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EL PAYASO

 

EL PAYASO

Miguel escribe una novela cómica en la que cree que se burla de su vida de forma despiadada y bajo máscaras diversas (todos los personajes lo representan a él, de una u otra forma). Está convencido de que ha escrito un libro divertidísimo, él mismo se ríe mucho al revisar las pruebas que le envía la editorial. En un momento de la corrección, cuando llega al capítulo dieciséis, los ojos se le llenan de lágrimas, como si el cerebro, inundado, supurase. Siente que se le cierra la garganta. Tiene ganas de gritar, de revolcarse por el suelo. Por momentos no le queda más remedio que dejar los folios a un lado y respirar, porque tiene la sensación de que podría ahogarse, o vomitar. Se mete en el cuarto de baño y se lava la cara con agua fría. Inspira profundamente y exhala el aire poco a poco, frente al espejo. Le avergüenza que le hagan gracia sus propias bromas, sus juegos de palabras, las situaciones disparatadas que ha elaborado a lo largo de casi dos años, pero no lo puede evitar, y esa vergüenza contribuye en cierto modo a intensificar la risa, que se vuelve espasmódica, culpable, cuando regresa al escritorio. Le duele la mandíbula y el pensamiento le retumba. Se dice, para consolarse, que el autor de aquellos chistes no es él, sino el que fue hace unos meses, y acusa a su mala memoria. Qué tipo más divertido he sido hasta hace bien poco, se dice también, con cierta melancolía irónica con la que disimula los nervios ante la acogida que tendrá su libro (hasta ahora no se ha dado cuenta de que su publicación es inminente, inevitable, de que unos cuantos cientos de personas van a leerlo; sospecha que la risa histérica también tiene que ver con esa inminencia, a pesar de la indudable jocosidad de lo que lee, especialmente del capítulo dieciséis). Sin embargo, parece que no todo el mundo comparte su alborozo. A lo largo de la tarde, en varios correos electrónicos (su relación es siempre virtual, jamás habla por teléfono con ninguno de ellos ni los ve en persona, a pesar de que viven en la misma ciudad), sus editores le hacen saber que consideran que ha escrito una novela «valiente», «necesaria» y, sobre todo, «desoladora». Al principio esa interpretación le intriga, pero poco a poco empieza a notar cómo crece dentro de él un sentimiento impreciso que primero identifica con una forma de fragilidad y después con indignación. Repasa los cientos de miles de palabras impresas que se amontonan frente a él y trata de distanciarse de ellas, de leerlas con ojos ajenos, como si él no fuese el que las ha organizado en esa disposición, y no en otra, y le parece imposible que nadie pueda tomarse sus ocurrencias en serio. ¿Desoladora? Desoladora y una mierda. ¿Se trata, acaso, de un doble sentido, de una crítica soterrada a su escritura? ¿Y por qué no le han transmitido sus impresiones hasta ahora, en la última etapa del proceso de edición? Los mensajes de sus editores terminan de cuajo con su risa adolescente. Son los martillazos que lo clavan al suelo, que comprimen la liviandad de la tarde y le dan otra vez peso y consistencia. Aplacado y cohibido, les sigue la corriente, responde con ambigüedad (ya de madrugada), aunque no puede dejar de preguntarse si ellos están valorando el mismo texto que él les envió hace cuatro meses, la misma historia de iniciación de un joven grotesco, egoísta, maleducado, un auténtico gilipollas inmerso en una secuencia intrascendente y voluntariamente deslavazada de situaciones absurdas en las que siempre toma decisiones erróneas. ¿Es que no han leído la escena del paraguas con el dibujo estampado de unas gambas, la escena del bar del pueblo, el diálogo entre el protagonista y su madre-palillero (él mismo, otra vez) en el aparcamiento de un cine? ¿Cómo pueden no haberse dado cuenta de que son gags humorísticos, de que su único objetivo es hacer reír? Antes de dormir, llega a dudar del criterio de esos hermanos que han publicado sus dos libros anteriores, incluso sopesa la posibilidad de buscar otra editorial que entienda mejor sus propósitos, alguien que se capaz de valorar su irreverente (y trabajado) sentido del humor. Pero es un hombre pusilánime, que disfraza sus temores de integridad, y se inhibe. Se dice que está comprometido, que no puede dar marcha atrás a estas alturas (la novela ya aparece en el boletín en el que la editorial anuncia las novedades para la rentrée). Se duerme con la sensación de que debe todo a sus editores, de que la repercusión de su obra a lo largo de los últimos años, por escasa que sea, tiene una deuda inmensa con las personas que apostaron por ella cuando él era aún más desconocido que ahora.
xxxEl proceso de publicación no se detiene, y no comunica a nadie sus dudas. Siempre se muestra muy reservado con las cosas que escribe, por una mezcla de modestia audaz y de soberbia contenida. Se recuerda, en la adolescencia, fingiendo que estudiaba en lugar de escribir para que su madre no volviera a pedirle que le enseñara «esas historias tan bonitas que te inventas». Tres días después envía las pruebas con las correcciones por medio de una empresa de mensajería. En la última revisión no ha podido evitar subrayar algunos párrafos con un rotulador naranja y colocar decenas de notas al margen que entiende como aullidos desesperados («ESTO ES LA MONDA»). Al volver a casa escribe un correo electrónico en el que confirma a sus editores el envío de las pruebas y les comunica que ha decidido cambiar el título del libro. Ya no le gusta La tierra quemada, prefiere que salga a la luz con otro título, El payaso. Cree que el cambio puede servir como declaración de intenciones.
xxxLa novela llega a las librerías a comienzos de septiembre y los comentarios no tardan en aparecer. Los primeros lectores (en general amigos y familiares del autor o de los editores, o periodistas interesados en entrevistarlo o en escribir acerca del libro en algún medio) sustituyen «valiente» por «suicida», «necesaria» por «actual» («de una actualidad rabiosa»), «desoladora» por «despiadada». Pero el tono, y las conclusiones, son los mismos. El titular de la primera reseña, publicada en una pequeña revista local vinculada con un departamento universitario, pone el dedo en la llaga y fija la tendencia: «La ficción dolorosa». La firma un antiguo compañero de carrera del autor, al que lleva años sin ver (Miguel se entera de que ahora vive en Logroño, donde da clases en un instituto). Trata de recordar si en algún momento hizo algo a aquel antiguo amigo que pueda haber motivado un intento de venganza. A veces dañamos o humillamos o menospreciamos sin darnos cuenta, se dice. No encuentra nada en su memoria. Intenta recordar también si el antiguo compañero de la facultad de Filosofía y Letras mostró alguna vez alguna señal de tener sentido del humor. La verdad es que le cuesta incluso recordar su rostro. «La ficción dolorosa» abre la puerta a un nuevo concepto: la gravedad.
xxxPasan unos días y Miguel asiste atónito al despliegue crítico, lo que la apisonadora de la teoría literaria denomina recepción, que augura, al menos según sus editores, que El payaso se va a colocar bien en las librerías, puede que incluso con unas ventas razonables (sueña con agotar la primera tirada de alguna de sus obras, algo que no ha logrado con ninguna de las anteriores). El payaso se recibe, no se puede expresar de otra manera, con entusiasmo. Un entusiasmo íntimo, endogámico, pero también innegable, al menos en términos estadísticos. La opinión es unánime: ha escrito un libro profundo, oscuro, audaz. Mucha gente (bueno, no tanta, en realidad) lo felicita en las redes sociales por su valentía, por sacar a la luz (por «mostrar sin ninguna concesión al sentimentalismo») algunos aspectos de la vida contemporánea que nadie se había atrevido a narrar. Alguien (un bloguero literario al que no conoce) afirma en Twitter que por fin ha aparecido «la novela que retrata con toda su crudeza a nuestra generación». Tras leer una de esas felicitaciones, a todas luces exagerada, recuerda un libro en el que César Aira, un autor al que admira de forma intermitente, se lamentaba de que sus lectores le comunicasen siempre lo divertidas que les parecían sus ficciones (el título del libro de Aira era elocuente: Cómo me reí). Hace años, antes de empezar a publicar sus propias obras, Miguel escribió un artículo sobre ese libro, insistiendo en la contradicción implícita de su discurso hostil, porque el lector, según él, no podía evitar reírse ante la reprimenda del narrador, como esos adolescentes que intensifican los ataques de risa cuando el profesor les riñe delante de toda la clase. Se trata de un procedimiento retórico que él no ha visto nunca en ninguna otra obra de arte, y que ni siquiera sabe si es voluntario, lo cual lo hace aún más enigmático. La bronca liberadora, la regañina hilarante. Ahora lo recuerda con una puntada de desazón. ¿Es posible que a él le suceda lo mismo que a Aira? ¿Será posible recuperarse de eso, del éxito que surge de un malentendido? Aunque Miguel se encuentra en la posición inversa: todo el mundo cree que su libro es un libro serio, una especie de confesión descarnada. Por otra parte, recuerda unas declaraciones de Aira en las que afirmaba que en España sólo se leían sus libros por pedantería. Entonces, ¿también él es un pedante, a pesar de sus intentos desesperados por huir de todo tipo de pedantería? Después de todo, él no sólo oculta lo que escribe, también ha tratado de ocultar siempre lo que lee, y siente un cierto desánimo cuando piensa que es posible que otros escritores crean que no es un buen lector por el simple motivo de que no exhibe todas sus lecturas como si fueran galones. Considera que la lectura es un asunto íntimo, casi como el sexo, que sólo debe airearse en público en situaciones desesperadas.
xxxHace unos años, cuando Miguel publicó Los gatos escaldados, su primer volumen de relatos, se produjo un equívoco similar. Varias personas del mundo literario le dijeron que uno de los cuentos plagiaba de forma descarada los procedimientos narrativos de Roberto Bolaño. No supo cómo decirles que en realidad él había querido escribir una parodia de los relatos de Roberto Bolaño, que no habían entendido nada, así que no se defendió (pensó que la única forma de defenderse exigía un ataque feroz: no sabéis leer). Al parecer nadie detectó el elemento paródico, tal vez porque él, al redactar el cuento, y de forma sistemática, trató de que fuese una parodia sutil, poco evidente, que pareciese un homenaje. De hecho, un joven escritor (aún más joven que él, entonces) publicó en el efímero diario Público una reseña que consistía, básicamente, en una enumeración exhaustiva (y no exenta de mala baba) de los recursos técnicos que su relato copiaba de Bolaño (el presente de indicativo en tercera persona, una inicial para nombrar a los personajes, las oscuras referencias históricas, políticas y esotéricas, la matización constante del discurso, una vanguardia vacía identificada con una forma de locura o de desesperación, las vacilaciones, los largos incisos). En la conclusión, el efímero reseñista afirmaba: «Dado que no se trata de una parodia, esta apropiación flagrante parece a todas luces innecesaria, casi vergonzosa». ¿Y quién eres tú para decidir que no es una parodia, piltrafilla?, pensó entonces. ¿A qué viene ese juicio de intenciones? ¿Y por qué has hablado sólo de una parte del libro, de la que a ti te ha interesado descuartizar? Pero una amiga le comentó poco después, en privado, que el parecido de su relato con los cuentos de Bolaño le había producido también a ella una enorme incomodidad, y un lector, en un acto público en la biblioteca municipal de Alcañiz, alzó la voz durante el turno de preguntas, indignado, para dejar constancia de que le parecía obsceno apropiarse así de los logros de un autor muerto «que no puede defenderse de sus plagiarios». Dos días más tarde, durante la pausa del café, Miguel trató de defenderse ante un compañero de trabajo alegando que «la línea que separa el homenaje de la parodia es muy fina». El compañero de trabajo, cuyo interés por los temas literarios era más bien nulo (precisamente por eso Miguel lo había elegido como destinatario de su frustración, para poner a prueba sus argumentos ante un adversario desprevenido, sin prejuicios) le preguntó de qué línea estaba hablando. ¿A qué línea te refieres? ¿Me estás tomando el pelo? ¿Eso tiene que ver con el libro que has publicado o lo dices en general? (al día siguiente Miguel reprodujo la conversación, tal y como él la recordaba, en su muro de Facebook: veintiséis de sus contactos le dieron al «me gusta», pero no hubo ningún comentario). Por lo demás, el resto de los relatos no provocó la indignación ni la incomodidad de nadie, algo que Miguel