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EL VIAJE HACIA LA MUERTE
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EL VIAJE HACIA LA MUERTE
ES UNA MAÑANA de clara luz. El cielo otoñal tiene un triste azul sin amenaza de lluvia. Y le vemos alejarse, dándonos la espalda. Recuerda, absorto, cuando jugando de niño, en estos mismos patios del templo de Jokanji, era feliz. Ahora en este parque-cementerio, o templo de los despojos, con los mismos pasos, el recuerdo nítido y feliz, le ha llamado la atención un ramo marchito de Amaryllis. Y sin darse cuenta ha descubierto un nuevo tema que se convertirá en uno de los pilares de su fotografía: las flores vistas como úteros, como símbolos de felicidad, donde la vida surge, donde el amor se consume. Es Nobuyoshi Araki, el fotógrafo de la vida y la muerte, de la pureza y el pecado, las dos caras de una misma moneda.
xxxAhora le vemos un poco más joven, tendrá veinte y pocos años, paseando, cámara en mano, por los barrios bajos de Tokio. Su cámara se prende en los rostros sonrientes de los niños, que juegan, saltan y pelean en la calle. Un desorden firme y a la vez titilante de alegría. Incendia una nueva esperanza en ese otro Tokio roto que conoce tan bien, en ese otro Japón de postguerra que, aunque la herida duela todavía, ya mira hacia el futuro.
xxxNos balancea dulce el año de 1971 y el amor desabrocha el deseo. Acaba de contraer matrimonio con una joven ensayista que responde al nombre de Yoko. Desde su luna de miel y durante varios años, la fotografiará para hacernos partícipes, o testigos fieles, de su vida en pareja. ¡La fotografía es la vida! Empezó cuando conocí a Yoko. Y detiene el tiempo convirtiéndola en alegría, o en una mirada eterna; la que duerme en un bote en posición fetal, como recostándose en un sueño mudo de distancia y tristeza; la que mira por la ventana siendo la melancolía misma, o acariciando a su gato Chiro. Cuando ella muere en 1990, Araki, lleno de ausencia, solo fotografía cielos: despejados, esquivos, difusos, imposibles, grises, azules, naranjas, magentas, los imponentes y desamparados cielos de Tokio.
xxxBendecido por la fiebre y el fulgor de la sombra inmortal ahora proclama: para mí la mujer es fotografía. Todas las mujeres que me rodean, todas las que se ponen frente a mi cámara son diosas. Y Lady Gaga, como nueva diosa en el firmamento de estos días le dice que ella también lo adora. Porque un fotógrafo, —dice— que no hace fotos de mujeres no es un fotógrafo, o lo es de tercera clase. Las mujeres te enseñan más acerca del mundo que leer La Comedia Humana de Balzac. Y se especializa en fotografiar imágenes de mujeres practicando kimbaku-bi (la belleza de la unión estrecha), construyendo sus escenas basándose en ancestrales técnicas del Shibari, donde la atadura se convierte en un abrazo fuerte. Esto le acarrea cierta crítica, malinterpretando o incomprendiendo sus fotos, porque estas imágenes, elegantes, no hieren a la mujer, que miran intensamente, sino enseñan otro aspecto de la sexualidad y de las relaciones entre sufrimiento, erotismo y éxtasis. Porque la muestra sin tabúes, este demonio que ríe, este cura que asesina con la cámara, este personaje de gafas redondas y pajarita que no, no deja de reír y sigue asombrando, porque revela la naturaleza íntima de la realidad y el flujo misterioso del tiempo, el cual sincroniza en la duración enroscada de la vida.
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Abellán, Juan Pedro. El color del tiempo no es azul. La rata esquizofrénica; Lima, 2020.
