente un gato al estirar todos sus músculos después de una buena siesta. (11/9/2012)

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xxLa gata escapa en cuanto abrimos la puerta, a nuestro regreso de cenar con unos amigos, y en su carrera llega hasta la cancela que cierra un conjunto de casas deshabitadas que se alza al extremo de la calle. No quiero ni pensar qué hubiéramos hecho si le hubiera dado por cruzar los barrotes y perderse dentro. Algo se lo desaconseja en el último minuto, por lo que, antes de que yo pudiera agarrarla, sale despavorida en dirección a nuestra puerta. Ya en casa, nos busca insistentemente y ronronea al rozarnos. Como si, entrevistas las posibilidades de una vida azarosa y desprotegida, quisiera disipar cualquier duda respecto a su elección. (1/10/2012)

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xxAndaba K. muy rara últimamente. Nos dirigía largas peroratas quejumbrosas, cuyo sentido no acertábamos a descifrar, y se empeñaba en hacer sus necesidades —muy a disgusto, a juzgar por el tono de las salvas de maullidos— en un rincón del salón y no en el pulcro habitáculo destinado a su uso exclusivo. Hasta que averiguamos por qué: el gato del vecino, que ahora, pese a la declarada hostilidad que le muestra K., es visitante habitual de nuestra casa, había ensuciado el hasta entonces inviolado retrete de su renuente anfitriona. De ahí los maullidos indignados, las quejas, el comportamiento anómalo. Ahora se lo hemos fregado y cambiado la tierra y ella ha vuelto a tomar orgullosa posesión de lo que era suyo. Y nosotros velamos para que su galán no vuelva a mancillarlo. (2/1/2013)

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xxVienen los de la tele a casa porque a uno le han dado un premio —y me acuerdo, al comenzar a redactar estas líneas, de una entrada similar en los diarios de C.E. de O. que sus amigos le afearon mucho, porque la encontraron vanidosa—. Avisados por una llamada previa, hemos quitado de en medio los trastos, alisado los cojines, recolocado los centros de mesa. Son apenas las cuatro de la tarde y uno, desde que le dieron la buena nueva, anda en una especie de estado febril. Las buenas noticias —las que tienen a uno como protagonista, no las que afectan a otros, que son las que se viven con alegría no exenta de serenidad— causan en mí el mismo efecto fisiológico que si, pongamos, me comunicaran que un camión acaba de arrollar el coche que tenía aparcado en la acera: no es una tragedia, porque nadie ha resultado lastimado, pero en tu fuero interno queda como una especie de desazón, de sensación de momentáneo desajuste con la realidad. Para colmo, de pronto te llama un extraño —en este caso, una agencia de noticias— y uno se ve obligado de nuevo a inventar un discurso. «Explícanos en qué consiste tu libro», te dicen. Improvisas, dices que es un libro escrito después de un largo intervalo sin escribir poesía, porque la poesía en general suele presentarse así, de forma discontinua… Y ya está, ya les has dado el titular: «José Manuel Benítez Ariza, un poeta a rachas«, leo al día siguiente en decenas de titulares en internet, todos ellos tomados de la misma agencia de noticias. La frase me deja pensativo. Toda la vida escribiendo poemas para esto… Y son los amigos quienes te sacan de tu estupor. Sus felicitaciones te animan, te hacen sentirte en medio de una gratísima espiral de afectos, en la que comparecen conocidos de ayer y de hoy, lectores, gentes de la literatura y gentes de esa otra vida que sólo tangencialmente toca la literatura.
xxPero hablaba de los de la tele. M.A. y C., oportunamente, se quitan de en medio. La gata le bufa a la periodista —que es también, vaya por Dios, una vieja conocida, a la que no veía desde hace treinta años— y el cámara apenas encuentra sitio para colocar sus trebejos. En mi casa no hay espacio para estas vanidades. Por fin, empujando una mesa, quitando sillas y reubicando un butacón en el espacio ganado, consigue la distancia necesaria para enfocarme. Y es verdad que la televisión favorece: por lo que veo después en el informativo, mi modesta casa, reducida a una semipenumbra en la que se entrevén muchos libros, ciertamente parece la casa de un escritor. De un escritor de los que salen en la tele, quiero decir. Y, bueno, uno ya ha tenido tiempo de pulir el discurso y ya es capaz de contar que el libro tiene como hilo conductor la mirada de un paseante que no se ha despojado del todo de su capacidad de asombro y que recorre una ciudad que a veces es real —Londres, Madrid, París— y a veces una suma de muchas ciudades; y que la técnica imaginista empleada incluye un guiño consciente a las vanguardias históricas, y que uno no suele presentarse a premios, pero… Y ahí queda la cosa. (12/9/2013)

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xxLa memoria de los gatos. Después de meses sin ver a C., K. no tiene más que olisquearla y rondarla un poco para percatarse de que, para su conciencia de gata, la estudiante con ínfulas de adulta que vuelve a casa por vacaciones sigue siendo la niña a cuyos mimos solía abandonarse casi sin reserva, pero a la que también mostraba a veces sin rebozo su mal humor. Nosotros, viendo a C. tan cambiada, no lo tenemos tan claro. (23/12/2013)

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xxMe dicen que la hierba que mejor les viene a los gatos para purgarse es la que crece al sembrar un poco de alpiste en una maceta. Y pienso en la curiosidad, en la ansiedad de K., al ver crecer la ensalada. (10/1/2014)

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xxPersiguiendo a K. para que no arañe el sofá, intento agarrarla mientras se me escapa por el filo de una mesa, y el resultado es que el pobre animal trastabilla y pierde pie, en lo que me parece que ha sido una mala caída. Se aleja de mí, no sé si con el cuerpo lastimado o con la dignidad herida. Pero al rato vuelve y se frota contra mi costado, como buscando congraciarse con el causante de su daño. Quién dice que los gatos son rencorosos. Ésta desde luego no lo es; en todo caso, astuta, dentro de su humildad: sabe que su gesto me desarma; y que ahora soy yo, con mis caricias, quien busca congraciarse. (5/3/2014)