entendió como un fracaso. Alguno de ellos apareció, incluso, en una de esas voluminosas antologías que pasan revista de forma periódica al estado famélico y entusiasta del género breve (y que despiertan más rencores que entusiasmos). Había temido que la acusación de plagio contaminase al resto de los cuentos, que empezasen a surgir otras referencias (Bernhard, por supuesto, pero también Beckett, y Borges), pero nadie se molestó en trazar más genealogías. Sus editores lo defendieron y lo animaron a seguir con su «proyecto», aunque a él no le quedó claro entonces si los hermanos estaban del lado de la parodia, del lado del homenaje o (oh, brutal hipocresía) del lado del plagio (no llegaron a manifestar su opinión al respecto). A pesar de todo, Miguel aprendió la lección, o eso creyó, y decidió desterrar la parodia de su obra posterior. No el humor, eso le habría resultado imposible, pero sí la parodia, al menos la parodia literaria. En su siguiente libro (que fue otro volumen de relatos) trató por todos los medios de crear historias lineales, con una prosa descriptiva y aséptica que fuese invulnerable a interpretaciones maliciosas. Dicho de otro modo: esquivó como pudo cualquier tentación de estilo. Cuando creía que un personaje hacía o decía algo ingenioso, otro de los personajes reía para que el lector supiera que había llegado el momento de reír. Como en las telecomedias de su infancia. El propio tejido dialógico del texto como coro, como risa enlatada, como señal. Adoptó un nuevo lema: sé transparente en la ambigüedad. Ese segundo libro, El aplauso del regidor, apareció tres años después del primero y recibió unas pocas críticas positivas en las que se valoraba que hubiera iniciado por fin «la búsqueda de una voz propia, sin el lastre de las influencias de sus relatos anteriores». A pesar de la condescencia bienintencionada de ese puñado de reseñistas, el libro apenas tuvo éxito. De hecho, se vendió algo menos que el primero. Miguel decidió regresar al humor abierto, loco y oculto al mismo tiempo, su hábitat natural, un género en el que se sentía cómodo, aunque decidió que trataría de seguir evitando, dentro de lo posible, la subversión de modelos externos. Por eso para su tercer libro, su primera novela, se centró en él, en su experiencia, en su infancia y su juventud patéticas, para construir la sátira distorsionada e inverosímil. El paso a la novela, por otra parte, le pareció parte de una evolución natural hacia la visibilidad y la exposición. Decidió que la novela, un género más maleable, más individual, desharía los nudos de las lecturas anquilosadas de la tradición cuentística. Es posible que, en el fondo, tuviera también la esperanza de vender más de trescientos ejemplares. Hizo, o cree haber hecho, una parodia, sí, pero una parodia de su vida, plagada de momentos de comicidad que, al parecer, nadie logra percibir. Por desgracia, no le ha contado a nadie su intención, y nadie le ha ayudado a revisar los sucesivos borradores. Ahora se pregunta si la confianza en una persona que no estuviera dentro de su cabeza habría cambiado en algo todo lo que le está sucediendo.
xxxLa editorial ha planificado una breve gira de presentaciones en público, siete actos en diversas ciudades españolas que Miguel decide aprovechar para liquidar el malentendido. Propone a los editores comenzar cada presentación con la lectura de un capítulo de la novela. Está seguro de que si elige el fragmento adecuado, y si lo escenifica de forma correcta, todos  los espectadores se darán cuenta de la confusión. Reirán con él, y el tiempo se ocupará del resto. El payaso quedará como lo que es, un eslabón de la gran tradición cómica española. Tiene la sensación de que la risa de quince o veinte personas (puede que incluso de una sola) será suficiente para desactivar la interpretación de la novela como una obra seria, y la llevará de la mano hasta el otro lado, a la orilla hilarante, la orilla aireada y soleada en la que se despliega la vida.
xxxLa primera presentación va a tener lugar en Zaragoza, su ciudad, y Miguel elige el capítulo siete, el capítulo del paraguas. Cuatro folios dignos, en opinión de su autor, de uno de esos antiguos cortos de los grandes cómicos del cine mudo: Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd, tod la tradición del slapstick. Golpes, personajes que entran y salen del escenario a velocidad frenética, el rostro impasible del protagonista, una cierta belleza cinética, un objeto que focaliza la acción y baila entre los personajes. Por no hablar de las gambas del estampado del paraguas. Lo lee una y otra vez frente a un espejo. Se graba leyéndolo. Cuando se escucha, se muere de risa. Le rechinan los dientes, le tiemblan las manos, parpadea de forma incontrolada. Cree que en ese capítulo la comicidad resulta lo bastante corpórea y trepidante como para desbaratar cualquier tentación metafísica.
xxxDos días antes de la primera presentación, el tres de octubre, responde por correo electrónico a una entrevista para una revista digital. Él preferiría no responder a entrevistas (como preferiría no presentar sus libros), pero sus editores insisten en que es la única forma de dar visibilidad a la oferta de las pequeñas editoriales. El resto, confiesan, resulta imprevisible y queda a merced del boca a boca y del azar. ¿Cómo crees que comenzó el fenómeno de Apenas nunca nada?, le reprocha uno de ellos, el hermano mayor, en uno de sus mensajes colectivos. Pues porque Álvaro se recorrió media España, durmiendo en hostales, y presentó su libro en librerías vacías, y fue simpático y amable con los libreros, y nunca dijo que no a una entrevista, y siempre, en cada acto, en cada charla con un periodista, dio todo lo que tenía, fue a muerte, se lo jugó todo. Ahí tienes los resultados (Apenas nunca nada, de Álvaro Sanz, es el gran éxito de la editorial, o más bien su único éxito, al menos en cuanto a las cifras de ventas). Miguel, sobra decirlo, nunca ha entendido la literatura como una carrera, ni como un proyecto, menos aún como un sacrificio o una inversión. Piensa en Álvaro Sanz viajando de capital de provincias en capital de provincias con su Seat Málaga y le entran náuseas. Donde hay que darlo todo es en el texto, piensa, con rabia, no en una librería de Lugo.
xxxCondicionado por la reprimenda velada de sus editores, responde a las preguntas de la entrevista con un discurso político para el que crea un personaje resentido, furibundo. Afirma, por ejemplo, que «uno de los objetivos del sistema es acabar con la riqueza semántica de las obras de arte y obligar al artista a que tome posición en relación con su producción». Se lamenta de que, en el caso concreto de la literatura, «lectores y escritores acaban encerrados en un mismo gueto de sentido, cuando lo sano sería que los lectores fuesen los vigilantes del campo de concentración y los escritores sus perros de presa». También asegura que le dan «asco los escritores autoritarios que ordenan al lector dónde tiene que situarse, en qué rincón tiene que posar para la fotografía». En cuanto a su novela, se limita a responder que para él «El payaso es, ante todo, un canto a la rebeldía colectiva frente a la violencia institucional». Relee la entrevista y no sabe si está satisfecho con el resultado. Mientras respondía creía que se estaba burlando de todo, y que cualquier lector inteligente se daría cuenta enseguida, pero ya no lo tiene tan claro. A pesar de todo, la envía.
xxxEl cinco de octubre llega al centro comercial una hora antes de la presentación y entra en el espacio donde tienen lugar distintos tipos de actos: ruedas de prensa, proyecciones de películas, talleres tecnológicos, actividades infantiles. A la entrada han dispuesto una mesa con varias pilas de ejemplares de su novela. Los cuenta: cuarenta y nueve. ¿Dónde está el que falta?, piensa. ¿Ya se habrá vendido uno? ¿A quién? Le cuesta creer que hayan pedido cuarenta y nueve ejemplares, tienen que haber pedido cincuenta, falta uno. La sala también acoge exposiciones temporales. Mientras espera a que llegue el encargado de comunicación de la tienda (con el que ha concertado una cita para preparar el acto), recorre las paredes y trata de descifrar la intención de las fotografías expuestas. Se tarta de imágenes colocadas de dos en dos. En la de la izquierda siempre hay una chica muy joven que sonríe a la cámara, de pie, retratada de cuerpo entero, y en la derecha primeros planos de caras de mujeres con señales visibles de violencia: ojos morados, cicatrices, frentes recién cerradas con puntos de sutura o de aproximación, incluso deformaciones provocadas, imagina, por quemaduras o por ácido. Tarda en darse cuenta de que las camisetas de todas las adolescentes de la izquierda incluyen algún tipo de mensaje en inglés: «I will only marry a bad boy», «No pants are the best pants», «Trophey», «I need a hero», «Born to wear diamonds». Las fotografías de la izquierda, luminosas y llenas de color, parecen sacadas de un catálogo de moda o del suplemento de tendencias de un periódico; las de la izquierda, en blanco y negro, con mucho grano, parecen pruebas forenses destinadas a los archivos policiales. Cuando llega el encargado de la sala, Miguel ve que lleva en la mano un ejemplar de El payaso. Otro enigma descifrado, piensa.
xxxEl encargado de la sala se llama Alberto. Es eficiente y no pierde tiempo en preliminares absurdos. Le pregunta dónde va a leer, cuántas personas se van a sentar en torno a la mesa, si los editores querrán decir unas palabras (los editores no pueden venir, los tres son funcionarios pero trabajan por las tardes). Hacen una prueba de sonido, y Alberto coloca dos botellines de agua en la mesa, junto a dos vasos boca abajo. En cinco minutos está todo preparado. ¿Salimos un rato a la calle?, propone entonces. Queda más de media hora. Miguel dice que ha quedado con la persona que va a presentar el libro, un profesor de la facultad, pero que el profesor le ha enviado un mensaje para decirle que va a llegar un poco más tarde de lo previsto. Podemos salir, sí, si llega y no nos ve ya me llamará. Mientras toman una cerveza en un bar cercano, Alberto felicita a Miguel por el libro. Miguel le dice que prefiere no hablar de eso ahora, le dice que ya está cansado de hablar de su libro. ¡Aún no he empezado y ya estoy harto! Los dos ríen, y Miguel siente un alivio enorme ante esa carcajada compartida.
xxxCuando regresan a la sala, ya hay diez o quince personas sentadas. Otras, repartidas por la sala, hojean la novela en la entrada, observan las fotografías o dudan dónde sentarse. En medio del pasillo que separa los dos grupos de sillas, una mujer mira a ambos lados desconcertada, como si buscara a alguien. Ahí está mi madre, dice Miguel. Se acerca, le pasa una mano por la espalda y le da un beso en la mejilla. Alberto ha reservado un sitio en primera fila para la madre del autor. Se lo señala y la acompaña.
xxxAparece por fin el presentador del libro, que se disculpa por la demora. tenía tutorías, dice. Pensaba que no vendría nadie, pero ha aparecido una alumna que no estaba de acuerdo con la nota de un trabajo. Ya sabéis cómo es eso, dice, a veces es difícil hacerle entender a alguien que no tiene absolutamente ningún talento.
xxxLa sala se va llenando. Miguel saluda a algunos familiares, a compañeros de trabajo. No quedan sitios libres y la gente que entra se coloca al fondo, en torno a la mesa de mezclas. Miguel ya no puede acercarse a hablar con todo el mundo, se limita a saludar con la mano a los que entran y a sonreír encogiéndose de hombros, como si tantas muestras de cariño lo abrumasen. Se da cuenta de que no detecta ninguna señal de anticipación, de expectativa. La gente conversa, ajena a él. Él mismo se siente liviano, despreocupado, tal vez por efecto de la cerveza. Vaya éxito, le dice Alberto. Esto no es nada, responde Miguel. Ya verás en Soria. Los dos vuelven a reír.
xxxA las ocho en punto sube al estrado y empieza a leer sin ningún preámbulo. El murmullo de voces se apaga poco a poco. El encargado de comunicación ha preparado un atril con una copia impresa del texto (Miguel prefiere no leer directamente del libro, para no perderse, para tener las manos libres). Trata de no pensar, se limita a encarnar el deadpan, vestido de negro, lee sin levantar la vista de los folios, el texto fluye, se reconoce, consigue no reír, a pesar de la tentación y de la angustia, a pesar de las gambas. Cuando llega al final del primer folio respira, agobiado por el silencio. Levanta la vista para mirar al público, pero los focos lo deslumbran y sólo distingue bultos inmóviles. Los únicos rostros definidos son los de la primera fila. Mira a su madre. Petrificada, un poco encogida, con las manos juntas sobre el regazo, la mujer lo mira también a él. Miguel le sonríe y se da cuenta de que está llorando.

