Archivo
DIEZ POEMAS DE JOSÉ LEZAMA LIMA
OCTAVIO PAZ
En el chisporroteo del remolino
el guerrero japonés pregunta por su silencio,
le responden, en el descenso a los infiernos,
los huesos orinados con sangre
de la furiosa divinidad mexicana.
El mazapán con las franjas del presagio
se iguala con la placenta de la vaca sagrada.
El pabellón de la vacuidad oprime una brisa alta
y la convierte en un caracol sangriento.
En Río el carnaval tira de la soga
y aparecemos en la sala recién iluminada.
En la Isla de San Luis la conversación,
serpiente que penetra en el costado como la lanza,
hace visibles las farolas de la ciudad tibetana
y llueve, como un árbol, en los oídos.
El murciélago trinitario,
extraño sosiego en la tau insular,
con su bigote lindo humeando.
Todo aquí y allí en acecho.
Es el ciervo que ve en las respuestas del río
a la sierpe, el deslizarse naturaleza
con escamas que convocan el ritmo inaugural.
Nombrar y hacer el nombre en la ceguera palpatoria.
La voz ordenando con la máscara a los reyes de Grecia,
la sangre que no se acostumbra a la tenaza nocturnal
y vuelve a la primigenia esfera en remolino.
El sacerdote, dormido en la terraza,
despierta en cada palabra que flecha
a la perdiz caída en su espejo de metal.
El movimiento de la palabra
en el instante del desprendimiento que comienza
a desfilar en la cantidad resistente,
en la posible ciudad creada
para los moradores increados, pero ya respirantes.
Las danzas llegaron con sus disfraces
al centro del bosque, pero ya el fuego
había desarraigado el horizonte.
La ciudad dormida evapora su lenguaje,
el incendio rodaba como agua
por los peldaños de los brazos.
La nueva ordenanza indescifrable
levantó la cabeza del náufrago que hablaba.
Sólo el incendio espejeaba
el tamaño silencioso del naufragio.
LA MADRE
Vi de nuevo el rostro de mi madre.
Era una noche que parecía haber escindido
la noche del sueño.
La noche avanzaba o se detenía,
cuchilla que cercena o soplo huracanado,
pero el sueño no caminaba hacia su noche.
Sentía que todo pesaba hacia arriba,
allí hablabas, susurrabas casi,
para los oídos de un cangrejito,
ya sé, lo sé porque vi su sonrisa
que quería llegar
regalándome ese animalito,
para verlo caminar con gracia
o profundizarlo en una harina caliente.
La mazorca madura como un diente de niño,
en una gaveta con hormigas plateadas.
El símil de la gaveta como una culebra,
la del tamaño de un brazo, la que viruta
la lengua en su extensión doblada, la de los relojes
viejos, la temible
y risible gaveta parlante.
Recorría los filos de la puerta,
para empezar a sentir, tapándome los ojos,
aunque lentamente me inmovilizaba,
que la parte restante pesaba más,
con la ligereza del peso de la lluvia
o las persianas del arpa.
En el patio asistían
la luna completa y los otros meteoros convidados.
Propicio era y mágico el itinerario de su costumbre.
Miraba la puerta,
pero el reto del cuerpo permanecía en lo restado,
como alguien que comienza a hablar,
que vuelve a reírse,
pero como se pasea entre la puerta
y lo otro restante,
parece que se ha ido, pero entonces vuelve.
Lo restante es Dios tal vez,
menos yo tal vez,
tal vez el raspado solar
y en él a horcajadas el yo tal vez.
A mi lado el otro cuerpo,
al respirar, mantenía la visión
pegada a la roca de la vaciedad esférica.
Se fue reduciendo
a un metal volante con los bordes
asaltados por la brevedad de las llamas,
a la evaporación de una pequeña
taza de café matinal,
a un cabello.
ELOÍSA LEZAMA LIMA
Una sonrisa que no termina.
Una sonrisa que sabe terminar admirablemente.
La sonrisa se agranda como la noche
y los ojos se reducen a una pequeña piedra
escondida. Calidad de un mineral
que se guarda en un paño de aceite
milenario: Saber reírse y dar la mano.
Las pausas y los hallazgos de la risa
transcurren con la sencillez de una silla pompeyana.
La mano ofrece la brevedad del rocío
y el rocío queda como la arena tibia del recuerdo.
Ofrecerá así siempre la sencillez compleja de la risa
y el acuoso laberinto de su mano en el sueño.
