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EL VIAJE HACIA LA MUERTE
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EL VIAJE HACIA LA MUERTE
ES UNA MAÑANA de clara luz. El cielo otoñal tiene un triste azul sin amenaza de lluvia. Y le vemos alejarse, dándonos la espalda. Recuerda, absorto, cuando jugando de niño, en estos mismos patios del templo de Jokanji, era feliz. Ahora en este parque-cementerio, o templo de los despojos, con los mismos pasos, el recuerdo nítido y feliz, le ha llamado la atención un ramo marchito de Amaryllis. Y sin darse cuenta ha descubierto un nuevo tema que se convertirá en uno de los pilares de su fotografía: las flores vistas como úteros, como símbolos de felicidad, donde la vida surge, donde el amor se consume. Es Nobuyoshi Araki, el fotógrafo de la vida y la muerte, de la pureza y el pecado, las dos caras de una misma moneda.
xxxAhora le vemos un poco más joven, tendrá veinte y pocos años, paseando, cámara en mano, por los barrios bajos de Tokio. Su cámara se prende en los rostros sonrientes de los niños, que juegan, saltan y pelean en la calle. Un desorden firme y a la vez titilante de alegría. Incendia una nueva esperanza en ese otro Tokio roto que conoce tan bien, en ese otro Japón de postguerra que, aunque la herida duela todavía, ya mira hacia el futuro.
xxxNos balancea dulce el año de 1971 y el amor desabrocha el deseo. Acaba de contraer matrimonio con una joven ensayista que responde al nombre de Yoko. Desde su luna de miel y durante varios años, la fotografiará para hacernos partícipes, o testigos fieles, de su vida en pareja. ¡La fotografía es la vida! Empezó cuando conocí a Yoko. Y detiene el tiempo convirtiéndola en alegría, o en una mirada eterna; la que duerme en un bote en posición fetal, como recostándose en un sueño mudo de distancia y tristeza; la que mira por la ventana siendo la melancolía misma, o acariciando a su gato Chiro. Cuando ella muere en 1990, Araki, lleno de ausencia, solo fotografía cielos: despejados, esquivos, difusos, imposibles, grises, azules, naranjas, magentas, los imponentes y desamparados cielos de Tokio.
xxxBendecido por la fiebre y el fulgor de la sombra inmortal ahora proclama: para mí la mujer es fotografía. Todas las mujeres que me rodean, todas las que se ponen frente a mi cámara son diosas. Y Lady Gaga, como nueva diosa en el firmamento de estos días le dice que ella también lo adora. Porque un fotógrafo, —dice— que no hace fotos de mujeres no es un fotógrafo, o lo es de tercera clase. Las mujeres te enseñan más acerca del mundo que leer La Comedia Humana de Balzac. Y se especializa en fotografiar imágenes de mujeres practicando kimbaku-bi (la belleza de la unión estrecha), construyendo sus escenas basándose en ancestrales técnicas del Shibari, donde la atadura se convierte en un abrazo fuerte. Esto le acarrea cierta crítica, malinterpretando o incomprendiendo sus fotos, porque estas imágenes, elegantes, no hieren a la mujer, que miran intensamente, sino enseñan otro aspecto de la sexualidad y de las relaciones entre sufrimiento, erotismo y éxtasis. Porque la muestra sin tabúes, este demonio que ríe, este cura que asesina con la cámara, este personaje de gafas redondas y pajarita que no, no deja de reír y sigue asombrando, porque revela la naturaleza íntima de la realidad y el flujo misterioso del tiempo, el cual sincroniza en la duración enroscada de la vida.
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Abellán, Juan Pedro. El color del tiempo no es azul. La rata esquizofrénica; Lima, 2020.
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EL COLOR DEL TIEMPO NO ES AZUL
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LA TIERRA DESNUDA
YA NO SE VEN los jacarandás. Los árboles se consumen en la hirviente aridez. Sobre el llano infinito, como en un yunque, se forjan las llamas, los ecos de los que ya no están, su sombra descendida. Todo está envuelto de culpa y abandono, de arrecidos ojos ciegos. La muerte cava hasta el agotamiento, lame el cauce seco del arroyo, descansa en el regazo de los paredones mordidos por las balas, se suspende en el silencio asfixiante de un tiempo sin tregua. Juan Pata de Perro, como le dice su tía, camina, con su Rolleiflex, hasta detenerse junto a unos agaves, —entre las piedras su sombra—, cerca de una iglesia sin consuelo, de un vendaval de cactus dolientes, de un palacio desterrado al blanco y negro de sus párpados. Juan Rulfo sabe del incendio del viento, del secreto amoratado de la herida, escrito con la sangre que empapa la noche, lo siente en su silencio y profundiza más allá de lo que ven sus ojos. Juan Rulfo sabe de la tristeza, sabe que a veces es un sonido que respira en el fondo de una garganta. Sabe del olvido en medio de la nada, en medio de un universo desolado, donde cohabitan la realidad y el misterio, la alentada presencia del sueño, la vacilante Comala, que sordamente resuena en un gran lamento.