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EL COLOR DEL TIEMPO NO ES AZUL
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LA TIERRA DESNUDA
YA NO SE VEN los jacarandás. Los árboles se consumen en la hirviente aridez. Sobre el llano infinito, como en un yunque, se forjan las llamas, los ecos de los que ya no están, su sombra descendida. Todo está envuelto de culpa y abandono, de arrecidos ojos ciegos. La muerte cava hasta el agotamiento, lame el cauce seco del arroyo, descansa en el regazo de los paredones mordidos por las balas, se suspende en el silencio asfixiante de un tiempo sin tregua. Juan Pata de Perro, como le dice su tía, camina, con su Rolleiflex, hasta detenerse junto a unos agaves, —entre las piedras su sombra—, cerca de una iglesia sin consuelo, de un vendaval de cactus dolientes, de un palacio desterrado al blanco y negro de sus párpados. Juan Rulfo sabe del incendio del viento, del secreto amoratado de la herida, escrito con la sangre que empapa la noche, lo siente en su silencio y profundiza más allá de lo que ven sus ojos. Juan Rulfo sabe de la tristeza, sabe que a veces es un sonido que respira en el fondo de una garganta. Sabe del olvido en medio de la nada, en medio de un universo desolado, donde cohabitan la realidad y el misterio, la alentada presencia del sueño, la vacilante Comala, que sordamente resuena en un gran lamento.
xxxTodo ruinas, piedra dura, donde se enrosca el sol y la serpiente. Los días desandan el vuelo de enloquecidos pájaros. Fuera del tiempo, Juan Rulfo, extiende su mirada incandescente a la tierra desnuda, a la sílaba inerte, al cielo desclavado del rígido humo, donde asciende el infinito horizonte. Largamente disuena adormecida la melancolía, se rompen en su mirada las roncas raíces y el tronco del miedo, perfora un México que no alumbra bajo el peso de las sombras, la violencia y la muerte. Ve la amargura, que incansable se expande, la desmemoriada amargura bramando al borde de un pozo sin nombre. Oye llorar al viento que crepita debajo de sus ojos. Ciega un entierro. Ciega la muerte de un padre cosido a balazos. Atenaza la noche con su luz de sufrimiento. Hay relámpagos de cuando niño en las palabras de la madre, alucinadas grietas que brillan todavía, que llevan consigo reanimados caminos hacia el mar, hacia valles donde se oculta la flor profunda, el aullido doloroso e inaccesible de los perros.
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EL PINTOR DEL SILENCIO
DE PRONTO surge, solitario, como tantos otros días. Extiende sus pasos sin voz hasta el Nº36 de Via Fondazza. Abre la ventana de su estudio. Toda la estancia se inunda de aire fresco y del murmullo de las calles de Bolonia. Prepara cuidadosamente los instrumentos necesarios, su orquesta simple, y frente al lienzo en blanco, con enfermiza intimidad, Giorgo Morandi, inicia un autorretrato. Más tarde descansa en la cama estrecha que hace de sofá. Por el suelo yacen botellas, jarrones y vasijas que ha ido acumulando y que utiliza en sus cuadros una y otra vez. Objetos que afirman su arte, una humildad visible y tranquila.
xxxAhora le vemos ensimismado, contemplativo; mira, desde el noble Palazzo d’Accursio, el movimiento de la Piazza Maggiore, padeciendo la soledad siempre, como la pureza de su arte, casto y silencioso. Acaba de salir de su clase de grabado en la Academia de Bellas Artes y en su cabeza susurran unos versos de su amado Leopardi: …en medio del infinito silencio tanteo mi voz: me subyuga lo eterno, las estaciones muertas, la realidad presente y todos sus sonidos. Sabe que pronto estará en Grizzana. Parece ver, en la lejanía, el paisaje que luego plasmará, un momento de quietud de adormecidas casas donde parece detenerse el tiempo. El trazo libre de los árboles, la curva lenta de una colina, todo al vuelo, dilatado ardor, coronado, sin tiempo; todo simplificado, transfigurado a través de una meditada elaboración de luz silenciosa. Piensa en Cézanne, pero en sus ojos están ya los tenues colores de los frescos deteriorados de Giotto y Masaccio que viera en Florencia.
xxxEstá de espaldas al balcón, la descuidada luz de un atardecer aflige el estudio, en ese diálogo cotidiano con la pintura, en ese murmurar incesante con el arte. Busca, coloca, ordena, sobre la mesa, jarrones y botellas que previamente ha pintado. Una gruesa capa de polvo de días ha ensombrecido sus brillos. Todos parecen del mismo material. Asalta en su mente ya el silencio, la calma, asentando el alma de los objetos. Es un verdadero alquimista que, en la sencillez de su culto, y en secreto, llega a la semilla verdadera del poeta. Y hace respirar la pintura. Esta naturaleza muerta, en la que trabaja, crece inmensa, venturosa, en su voz, como un leve perfume de lágrimas, donde podemos descifrar su pulso y su temperatura. En su paleta unos pocos colores, las tierras esenciales de su amada Bolonia, los ocres tiernos, para viajar adentro, al interior, arañando el filo hirviente de los volúmenes, el fondo hollado de las cosas.