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xxSe han ido todos otra vez: C. con su perro —y su mochila, y su recién compuesta estampa vagabunda y viajera— y M.A., que ha querido acompañarla unos días. Y aquí nos hemos quedado la gata y yo, con todo el tiempo del mundo. Me he levantado a las siete menos veinte, he atendido un examen en el instituto, me he acercado al banco y luego a la copistería —también los libros, llegado el momento, echan a andar por el mundo en forma de modesto mecanoscrito, aunque con muchas menos ilusiones que los veinteañeros a los que les cabe la vida en una mochila—. Ya en casa, he hecho la cama —¿para qué, si nadie va a fijarse en si está hecha o deshecha?—, recogido los platos de ayer, pintado un viejo desconchado que el otro día me decidí a enlucir; luego he terminado un artículo que tenía pendiente. Y ahora, a la una del mediodía, con todas las tareas finiquitadas, me pongo a escribir en este cuaderno. Todavía tendré tiempo de leer unas páginas del Libro de los pasajes de Benjamin, con el que me distraigo ahora; e incluso de dormir una pequeña siesta, antes de volver al trabajo —tengo jornada de tarde— y luego… Cómo cunde la soledad. Y este hacer tanto para qué. Acostarse temprano, quizá, no sería mala idea en estas circunstancias. La gata, que se pasa el día dormitando, me sirve de ejemplo. (2/9/2014)

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xxPara los gatos la caricia no es una dádiva, sino una exigencia; vienen a reclamarlas cuando lo creen conveniente; y amagan con un zarpazo en cuanto piensan que ya han tenido bastante. (5/9/2014)

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xxNuestra gata y el perro que ha traído C. —el que, contra nuestras prevenciones, adoptó durante su escapada de verano al poblado hippy de Beneficio, en la Alpujarra, donde nacen muchos perros y no todos encuentran dueño— han alcanzado ya la fase en la que consienten estar prácticamente uno al lado del otro y, sin embargo, fingen ignorarse. Lo que, bien mirado, hace presagiar que su convivencia será tan duradera, al menos, como todas esas espléndidas relaciones humanas que se basan en la perfecta indiferencia recíproca. (14/10/2014)

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Benítez Ariza, José Manuel. Todo sobre K. Una gata en un diario. Murcia; Newcastle ediciones, 2020.

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TODO SOBRE K (I)

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2007 – 2008

xxHan pegado esta fotocopia por todo el barrio: se ha perdido una gata; muy parecida, por cierto, a la nuestra. El esfuerzo, la paciencia de haber fijado todos y cada uno de estos carteles con cuatro tiras de cinta adhesiva, seguramente entre dos personas: una que sujetaba y otra que cortaba, en lo que parece un largo y desesperanzado periplo… La cualidad absolutamente intransferible de esa modesta catástrofe doméstica, incapaz de conmover a terceros. La irrelevancia, incluso, de la promesa incluida en el cartel: «Se ofrecerá recompensa». Ni siquiera los gamberros, que nunca faltan, se han ocupado de arrancarlos. (12/9/2007)

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xxLa gata perdida de la que hablaba el otro día ha aparecido: leo la noticia en un periódico gratuito que me trae M.A. Una compañera de trabajo se la había mostrado, irónicamente, como ejemplo de «noticia importante»; y ella, que estaba al tanto del interés que los carteles de la búsqueda habían despertado en mí, le espetó que, efectivamente, le parecía una noticia importante; más que las que daban cuenta de la última promesa demagógica de tal o cual ministro. (19/9/2007)

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xxNo me cabe la menor duda de que a K. le causa una gran alegría verme cuando vuelvo del trabajo. Lo que no entiendo muy bien es su modo de manifestar esa alegría: primero, a saltitos tras de mí; luego, dejándose acariciar la barriga, para, después, devolverme la caricia en forma de lametones y mordiscos no siempre inocuos. Termina acechándome desde las esquinas de algún mueble, como si yo fuera un bicho grande al que ella, después de todo, se siente capaz de dar caza. (2/10/2007)

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xxLa he echado lo menos cinco veces. Y ella reincide: se me sube al teclado, tironea los cables que conectan los distintos componentes del ordenador, mordisquea los papeles de la mesa… Y yo la dejo porque esos gestos de gata me ayudan a saber que, después de todo, lo verdaderamente incongruente de la escena no son sus movimientos felinos por encima de los muebles, sino la presencia de un tipo que se pasa horas haciendo extrañas digitaciones frente a una pantalla luminosa. Como si no hubiera rincones que olisquear, moscas que cazar, ratones imaginarios que perseguir en las sombras.
xxClaro que eso es precisamente lo que hago: olisquear rincones, amagar a las moscas, acorralar roedores que sólo corretean en mi imaginación. (18/10/2007)

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xxA K. le ha llegado la hora de sufrir mal de amores; de la peor clase: la que no tiene objeto definido. Maúlla tristemente y acepta nuestras caricias como un consuelo insuficiente, que no afecta al motivo de su malestar. Que tiene carácter fisiológico, sí, pero se manifiesta más bien como una nostalgia infinita de algo que no puede ser mera fisiología y que debe parecerse mucho, en su mente gatuna, a un anhelo de selvas lejanas, de carreras ardorosas tras un topillo o una lagartija, de olores intrincados y rumores espesos…
xxYo también me sentía como ella cuando tenía el equivalente a su edad. Y también ahora, en ocasiones. Pero he aprendido a no maullar innecesariamente. (13/1/2008)

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xxCacerías de K.: una jirafa de peluche, una foca de lo mismo, cobradas ambas en la sabana que constituye la cama de C., su cazadero favorito. Todos los días, cuando llego a casa y veo las piezas junto al recipiente de comida para gatos, constato que la imaginación no es, en absoluto, un don exclusivo de los humanos. (17/1/2008)

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xxLa hemos llevado a operar, para evitarle el trastorno de sus celos sin objeto, y ahora K. no nos perdona lo que le hemos hecho y nos castiga con sus melancolías y su pérdida de apetito. Y le funciona: hace que nos sintamos mal. Está visto que también un gato puede hacernos chantaje emocional. Lo que dice mucho, no tanto de los gatos, como de nosotros mismos. (21/1/2008)

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xxK. ya ha superado el mal paso. Vuelve a ser la que era, salta y corre, prefigura cacerías imaginarias en pos de una mano que agita una cortina o de una bolsa de papel que echamos a rodar ante ella. No sabe, o quizá sí, que con todo ese despliegue de alegría nos absuelve. (27/1/2008)

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xxA este otro gato también lo han «operado» —valga el eufemismo—, pero no al llegar a la pubertad, sino a los once años; es decir, a una edad que, en términos gatunos, roza la senectud. Al parecer, sus dueños se acaban de mudar de casa y el nuevo entorno abunda en gatos, lo que ha traído no sé qué promesas tardías de alegre promiscuidad al hasta entonces morigerado varón, que ha empezado a comportarse como un gato joven, a maullar melancólicamente y a mearse por los rincones para hacer valer sus derechos territoriales. No se lo han consentido, claro. Ahora el ex viejo verde nos mira con sus ojillos anestesiados desde la portezuela de su transportín. Nos hemos cruzado con él en el vestíbulo de la tienda de animales, a la que hemos venido a comprar comida para K. Tomo nota del castigo que merecen ciertas expansiones tardías. Y salgo corriendo de allí, con el rabo entre las piernas… (24/2/2008)