OIGO HABLAR
Oigo hablar a un pájaro moteado:
cuacuá.
En la cabeza tres círculos verdes
y los ojitos que abren y cierran la noche.
Las banquetas para los violinistas
y en medio de la pechuga aljamiada
una garrafa saludando como en un minué.
Las levitas y los sombreros
manchados de luna, con alas pequeñas,
corrían a ocultarse detrás de los árboles.
Los violines también detrás de las hojas
crecían escindidos pisados por la escarcha.
El violinista de levita morada exclama:
cuacuá.
Y todos los trombones borrachos en la medianoche
saludaban, alzaban las ventanas,
elevaban por el aire el pelo del violín.
Una pausa y después se oyó:
cuacuá.
Los animales hablaban primero,
el pájaro perfeccionó el diccionario,
la orquesta sólo lo hizo girar, girar,
soltar sus espirales y recogerlas
en la manga con botones heráldicos.
El pájaro en su casaca de abril
nos regaló el lenguaje interpuesto,
el pelo del violín cruzado con el rameado sedoso,
el ojo del pulpo en el ancla al mediodía:
cuacuá.
El violinista con sus pelos angélicos,
impulsados por la orquesta y su tic tac
de escarcha amoratada, saludaba
de nuevo la hoja reverente
y dejaba caer una gota
hidrocéfala con los ojos sangrantes:
cuacuá.
PALABRAS MÁS LEJANAS
La mañana suda una palabra,
apesadumbrada desaparece,
correteando dobla la esquina.
Entra silenciosa en la taberna,
todavía allí los cantantes metafísicos de Purcell,
el eco de la campana la adelgaza.
Pondrían la mano sobre su hombro,
añadirían otras palabras al oído.
Jugará a perderse
con las arenas que la bruñen.
Está alegre porque han venido
a verle su nueva cara, se adormece
en el ahumado rodar de las monedas.
Desaparece como una ardilla,
en la medianoche de la otra esquina
recién apagada.
DISCORDIAS
De la contradicción de las contradicciones,
la contradicción de la poesía,
obtener con un poco de humo
la respuesta resistente de la piedra
y volver a la transparencia del agua
que busca el caos sereno del océano
dividido entre una continuidad que interroga
y una interrupción que responde,
como un hueco que se llena de larvas
y allí reposa después una langosta.
Sus ojos trazan el carbunclo del círculo,
las mismas langostas con ojos de fanal,
conservando la mitad en el vacío
y con la otra arañando en sus tropiezos
el frenesí del fauno comentado.
Contradicción primera: caminar descalzo
sobre las hojas entrecruzadas,
que tapan las madrigueras donde el sol
se borra como la cansada espada,
que corta una hoguera recién sembrada.
Contradicción segunda: sembrar las hogueras.
Última contradicción: entrar
en el espejo que camina hacia nosotros,
donde se encuentran las espaldas,
y en la semejanza empiezan
los ojos sobre los ojos de las hojas,
la contradicción de las contradicciones.
La contradicción de la poesía,
se borra a sí misma y avanza
con cómicos ojos de langosta.
Cada palabra destruye su apoyatura
y traza un puente romano secular.
Gira en torno como un delfín
caricioso y aparece
indistinto como una proa fálica.
Restriega los labios que dicen
la orden de retirada.
Estalla y los perros del trineo
mascan las farolas en los árboles.
De la contradicción de las contradicciones,
la contradicción de la poesía,
borra las letras y después respíralas
al amanecer cuando la luz te borra.
VIRGILIO PIÑERA CUMPLE 60 AÑOS
Como un pistoletazo en el violáceo azufre
los ángeles pactan con los demonios,
buscando el gran ojo primigenio.
Vuelven los demonios a pactar con los ángeles,
buscando la sabiduría
de las ondas del pífano
al penetrar en la ciudad.
Un ruidillo en la nada,
innato o con prestaciones vergonzantes
precipita el coro de los diablillos
que van a sostener el manto del niño de Praga.
llega entonces el inalcanzable
paraje de la nieve,
la pequeña luna caída
en la profundidad infantil del tazón
o en el ballenato tedioso de los mares,
allí la silla destrozada, la del obispo encadenado,
allí se vuelven a ver los demonios y los ángeles
correr hacia un punto, volcarse en la laguna,
peinarse más las plumas que los cabellos.
Sus pequeños rostros sonríen con dientes de leche.
Como sólo existen el bien y la ausencia,
los demonios y los ángeles se esconden sonriendo.