xxxTodo ruinas, piedra dura, donde se enrosca el sol y la serpiente. Los días desandan el vuelo de enloquecidos pájaros. Fuera del tiempo, Juan Rulfo, extiende su mirada incandescente a la tierra desnuda, a la sílaba inerte, al cielo desclavado del rígido humo, donde asciende el infinito horizonte. Largamente disuena adormecida la melancolía, se rompen en su mirada las roncas raíces y el tronco del miedo, perfora un México que no alumbra bajo el peso de las sombras, la violencia y la muerte. Ve la amargura, que incansable se expande, la desmemoriada amargura bramando al borde de un pozo sin nombre. Oye llorar al viento que crepita debajo de sus ojos. Ciega un entierro. Ciega la muerte de un padre cosido a balazos. Atenaza la noche con su luz de sufrimiento. Hay relámpagos de cuando niño en las palabras de la madre, alucinadas grietas que brillan todavía, que llevan consigo reanimados caminos hacia el mar, hacia valles donde se oculta la flor profunda, el aullido doloroso e inaccesible de los perros.
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EL PINTOR DEL SILENCIO
DE PRONTO surge, solitario, como tantos otros días. Extiende sus pasos sin voz hasta el Nº36 de Via Fondazza. Abre la ventana de su estudio. Toda la estancia se inunda de aire fresco y del murmullo de las calles de Bolonia. Prepara cuidadosamente los instrumentos necesarios, su orquesta simple, y frente al lienzo en blanco, con enfermiza intimidad, Giorgo Morandi, inicia un autorretrato. Más tarde descansa en la cama estrecha que hace de sofá. Por el suelo yacen botellas, jarrones y vasijas que ha ido acumulando y que utiliza en sus cuadros una y otra vez. Objetos que afirman su arte, una humildad visible y tranquila.
xxxAhora le vemos ensimismado, contemplativo; mira, desde el noble Palazzo d’Accursio, el movimiento de la Piazza Maggiore, padeciendo la soledad siempre, como la pureza de su arte, casto y silencioso. Acaba de salir de su clase de grabado en la Academia de Bellas Artes y en su cabeza susurran unos versos de su amado Leopardi: …en medio del infinito silencio tanteo mi voz: me subyuga lo eterno, las estaciones muertas, la realidad presente y todos sus sonidos. Sabe que pronto estará en Grizzana. Parece ver, en la lejanía, el paisaje que luego plasmará, un momento de quietud de adormecidas casas donde parece detenerse el tiempo. El trazo libre de los árboles, la curva lenta de una colina, todo al vuelo, dilatado ardor, coronado, sin tiempo; todo simplificado, transfigurado a través de una meditada elaboración de luz silenciosa. Piensa en Cézanne, pero en sus ojos están ya los tenues colores de los frescos deteriorados de Giotto y Masaccio que viera en Florencia.
xxxEstá de espaldas al balcón, la descuidada luz de un atardecer aflige el estudio, en ese diálogo cotidiano con la pintura, en ese murmurar incesante con el arte. Busca, coloca, ordena, sobre la mesa, jarrones y botellas que previamente ha pintado. Una gruesa capa de polvo de días ha ensombrecido sus brillos. Todos parecen del mismo material. Asalta en su mente ya el silencio, la calma, asentando el alma de los objetos. Es un verdadero alquimista que, en la sencillez de su culto, y en secreto, llega a la semilla verdadera del poeta. Y hace respirar la pintura. Esta naturaleza muerta, en la que trabaja, crece inmensa, venturosa, en su voz, como un leve perfume de lágrimas, donde podemos descifrar su pulso y su temperatura. En su paleta unos pocos colores, las tierras esenciales de su amada Bolonia, los ocres tiernos, para viajar adentro, al interior, arañando el filo hirviente de los volúmenes, el fondo hollado de las cosas.
xxxMorandi pinta. Un sol leve le afirma. La misma mirada, el mismo ensimismado mirar, que habla en voz baja, musitando poesía en la base del vaso, en la línea que desvanece la vasija. El origen primitivo del pincel recorre la luz de los volúmenes, se abandona en planos desnudos, como en una materia de espuma serena. La pincelada es lenta, sí, densa y larga, o suave, y a veces sinuosa y musical, hecha de hebras de silencio, vibrando en una atmósfera que otorga a los objetos un aire casi fantasmal. Ahora levanta sus gafas de concha y examina, estudia, desencadena sentimientos que se reconcilian; siembra sedientas flores, construye palabras sordas, expresa suave la blanca luz de un final de indulgencia; comunica espacios, llena los huecos que alegres cantan en armonía, y sigue el mismo sendero de unitaria convergencia. Y en esa contemplación se suspende en el tiempo la verdad, nombra la calma del alma que perdura, que retorna a los ojos que de nuevo miran, que reiteran en un eterno resucitar el rito sagrado del arte.