 

 

 

Serrano Larraz, Miguel. Réplica. Barcelona; Ed. Candaya, 2017.

 

DE ERIC DOLPHY A ALBERT AYLER

 

ERIC DOLPHY

No soy John Coltrane.
¿Cuántas veces tendré que repetirlo?

 

 

 

 

KEITH JARRET

xxxxxI

Sabes que hay que llenar el espacio y las salas.

La música es lo de menos,
lo único que importa es la letra
la espalda.

Excesivo en los desarrollos
Libre
Libre como el contrapunto
Libre como las cadenas

Alguien sale del concierto
se fuma un cigarrillo
vuelve a entrar
pero tú sigues allí

Sigues allí

 

 

xxxxxII

Sigue lloviendo sobre el mundo.
Se inunda el llanto,
las alcaldías,
los resúmenes,
se inunda el patio
las macetas,
llueve sobre los pésames
desbordan los pantanos
sangran los márgenes
xxxxixxxde la nada.

 

 

xxxxxIII

No hay canción.
Y sin canción no hay aplausos.
Te detienes para respirar el silencio,
las butacas.
Alguien comenta entre bastidores:
fuera está lloviendo,
se inunda el mundo.

No te importa

 

 

xxxxxIV

¿Has escuchado el rumor de la gente,
el roce de las telas,
el murmullo del desierto?

No hagas caso, sigue.
Continúa, no hagas caso.

Alguien está pensando en la sala,
que se calle.

Sólo soy yo, yo,
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
adelante
Adelante
xxxxxxxxxAdelante
xxxxxxxxxxxxxxxxxxAdelante
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxAdelante
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxAdelante
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxadelante

x
Sólo soy yo, yo.

x
No te detengas.

 

 

 

 

CHET BAKER

Fuiste feliz en el ejército.

Fuiste feliz en Europa,
asomado a las rejas de la cárcel,
tocando para los italianos
que iban al patio con sus sillas plegables.

Has tenido coches y médicos.
Has sudado sangre con olor a gasolina.
Has aprendido dos veces a tocar la trompeta.

Asomado a la ventana piensas
que no te importaría morir en Ámsterdam.

 

 

 

 

IVO POGORELICH

Tuve que atravesar la cultura para llegar .hasta los bárbaros. En
los museos me molestaba el aire acondicionado, pero en la fron-
tera .ya .llovía. Me llevaron a la ciudad de los bárbaros en un ca-
rro tirado por bueyes. La ciudad estaba construida en torno a un
hospital, .un .estadio .deportivo .y la sala de conciertos. Me invi-
taron .a .comer. Se .esforzaban .por .hablar mi idioma. Parecían
haber .pasado .hambre, .los bárbaros. Algunos discutieron entre
ellos, en su lengua: .sólo .entendí la palabra gramática. Después
de la siesta vi el piano. Parecía un piano. .Llevaba .el frac en una
bolsa. Me vestí en .un .camerino .destartalado. No .había espejo.
Me .temblaban .las .piernas: .por fin había alcanzado mi destino,
la ciudad de los bárbaros. A las  nueve .comenzaba, .comenzaría,
el concierto. Salí rodeado de fiebre. .Todos .los .espectadores .se
habían disfrazado de cadáveres, para adularme, para que me sin-
tiera como en casa: la .modernidad. .Pude .haberlos .sorprendido
con Mozart, que .reconocerían .de .su .pasado .en .la civilización:
preferí, .sin .embargo, .Mozart, .lo .posmoderno, para asustarlos,
para que cayeran en el vértigo. Los cadáveres babeaban. Las no-
tas estaban allí, sobre el piano, en el piano, .bajo .el .piano, alre-
dedor del piano, pero yo no las distinguía, .las buscaba, pero sus
propietarios no prestaban atención. Muchos .no regresaron a sus
asientos después del descanso. Supongo .que .les pesaba su bar-
barie, y .el .hambre. No querían los bises, .o les avergonzaba pe-
dirlos. Cerré .la .tapa .del .piano. Sonó .como .un .ataúd. Volví al
camerino, .yo .también .cadáver, .bárbaro. A la salida me espera-
ban los jóvenes, sólo los jóvenes. Su estatura había quedado con-
dicionada .por .siglos .de .una .alimentación .deficiente. No quise
mirarlos. Volví al carro, .a .la .frontera, y .de .ahí .al .aire acondi-
cionado, los museos.

 

 

 

 

ART TATUM

Has distinguido el hielo en la distancia del vaso.

Los maestros vienen a saludarte a los burdeles.

La pupila ha extraviado dos teclas en tu órbita.

Que vayan entrando los aspirantes:
estoy preparado.

 

 

 

 

ALBERT AYLER

El agua me comprende.
Bebed mi música.

 

 

 

Serrano Larraz, Miguel. La sección rítmica. Zaragoza; Ed. Aqua, 2007.

 

DE SONNY ROLLINS A DIZZIE GILLESPIE

 

SONNY ROLLINS

Algo falla.
Esto ya lo entendí ayer.
No quiero repetirme.
No soporto a la gente que se repite.
Prefiero retirarme a repetirme.
Prefiero ocultarme a repetirme.
Prefiero la miseria.
Prefiero incluso los puentes.
Hay que ser absolutamente modernos.
No puede ofrecerse nunca menos del máximo.
Algo falla.
Esto ya lo entendí ayer.
No quiero repetirme.