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xxHacía meses que no lo intentaba. Pero ayer vio la ocasión: mi hija se demoró más de la cuenta en despedir a una amiga y K. salió corriendo y enfiló las escaleras como alma que lleva el diablo, o como si le hubieran puesto delante un ratón, el primero de su vida. Y yo, que no había querido asomarme para que aquella muchachita desconocida, la amiga de C., no me viera en zapatillas, hube de salir corriendo en pos de la gata. Llegué a la planta baja, sin encontrarla, en incluso bajé hasta la puerta del garaje, sin resultado. Entonces la oímos maullar a la puerta del vecino del primer piso; es decir, en lo más parecido que encontró a nuestra propia puerta, una vez perdidas las coordenadas. El corazón le palpitaba con fuerza. Pero lo más curioso es que, cuando la volvimos a dejar en el suelo, ya en nuestro piso, agitó el rabo de ese modo característico que indica enfado en los gatos: hacia un lado, dando golpecitos insistentes contra el pavimento. Estaba ofendida, como una adolescente tonta. Se había confundido de puerta y creía que se la habíamos cerrado en las narices. Y no acertaba a perdonárnoslo.
xxEso fue ayer. Hoy, como para contradecir una frase que leo en los diarios de Andrés Trapiello, en la que afirma que es inútil poner nombre a los gatos porque no acuden cuando se les llama, la llamo en voz alta y me contesta con un maullido; y luego viene al trote, se encarama en mis rodillas y allí se queda, ronroneando, mientras termino la lectura y empiezo a darle vueltas a la reseña que he de escribir. Si uno fuera un crítico puntilloso, en fin, ya tendría algo que reprocharle a A.T.: que los gatos que él trata no se portan igual que los que uno frecuenta. (10/4/2008)

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xxK. se ha hecho más independiente y selectiva y se ha acostumbrado a pasar largas horas sola en sus rincones preferidos. Que uno de ellos sea el lado de la cama en el que duermo me da que pensar. Tal vez huelo a gato. (9/5/2008)

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xxA K. le aterroriza el ruido de la aspiradora. Huyendo de él, se refugia en el patio y se encarama a los palos de la leñera. También yo acabo allí, empujado por el estruendo. Observo que mi presencia la tranquiliza. Se tumba a mi lado, roza su lomo contra mis piernas, ronronea. Teoría del afecto: una especie de apartamiento buscado, o de reducción del mundo a la esfera de la privacidad compartida, mientras fuera ruge lo desconocido. (14/7/2008)

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xxEn agosto todos lo gatos actúan como si vivieran sobre un tejado de cinc caliente; quiero decir que, en cuanto el clima lo permite, todos se meten en la piel de Liz Taylor cuando hizo la versión cinematográfica de la famosa obra de Tennessee Williams. Y más si son gatas: basta que encuentren el balcón abierto, incluso al mediodía, para que se hagan una rosca a pleno sol y absorban en el pelaje todo el calor que un ser vivo puede soportar. «¿Qué saca una gata se estar sobre un tejado de cinc caliente?» le preguntaba Paul Newman a la Taylor en la mencionada película. «Nada: sólo el hecho de estar allí», contestaba ella.
xxPero yo miro a la gata, la veo pasearse por la casa con todo ese calor que se ha echado encima, como uno de esos vagabundos que se cargan de abrigos en pleno verano, y sé que su propósito va más allá. Que atesora sensaciones, digamos, para cuando falten. Y que, en su memoria gatuna, éstas aflorarán sin esfuerzo cuando llegue el invierno y, a falta de sol, se arrime al calefactor o a la chimenea. Para eso está el verano: para atesorar esas imágenes gratas que luego buscaremos con esfuerzo en épocas menos propicias. La de una playa llena de gente desnuda; la de una noche a la intemperie; la del mar como un lecho fresco e inmenso. Luego llega el invierno y los gatos —quiero decir, nosotros— sustituiremos esas plenitudes por sus versiones íntimas y domésticas: la desnudez bajo la ducha; la noche al otro lado del cristal; y el mar, no ya como un lecho acogedor, sino como un mero paisaje al que mejor no acercarse, no vaya a devorarte.
xxPero es agosto y los gatos disfrutan de las benignidades extremas de la estación. Cuando se cansan de absorber calor, se tumban en las losas frías, muy estirados, y experimentan el placer de diluirse; es decir, la sensación de que algo así como un exceso de ellos mismos, un sobrante del yo, es transferido gratuitamente al medio, igual que el calor pasa al terrazo frío. También nosotros lo hacemos: la circunspección estalla en camisas floreadas, la seriedad de los calcetines negros cede a la frivolidad del pantalón corto. Que son también maneras de diluirse, de descargarse de un exceso de individualidad. A un paso, en fin, de la disolución suprema, que tan bien fingen los gatos cuando yacen estirados, tiesos, como esos congéneres suyos que han terminado sus días en una cuneta.
xxPero los gatos son tan reacios a la tragedia como reticentes a la comedia. Si a veces hacen reír, es siempre involuntariamente, y la risa es más una desmesura del espectador que algo derivado de una imposible pérdida de dignidad por parte de ellos. En agosto los gatos, como nosotros, se empapan de la razón de ser de los ciclos naturales. Los aceptan sin más. Y, bien pertrechados, esperan resignadamente lo que tenga que venir. Como nosotros. (23/8/2008)

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xxAl cerrar la puerta me parece ver que el amasijo de briznas secas que el viento ha dejado en el escalón del umbral adquiere vida. Es una mantis, a la que mis movimientos y ruidos han sacado de su inmovilidad; una más de las muchas que el levante de los últimos días ha empujado contra nuestra ventana e incluso ha metido dentro de la casa, para gozo de la gata, que las ha perseguido y martirizado con saña digna de mejor causa. La de hoy tal vez esté aquí en misión de reconocimiento, para certificar la partida de esta familia que incluye entre sus miembros un elemento tan declaradamente hostil.
xxLa segunda vuelta de esta cerradura exige que uno tire con fuerza del pomo con la otra mano, lo que me obliga a dejar en el suelo el último bulto de nuestra impedimenta. Los demás están ya en el coche. Lo deposito con cuidado en el escalón, muy cerca del insecto. La mantis, muy digna, levanta la cabeza, se vuelve, gana la acera y desparece con un extraño vuelo en el que se mezclan los brincos de un saltamontes y el airoso planeo de una libélula. Es el verano, que se va, anticipando ya ese monstruo hecho de retazos que llamamos septiembre. (31/8/2008)