xxxMorandi pinta. Un sol leve le afirma. La misma mirada, el mismo ensimismado mirar, que habla en voz baja, musitando poesía en la base del vaso, en la línea que desvanece la vasija. El origen primitivo del pincel recorre la luz de los volúmenes, se abandona en planos desnudos, como en una materia de espuma serena. La pincelada es lenta, sí, densa y larga, o suave, y a veces sinuosa y musical, hecha de hebras de silencio, vibrando en una atmósfera que otorga a los objetos un aire casi fantasmal. Ahora levanta sus gafas de concha y examina, estudia, desencadena sentimientos que se reconcilian; siembra sedientas flores, construye palabras sordas, expresa suave la blanca luz de un final de indulgencia; comunica espacios, llena los huecos que alegres cantan en armonía, y sigue el mismo sendero de unitaria convergencia. Y en esa contemplación se suspende en el tiempo la verdad, nombra la calma del alma que perdura, que retorna a los ojos que de nuevo miran, que reiteran en un eterno resucitar el rito sagrado del arte.
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EL VIEJO LEÓN VENECIANO
QUIÉN entiende a ese viejo león que se esconde en Venecia. Quién sabe de sus locuras. Su paraíso es una leve brisa que circunda los canales. Vedada luz que beben las tardes donde arquean las fachadas y la memoria se oblicua. Encuentra todo y todo cabe en él. Hasta el mismo Cocteau. Da largos paseos, habla con los gondoleros. Quién entiende al viejo incurable que batalló en todos los idiomas. Ahora muerto el uno de noviembre. Quién a través de sus ojos, que redescubrieron la poesía provenzal, ese viento antiguo de espadas y juglares, qué música nueva nos traen sus labios ahora, sellados de ávido silencio. Escucha. Hace crujir las voces del Oriente. Quién le ha perdonado desde aquella jaula de seguridad con alambres de púa. Oh luna, novia mía. Oh cielo declamado. Y él escuchando aún los gallos del Cid al amanecer en Medinaceli. Señor, tan destruido y elegante. Cuatro gondoleros llevan su cuerpo hasta la isla de San Michele. Ciñe la niebla como vaho en llamas.
xxxSacuden las palomas sus alas donde la muerte reposa. Quién entiende al llanto, a unas manos que corren alumbrando la noche a su paso. Quién detrás de esos ojos que cantan los más hermosos cantares. Titano della Poesia. Y él reuniendo el dinero suficiente que permite a Joyce completar su Ulysses. Anticapitalista. Confuciano. Quién le entiende, si solo escucha, si ya no habla, si Venecia en sombras triste le rescata. Il miglior fabro. No, no olvidamos la elocuencia, el dialecto de siglos y que adentro de su corazón anidó siempre la poesía, el amor y la belleza. Más allá está solo. Siempre hay quien repite la historia. Arrepentido, la luz enferma de Venecia arrecia y muy lejos los sauces extienden sordamente las ramas. En qué siglo forjaste la voz. En qué rincón del tiempo has susurrado al viento. Ezra Pound, viejo loco, chispas en tus ojos, si todos te buscan, si todos quieren tu palabra. Si Pasolini acaba de entrar en tu casa de la calle Querini y en silencio te dibuja. Si ya no hay enemigos que gritan, si duermen en paz entonces, hondísima el alma, canta de nuevo con rabia tu Sestina Altaforte.