 

 

 

 

BILLIE HOLIDAY

La pésima cantante puta
negocia sus sesiones sin beneficios
(sólo trabajo)
mientras la cantante blanca aúlla
y tu madre cocina para los mulatos ricos,
para los proxenetas de la calle cuarenta y dos.

Escúchate: estás sola
y nadie del futuro regresará en tu ayuda.

Mañana conserva toda una cama para ti
las sábanas quebradas te sostienen el pulso
la policía espera tras la puerta para morderte las venas.

El hospital hiede.

Nadie te quiere
ni te ha querido nunca.

Puedes tumbarte ya, ahora,
germina el momento de los huérfanos.

 

 

 

 

DAVE DOUGLAS

La noche anterior a la batalla
el maestro reunió a sus discípulos.
Dijo: «recordad
que del mismo modo que no hay misterio sin significado,
no podrá hablarse de la espada sin sangre,

sólo a la flecha lanzada llamamos flecha,
un objeto que no ha herido no es un arma».

El más joven de los discípulos no había combatido nunca.
«¿Y si caigo —preguntó— antes de la lucha,
no seré entonces, todavía, un guerrero?»

El maestro responde: «has pensado en la batalla,
la nombras. Aquí, entre nosotros,
eres arma».

 

 

 

 

BESSIE SMITH

Los cadáveres no silban.
Los enfermos florecen en los hospitales.
Los cadáveres no silban
y sabes que algunos enfermos florecen en los hospitales.

En el patio te besa la infancia,
los borrachos en las puertas de los bares.

Otros enfermos se pudren
en el hospital o en casa.
Hay enfermos que se pudren
en el hospital o incluso en su propia casa.

(CORO)
o en el diámetro de una carretera
que no retrocede a ninguna parte.

Vistes el alma partida como América.
Partida como América.

El sexo de los panameños te sostiene unida.
Vaya si te sostiene unida.

Mañana vas a desaparecer.

 

 

 

 

TETE MONTOLIU

Alguien apagó la luz y todo marcha de mal en peor,
de blanco en blanco.

 

 

 

 

LOUIS ARMSTRONG

Detrás de esta sonrisa no hay nada.

Mi abuelo recogía algodón,
mi madre fue puta,
también yo.

 

 

 

 

BILL EVANS

Podrías ser otra cosa.
podrías ser, por ejemplo, Dave Brubeck,
y evitarte un montón de problemas.

A tus noventa años seguirás grabando discos,
viajando a Europa donde te veneran,
poniéndote las gafas de pasta para revisar
aquella portada del Times,

tocando en Los Ángeles con tus hijos y tus nietos,
chapoteando en el formol de la fama.

¿Acaso no hubieras preferido
no agonizar nunca?

Pero hay gente que no quiere ver lo que le conviene,
suicidas armónicos
elegantes desertores.

Tal vez te consuelas al recordar
que aquella rubia de la portada
de «Red hot & Cool»
también fermenta, también,
y te has cruzado con ella en las cloacas.

Ahora es toda tuya sin camisa
sin tos y sin carne.

Os refrotáis en el infierno.
Reproduces las voces para ella, sólo para ella.

Seguro que al pobre Brubeck
hace veinte años que no se le pone dura.

Antes te gustaban los tríos.

Tú sabrás.

 

 

 

 

DIZZIE GILLESPIE

La alegría nos levanta
hasta la altura del hombre
que podemos mirar a los ojos.
Será nuestro amigo.

Entre los seres felices del ritmo
la lucidez no funciona para todos los días.

Al menos en las playas
el horizonte se intuye.

No soples como si fueras a hundirte mañana.
Sopla más bien como si alguien
fuera a respetarte por lo que ganas,
y no por lo que pierdes.

 

 

 

Serrano Larraz, Miguel. La sección rítmica. Zaragoza; Ed. Aqua, 2007.

 

SEIS POEMAS DE ‘LA SECCIÓN RÍTMICA’

septiembre 25, 2019 Deja un comentario

 

CHARLIE PARKER

No vais a ser como yo.
No lo intentéis.
No os lo recomiendo.

No aprendí nada de la heroína.
No aprendí nada del alcohol.
No aprendí nada de las mujeres.
Lo aprendí todo de Lester Young.

Allá donde voy
que no me siga nadie.

Parad el tren: yo me bajo.

 

 

 

 

JOHN COLTRANE

Mirad: aquí ha comenzado la canción.

La canción no avanza, aunque parezca mentira.
No avanza porque nos está esperando, espera
a que nos incorporemos,
a que entendamos.

¿Un minuto? ¿Tres minutos?
Ya no importa en el centro del abismo.

Ahora entro yo, persiguiendo a Dios.
Eso que suena ahora es mi aliento de buscador,
mi aliento de detective
mi aliento de asesino de la razón.
Pero como Dios no escucha sigo tocando.
Una hora, dos horas, veinte horas,
hasta que el saxo se me despega de las manos,
hasta que el saxo se desprende de mis labios,
el aliento se extingue
y me quedo dormido en la melodía.

Sueño que la canción resuelve en el sueño.

A la mañana siguiente vuelvo a comenzar.

Pero sería absurdo continuar donde lo dejamos ayer,
así que me pregunto:
¿dónde estará Dios?
¿En qué escala secreta?
¿En qué nota?
¿En qué sucesión de acordes?

El resto de los músicos me abandona.

Hacedme caso: no encontraréis a Dios en las palabras,
ni en el espacio exterior,
ni en el interior de los átomos.

Yo sigo buscando.
Comienza la canción.

 

 

 

 

ORNETTE COLEMAN

Has pulsado el fondo
y en el fondo no había abismo
sino alegría.

Te habría gustado encontrar desesperación, ruptura.
Incluso la negación del yo.
¡Pero no alegría!
¿Quién podía esperar alegría allá abajo?
¿Quién iba a imaginarlo?
¿A quién se le ocurre?

Si fueras musulmán.
Si fueras budista.
Si fueras siquiera católico.

Pero sin fe en nada,
encontrar la alegría conduce a la perdición.

No volverás al fondo.
Prefieres la superficie.
Te quedarás aquí hasta que termine todo.

Que alguien nos avise.

 

 

 

 

KEITH JARRET (REPRISE)

Comienzan las variaciones:

Hay que llenar las salas y el espacio: lo sabes.

Lo de menos es la música,
La espalda es lo único que importa,
La letra.

No la sintaxis,
acabemos con la sintaxis.

Excesivo en los desarrollos
Libre
Libre como el contrapunto
Libre como las cadenas

Nos duelen los estribillos

Desarrollemos una frase

Alguien sale del concierto
camina a oscuras por el pasillo
pide perdón
se fuma un cigarrillo
lentamente en una esquina
vuelve a entrar
a tientas
pero tú sigues allí

sigues allí

Alguien, un hombre delgado
sale del concierto
camina a oscuras por el pasillo
tanteando
pide perdón
sale de la sala hacia la noche
se fuma un cigarrillo
(puedes imaginarlo)
lentamente en una esquina
sin dejar de escucharte
vuelve a entrar
tarda en encontrar su sitio
a tientas
se frota las manos de frío
pero tú sigues allí

Sigues allí

¿Has escuchado el rumor de la gente,
el roce de las telas,
el murmullo del desierto?

No hagas caso, sigue.
Continúa, no hagas caso.

Alguien entre bastidores comenta
el diluvio universal
Los millones de víctimas
amontonados en las orillas del mundo

Desalojen la sala por los altavoces

Alguien está gritando en la sala,
que se calle.

Sólo soy yo, yo

Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante
Adelante

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxadelante
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxAdelante
xxxxxxxAdelante
Adelante
xxxxxxxxxAxxxxxxxxxxxdexxxxxxxxxxxxxlanxxxxxxxxxxxxxxxte
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxAdelante
Adelantexxxxxxxxxxxxxxadelante
Adelante
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxAdelante
Adelante
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxAdelante
Adelante
Axxxxxxxxdxxxxxxxxexxxxxxxxlxxxxxxxxaxxxxxxxxnxxxxxxxtxxxxxxxxe

Sólo eres tú y no queda nadie

Un
Hombre
Sale
Del
Concierto
Se
Fuma
Lentamente
Un cigarrillo
Hasta
Consumirse

x

No tengas miedo:
eras tú.

 

 

 

 

MILES DAVIS

Aquí abajo hay demasiados hijos de puta.
Y demasiados blancos.

«Raphèl maí amèche zabí almi»
He visto la voz del demonio:
se parecía a mí.

El día que me dé por resucitar
vais a cagaros de miedo.
(Búscate el cuello y hallarás la soga).

Podéis ir practicando con mis discos
(pero sólo los de 1967 a 1975).

Os contaré mi secreto:
soy un pésimo trompetista.

No, en serio: mi padre, Nemrod,
domador de caballos,
era dentista.

 

 

 

 

CHARLES MINGUS

Al principio fue el grito.
La jungla se abrió paso (lo que otros llaman paraíso).
Llegó el sexo, y desde el sexo bombeó la sangre
que inundó generaciones sucesivas
de hombres sin alma.
Algunos individuos degeneraron, palidecieron,
construyeron empalizadas afónicas.
El resto siguió con lo suyo, el ritmo,
la tristeza de la intemperie.
Vino el blues a rescatar a las panteras.
Con el verbo se desmoronó todo:
trataron de explicarse.
Si hubierais visto sus labios cerrados,
cómo lloraban,
mientras se establecían prioridades, juzgados
donde construir los barcos
en que desplazarnos.
Alguien inventó el pentagrama y la historia.
Enseguida los ángeles, y yo junto a ellos.

 

 

 

Serrano Larraz, Miguel. La sección rítmica. Zaragoza; Ed. Aqua, 2007.

 

‘ÓRBITA’, DE MIGUEL SERRANO LARRAZ

noviembre 15, 2017 Deja un comentario

 

No sé por qué no había hablado antes de esta joya en el blog.
Hace unas semanas fuimos a la presentación en Murcia del nuevo libro de Miguel Serrano Larraz, ‘Réplica’. Yo, que aún no había leído nada suyo, pero había oído hablar tan bien de él, no tenía la más mínima duda de que tenía que ir a verlo. Además, la editorial que lo publicaba, la catalana editorial Candaya, es una de esas editoriales que todo lo que publica es auténtica literatura.