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xxEn el número de julio-agosto de Clarín, que acaba de llegar, ha salido una selección de las anotaciones que he ido haciendo sobre K. en este cuaderno. Las han ilustrado con el perfil sinuoso de un gato negro que parece rondar la caja de texto como si olisqueara con desconfianza su contenido. Como haría la propia K. si la pudiéramos encerrar en un limbo abstracto semejante. (2/9/2008)

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xxEl gato de un escritor se parece siempre a un argumento huidizo. (9/9/2008)

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xxA K. no le gustan los alimentos especiados y nos mira con desaprobación cuando nos ve ingerir carne o pescado con el sabor disfrazado. En esto es muy nouvelle cuisine. No sé qué pensaría de nosotros si nos diera por consumir alimentos gelificados o volatilizados, como los que prepara el famoso cocinero Ferrán Adriá. Nos consideraría unos tarados, seguramente. Y puede que tuviera razón. (14/9/2008)

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xxInesperado momento de felicidad, en uno de esos huecos que lo irregular de mi horario laboral abre a veces en mis mañanas. Un libro de poemas recién recogido del apartado de correos, una copa de vino, un modesto aperitivo para abrir boca, mientras van llegando los demás y aviamos el almuerzo. K. se me sube al regazo, husmea el libro y, como para darle su aprobación, frota el lomo contra el canto de la portada. No es la primera vez que la gata y yo estamos de acuerdo en nuestras preferencias literarias. Recién llegada a la casa, cuando apenas contaba con un mes de vida, recuerdo cómo le atraía la portada anaranjada de Understanding Poetry, el profuso manual de Cleanth Brooks y Robert Penn Warren. Que, bien mirado, no es mala iniciación a los placeres de la literatura. Aunque también hemos tenido nuestras desavenencias. Por ejemplo, con Carver: los dientes de K. están impresos en la portada de mi ejemplar de Cathedral. Pero, más que el detalle, me fijo en la vehemencia con que la gata expresa sus preferencias. Ojalá uno atinara a arrimar el lomo a los libros que ama y aprendiera a clavar los dientes en los que aborrece, y no a disculparnos como si la falta estuviera en uno y no en ellos. En eso estoy aprendiendo mucho de K. Tanto que, hoy por hoy, es el crítico literario en el que más confío. (25/9/2008)

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xxSí, los gatos también tienen vida interior: basta ver a K. cuando juega y constatamos que en su mente las poderosas imágenes instintivas de la caza ocupan el lugar de la parca realidad. Que el muñeco de trapo con el que se ensaña es, en esos momentos, una auténtica presa; y nuestro pasillo, la selva. (30/9/2008)

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xxK. ya casi sabe hablar. Llego y ella articula un gruñido que quiere decir: «Ábreme el balcón». Se lo abro y me da las gracias. Otras veces, en medio del silencio de la casa, lanza un largo maullido interrogativo, como diciendo: «¿Hay alguien por ahí?». Entonces yo la llamo por su nombre y ella, contradiciendo todo lo que se dice de los gatos, acude.
xxNo pierdo las esperanzas de enseñarla pronto a leer, e incluso de matricularla en alguna universidad. Pero en una de verdad, claro, en la que pueda demostrar su valía, y no en una de ésas en las que basta con pagar las tasas para que te aprueben. (2/10/2008)

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xxLa idea del mundo que debe haberse formado K.: un abismo extendido al pie del balcón, en el que se mueven seres y objetos de naturaleza incomprensible, inalcanzables, y del que, a determinadas horas del día, le llega un calor benéfico, que le impregna el pelaje y le permite cerrar una especie de pacto agradecido con la vida. A veces todos esos misterios resultan inquietantes, y la gata asoma la cabeza tras los barrotes como si calibrase la posibilidad de saltar. Pero lo más normal es que acepte la pertinencia de ese desfile de imágenes inaprensibles y se tumbe plácidamente a contemplarlo. Cómo nos parecemos mi gata y yo en esas ocasiones. (6/10/2008)

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xxK. es la que más ilusionada parece cuando recibimos un paquete: se acerca a la caja, la olisquea, arrima peligrosamente el hocico al precinto mientras lo voy cortando con unas tijeras y mete la cabeza entre las solapas en cuanto hay espacio. No importa que dentro no haya nada que pueda interesar a un gato. Ya quisiera uno recibir cajas de sardinas o de bogavantes. Pero en esta casa no se recibe más que papel. Y el envío de hoy pertenece a la clase más descorazonadora: libros propios, de los que de vez en cuando pido a mis editores unos cuantos ejemplares, de los muchos sin vender que tienen en los almacenes, para cumplir con amigos y conocidos.
xxBendita K.: ojalá todos los destinatarios de estos papeles malgastados mostraran la misma curiosidad. (12/11/2008)

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xxContraproducente alegría de K. ante esta caja de productos de la tierra que me manda siempre cierta benemérita institución por estas fechas: se enzarza con esa especie de broza de plástico que les ponen a los embalajes para amortiguar los golpes, traga unas briznas y termina vomitando en un rincón.
xxEsta gata novelera no aprende. Yo tampoco. (4/12/2008)

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Benítez Ariza, José Manuel. Todo sobre K. Una gata en un diario. Murcia; Newcastle ediciones, 2020.