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LA LOBA
AHORA me eximes de toda culpa, cuando ya no hay remedio, ni se puede retroceder, porque es mentira, o cuento, eso de que alguien inventó la máquina del tiempo. Un inmenso muro tapia tus credos. Pero entonces manejabas como nadie la espada y tus palabras, como flechas, lograban dar siempre en el blanco. Adoptabas formas perversas para apropiarte del corazón de cuantos hombres te salían al paso. El mío no te dio muchos problemas. Los dos éramos estudiantes de psicología y sabíamos del coraje y la cobardía de ambos. Me leías el pensamiento y eras inmisericorde con un simple olvido. En cambio indulgente con el viento de poniente, que te hacía presa de sus locuras, como arruinar la verdad desnudando la mentira. Un brillo, como de sueño, iluminaba tus ojos, y olvidabas el presente para adentrarte en terrenos pantanosos, o arenas movedizas, que minaban mis fuerzas de seguir a tu lado. Porque parecías venida de otros mundos. A lomos de un dragón destruías el hilo conductor que nos unía, edificando la amargura y la pena más absoluta, sin articular palabra alguna. Después, como si de un trastorno bipolar, construías la dicha, abriéndote de labios, agrietando la pasión de un fuego moribundo. Eras el puñal del adversario, la daga y el látigo del deseo, o las espinas de la conciencia, porque te las sabías todas. Extendías tus alas de ángel desterrado, para volar cada vez más alto, reduciéndome a la escala del nanómetro.
xxxMás tarde, ignoraste la historia de Ícaro, cayendo tu alado brillo por el oro de la pendiente. Y ahora de ti sólo quedan los vestigios de pasadas glorias. Desfilas errante, como una vaga sombra, entre fieros enemigos que te vencen y humillan, porque para ellos no eres más que una perra, o loba, herida. Y lames sus manos, mendigas su comida y perdonas sus insultos. Y aúllas a la luna, que incluso te da de lado, mostrando su otra cara, como un amor que desdeña tus encantos en la alcoba, porque se da la vuelta y duerme.
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Abellán, Juan Pedro. El color del tiempo no es azul. La rata esquizofrénica; Lima, 2020.
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CIERRES ECHADOS
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Aquí, en silencio, escucho
sólidos golpes
de oscuras piedras.
Aquí
escupo angustia
y tengo reuma
debajo de los ojos.
Aquí lame mi lengua
un amasijo de días
insoportables.
Aquí chupo un tiempo adiposo
y hay hambre de negras sobras.
Aquí derramo tardes corrosivas.
Aquí nadie abre
la puerta de la vida.
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Abro de nuevo
el libro escueto
de tapas grises,
que dice
que todos llevamos
una prótesis dental
que oxida las palabras.
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Hoy tiene el cielo
el vuelo preso
de un ave herida.
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Me dirijo
hacia un lugar sin dirección.
Parecido
a la extenuante y rota
xxxxxxxixxxxxbrújula
de tus explicaciones.
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Me asusta
la vida
porque piso kilómetros
y milímetros de ella.
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Abellán, Juan Pedro. Casa de invierno. Plectro editores; Lima, 2020.
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AVES HERIDAS
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Recuerdo a Elías
enfermo de los bronquios
de tanto llenarse
los bolsillos de nieve.
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El padre de Emeterio
salía de caza los sábados.
En casa dejaba más armas
que Emeterio nos enseñaba.
Algunas veces nos apuntaba
diciendo que estaban cargadas.
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Recuerdo a Lidia,
que siempre que jugábamos
a los enamorados
besaba de verdad.
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Volaba la muerte
xxxxxxxxxxxxxxxxa veces
sobre días oscuros.
Las campanas sonaban diferentes.
Formaban los pájaros
extrañas sombras
heladas en el cielo.
Y hacía más frío
que de costumbre.
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Avanzaban los días sin negarse,
acuñados de azul
o gris panza de liebre,
cuando llovía.
Entonces me pegaba mudo
a los cristales de la ventana,
viendo caer con devoción
el agua tranquila de los tejados.
En medio de la plaza
enjambres de lágrimas,
como sordas súplicas,
se miraban en el espejo blanco
de todo lo llorado.
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Los años treparon
el humo acre del tiempo.
La luz combada de tantas promesas
sigue fluyendo fría a las cinco de la tarde,
acompasando
el sonido áspero de la vida.
A esa hora exacta, todavía,
en nuestras bocas, fermenta
amarga la tristeza,
donde la esperanza se ahoga
en el fondo de un pozo séptico.
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Alguna vez
fuimos jóvenes y felices.
xxxxxxxxxxxAlguna vez
existió lo eterno,
y fluyó en nosotros algo así
como un horizonte infinito
de cielos anaranjados.