Total, que cuando terminó la presentación, decidí comenzar por el principio, que es por donde se empiezan las cosas, y me compré su primer libro, ‘Órbita’.
Y nada más empezar a leérmelo cayeron uno tras otro los relatos que componen ‘Órbita’. Hasta tuve que dejarme el último relato, porque quería saborear el libro un poco más y no terminármelo de una sentada.

Uno tras otro, los relatos de ‘Órbita’ muestran de manera magistral los problemas que conllevan fiar el resultado de nuestras acciones a eso tan débil que es el lenguaje.

 

Aquí dejo el relato con el que se abre el libro y que le da título al conjunto.

 

 

ÓRBITA

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxPara B.

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxTras la ventana está lo peor.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxixxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxFranz Kafka, Diarios.

En junio de 1991 Samuel Soriano terminó la Educación General Básica, el octavo curso, lo que entonces todavía se conocía como «el colegio». Acababa de cumplir catorce años. Sus padres discutieron con él diversas posibilidades para su futuro inmediato, posibilidades que incluían el acceso directo a la universidad, desde luego, pero también escuelas privadas en Estados Unidos o en Holanda, un centro de investigación en Barcelona, colegios especiales para niños superdotados. Durante tres semanas, durante cada una de las noches de las tres semanas siguientes a la conclusión de la E.G.B., Samuel no fue capaz de dormir, o sí, pero cuando dormía sus sueños se poblaban de sensaciones líquidas y Samuel se despertaba en mitad de la noche mareado y atónito, como si acabara de sobrevivir a un naufragio. Pensaba: no quiero ser diferente. Pensaba: no quiero madurar, no quiero crecer, no quiero que mi situación se modifique. Pensaba: no quiero dejar el colegio. Pensaba: ojalá fuera un mal estudiante y hubiera repetido este curso, para no tener que decidir, para no tener que decidir ahora. Pensaba: me gustaría ir a un instituto público con el resto de los chicos y chicas de mi edad, y que no hubiera ninguna otra posibilidad. Pensaba: no quiero morirme nunca, no quiero que nadie muera nunca, no quiero saber qué cosa es la muerte. Pensaba: todavía no he hecho en mi vida nada que merezca la pena.
xxSus padres hablaron con él una mañana, la misma mañana en que los tres salían de viaje hacia Tarragona a pasar una semana de vacaciones. Le comunicaron que habían decidido que tenía que ser él mismo quien eligiera su futuro, o su destino, que él era el único que podía enfrentarse a esa decisión, o soportar esa decisión, pero que no iba a estar solo para tomarla, porque lo asesorarían, o aconsejarían, además de sus padres, una cierta cantidad de profesores, una cierta cantidad de psicólogos, una cierta cantidad de pedagogos. Durante esos siete días de vacaciones en Tarragona, pero también las tres semanas siguientes de vuelta a Zaragoza, Samuel, que acababa de cumplir catorce años, leyó a Bakunin, pero también leyó a Platón, y leyó a Marx, y leyó a Bertrand Russell y a Piaget, y leyó, con entusiasmo e incredulidad, las experiencias utópicas de educación libre de A. S. Neill, y además escuchó con atención  los dictámenes y los consejos, titubeantes o contradictorios, de al menos una docena de «doctores» que lo examinaban y entrevistaban siempre con una delicadeza distante que podía interpretarse como sorpresa o como interés, pero también como prudencia o incluso como desconfianza.
xxUn día de finales de julio, por casualidad, o por lo que él entonces entendió como una casualidad, cayó en manos de Samuel Soriano un artículo de un tal Bernardo R. que llevaba por título «Comunicación y cables». El artículo, que aparecía en el suplemento dominical de un periódico madrileño, llenaba diez páginas con fotografías en color y letra apretada, pero sin titulares ni párrafos subrayados. Una fotografía, la primera fotografía del artículo, mostraba una cabina telefónica con un chimpancé en su interior, un chimpancé ensimismado que observaba el teléfono con expresión de incertidumbre, como si dudara sobre si valía la pena o no hacer cierta llamada telefónica internacional. En otra fotografía, una de las últimas (había siete u ocho en total) se distinguía apenas la silueta oscura y encorvada de un anciano, que sin embargo podía ser también la silueta de un niño subido a una silla, o incluso la de otro chimpancé (¿el mismo de la cabina?) camuflado bajo una máscara de apariencia humana. Al principio, durante unos segundos, antes incluso de comenzar a leerlo, antes de empezar a comprenderlo, Samuel creyó que ese artículo era un artículo divulgativo, que mostraba y explicaba hasta el más mínimo detalle la función de los satélites, o el modo en que se diseñaban y construían los satélites, o la localización de todos y cada uno de los satélites que pululan por las infinitas órbitas de nuestro planeta. Después, sin embargo, descubrió, o razonó, que no podía ser eso, creyó que tenía que ser, sin ninguna duda, otra cosa, tal vez un breve ensayo sobre los medios de comunicación y el poder de los medios de comunicación y las negligencias de los medios de comunicación y las miserias de los medios de comunicación, y después (pero todo fue en un momento, no pasó más de un minuto), después intuyó, o supo, que en realidad el artículo, ese artículo, «Comunicación y cables», que aparecía en el suplemento de un periódico de tirada y distribución nacionales, hablaba de él, de Samuel Soriano, el niño superdotado, hablaba de él y de sus padres y del colegio que acababa de abandonar y de la ciudad de Zaragoza donde él vivía, y supo también que Bernardo R. le estaba mandando a través de ese artículo, voluntaria o involuntariamente, una señal, o una orden, o un comentario, o una sugerencia, y esa señal, o esa sugerencia, o esa orden, decía: «matricúlate en un instituto público, no te dejes convencer, lucha, mézclate, resiste, comunícate«.
xxSamuel Soriano, que tenía catorce años, habló tranquilamente con sus padres aquella misma tarde, en el salón de su casa, dialogó con sus padres y convenció a sus padres, y les hizo saber que él era ya un adulto, que era un adulto o podía ser considerado un adulto desde algún punto de vista, desde al menos un punto de vista, pero que no por eso debía dejar de probar y diversificar la experiencia de la vida, porque sus recursos, sus conocimientos, sus vivencias, no eran los de un adulto, no eran los de un adulto en absoluto, sino los de un niño de catorce años que apenas se introduce en los enigmas de las relaciones personales, así que sus padres asintieron en silencio, impasibles, y dijeron que sí, que cómo no, y prepararon los trámites para que su hijo superdotado (que a los dos años sabía escribir, que leyó Rojo y negro a los nueve, que a los trece años demostró sin ayuda el teorema fundamental del álgebra) ingresara en un instituto público cercano al domicilio familiar.
xxLo que sigue es previsible: Samuel Soriano buscó información sobre Bernardo R., sobre el autor de aquel artículo que había modificado su vida, o su manera de ver la vida, y le envió (por medio del periódico que había publicado aquel artículo) una carta, le envió una carta en la que explicaba, con una prosa diáfana, aunque no exenta de metáforas indescifrables, quién era, y cuántos años tenía, y qué esperaba de la vida. «Tengo catorce años y no quiero morirme jamás», decía la carta de Samuel Soriano, «mis padres no podrán comprenderme nunca, ni ninguna mujer podrá comprenderme nunca, aunque todavía no conozco el sexo, aunque todavía no sé siquiera si me gustará el sexo, si el sexo será suficiente motivo para que yo me confiese y me exponga. Sin embargo, ya he encontrado en usted un alma gemela, que me motiva y me justifica. Usted escribió ese artículo para mí, y yo he escuchado lo que usted me decía y lo he interpretado y le he hecho caso».
xxLa respuesta llegó diez días después. El remite no era una calle de Madrid, de cualquier calle de Madrid, como Samuel había previsto, sino de Barcelona, de una calle cualquiera de Barcelona, o al menos de una calle de Barcelona que Samuel no había oído nombrar jamás y que por lo tanto le pareció una calle cualquiera. En la carta, en los dos folios de letra apretada que llenaba el sobre, Bernardo R., o la letra de Bernardo R., reconocía el estupor y el desasosiego y la sensación de responsabilidad que le habían provocado las palabras de Samuel Soriano. Después, sin motivo aparente, Bernardo R. parecía olvidarse de que el origen de la correspondencia había sido un artículo en una revista, en el suplemento dominical de un periódico, y parecía olvidarse además de que le estaba escribiendo a un niño de catorce años recién cumplidos, y la carta se perdía en una rememorización confusa de un viaje a París que había realizado en su primera juventud, y que había durado demasiado tiempo (al leer aquello, Samuel no pudo entender si Bernardo R. había ido a París en viaje de novios, o si por el contrario había viajado a París huyendo de algún peligro que no se mencionaba; tampoco pudo entender si la estancia en parís se había prolongado durante dos meses o durante treinta años). La carta, el autor de aquella carta, recordaba también, con multitud de detalles innecesarios, la imagen borrosa de una muchacha, «azulada y fumadora», de la que había estado enamorado a los quince años. «Te deseo lo mejor, Samuel», concluía, «y que tu decisión haya sido la acertada, y que no sufras, o que sufras lo suficiente para entender cuánto vale la vida, o que sufras tanto como para enseñar a los demás la lucidez de sufrir sin quejarse». Estas últimas líneas concluyentes hicieron pensar a Samuel que no existía la posibilidad de una respuesta, que Bernardo R. le había comunicado ya todo lo que tenía que comunicarle, o todo lo que quería comunicarle o, en términos más abstractos, todo lo que un hombre podía llegar a comunicar a otro hombre.