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LO QUE LEE UN EDITOR

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GISMONDI

xxxHace unas semanas un grupo de padres y padres decidimos pasar un día de campo con la chavalería para que se oxigenara, así que fuimos a las Fuentes del Marqués en Caravaca. Aunque no es que este plan de campo fuera especialmente campestre porque caminamos apenas cien metros desde los coches para apalancarnos en la zona de merenderos provistos de lo necesario: pata de jamón con su soporte, neveras rebosantes de cervezas heladas, michirones, tortillas y el avío para hacer gin tonics incluyendo incluso semillas de cardamomo… Mientras los mayores comíamos como si hubiera acabado el Ramadán, la bandada de niños, ignorando aquella cuchipanda, revoloteaba descubriendo las maravillas del mundo. Todo les interesaba: un renacuajo era un acontecimiento, un palo una espada, una piedra un tesoro… A veces volaban a la mesa, cogían una patata frita y corrían a escarbar la tierra con el entusiasmo de buscadores de oro. A media mañana una de las niñas apareció en lo alto de un talud gritando que habían encontrado el Paraíso. Aquello despertó nuestra curiosidad. Les seguimos para que nos lo enseñasen, pero el Paraíso no era la pradera que cruzamos sino una cueva de arbustos a la orilla de un arroyo que calificaron como la mejor guarida del mundo. El Paraíso era un lugar donde esconderse. Como sabe cualquiera que tenga, los niños clasifican los días en dos tipos: el mejor y el peor del mundo. La frontera entre ambos es finísima, cualquier minucia puede hacer que se pase de uno al otro. Lo que nunca había visto es que estando en el mejor día ocurriera algo que nos hiciera subir aún más alto, al cielo de los días. Lo que sucedió fue sencillo pero milagroso: vimos una ardilla. Pero no una de las que huyen velozmente de rama en rama, sino la que debía ser la Kardashian de las ardillas porque, a penas a un metro de nosotros, se atusaba tranquilamente los pelos de la cara mientras nos mostraba sus magníficos cuartos traseros. Al cabo de un minuto eterno en el que pudimos observar cada pelo de aquel animal con la intensidad con la que Durero debió estudiar a su famosa liebre, la ardilla saltó desde el pequeño árbol en el que estaba a otro más alto alejándose. Pensé entonces que no sabía nada sobre esos roedores, así que, días después, compré «Todo sobre la ardilla. Cómo adquirirla, alojarla, alimentarla, cuidarla, hacerla jugar y adiestrarla» de Elisabetta Gismondi. («hacerla jugar» no suena muy lúdico precisamente). El libro va contándonos —como su título indica— todo sobre las ardillas, como que no utilizan mucho su voz pero sí emiten un murmullo quedo durante la copulación o que tras dormir bostezan ostentosamente… Poco a poco me sentí identificado con este simpático animal del orden de los esciuromorfos (esto lo aprendí en el libro) al que le gusta que le llamen por su nombre (le entiendo perfectamente porque a mí a veces me dicen Fernando, confundiéndome con mi hermano). Olvidan con frecuencia dónde han escondido su comida (como yo dónde he aparcado el coche) y, sobre todo, aman los libros: Elisabetta cuenta que «Si dejamos una ardilla suelta en casa seguramente se instalará en la librería o sobre algún armario, precisamente para poder observar el mundo desde una cierta altura». Eso es lo que hago yo también: ir a los libros para ver el mundo desde un lugar diferente.
xxxPero junto al amor ardillil, este libro me provocó una cierta tristeza porque buena parte del texto se dedica a la fabricación de las jaulas y el adiestramiento, cuando los libros sirven precisamente para lo contrario: enseñan a ser libres, a salir de las jaulas. Recordé entonces la imagen de los niños corriendo hacia el Paraíso y pensé que tenían algo de ardillas…que algún día saltarían lejos de nosotros buscando árboles más altos.

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QUEIRÓS

xxxCuando estudié en Madrid salí durante un par de meses con una de las Mama Chicho de Telecinco. Tras ella —también brevemente— lo hice con la chica más fea que he conocido nunca. Como había tenido anorexia, su cuerpo podría haber servido como modelo para uno de esos grabados medievales en los que la muerte baila la sardana. Para colmo, aquella gavilla de huesos la remataba una barbilla prodigiosa, tipo brujilda, que dejaba atrás a la que gastaba Letizia cuando era doña y no reina, antes de que mermara milagrosamente ya que, según parece, no obró mano de cirujano sino intervención divina. Aquel pasar de la diosa al adefesio me enseñó algunas cosas sobre la ternura o la injusticia del mundo, pero tal vez la más impresionante fue darme cuenta de la extraña ligazón que hay entre el nervio óptico y el aparato fonador en muchos humanos que hace que, cuando observan algo que no les gusta, les sea imposible callarse y, sin embargo, la belleza les enmudezca. Cuando paseaba con la bailarina, a los que nos veían se les abrían los ojos como si con ellos radiografiasen a la chavala y se hacía un silencio de catedral gótica. Sin embargo, al salir con la segunda chica, era muy frecuente que, cuando nos cruzábamos con grupos de chavales a nuestras espaldas gritasen de todo: loro (a veces puto loro), muérete fea, ponte un saco en la cabeza, etc. En ocasiones era a mí al que se dirigían llamándome pringado o diciéndome que me pusiera gafas o, directamente, que me fuera a la ONCE a vender cupones. Aprendí entonces lo fácil que es insultar y encontrar adjetivos para lo que no nos gusta y, sin embargo qué escasas son las palabras que hablan de la admiración y el amor. Y de eso, de la belleza, intento hablar en estos artículos, pero buscando en la alacena de mi cráneo normalmente sólo encuentro «Maravilloso» para describir el libro que traigo entre manos. El maravilloso parece un brick de caldo sopero que vale para todo. Esta semana he leído «Las minas de Salomón» de Eça de Queirós: un libro maravilloso. Pero en esta ocasión me gustaría decir algo más, una cosa rara: que me ha entusiasmado el prólogo de la profesora Ana Luísa Vilela, cuando normalmente un prólogo es lo más parecido a un obstáculo en una carrera de caballos, algo espinoso que uno salta sin ni siquiera mirarlo. Pero el texto de esta profesora de la universidad de Évora analiza con precisión e inteligencia la compleja y fascinante historia de este texto de Eça: una apropiación, una reescritura del original de Rider Haggard y, en el fondo, un texto netamente queirosiano (si esa palabra existe) lleno de desiertos, de montañas, de asesinatos y tesoros, de ingleses excéntricos, de misterios…
xxxMe imagino que a todos nos pasa: hay canciones y libros que son como las barras de las estaciones de bomberos, que nos permiten deslizarnos hacia abajo, hacia el pasado. Me pasa con «Tainted love» de Soft Cell que no puedo escuchar sin sentirme de nuevo joven y oscuro, bailando en la Voltereta en los ochenta. Me ocurre también con Eça: al abrir cualquier página suya, vuelvo a ser el treintañero que pateó las librerías anticuarias de Lisboa hasta llegar a poseer cincuenta libros suyos. Pensaba que tenía todo lo que publicó pero, como pasa en esta novela, siempre hay una cámara secreta con un tesoro desconocido. Me faltaba esta joya, ahora en mis manos, gracias a la editorial La Umbría y la Solana. Al leerla vuelvo a sentir la aventura de la búsqueda, el viento frío de Madrid, el sabor de los besos de la guapa y los de la no tan guapa, las noches de sábado interminables… Retornan todas esas cosas que se refugian en los libros. En algunos libros.