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Abellán, Juan Pedro. Casa de invierno. Plectro editores; Lima, 2020.
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PLAYA EXTRANJERA
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Ahora que la vida
acuchilla hasta el crimen,
y tiene la mera costumbre
de sangrar negros estigmas,
agacho la cabeza
y dejo mis huellas en la orilla,
que las olas borran
con desnuda entrega
y suma indiferencia.
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Atravieso la playa,
este paisaje de nadie,
hasta que abatido caigo
enrollado en el frío
que deshilacha mi sombra.
Soy un pequeño esquife
en la raya triste del horizonte,
vagando hacia el ocaso,
sin esperanza de rescate.
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Hoy el tiempo se consume despacio,
insistentemente despacio,
perceptible en este vago indicio de viento
de apenas tacto.
Paseo en calles que van cercándome.
La tarde tiene aspiración y deseo.
Y yo, mientras, ensombreciéndome,
terriblemente apoyado en el desánimo,
presintiendo ya el último invierno,
difumino el afilado abrazo de la muerte
para echarme desarmado en sus brazos
y que la herida se enquiste.
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Despacio
ahondo la herida,
agravando la brecha sedienta,
cuando voy enraizado
en una ola de angustia,
hasta caer en la trampa
del tiempo que me habita.
Soy de una estirpe
decapitada y fría,
distante y sin especie.
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Abellán, Juan Pedro. Casa de invierno. Plectro editores; Lima, 2020.
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EL JARDÍN QUE NO ALUMBRA
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ENIGMA SIMPLE
Aquella fue siempre la verdad, me confesó,
entre la angustia de sentirse interrogada.
Ahora todo no es más
que una habitación a oscuras
con miedo a prender la luz.
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LA FLOR ESTEPARIA
Esta tarde
detrás de las horas no hay relojes.
Hay tentáculos de luz, celosía
de besos abisales.
Hemos bajado las persianas
y nos hemos dictado
el código de la carne
como lobos.
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HELENA
Me reclamas que tenga
un poco más de paciencia contigo,
que lo del orden y la puntualidad
no desobedecen ninguna ciencia,
y es relativa la importancia
de los números rojos
que aparecen en las facturas,
que lo dramatizo todo
y es una nimiedad
curvar el trazo de las líneas rectas.
Tu juventud ya me lo advertía,
el color de tus ojos,
homónimo de un mar,
heroico y profundo,
donde naufrago a todas horas.
Porque desfilas por casa,
casi desnuda,
persiguiendo un objetivo indiferente.
O pones música,
en un volumen considerable,
para realizar tus ejercicios aeróbicos,
alterando mi ritmo de trabajo,
porque no te va el yoga ni el tai chi,
ni reflexionas sobre la humanidad,
Dios o los conflictos internacionales,
aunque sí te apena que se mueran
tus pececillos de colores, llueva,
o se separen Verónica y Luis Alberto.
Y vienes hacia el cuarto contenta,
cantando bajito una canción de moda,
con un vagar tímido, como si imitaras
el gesto de, por ejemplo, Scarlett Johansson,
rayando la frontera sutil del pecado.
Te metes en la cama
apartas de mis manos el libro,
la Ilíada, que releo,
y me recitas el resto.
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Abellán, Juan Pedro. El Jardín que no alumbra. Lima; Plectro editores, 2017.
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MÁSCARA SANTA
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DESIERTO SIN ORILLAS
Recuerdo que dijiste
dejo la puerta abierta.
Por aquel entonces
solo un rumor de aire denso
se atrevió a entrar,
desafiante, cortando el vacío
ensamblado al magnesio abstraído de las cosas.
Nadie aceptó las condiciones.
No hubo paz ni tregua.
Reacios, casi hostiles, a los cambios,
nos resignamos a comerciar
con lo poco que habíamos guardado.
La soledad llenó el vacío.
Las manos ofrecían el oficio del ebanista,
la fabricación de un lenguaje sin cortapisas,
descarnadamente metálico,
donde lo visible se arruinaba
ante el óxido de la arrogancia.
No supimos detener a tiempo
esa guerra insoportable
que minaba la capacidad
de evocar palabras cotidianas.
No quedó sino este extraño dominio
de dibujar la sonrisa ausente de tus labios,
de perseguir furtivamente sueños imposibles,
de existir, aunque fuese por momentos,
al margen de un tiempo concreto.