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EL VIEJO LEÓN VENECIANO
QUIÉN entiende a ese viejo león que se esconde en Venecia. Quién sabe de sus locuras. Su paraíso es una leve brisa que circunda los canales. Vedada luz que beben las tardes donde arquean las fachadas y la memoria se oblicua. Encuentra todo y todo cabe en él. Hasta el mismo Cocteau. Da largos paseos, habla con los gondoleros. Quién entiende al viejo incurable que batalló en todos los idiomas. Ahora muerto el uno de noviembre. Quién a través de sus ojos, que redescubrieron la poesía provenzal, ese viento antiguo de espadas y juglares, qué música nueva nos traen sus labios ahora, sellados de ávido silencio. Escucha. Hace crujir las voces del Oriente. Quién le ha perdonado desde aquella jaula de seguridad con alambres de púa. Oh luna, novia mía. Oh cielo declamado. Y él escuchando aún los gallos del Cid al amanecer en Medinaceli. Señor, tan destruido y elegante. Cuatro gondoleros llevan su cuerpo hasta la isla de San Michele. Ciñe la niebla como vaho en llamas.
xxxSacuden las palomas sus alas donde la muerte reposa. Quién entiende al llanto, a unas manos que corren alumbrando la noche a su paso. Quién detrás de esos ojos que cantan los más hermosos cantares. Titano della Poesia. Y él reuniendo el dinero suficiente que permite a Joyce completar su Ulysses. Anticapitalista. Confuciano. Quién le entiende, si solo escucha, si ya no habla, si Venecia en sombras triste le rescata. Il miglior fabro. No, no olvidamos la elocuencia, el dialecto de siglos y que adentro de su corazón anidó siempre la poesía, el amor y la belleza. Más allá está solo. Siempre hay quien repite la historia. Arrepentido, la luz enferma de Venecia arrecia y muy lejos los sauces extienden sordamente las ramas. En qué siglo forjaste la voz. En qué rincón del tiempo has susurrado al viento. Ezra Pound, viejo loco, chispas en tus ojos, si todos te buscan, si todos quieren tu palabra. Si Pasolini acaba de entrar en tu casa de la calle Querini y en silencio te dibuja. Si ya no hay enemigos que gritan, si duermen en paz entonces, hondísima el alma, canta de nuevo con rabia tu Sestina Altaforte.
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LA LOBA
AHORA me eximes de toda culpa, cuando ya no hay remedio, ni se puede retroceder, porque es mentira, o cuento, eso de que alguien inventó la máquina del tiempo. Un inmenso muro tapia tus credos. Pero entonces manejabas como nadie la espada y tus palabras, como flechas, lograban dar siempre en el blanco. Adoptabas formas perversas para apropiarte del corazón de cuantos hombres te salían al paso. El mío no te dio muchos problemas. Los dos éramos estudiantes de psicología y sabíamos del coraje y la cobardía de ambos. Me leías el pensamiento y eras inmisericorde con un simple olvido. En cambio indulgente con el viento de poniente, que te hacía presa de sus locuras, como arruinar la verdad desnudando la mentira. Un brillo, como de sueño, iluminaba tus ojos, y olvidabas el presente para adentrarte en terrenos pantanosos, o arenas movedizas, que minaban mis fuerzas de seguir a tu lado. Porque parecías venida de otros mundos. A lomos de un dragón destruías el hilo conductor que nos unía, edificando la amargura y la pena más absoluta, sin articular palabra alguna. Después, como si de un trastorno bipolar, construías la dicha, abriéndote de labios, agrietando la pasión de un fuego moribundo. Eras el puñal del adversario, la daga y el látigo del deseo, o las espinas de la conciencia, porque te las sabías todas. Extendías tus alas de ángel desterrado, para volar cada vez más alto, reduciéndome a la escala del nanómetro.
xxxMás tarde, ignoraste la historia de Ícaro, cayendo tu alado brillo por el oro de la pendiente. Y ahora de ti sólo quedan los vestigios de pasadas glorias. Desfilas errante, como una vaga sombra, entre fieros enemigos que te vencen y humillan, porque para ellos no eres más que una perra, o loba, herida. Y lames sus manos, mendigas su comida y perdonas sus insultos. Y aúllas a la luna, que incluso te da de lado, mostrando su otra cara, como un amor que desdeña tus encantos en la alcoba, porque se da la vuelta y duerme.
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Abellán, Juan Pedro. El color del tiempo no es azul. La rata esquizofrénica; Lima, 2020.
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