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xxxxxxxxxxEpílogo
EL POLVO DE LAS MAGARZAS

xxxAl jubilarse el ordenanza del Centro cultural donde trabajo nos juntamos todos para comer y despedirle con cariño. A los postres le pregunté si se iba a aburrir sin tener nada que hacer y me dijo que no, que por la parte de Llano de Molina tenía un huerto y un caseto; que tenía pensado ir allí a pasar las mañanas sentado en una tumbona donde habían parido mil generaciones de ratas a contemplar tranquilamente cómo crecían sus cebollas. Estuvimos hablando de cosas del campo. Me contó que si quiebras el tallo de la planta, la fuerza se va para abajo y la cebolla engorda hasta hacerse casi del tamaño de un melón. Me gustó esto del tallo y la fuerza que baja y pensé que algún día podría usarlo para algo. Al final nos despedimos con esas frases manidas de ya nos veremos y ven a visitarnos algún día y nos abrazamos con sentimiento, porque la verdad es que había sido muy buen compañero… Le dije que nada, que a disfrutar de sus cebollas sabiendo que ésas, tan humildes, eran mis últimas palabras y él me contestó que dejara los libros, que siempre iba con uno a todos lados cuando no valen nada más que para encender fuego. La gente se rió y yo también, porque pensé que tenía razón, que los libros dan luz y calor como si encendieran un fuego. Lo que pasa es que no de parrilla ni hoguera: es un fuego de interior, que uno lleva dentro.
xxxAl llegar a casa y sentarme en mi tresillo pensé en Carlos y en su tumbona tapizada por la placenta de ni se sabe cuántos bichos. Yo también veía los libros creciendo en mis estanterías, multiplicándose como si de noche hicieran el amor entre ellos y les nacieran hijos. En «¿Sueño que vivo?» —el libro sobre su cautiverio en Bergen-Belsen—, Ceija Stojka cuenta que, como no había dónde refugiarse, se acurrucaba entre las pilas de cadáveres para protegerse del frío del invierno y sobrevivir. Habrá quien piense que los que nos arrimamos al calor de los libros estamos —como Ceija— entre pilas de muertos. Pero no. Las hojas de los libros no se parecen a las que el viento arrastra por el suelo en el otoño sino a las que vibran verdes y llenas de luz en los árboles. Coger un libro es acercarse al calor y el fuego de los días. Leyendo «Valle de Alcudia» —la crónica de un viaje escrita por Vicente Romano y Fernando F. Sanz a finales de los sesenta— me di cuenta de cuánta vida hay en los libros. Mientras recorren los campos, los autores nombran las plantas y hierbajos que van encontrando en su camino: arvejanas y jaramagos, gamonitos, alcauciles y ceborrinchas… Sangre de toro, yerbamora, torobisco, verdelobo, matas de jaranzo… A pesar de ser extremeño y haber pateado mil veces las dehesas yo sería incapaz de diferenciar una encina de un alcornoque y para la hierba solo tengo la palabra hierba. Por eso me da la impresión de que hay cosas y plantas que existen y crecen solo en los libros y que adentrarse en ellos es hacerlo en la vida. Al hablar de libros en estos textos he contado también las cosas que me han pasado o me pasan porque leer es como hacer un viaje por un país extraño. Al atravesar un prado —escriben Romano y Sanz— se les pegó a las botas el polvo amarillo de las magarzas lo que me hizo preguntarme qué coño sería ese polvo de las magarzas… Yo solo conozco el que se posa sobre los muebles o el que se mete alguna gente por la nariz las noches de sábado. ¿Pero las magarzas? Me gustaría que existiera un libro con ese título —»El polvo amarillo de las magarzas»— que hablara de todas las cosas que solo existen en forma de escritura, como palabras pequeñas, casi intangibles… Como el polvo amarillo de las magarzas, sea lo que sea.

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El libro de los tres días de olvido