Éramos como personajes de un imperio en declive,
orgullosos, tristes, solitarios
ante el espejo barroco de los equívocos.
No tuvimos tiempo de enmendar el error.
De pronto, un viento frío
heló los gestos amables
y las últimas palabras dulces que brotaban,
convirtiendo el futuro
en este paisaje cerrado
de espesos silencios de sombra.
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LA PROFECÍA
Tú ya habías soñado
que la vida
iba a ser esto: hojas cayendo
y detritus entregado al paso
de los caballos.
Una ciudad que siempre se abandona,
o nuestras súplicas fundidas
en la oscuridad más absoluta.
Soñaste el color de la ceniza,
las afueras y las proporciones de un amanecer
difícilmente comparable. Allí,
donde crecen las espigas y se tiñe
el recuerdo de sorda tristeza.
Sí, tú ya me habías contado
que existieron ríos, puentes y fronteras,
también canciones y vanidad desconocida,
manos lentas
acariciando
agua sucia
y luces muertas.
Sí, recuerdo bien tus palabras.
Soñaste la cicatriz de tu contorno,
el beso y la batalla,
en el hondo adentro que nadie colma.
Sí, quemaste mi piel con tus palabras,
arrastrándome por las brasas de tus ojos,
y como hipnotizado
soñé también la profecía:
que vibraba la nieve
y en su modulación diatónica sentí
cómo algo se rompía.
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NOSTALGIA
A pesar de que llamábamos
a las cosas por su nombre,
no pudimos salir del engaño.
Las pequeñas cosas se agrandaron
incomodándonos tanto
que poco a poco nos fueron echando.
Nos fuimos haciendo irreales
a los ojos de los peces.
La casa dejó caer su sombra
sobre el árbol recién plantado,
sobre las réplicas de Cézanne y Kandinsky,
sobre la letra impresa de unos labios
afilados de reproches.
Las luces jamás se volvieron a encender
rodeadas de abrazos insípidos y amables despedidas.
Recuerdo que dijiste: acercarse al rencor de madrugada
con las manos frías y los pies descalzos
se parece al suicidio de los cobardes.
Pequeñas cosas esparcidas
buscan ahora la nostalgia del antiguo orden.
Inquilinos extraños sobre cuerpos desnudos
a modo de lluvia pasajera.
Yo te dije: la noche tiene brumas
que no dejan ver las estrellas.
Un pensamiento cayó sobre el abismo azul
de una caricia.
Ganamos en paciencia, aunque perdimos el humo frágil
de las palabras y su significado.
Pero dijiste: la vida es hermosa en tardes de verano
con su cielo rojo y el corazón trazado por los pájaros.
Desde aquella ventana,
como un libro abierto, dibujamos
dorados sueños, resacas de azules penumbras
y un futuro alimentado
de transcendentes conversaciones.
Quizá ese fue nuestro último acierto
antes de quedar prisioneros
de nuestras propias limitaciones.
Ahora en habitaciones alquiladas
giran viejos ventiladores en el techo
al calor de los dormidos tulipanes.
Las cosas sencillas son a veces las más complicadas,
como un dolor tibio que gangrena.
Aquellas miradas de hiedra mojada
no dejaron pasar la luz.
El vértigo de la herida
alarmó la fibra líquida del corazón,
como al delirio duro de la porcelana,
que sigue moldeando un aire circular
que cruza los cuartos vacíos de la casa.
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MUJER, PÁJARO Y ESTRELLA
Te pintabas las uñas
y con delicada y triste ternura
arañabas las paredes del cuarto,
cuando eran tus ojos cielo de lluvia.
Yo llegaba tarde y cansado
del trabajo y tenía
que descifrar esos dibujos
con resignado entusiasmo.
Algunas veces usabas el lápiz
de labios en los espejos del baño.
Creía ver obscenas imágenes eróticas
o preciosas constelaciones
a la manera de Miró.
Siempre fuiste muy niña,
toda una artista del descaro
y la interpretación.
Te echabas en mis brazos diciendo
que tuviste un mal día.
Luego tomabas una de tus píldoras
y te echabas a dormir,
mientras yo preparaba algo de cena.
Duramos así cinco años.