Su mano madura, como decimos las uvas maduras,
han dado un fuerte manotón sobre el tablero.
El ángel avanza rápido como el alfil.
El demonio salta como el caballo oblicuo.
Sus manos cruzadas golpean los sesenta
golpes de la cábala,
el hierofante y la emperatriz duermen ya
en la cámara de la reina.
El ojo y el mar se abren en círculos concéntricos.
Sobre un tablón,
jugando lo terrible,
el bien y la ausencia.
ESPERAR LA AUSENCIA
Estar en la noche
esperando una visita,
o no esperando nada
a ver como el sillón lentamente
va avanzando hasta alejarse de la lámpara.
Sentirse más adherido a la madera
mientras el movimiento del sillón
va inquietando los huesos escondidos,
como si quisiéramos que no fueran vistos
por aquellos que van a llegar.
Los cigarros van reemplazando
los ojos de los que no van a llegar.
Colocamos el pañuelo
sobre el cenicero para que no se vea
el fondo de su cristal,
los dientes de sus bordes,
los colores que imitan los dedos
sacudiendo la ausencia y la presencia
en las entrañas que van a ser sopladas.
La visita o la nada
cubiertas por el pañuelo,
como el llegar de la lluvia
para oídos lejanos,
saltan del cenicero,
preparando la eternidad
de sus pisadas o se organizan
inclinándose sobre un montón de hojas
que chisporrotean sobre el jarrón
de la abuela,
huyendo del cenicero.
¿Y MI CUERPO?
Me acerco
y no veo ninguna ventana.
Ni aproximación ni cerrazón,
ni el ojo que se extiende,
ni la pared que lo detiene.
Me alejo
y no siento lo que me persigue.
Mi sombra
es la sombra de un saco de harina.
No viene a abrazarse con mi cuerpo
ni logro quitármela como una capota.
La noche está partida por una lanza,
que no viene a buscar mi costado.
Ningún perro esmalta
el farol sudoroso.
La lanza sólo me indica
las órdenes de la luna
haciendo detener la marea.
Es la triada del colchón,
la marea y la noche.
Siento que nado dormido
dentro de un tonel de vino.
Nado con las dos manos amarradas.
MARÍA ZAMBRANO
María se nos ha hecho tan transparente
que la vemos al mismo tiempo
en Suiza, en Roma o en La Habana.
Acompañada de Araceli
no le teme ni al fuego ni al hielo.
Tiene los gatos frígidos
y los gatos térmicos,
aquellos fantasmas elásticos de Baudelaire
la miran tan despaciosamente
que María temerosa comienza a escribir.
La he oído conversar desde Platón hasta Husserl
en días alternos y opuestos por el vértice,
y terminar cantando un corrido mexicano.
las olitas jónicas del Mediterráneo,
los gatos que utilizaban la palabra como,
que según los egipcios unía todas las cosas
como una metáfora inmutable,
le hablaban al oído
mientras Araceli trazaba un círculo mágico
con doce gatos zodiacales,
y cada uno esperaba su momento
para salmodiar El libro de los muertos.
María es ya para mí
como una sibila
a la cual tenuamente nos acercamos,
creyendo oír el centro de la tierra
y el cielo del empíreo,
que está más allá del cielo visible.
Vivirla, sentirla llegar como una nube,
es como tomar una copa de vino
y hundirnos en su légamo.
Ella todavía puede despedirse
abrazada con Araceli,
pero siempre retorna como una luz temblorosa.
LA MUJER Y LA CASA
Hervías la leche
y seguías las aromosas costumbres del café.
Recorrías la casa
con una medida sin desperdicios.
Cada minucia un sacramento,
como una ofrenda al peso de la noche.
Todas tus horas están justificadas
al pasar del comedor a la sala,
donde están los retratos
que gustan de tus comentarios.
Fijas la ley de todos los días
y el ave dominical se entreabre
con los colores del fuego
y las espumas del puchero.
Cuando se rompe un vaso,
es tu risa la que tintinea.
El centro de la casa
vuela como el punto en la línea.
En tus pesadillas
llueve interminablemente
sobre la colección de matas
enanas y el flamboyán subterráneo.
Si te atolondraras,
el firmamento roto
en lanzas de mármol,
se echaría sobre nosotros.
Lezama Lima, José. Fragmentos a su imán. La Habana; Ed. Letras Cubanas, 1993.
LAS SIETE ALEGORÍAS
LAS SIETE ALEGORÍAS
La primera alegoría
es el puerco con los dientes de estrellas,
los dientes vuelan a su cielo de nubes bajas,
el puerco se extasía riendo de su desdoblamiento.