xxLlegó septiembre y Samuel comenzó sus clases en el instituto, no precisamente desconcertado, pero sí, en todo caso, alerta, preparado contra el previsible rechazo y contra el previsible sufrimiento de los que le había hablado Bernardo, aunque también receptivo ante todos los estímulos exteriores, que eran estímulos que él todavía no era capaz de reconocer ni discriminar, la continuada novedad de los libros, el tabaco, los pupitres, los profesores, las camisetas ajustadas. Samuel hizo amigos muy pronto, antes del primer mes, casi todos varones, muy diferentes de él, pero también distintos entre ellos: el hijo de su profesor de matemáticas, por ejemplo, o Víctor, un chico rubio y miope con el que Samuel desperdiciaba los recreos jugando al ordenador (a un juego de ordenador que se llamaba Italia 90, y que era por lo tanto un juego de fútbol). Esos amigos, que eran amigos normales, amigos que no se apartaban de la media nacional, le hicieron sentir, en algunos momentos concretos, una dicha inmotivada y misteriosa, que lo llevó a pensar que había acertado al elegir un instituto de bachillerato, porque esas sensaciones de desconcierto y autoafirmación adolescentes no podían experimentarse en ningún caso fuera de las paredes de un centro de enseñanza público. Los profesores, a quienes no se había prevenido de que tenían un niño superdotado en clase (a pesar de que el jefe de estudios lo sabía, a pesar de que el psicólogo del centro lo sabía), lo trataron al principio con precaución, acaso con temor, pero después se impuso en todos ellos (en casi todos, en realidad) la idea de que Samuel iba a ser el salvador de la enseñanza pública, el ideólogo posible de la enseñanza pública y acaso la prueba futura de la validez de la enseñanza pública. Comenzaron a dirigirse a él con respeto y admiración, casi con entusiasmo, con una actitud y unas formas serviles que ayudaron a Samuel a establecer una jerarquía docente en la que él ocupaba un escalafón superior al de los profesores y superior al del jefe de estudios y superior al del director, y sin embargo al mismo nivel del resto de los alumnos, de todos y cada uno de los demás alumnos, los de los primeros cursos y los de los últimos cursos, lo que contribuyó, por una parte, a una democratización invisible pero tangible de los modos docentes y, por otra parte, a que Samuel se convirtiera, contra todo pronóstico, en el alumno más popular del centro.
xxEn diciembre apareció el primer libro de Bernardo R., Gravedad, un libro de astronomía divulgativa que Samuel leyó en una sola noche, en un delirio agarrotado que se parecía mucho a la devoción. El libro trataba sobre el big-bang, sobre las enanas blancas, sobre los agujeros negros, sobre el paso del tiempo, y describía todos ellos como «flores que se abren y se cierran al ritmo de la respiración del caos». El libro trataba también sobre la formación de los planetas, sobre los neutrinos, sobre la radiación de fondo del universo, sobre la imposibilidad de la existencia de Dios, y lo explicaba todo con palabras y conceptos sencillos e intuitivos, de modo que a nadie extrañó que tuviera una enorme repercusión en los medios de comunicación, especialmente en ese submundo informativo que constituyen los suplementos dominicales de los periódicos. Había al menos otro motivo para el éxito o la difusión del libro: en uno de los capítulos, «Constelaciones posibles», que en la primera edición apareció como un apéndice, Bernardo R. se separaba de todo rigor científico y se lanzaba con pasión a la tarea exhaustiva de inventar y describir planetas inexistentes de los que, a pesar de su inexistencia, proporcionaba una cantidad vertiginosa de datos físicos y fenomenológicos. El planeta «Benedetto», por ejemplo, situado entre Venus y Marte, se caracteriza por una atmósfera densísima de nitrógeno y metales pesados que impide la aparición de cualquier sonido, y también por su órbita helicoidal, notoriamente inestable, que provocará su desaparición, o un alejamiento infinito, en menos de cien mil años. Algunos de los datos eran tan precisos, tan sumamente inverosímiles, tan absolutamente tangenciales, que el lector tenía la sensación de que podrían ser ciertos, o de que eran sin ninguna duda ciertos, o de que el autor de aquel libro se había vuelto loco. Algunos periodistas, aturdidos, probaron un acercamiento literario al libro, mencionando figuras de la talla de Jorge Luis Borges y Diego de Torres Villarroel. Un crítico avezado o temerario del periódico El País invocó incluso, desde las páginas de «Babelia», los nombres de los argentinos César Aira y Ricardo Piglia, que todavía eran completamente desconocidos en España. En cualquier caso, el libro era ameno e informativo y no demasiado caro, y además apareció en diciembre, así que se vendieron más de veinte mil ejemplares, y el nombre de Bernardo R., así como su rostro y sus circunstancias biográficas, empezaron a ser de dominio público. Samuel Soriano supo así que Bernardo R. había emigrado a Francia con sólo diecisiete años y que no había regresado (que no había querido regresar, o que no había podido regresar, o que no había sido capaz de regresar) hasta después de la muerte de Franco, o hasta la reinstauración simultánea de la democracia y la monarquía. Samuel supo también que Bernardo R. había estudiado las carreras de Ciencias Matemáticas y Ciencias Físicas en la Sorbona, que había pasado hambre, que había pasado frío, que había trabajado en el instituto Curie (donde coincidió con Ernesto Sabato), y que había sido amigo, entre otros, de Enrico Fermi y de Samuel Beckett, o tal vez era sólo que había conocido (las biografías siempre exageran) a Enrico Fermi y a Samuel Beckett. Varios de sus artículos de la dilatada etapa parisina, publicados en revistas especializadas, habían gozado de una reputación más que moderada en el mundo científico, y había quien aseguraba que él había sido el verdadero precursor, veinte años antes, del grupo de renormalización de Wilson (por el que a Wilson le concedieron el premio Nobel en 1982). Desde su regreso a España, sin embargo, Bernardo R. había abandonado por completo la investigación seria y el mundo académico en general. Vivía, a sus casi setenta años, de redactar artículos de divulgación, mientras trabajaba sin descanso en una reformulación completa del álgebra (una reformulación en la que ningún científico creía, y que tendría como rasgo más destacable la desaparición TOTAL de los sistemas de coordenadas, y por lo tanto de los números, y de todos los objetos matemáticos convencionales).
xxDurante todo el año siguiente, Samuel Soriano tuvo que contenerse para no volver a escribirle a Bernardo R., o para no tratar de llamar por teléfono a Bernardo R., o para no viajar a Barcelona a conocer a Bernardo R. Le habría gustado decirle: «Yo he entendido tu libro, yo he entendido los motivos de tu libro», y hacerle además algunas preguntas (cientos de preguntas, en realidad). En lugar de eso, en lugar de escribir esa carta, se dedicó a profundizar en la astrofísica. Estudió Gravedad, desde luego, pero también leyó a Kepler, a Galileo, a Claude Cohen-Tannoudji. Pensaba: si algún día llego a encontrarme con Bernardo R., si logro conocerlo antes de que muera, tengo que estar preparado. No puedo decepcionarlo.
xxSamuel se despertaba cada día a las siete y media de la mañana, se duchaba, iba andando hasta el instituto. Dedicaba las tardes, como cualquier adolescente de su edad, a hacer los deberes, y también a jugar al baloncesto o a jugar al tenis o a jugar al ordenador, pero por las noches, después de cenar, estudiaba durante horas manuales universitarios de álgebra y de mecánica celeste. Los sábados salía a dar una vuelta, o al cine, con los amigos del instituto, o con los antiguos compañeros del colegio. A pesar de las múltiples evidencias, no se sentía especial, no se sentía distinto, no se sentía para nada mejor que sus amigos, ni siquiera más listo. Los domingos por la mañana se quedaba hasta tarde en la cama leyendo novelas de ciencia-ficción (sobre todo de Phillip K. Dick), y de misterio (sobre todo de Patricia Highsmith). Alguna vez trató de leer a los llamados «clásicos de la literatura universal del siglo XX», pero todos lo aburrían profundamente.
xxAlgo después apareció el segundo libro de Bernardo R., que era un libro de texto, o que parecía un libro de texto, y que provocó un minúsculo escándalo en la comunidad docente, y también en la comunidad política, e incluso en la comunidad civil. El libro, decimos, parecía un libro de texto, y de hecho su título, Matematica C.O.U., no dejaba lugar a dudas, como tampoco dejaba lugar a dudas el formato, o el modo en que estaban organizados los capítulos. Y sin embargo no era un libro formativo, que provocara certezas, sino más bien al contrario, un libro que sembraba las incertidumbres en todos los ámbitos. Cada capítulo constaba, sin excepciones, de seis partes:

xx1) Una breve introducción.
xx2) Dieciséis teoremas.
xx3) Dieciséis ejemplos (uno por cada teorema).
xx4) Una nota histórica.
xx5) Cuarenta problemas o ejercicios.
xx6) Un acertijo en el que el alumno debía desenmascarar a un asesino basándose tan sólo en igualdades matemáticas relacionadas con la teoría expuesta en el capítulo correspondiente.

El libro, de hecho, incluía, o contenía, todo el programa oficial del Ministerio de Educación para el Curso de Orientación Universitaria, pero en sus 900 páginas había mucho más: teoremas indemostrables o falsos o contradictorios, ejercicios en los que faltaban o sobraban datos para llegar a una conclusión, innumerables incitaciones a la desobediencia civil. Las notas históricas, en concreto, provocaron la ira de varios historiadores y políticos. La ley de la relatividad, por ejemplo, en palabras de Bernardo R. había sido descubierta «por casualidad, un día en que un judío con bigote estaba transportando una bombona de butano para gasear a su esposa y a varios de sus primos». Acto seguido, en ese mismo capítulo, en esa misma «nota histórica», se decía de Albert Einstin que era «el más grande científico que ha dado el siglo XX, el más genial, el más intuitivo, el más humilde, el más conmovedor». En cuanto a los problemas, algunos carecían de datos suficientes para ser resueltos, y en otros los datos se contradecían, y en otros no había ningún dato en absoluto. Había varios ejercicios (al menos uno por capítulo) en los que el alumno debía inventar un enunciado para un problema a partir de su resultado, que muchas veces era ambiguo. En otros, la geometría se sustituía por simbología, y las preguntas no eran de orden matemático, sino meramente cotidianas. El dibujo de tres círculos concéntricos representaba «un huevo frito en una sartén sin mango», mientras que un rectángulo se convertía en «la imagen de una ventana en un día despejado».
xxEl libro provocó un minúsculo escándalo, y sin embargo, o tal vez precisamente por eso, se vendió casi tanto como el anterior, y recibió incluso un premio a la divulgación científica concedido por una caja de ahorros. Quién pudo comprar 15.000 ejemplares de aquel libro, y para qué, es algo que tal vez no se sabrá nunca. Bernardo R. comenzó a dar conferencias por todos los países de habla hispana, o al menos por los países de habla hispana que podían permitírselo, que es como decir que empezó a dar conferencias por medio mundo. El libro se tradujo, antes de un año, al francés y al inglés y al italiano y al portugués, y en cada caso Bernardo R. trabajó con el traductor del idioma respectivo para introducir ciertas modificaciones o ciertas mejoras que hicieran el libro más comprensible para los alumnos, o para los lectores, o para los críticos, de los diferentes países. El libro conservó sin embargo, en todas sus versiones, la dedicatoria del original español, que decía «Para S. S., mi único alumno». Las interpretaciones, como se comprenderá, fueron muchas, la mayoría inverosímiles, casi todas disparatadas. Hubo quien sugirió, como no podía ser de otra forma, que S. S. eran «Las SS», y que todo el libro era una convocatoria en clave para un cuarto Reich internacional, una suerte de cábala antisemita. Samuel Soriano, sin embargo, supo desde el primer momento que aquel libro de texto SÍ era un libro de texto, y que Bernardo R. lo había escrito para él, para instruirlo o para enseñarle o para formarlo, o para conseguir que aprendiera algunas cosas de la vida. Al principio eso lo sorprendió, que alguien fuera capaz de escribir un libro para una sola persona, y más aún que esa persona fuera él, pero después razonó que Bernardo R. era un hombre solo, y que él, Samuel Soriano, era después de todo un adolescente superdotado, y que las relaciones entre genios adultos y genios incipientes tomaban siempre caminos complicados o extravagantes. Después empezó a aterrorizarlo la idea de que debía estar a la altura, de que no podía defraudar las esperanzas de Bernardo R. Así que estudió el libro de principio a fin. Lo aprendió de memoria. Dio solución a todos los problemas y a todos los ejercicios y demostró los teoremas que habían quedado sin demostrar, y resolvió también todos los ejercicios. En el acertijo del primer capítulo, el asesino era el cartero. En el acertijo del segundo capítulo, el asesino no era una persona, sino el mero azar. Poco a poco, las soluciones se complicaban. En el capítulo octavo, por ejemplo, había que descubrir que el asesino era el herrero, pero también que la culpa de todo la tenía Dios, o que la culpa de todo la tenía una mala interpretación de los designios de Dios. En el décimo, la supuesta víctima había cometido a su vez un crimen, cuyas causas y circunstancias no podían llegar a conocerse. En los cinco últimos temas o capítulos, el asesinato lo habían cometido diversos entes monstruosos: la Guardia Civil, una multinacional dedicada a la fabricación de electrodomésticos, el Ministerio de Agricultura y Pesca, la O.M.S., el Rey de España. Cuando tuvo todos los enigmas, o acertijos, resueltos, Samuel escribió las soluciones en un folio y se las envió a Bernardo R. Después de haber puesto el sobre en el buzón, pensó: no debería haberlo hecho, no tengo ningún motivo para hacerlo. Esperó una semana, y otra semana, y varios meses, pero no recibió ninguna respuesta. Samuel creyó que se había equivocado, que él no podía ser el S.S. de la dedicatoria, o tal vez creyó que se había confundido en la respuesta a alguno de los acertijos, y Bernardo R. había descubierto por lo tanto que era un impostor, o tal vez creyó que aquellos acertijos eran sólo un juego o una broma y no tenían solución y ahora Bernardo R. lo despreciaba y se reía de él y de sus respuestas y de sus aires de grandeza.
xxPasó un año sin grandes novedades en la vida de Samuel. Tuvo su primera novia, una chica de su clase que se llamaba Rebeca (la relación terminó por un malentendido, se enfadaron sin ningún motivo real y ninguno de los dos se atrevió después a pedir perdón). Por lo demás, iba cada día al instituto, trató de aprender a tocar la guitarra, fue por primera y única vez en su vida a Venecia (una ciudad que le dejó la impresión desoladora de una dicha decadente, eterna e irremediable).
xxAlgo después de este viaje a Venecia, el nombre de Bernardo R. volvió a infiltrarse en las páginas de la sección de cultura de varios periódicos. Se publicaron diferentes versiones de los acontecimientos, plagadas de dudas y de rasgos circunstanciales, y que por lo tanto (pensó Samuel) no podían ser falsas. Además, los relatos de los distintos periódicos no se contradecían, sino que se complementaban, y aquello constituía una prueba definitiva de la veracidad de los hechos. Por lo que se ve, Bernardo R. había escrito un nuevo libro divulgativo de matemáticas. Cierto profesor del departamento de Física Teórica de la Universidad Complutense, que tuvo acceso al manuscrito original antes de su destrucción, no dudó en asegurar que aquel texto, de haber salido a la luz, habría cambiado el rumbo de las matemáticas, pero también el rumbo de la literatura, y tal vez el rumbo de la historia. El libro se iba a llamar Santiago Chopin, por motivos que posiblemente nunca se conocerán. El editor, que era el mismo de los dos libros anteriores de Bernardo, comenzó a preparar, enardecido por la perspectiva de un best-seller, una campaña publicitaria masiva que incluía, además de anuncios en prensa y radio, una entrevista a Bernardo R. en un prestigioso programa televisivo de madrugada. Pero la entrevista no se realizó jamás, porque el libro no llegó a publicarse. En el último momento, antes de firmar el contrato definitivo, antes de empezar a imprimir las pruebas, Bernardo R. comunicó a su editor que quería cambiar el título (según el propio editor, un hombre poco dado a las declaraciones públicas, Bernardo lo llamó por teléfono a su casa un martes a las dos y media de la mañana sólo para decirle que quería cambiar el título, que era necesario cambiar el título). Bernardo R. decidió, había decidido, que quería que su libro saliera a la venta como Matemáticas, Mierda y el Presidente del Gobierno, en vez de como Santiago Chopin. El editor, como puede imaginarse, se negó. Aquella noche discutieron durante horas en el teléfono, hasta que el editor, exhausto, le dijo que era mejor que «lo hablaran cara a cara», o que «lo resolvieran cara a cara», o que «solventaran este asunto absurdo cara a cara». Fijaron una cita para la mañana siguiente, en una cafetería de la calle Tallers. El editor, asustado por el tono con el que Bernardo se había dirigido a él, y asustado también por el tono con que Bernardo se había despedido de él, decidió asistir al encuentro acompañado, o escoltado, por tres conocidos, o por tres amigos, o tal vez por tres empleados de una empresa de seguridad, el caso es que asistió escoltado por tres hombre jóvenes y fornidos, convocados de urgencia y vestidos con traje oscuro y corbata, que simularon en la mesa de al lado hablar de mujeres o de fútbol, o que simplemente contemplaron la escena sin pudor, a la espera de un ataque inminente y violento que no llegó a producirse. Bernardo R. llegó a la cafetería veinte minutos después de lo convenido, con un maletín que contenía, íntegros, los dos millones de pesetas que la editorial le había pagado como adelanto de los derechos de autor. El gesto fue, además de teatral, efectivo. El editor había preparado un discurso disuasorio para con las intenciones de su autor más rentable: el ver el maletín, al ver el contenido del maletín, pidió dos cafés con leche (Bernardo bebía siempre café con leche, a cualquier hora del día) y prefirió no pronunciar ni una palabra, renunciar por completo al libro y a la idea del libro y a los beneficios que ese libro podría haber llegado a producir. Durante las horas anteriores al encuentro había imaginado infinitas escenas de violencia, había agotado el repertorio de las posibles escenas de violencia. Creía que, una vez imaginadas, perdían toda posibilidad de convertirse en ciertas, pero no se le había pasado por la cabeza, no había previsto, la opción del dinero, y por tanto la opción del dinero, la opción «devolución del dinero por parte de Bernardo R.» se produjo, precisamente porque no la había previsto (eso fue lo que pensó el editor en ese momento de desconcierto: debemos recordar que apenas había podido dormir, y que tenía miedo). El dinero concluía y minaba y desestabilizaba cualquier posible solución al problema. Bernardo R. exigió a su editor, a cambio de la devolución del adelanto, que le enviara a su casa de Barcelona todos los ejemplares del libro, antes de dos días («antes de 48 horas», dijo en realidad). Amenazó con acciones legales. Estaba nervioso y sucio, y uno de los acompañantes del editor aseguró después que tenía «toda la pinta de no haber dormido en varias noches». Pasaron unos minutos, en los que ninguno de los presentes dijo nada, y tras los cuales Bernardo R. se levantó (e café con leche intacto sobre la mesa), cogió uno de los billetes de cinco mil pesetas del maletín y lo dejó sobre la barra. Sonrió a la camarera (una argentina guapísima que había estado mirando toda la escena sin disimulo) y se alejó caminando lentamente. Cuatro días después, la editorial envió, por correo certificado, las tres únicas copias existentes del libro. Bernardo R. las quemó, junto con todos los apuntes y borradores previos, en presencia de varios testigos (dos vecinos homosexuales con los que quedaba a veces para conversar en francés, la mujer del portero, un profesor de instituto que lo había ayudado a conseguir cierta información sobre la infancia de Gauss y a mecanografiar el libro). Esa misma tarde, la misma tarde de la incineración simbólica de todos sus papeles, Bernardo R. juró a un periodista, en una entrevista por teléfono, que jamás escribiría otro libro, que jamás aceptaría que nadie le impusiera el título de una obra, que jamás le volvería a dirigir la palabra a un editor, a ningún editor.