Lo dejamos en el peor momento,
lo sé, pero la situación era insostenible.
Parecía vivir en Altamira,
y además ya empezabas
a dibujarme la piel
con la precisión de un taxidermista.
Te llamaba por entonces,
y con voz rota me decías
que visitabas a un famoso psiquiatra,
que habías vuelto a tu antiguo empleo
de diseño comercial,
y que en breve viajarías a Nueva York
para asistir a un congreso de nuevas tendencias.
Hace casi un año que no te llamo.
Ayer estuve en la casa
donde para mi sorpresa no había
rastro de ti ni de los dibujos.
Y añoré no encontrarlos,
no encontrarte en sus colores
y trazos nerviosos,
en los pájaros y estrellas,
o en las lunas, de sus cielos.
Y hasta tuve la tentación
de dibujar uno de mis preferidos
y firmarlo con tu nombre.
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EL DIABLO VISTE DE PRADA
A veces juego a ser
ese tipo con el que te diviertes,
con el que vas a toda clase de fiestas,
como estrenos de cine
o nuevos perfumes.
Sí, a veces, hago como que soy
ese deportista mediático
que te vuelve loca.
Aunque hay días, cuando voy al teatro
o a una feria de arte, que pongo los pies
en la tierra, diciéndome
que una chica como tú
jamás saldría
con alguien como yo,
estando en las antípodas,
anegándose el futuro de la parte
más cómica de la vida, pues solo
te puedo ofrecer el estallido del amor,
cierta ironía humorística
y estas caricias que suenan
como la Filarmónica de Viena.
Pero te importan tanto
el dinero y la fama
que interpretas a la perfección ese papel,
realizando una versión
extrovertida y brillante
de quien no eres.
El paparazzi
de turno te lo agradece
y acude a tu reclamo:
si te han visto últimamente
subir a un auto deportivo
o te has cambiado de peinado.
Y yo me desespero
cuando te veo en la pantalla
en semejante orgía
de lujo descarado.
Anoche, por ejemplo,
me tragué un reality televisivo
porque anunciaron que saldrías.
Al final no acudiste
aludiendo una leve indisposición.
Y juré que fue por mí, por la carta
que envié a tu nueva dirección,
profesándote mi amor y admiración.
Pero más lejos de la realidad,
ya que hoy se me acusa
en todos los medios
de acosar a una famosa,
y me visita la muerte, como en mis sueños,
vestida con un uniforme sexy de policía,
clavándome una orden de alejamiento
xxxxxxxxxxxxen el pecho.
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EL JARDÍN DE LAS DELICIAS
Creo que lo nuestro sobrevivirá,
ya que pronto estaremos
al otro lado
donde se pone a prueba
a los locos enamorados.
Y nos observan
personas con bata blanca
y pelo cano que dicen
saber mucho de los males
que padecemos.
Aquí hacemos cosas de locos,
como soñar despiertos
o regalar flores que cortamos
de un pequeño jardín,
cuidado con esmero;
reír a carcajadas, o poner cara boba,
mirando el cielo con asombro
y descaro. Aquí no hay mentira
ni cansancio, ni blanda monotonía
que espese nuestras manos.
Todos los días son únicos e irrepetibles.
De cada habitación
suena un canto distinto
que nos hace alzar el vuelo
y abrazarnos con extrema ternura.
Amor, me ha dicho el doctor Martínez
que pronto firmará
el documento que nos abrirá
la puerta al eterno paraíso.
Dice que seremos muy felices.
Pero tengo miedo que no sea cierto
eso que dicen que hay al otro lado.
Amor, aquí somos tan felices,
todo es tan dulce y hermoso
que estoy pensando, si te parece,
en ponerme de nuevo a cuidar
el jardín, pronto llegará la primavera,
o escribirte un poema,
para que así, como otras veces,
sea presa de tus labios,
igual el doctor Martínez nos observa
y no firma ese papel.
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Abellán, Juan Pedro. Máscara santa. Lima; Paracaídas editores, 2016.
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LOS REGALOS DE LOS AMIGOS (139)
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Acaban de llegarme a casa estos cuatro libros de Juan Pedro Abellán y lo cierto es que no sé cómo agradecer estos detalles. Denme algo de tiempo y les iré enseñando cosas de los libros en cuanto pueda.
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