Al lacón, lacónicas preguntas.
A tan capitosa sentencia eructos de aceituna.
La segunda alegoría
es la Diosa Blanca fornicando con un canguro.
Él le da la hincada absoluta,
con gloria y dolor que es la hincada lasciva.
Lo lascivo son los labios
por un cristal en un rocío de la Navidad.
Sin embargo, el inca no era muy voluptuoso.
Después la otra alegoría, la que se apoya.
La Rueda de Rocío.
El ojo se hace tan transparente
que parece que nos quedamos ciegos,
pero la Rueda sigue agrandando el ojo
y el rocío dilata las hojas como orejas de elefantes.
Otro descansillo lo ocupa la tetralegoría.
Brilla cuanto más se reduce,
cuando ya es un punto es la semilla metálica.
Une el resplandor y la lisura de la superficie.
Se reproduce en gotas de resplandor.
Parir una de esas semillas
justifica la pareja.
Pero ese punto que no se ve y brilla
es el fruto del uno indual.
La lluvia cae sobre un casco romano.
La gota resplandor en el cuenco de la lanza de Palas,
muestra la desnudez de su brazo
y con él penetra en las circunvoluciones de Júpiter.
Saltan las aguas sopladas por la gran boca.
De esa boca sale el espíritu que ordena
la sucesión de las olas.
Es la quinta alegoría,
como otra cuerda de la guitarra.
La alegoría del Agua Ígnea.
Un agua salta,
quema las conchas y las raíces.
Tiene de la hoguera y del pez,
pero se detiene y nombra el aire,
llevándolo de choza en choza,
quemando el bosque después de las danzas
que se esconden detrás de cada árbol.
Cada árbol será después una hoguera que habla.
Donde el fuego se retira
salta la primera astilla del mármol.
El Agua Ígnea demuestra que la imagen
existió primero que el hombre,
y que el hombre adquirirá ¿dónde?
el disfraz final del Agua Ígnea.
Teseo trae la luz,
el sextante alegórico.
La luz es el primer animal visible de lo invisible.
Es la luz que se manifiesta,
la evidencia como un brazo
que penetra en el pez de la noche.
Oh luz manifestada
que iguala al ojo con el sol.
Un grupo de encinas
derribadas oculta las prolongaciones
de la luz sobre la repisa fría
con objetos inmutables.
Es lo primero que se manifiesta
y será lo último manifestado.
Teseo frente al monstruo cuadrado
trae la luz evidente
y la manifestada.
Las repisas brillan
y se hunden a los hachazos.
Volvemos a la tetralegoría,
a la Simiente Metálica.
La luz buscando la raíz
de las encinas.
Buscando la resina como un óleo,
tocado por la respiración manifestada
con la luz manifiesta.
La Simiente Metálica buscada por Licario.
Con la luz resinosa,
regalada por la raíz golpeada por el hacha,
comienza el frenesí de las danzas corales.
La ciudad bailando
en el desfile de las antorchas fálicas.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxFebrero y 1973.
Lezama Lima, José. Fragmentos a su imán. La Habana; Ed. Letras Cubanas, 1993.
DOMINGO DE REFLEXIÓN
Me gustaría saber quién se encargar de expurgar las bibliotecas. Es una duda que me corroe desde hace unos días. Las montañas de best-sellers arrinconan a esos pequeños diamantes en bruto que algunos creemos que es la literatura. ¿Cómo se puede exhibir orgullosamente a la entrada de un biblioteca uno de esos libros que no alcanza el mínimo de calidad literaria y deshacerse de algunos clásicos o de algunas joyas de coleccionista? ¿Qué tipo de lectores quiere crear una biblioteca comportándose así? En serio ¿una biblioteca puede deshacerse de ‘The Pearl & The Red Pony’ de Steinbeck (en inglés), del ‘Castilla’ de Azorín, del ‘América’ de Franz Kafka, del ‘Nueva Etiopía’ de Bernardo Atxaga, de la ‘Autobiografía de Alice B. Toklas’ de Gertrude Stein (!!), de los ‘Cuentos completos’ de Alfredo Bryce Echenique, del ‘Paradiso’ de José Lezama Lima, del ‘Hau da ene ondasun guzia’ de Joseba Sarrionandia o de ‘El mes más cruel’ de Pilar Adón, entre otros, y seguir llamándose así?
No sé. Quizá el que esté equivocado sea yo…