xxxHe leído en los lugares más extraños durante todos los días —excepto tres— de estos últimos veinticinco años: en la montaña bajo una ventisca de nieve, esperando pagar en la cola del supermercado o en un mirador sobre el abismo en el castillo de Loarre. También camino de casa al alba un poco borracho después de una fiesta o dentro del cine justo antes de que se apaguen las luces… Leí la mañana en la que me casé, aprovechando que tardé menos en arreglarme que Inma e, incluso un ratito esa misma noche, cuando volvimos como marido y mujer a la misma casa en la que habíamos vivido arrejuntados o amancebados, como decía de broma mi madre. La psicóloga que nos denegó el certificado de idoneidad para poder adoptar un niño —y que era una reencarnación de la señorita Rottenmeyer de la serie Heidi— hizo constar en su informe como uno de los factores que demostraban que no estaba preparado para la cosa del churumbel el hecho de que, cuando fue a buscarnos para la entrevista a la sala de espera donde nos aparcaron durante una hora, en vez de estar allí expectante u hojeando los folletos sobre la problemática del no sé qué que había en una mesita, me encontró plácidamente leyendo un libro que previsor había llevado… Ser paseante de perros es una bella profesión pero yo nací para pastorear libros, para sacarlos por ahí a airearse por las calles y los campos. Incluso aquella mañana en el hospital, cuando preguntaron si estaba allí algún familiar de Inmaculada B., tenía también un volumen en mis manos. Me levanté y acompañé al doctor hasta su despacho donde me esperaban cinco personas sentadas alrededor de una mesa redonda: todos con su bata blanca. No estaban tomando café ni echando una partida de cartas, aunque alguno tenía las manos sobre el tablero como si no supiera qué hacer con ellas o jugara con naipes fantasmales. Parecían niños a la espera de una reprimenda: serios y con pinta de no haber roto nunca un plato. Algo de la consistencia pesada y gris del propio mobiliario impregnaba todo haciendo que el paisaje que se veía a través de la ventana pareciera una escena de esas que hay a lo lejos en los cuadros de Patinir: pasaban muchas cosas tras el cristal pero eran pequeñas e inmóviles como figuras de un nacimiento. Yo miraba todo con la calma extraña de quien observa una pecera hasta que me di cuenta de que a uno de los de aquel extraño cónclave se le veía una camisa negra con alzacuellos bajo la bata, con una tirilla blanca que se deslizó como una serpiente por la habitación hasta alcanzarme y apretar también mi cuello, ya que aquel cura estaba allí —evidentemente— porque no había cura. Se hicieron las presentaciones ya que, quitando a Pilar de digestivo, yo no conocía a los de oncología ni al psicólogo clínico o al capellán (estos dos últimos estaban allí para poder elegir en caso de necesidad, al igual que en algunos bares tienen Pepsi además de Cocacola). Me dijeron que ya estaban los resultados de las pruebas, que no tenía que preocuparme y alguien me preguntó si teníamos hijos o papeles que arreglar. Luego, en la habitación en la que Inma estaba tan guapa con esos camisones de la seguridad social que descubren más que tapan, dejé mi libro en la mesilla y cambié por la de actor mi antigua vocación de lector. Creía que estaba haciendo un papelón en plan Marcello Mastroianni, pero en realidad estaba más cerca de tener la cara de Andrés Pajares en sus últimas apariciones en ¿Dónde estás corazón? Para todo tenía respuesta: la cosa estaba cogida a tiempo en su fase inicial (en realidad era terminal). El índice de supervivencia era del 93% (añadí el nueve), el tumor estaba muy localizado (y vaya si lo estaba, localizado en catorce sitios), y además era benigno como su tío (Benigno, el que desde su jubilación se entretenía haciendo la declaración de la renta de familiares y vecinos). Así tres días de mentiras… hasta que, con todo el miedo del mundo en los ojos, Inma me preguntó que si todo estaba tan bien por qué no leía. Como ya he contado al principio lo había hecho todos los días de estos últimos veinticinco años excepto esos tres. No fui capaz de contestar, se me olvidó lo de actuar y se me cayó al máscara así que rápidamente rescaté el libro que había abandonado en la mesilla y me puse a leer sentado al lado de la cama. Entonces, al ver su sonrisa, supe que se curaría, que verme enfrascado en las páginas le sentaba mejor que el taxon y el cisplatino de los ciclos paliativos.
xxxAquel libro que leí en la tercera planta del Hospital Virgen de la Montaña teniendo como fondo el traquetear de las camillas y los llantos que se escuchaban en la madrugada era la primera edición de 1919 de este «París bombardeado» de Azorín que ahora reeditan Biblioteca Nueva y Editorial Alfama.
xxxEl escritor, ajeno a las sirenas que anuncian los bombardeos sobre París, lee unas páginas del Quijote antes de dormir, oye risas en el pasillo y el lamento largo —plañidero— de las bocinas que anuncian las incursiones de la aviación enemiga… A veces escucha el silencio de la noche sobre la ciudad y, al despertar por la mañana, pasea, compra libros, se sorprende por la tranquilidad de unos gorriones que no se apartan a su paso, mira el cielo plateado y dulce o los árboles de las orillas del Sena. Estas páginas no son solo una lección de perfección estilística sino también una demostración de cómo las palabras pueden más que los relojes o las bombas. Al leer, —hacia el final del libro— «El tiempo me ha preocupado siempre, toda mi obra refleja esa preocupación de la noción del tiempo, de la corriente perdurable del tiempo deshaciendo las cosas…» fui consciente de que las palabras de Azorín no serían arrastradas por esa corriente, que las horas se quedarían refugiadas en sus orillas. Deberían comprar este libro los que dicen que no leen porque no tienen tiempo o los que lo hacen para pasarlo o matarlo porque hay en él instantes que no pueden medir los cronómetros, un tiempo que podrían acariciar y ganar. Gloria Durán me ha contado que al quemar una página de periódico en la chimenea, lo primero que arde son las partes no escritas porque la tinta protege las letras que sobreviven por un instante brillando en medio de las cenizas. Como brillan estas crónicas de Azorín que nos demuestran que no todo lo borrará la destrucción, los cañones o la enfermedad: que nos quedarán las palabras y los libros. En la portada de la edición de Biblioteca Nueva aparece la famosa fotografía en la que se ve a un hombre ensimismado que va a coger uno de una biblioteca de Londres arrasada por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. No es alguien indiferente al drama —como no lo es Azorín en el París de 1918—, sino un luchador que, al agarrar un libro —como hice yo en aquella habitación de hospital— detiene el tiempo y vence en la batalla.

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Castro Flórez, Javier. Lo que lee un editor. Murcia; Ed. Newcastle, 2020.

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HOY SE PRESENTA ‘MAMÍFEROS QUE ESCRIBEN’, DE MANUEL MOYANO, EN EL MUSEO RAMÓN GAYA

 

Esta tarde, a las 19:30h, se presenta el nuevo libro de Manuel Moyano, ‘Mamíferos que escriben’, en el Museo Ramón Gaya. El libro, que ha sido editado por Newcastle ediciones, estará presentado Miguel Ángel Hernández Navarro.

 

APORTACIONES LINGÜÍSTICAS DE ESPAÑA AL MUNDO

Fumando en Marruecos

 

Fiesta y siesta no sólo son las modernas aportaciones de nuestra patria al lenguaje universal, sino el principal reclamo de nuestra industria turístico-hostelera. Así es: dominadas las poblaciones del sur de Europa por una clase empresarial analfabeta y feudal; agotados los recursos naturales y patrimoniales en la explotación rápida e ineficaz del medio; expatriados los contingentes de personal cualificado por el nulo crédito bancario; el Sur no ve otra manera de sobrevivir más que con el turismo de botellón y apartamento baratero. Secularmente ajenos a su propia ruina, en las fiestas populares de la costa continúan procesionando vírgenes, echando vaquillas a las calles y quemando castillos de fuegos artificiales. Y en todos los casos se aprecia, entre los farolillos y las banderolas, el emblema repetido de cajas y bancos locales patrocinadores del consuetudinario evento. Pues la fiesta en el Sur no es la celebración loca, gamberra e inocente que quisieran los jóvenes anglosajones, sino la plasmación de las buenas relaciones entre política, empresarios e iglesia que desean sus mayores.

 

 

 

Morano, Cristina. Hazañas de los malos tiempos. Murcia; Ed. Newcastle, 2015.