xxSamuel Soriano leyó y comprendió y confeccionó esta historia, esta versión de los hechos, reuniendo o amontonando las distintas versiones de los periódicos Creyó que todo eso había sucedido de verdad, y no le sorprendió lo más mínimo. Bernardo sólo escribe ya para mí, pensó, es absurdo que trate de publicar sus libros. Debería enviármelos a mí, sólo a mí, directamente, sin intermediarios que dificulten la comunicación.
xxDurante los meses siguientes no se volvió a hablar de Bernardo R. Incluso sus breves ensayos o reportajes científicos en la prensa dominical dejaron de aparecer. La editorial que había estado a punto de publicar el libro de matemáticas pertenecía al mismo grupo de empresas que controlaba el periódico madrileño en el que solían aparecer los artículos de Bernardo R. La explicación de ese silencio era por lo tanto sencilla, o al menos parecía sencilla, desde un punto de vista empresarial, y a pesar de eso Samuel pensó que podía haber otros motivos, motivos más profundos. Tal vez Bernardo R. había dejado realmente de escribir. Tal vez Bernardo R. había muerto. Tal vez Bernardo R. se había marchado de Barcelona y de España para siempre.
xxEn 1995, Samuel se enfrentó otra vez con la necesidad de una decisión. Iba a terminar el bachillerato con calificaciones brillantes, pero no sabía qué iba a hacer después, qué carrera universitaria. Su adolescencia había empezado y había avanzado y se había desarrollado sin que él, que después de todo era el protagonista, hubiera sido capaz de percibir los cambios y las modificaciones y los avances. De alguna manera, tenía la impresión de que su adolescencia, y toda su vida, transcurrían al margen de él, sin que él interviniera. Ahora debía elegir otra vez, y no le gustaba elegir. No quiero elegir, pensó. No quiero cambios en mi vida, pensó. Había logrado que le permitieran examinarse de todas las asignaturas posibles de C.O.U. (incluido el Dibujo Técnico), para no cerrarse ninguna puerta. Dudaba. Llegó a considerar la opción de abandonar los estudios (de abandonar los estudios oficiales y restrictivos) para dedicarse a la pintura, o a la cocina, o a la fontanería. Quería vivir, desde luego, pero sólo quería vivir, o existir, pasivamente. No quería involucrarse, no quería contaminarse del mundo. El mundo no le interesaba, fuera de unas pocas cuestiones que incluían su relación con Bernardo y la idea recurrente de la muerte. Samuel tenía miedo, sobre todas las cosas, a morirse sin haber hecho algo que valiera la pena, sin haber ejecutado un acto (siquiera simbólico) que justificara su existencia. Entonces, en mayo de 1995, en medio de todas estas reflexiones, Samuel Soriano recibió la invitación. Recibió un sobre sin remite que contenía una cartulina azul que era una invitación para un ciclo de conferencias de Bernardo R. en Barcelona. Las conferencias iban a durar cuatro días, del 3 al 6 de junio. La primera trataría sobre espacios no lineales, la segunda sobre la métrica de Minkowsky, la tercera sobre el cardinal de los espacios de Heger (que el propio Bernardo R. había definido cuando trabajaba para el instituto Curie), la cuarta sobre hipersuperficies no conexas. Al leerla por primera vez, al leer por primera vez la invitación (y el programa) Samuel Soriano no sintió nada, y aquel día continuó sin modificación su vida normal (fue al parque a jugar un partido de baloncesto, fue al cine a ver una película de Clint Eastwood, actividades después de todo de un joven de diecisiete años), pero al llegar a casa por la noche, después de la cena, mientras veía una película en la televisión (una película japonesa, en blanco y negro, sobre un niño huérfano que trabajaba con su tío en un taller de zapatería), sintió un mareo rápido y extraño que lo arrastró casi al desmayo. Dejó la comida en el plato. Se tumbó en el sofá con ayuda de su madre, boca arriba, con los ojos muy abiertos, y lo asaltó una sensación de irrealidad que era también una sensación de cansancio y una sensación de asco. No voy a ir a Barcelona, pensó, no debo ir a Barcelona. No le seguiré el juego, pensó después. Cree que yo tengo la culpa de todo, pero yo no tengo la culpa de nada. ¿Qué podría haber hecho yo?, pensó. ¿Cómo podría haberlo ayudado? Después, de pronto, lo tuvo claro: todo era una emboscada, o una trampa. Bernardo R. estaba enfermo y lleno de rencor, y quería que él fuera a Barcelona para asesinarlo, para matarlo, para acabar con él, que era el testigo de su fracaso, el único testigo cualificado de su fracaso. Bernardo R. quería arrastrarlo con él a la muerte, quería que murieran juntos. Bernardo R. no soportaba la idea de que él, Samuel Soriano, le sobreviviera para triunfar, y había decidido asesinarlo. Quiere matarme, pensaba una y otra vez, Bernardo R. quiere matarme. Todo es una trampa para matarme. Se arrastró hasta la cama y durmió una noche sin sueños.
xxAl día siguiente no fue al instituto. Su madre, preocupada, pidió el día libre y se quedó con él. Llamaron al médico, un hombre alto de unos cuarenta años que le tomó el pulso,o fingió tomarle el pulso, sin dejar de hacerle a Samuel preguntas absurdas. Le preguntó que si tenía novia. Le preguntó que si escuchaba la radio. Le preguntó qué estudiaba. Estas preguntas parecieron animar a Samuel. También hablaron sobre fútbol. Decidieron que el Real Madrid tenía pocas opciones de acabar ganando la liga. Antes de marcharse, el médico prescribió un antipirético de nombre impronunciable, a pesar de que no había comprobado si tenía fiebre o no, o cuánta fiebre tenía (apenas colocó el dorso de su mano sobre la frente de Samuel, por insistencia de su madre, y concluyó que «no percibía indicios de pirexia»). Después de que el médico se hubo marchado, Samuel se levantó y tomó un café con leche y galletas. Estuvo viendo un rato la televisión y volvió a la cama, porque se sentía otra vez mareado. Su madre le puso entonces el termómetro y esperó un par de minutos, cada vez más nerviosa (Samuel había empezado a temblar). Cuando miró la temperatura que marcaba el termómetro, no pudo evitar un escalofrío: superaba los cuarenta grados. Le colocó algunos paños con agua fría sobre la frente, y no se separó de él más de un minuto. Trató de hacer que bebiera un poco de agua, bajó la persiana y le puso otra manta. Empezó a hablarle. En algún momento se dio cuenta de que Samuel ya no la escuchaba, de que había perdido la consciencia, de que estaba muy grave. Marcó el teléfono de urgencias y pidió una ambulancia.
xxEn su delirio, Samuel soñó que se encontraba con Bernardo R., o que conocía a Bernardo R., o que iba a Barcelona a ver a Bernardo R., a escuchar las conferencias de Bernardo R.
xxEn Barcelona, después de una de las conferencias, que no trataba sobre ninguno de los temas del programa, sino sobre los infinitos («uno puede añadirle más infinito a un infinito, y sigue siendo infinito», dijo Bernardo R., entre otras cosas) Samuel se acercó a Bernardo R. y le dijo: «Soy Samuel Soriano». Al principio Bernardo no lo reconoció, o fingió no reconocerlo, fingió desconocer el nombre, o tal vez fingió no haber oído bien el nombre que aquel joven pronunciaba, pero un segundo después se inclinó hacia él y levantó los brazos. Durante un instante Samuel pensó que Bernardo R. iba a golpearlo, o que iba a tratar de golpearlo, pero, en lugar de eso, lo abrazó con un abrazo firme que Samuel apenas sostuvo. «Por fin», dijo Bernardo R. «Por fin», repitió Samuel. Bernardo R. comenzó a moverse hacia la puerta. Samuel caminó a su lado, y salieron juntos de la sala. Bajaron unas escaleras. Al pie de las escaleras, Bernardo R. se detuvo a conversar con una joven. A pesar de que la conferencia había sido multitudinaria (había acudido un centenar de personas, y una docena de periodistas), al salir a la calle se encontraron solos. Samuel entendió que nada de todo aquello era extraño, en general, y que tampoco era extraño, más en concreto, que se hubieran quedado solos. Bernardo R. era la única persona que podía entenderlo a él, y él era la única persona que podía entender a Bernardo R. Resultaba lógico que al fin estuvieran juntos. Había empezado a llover, caminaron hacia la Plaza de Cataluña, sin decir nada. En algún momento, sin embargo, comenzaron a hablar de Newton, y en algún momento Samuel le preguntó a Bernardo sobre la reformulación del álgebra en la que llevaba tantos años trabajando, y Bernardo le dijo que aún le faltaba un poco, que aún tenía algún detalle por determinar, y entonces Samuel le preguntó que si veía el final, y Bernardo R. contestó que el final lo había tenido claro desde el principio, que el final era lo único que siempre había tenido claro, que el final era siempre lo primero que consideraba al enfrentase a cualquier proyecto.
xxNo hablaron más. Llovía poco. Cruzaron una calle de cuatro carriles que Samuel no recordaba haber visto nunca, pero no cruzaron por el paso de cebra, no cruzaron por el semáforo, sino por el centro, y desde uno de los pocos coches que pasaban alguien les gritó un insulto en catalán. Entonces, en ese justo momento (Bernardo R. se quedó un poco atrás, desconcertado por el grito, y Samuel tuvo que detenerse a esperarlo), en ese momento Samuel supo, al verlo en mitad de la calzada, perdido, que Bernardo R. estaba viejo o enfermo, o tal vez viejo y enfermo, y supo también que en algún momento de la noche, en algún momento de las tres o cuatro horas siguientes, tendrían que despedirse, y que esa despedida sería tal vez para siempre, y que jamás ya iba a poder hacerle ninguna de las preguntas que llevaba años preparando. Samuel Soriano, mientras esperaba que Bernardo lo alcanzara, miró hacia el cielo, hacia las gotas de lluvia que se abalanzaban hacia él, y pensó: «Ya puedo morirme tranquilo, mi vida tiene una justificación, he paseado bajo la lluvia con Bernardo R. que es la única persona que podría entender mi vida, y no hemos hablado porque no era necesario, porque no es necesario decir nada más. Este paseo me justifica y me define. Ya no me queda nada por hacer aquí».
xxCuando Bernardo lo alcanzó por fin, Samuel volvió a caminar a su lado, sin mirarlo.

 

 

 

Serrano Larraz, Miguel. Órbita. Barcelona; Ed. Candaya, 2009.

 

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