 

HAZAÑAS DE LOS MALOS TIEMPOS

Europa reducida a dinero

 

I y II Hazañas, los pagos y los cobros

Segunda hazaña: cobrar el paro cuando Tropa, la agencia de diseño gráfico y museografía donde trabajaba, quebró y los creativos acabamos en las oficinas de empleo, rellenando papeles con nuestro nombre, con nuestra dirección, con datos y fechas que ninguno de nosotros sabíamos que poseíamos o que constaran en algún sitio. Por ejemplo, la vida laboral. Llevo 19 años trabajando, con algunos intervalos de paro. En total, según la Tesorería General de la Seguridad Social, que es la encargada de estos cálculos, llevo 7.000 días trabajados. ¿No hay una canción o una película que se llame así? Debería haberla.

xxAhí estábamos los dos ex diseñadores, en la primavera del 2012, perdidos en las oficinas del Inem, usando los dedos anteriormente deslizantes por los carísimos teclados de Macintosh, marca registrada de Apple, para rellenar formularios laborales; contestando con monosílabos a las mismas preguntas que albañiles, peones, secretarias o camareros respondían con tiradas completas de artículos y subartículos de la legislación laboral vigente. Unos días después de empezar a cobrar el paro, me llamaron para reunirme con mi «tutora laboral». Me senté en una sala junto con otras mujeres de mi edad (45 años: las expulsadas del mercado laboral, demasiado viejas para el Sistema, demasiado jóvenes para obtener una jubilación). Me sorprendió ver entrar a una señora vestida con chaqueta rosa imitación chanel y maletín de ejecutivo. Clase alta. La crisis empezaba a llegar arriba.

xxCuando llegó mi turno, la tutora miró mi expediente, leyó en voz alta diseño gráfico y edición, publicidad, poesía, manejo y creación de entornos multimedia y me dijo:

xx-Mejora tu empleabilidad. Si no sabes usar internet, te enseñaremos, es más fácil encontrar trabajo por las redes sociales virtuales. ¿Has entendido lo que digo? Pareces un poquito… triste.

xx«Está el mundo que arde y el mundo que no arde» Pilar Fraile.

 

xx7.000 días trabajados, cero euros obtenidos. La primera hazaña fue esa: trabajar durante 7.000 días. Algo que consistía en una resistencia, en un levantarse todos los días y obedecer.

xxTenía ahorros, pero los gasté desde que la agencia dejó de pagarnos el salario. Iba por la calle y sucedían cosas como que se cerraban negocios, manzanas enteras se quedaron sin tiendas, sin agencias inmobiliarias, sin oficinas. En los bajos abandonados se acumulaba el polvo. El vacío. Eran los edificios agujeros. Cuando pasaron los meses, en esas casas vacías anidaron palomas. Incluso creció hierba mala en las grietas. Las llagas de la ciudad son avanzadillas del bosque.

xxLo vegetal infecta, entonces. Lo vegetal inocula, enferma, progresa hacia virus.

 

xxCuando no sólo los negocios españoles, sino hasta los bares españoles empezaron a cerrar por quiebra, el pánico se instaló en mi cabeza. Pronto daría sus frutos en mi vida, en mis relaciones, en mis textos. Antes de quedarme en paro, después de ir a un concierto (¡todavía iba a conciertos!), salí de la habitación del hostal a las 7 de la mañana con la intención de volverme a casa, pero en lugar de eso, me tomé un café mordiéndome las uñas, volví a la habitación sin saber qué hacer con mi vida y estuve fumando dos horas en la oscuridad, pensando en el trabajo, en el traslado de las lujosas oficinas de Tropa a un polígono industrial, al lado del famoso puticlub Star Flamingo (o Flamingo Star, pues tiene dos puertas y está escrito el rótulo de ambas maneras).

xxLa crisis económica nos estaba afectando de manera muy curiosa a las empresas relacionadas con la cultura: teníamos el mismo volumen de trabajo que siempre, pero nadie pagaba desde el año 2009. Por eso no cobrábamos los sueldos, por eso mis jefes no podían pagar el alquiler del local, por eso los proveedores (imprentas, productoras audiovisuales, carpinteros, fotógrafos…) se negaban a seguir trabajando con nosotros. Yo me agarraba al cigarrillo, intentaba creer que aquello no era el fin.

xxPorque aquella etapa no podía ser el fin, ¡no! ¿Acaso no era feliz en mi nueva vida? A fin de recortar gastos, antes de declarar la quiebra, la agencia había reducido nuestros contratos y el horario: de nueve horas diarias a seis. Ya no me quedaba dormida en el sofá y podía ver mis series favoritas en la tele. Seguía acostándome sola porque mi pareja estudiaba por las noches, pero empezó a no importarme.

xxAlgunas cosas no terminaban de cuadrar con ese optimismo: el perrito de mis ancianos vecinos se puso muy enfermo, él también era muy anciano, era un pequeño animal en el final de su vida. Yo coincidía con el marido en el descansillo, cuando iba a pasearlo por la mañana, vestido con una camisa blanca recién planchada, y opinaba que estaba mejor, que «hoy no ha vomitado nada». Luego una tarde vino y me dijo, «lo he dejado en la sala con el médico y el chico lo ha puesto encima de la mesa, arropado. Le he mirado hasta que se ha dormido».

xxCuándo caes, cuánto caes y nos dejas en el borde, cachorro blanco.

 

xxA mi alrededor, inestabilidad, augurios. Dos de mis mejores amigos pasaron por el hospital para tratarse un cáncer, pero cuando me lo decían, yo miraba para otro lado y cambiaba de conversación. Metía las manos en los bolsillos y arrugaba un kleenex que siempre llevo ahí. Soren Peñalver, el alma de la vida literaria en la pequeña Murcia, sufrió un ictus. Más kleenex estrujados.

xxTodo se movía bajo nuestros pies. Literalmente: la ciudad de Lorca se vino abajo en un terremoto que fue aún más terrible por el estado de sequía del subsuelo murcian. Está la gente sin casas todavía. Hoy son escombros lo que ayer tesoros de la gente corriente. Han perdido sus fotos, sus joyas, sus platos, sus sábanas, sus ropas, sus papeles. Entonces aprendieron esto: pusieron junto a la puerta de entrada de sus pisos un pen drive con fotos, documentos y recuerdos.

xxTodo esto eran signos, contactos con La lenguaje.

xxDesiertos.

 

 

 

Morano, Cristina. Hazañas de los malos tiempos. Murcia; Ed. Newcastle, 2015.

 

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septiembre 30, 2015 Deja un comentario

Coca sobre la cartera

 

xxSe me acerca Rafa, me dice: te he visto pasar vertiginosamente, pateando veloz los cuatro garitos que siguen abiertos. Parecía que buscabas lo que yo vendo. Pues no. Pues qué ansiedad. Pues sí. Pero. Pero lo que yo busco, que yo busco, busco, busco, busco, vosotros, oh dioses. Oh dioses de la coca, dioses de la juventud, oh dioses de la noche, vosotros no podéis apaciguarlo. Vosotros, oh dioses, no podéis domesticarlo.

 

 

 

Morano, Cristina. Hazañas de los malos tiempos. Murcia; Ed. Newcastle, 2015.

 

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