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Posts Tagged ‘javier castro flórez’

LO QUE LEE UN EDITOR

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GISMONDI

xxxHace unas semanas un grupo de padres y padres decidimos pasar un día de campo con la chavalería para que se oxigenara, así que fuimos a las Fuentes del Marqués en Caravaca. Aunque no es que este plan de campo fuera especialmente campestre porque caminamos apenas cien metros desde los coches para apalancarnos en la zona de merenderos provistos de lo necesario: pata de jamón con su soporte, neveras rebosantes de cervezas heladas, michirones, tortillas y el avío para hacer gin tonics incluyendo incluso semillas de cardamomo… Mientras los mayores comíamos como si hubiera acabado el Ramadán, la bandada de niños, ignorando aquella cuchipanda, revoloteaba descubriendo las maravillas del mundo. Todo les interesaba: un renacuajo era un acontecimiento, un palo una espada, una piedra un tesoro… A veces volaban a la mesa, cogían una patata frita y corrían a escarbar la tierra con el entusiasmo de buscadores de oro. A media mañana una de las niñas apareció en lo alto de un talud gritando que habían encontrado el Paraíso. Aquello despertó nuestra curiosidad. Les seguimos para que nos lo enseñasen, pero el Paraíso no era la pradera que cruzamos sino una cueva de arbustos a la orilla de un arroyo que calificaron como la mejor guarida del mundo. El Paraíso era un lugar donde esconderse. Como sabe cualquiera que tenga, los niños clasifican los días en dos tipos: el mejor y el peor del mundo. La frontera entre ambos es finísima, cualquier minucia puede hacer que se pase de uno al otro. Lo que nunca había visto es que estando en el mejor día ocurriera algo que nos hiciera subir aún más alto, al cielo de los días. Lo que sucedió fue sencillo pero milagroso: vimos una ardilla. Pero no una de las que huyen velozmente de rama en rama, sino la que debía ser la Kardashian de las ardillas porque, a penas a un metro de nosotros, se atusaba tranquilamente los pelos de la cara mientras nos mostraba sus magníficos cuartos traseros. Al cabo de un minuto eterno en el que pudimos observar cada pelo de aquel animal con la intensidad con la que Durero debió estudiar a su famosa liebre, la ardilla saltó desde el pequeño árbol en el que estaba a otro más alto alejándose. Pensé entonces que no sabía nada sobre esos roedores, así que, días después, compré «Todo sobre la ardilla. Cómo adquirirla, alojarla, alimentarla, cuidarla, hacerla jugar y adiestrarla» de Elisabetta Gismondi. («hacerla jugar» no suena muy lúdico precisamente). El libro va contándonos —como su título indica— todo sobre las ardillas, como que no utilizan mucho su voz pero sí emiten un murmullo quedo durante la copulación o que tras dormir bostezan ostentosamente… Poco a poco me sentí identificado con este simpático animal del orden de los esciuromorfos (esto lo aprendí en el libro) al que le gusta que le llamen por su nombre (le entiendo perfectamente porque a mí a veces me dicen Fernando, confundiéndome con mi hermano). Olvidan con frecuencia dónde han escondido su comida (como yo dónde he aparcado el coche) y, sobre todo, aman los libros: Elisabetta cuenta que «Si dejamos una ardilla suelta en casa seguramente se instalará en la librería o sobre algún armario, precisamente para poder observar el mundo desde una cierta altura». Eso es lo que hago yo también: ir a los libros para ver el mundo desde un lugar diferente.
xxxPero junto al amor ardillil, este libro me provocó una cierta tristeza porque buena parte del texto se dedica a la fabricación de las jaulas y el adiestramiento, cuando los libros sirven precisamente para lo contrario: enseñan a ser libres, a salir de las jaulas. Recordé entonces la imagen de los niños corriendo hacia el Paraíso y pensé que tenían algo de ardillas…que algún día saltarían lejos de nosotros buscando árboles más altos.

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QUEIRÓS

xxxCuando estudié en Madrid salí durante un par de meses con una de las Mama Chicho de Telecinco. Tras ella —también brevemente— lo hice con la chica más fea que he conocido nunca. Como había tenido anorexia, su cuerpo podría haber servido como modelo para uno de esos grabados medievales en los que la muerte baila la sardana. Para colmo, aquella gavilla de huesos la remataba una barbilla prodigiosa, tipo brujilda, que dejaba atrás a la que gastaba Letizia cuando era doña y no reina, antes de que mermara milagrosamente ya que, según parece, no obró mano de cirujano sino intervención divina. Aquel pasar de la diosa al adefesio me enseñó algunas cosas sobre la ternura o la injusticia del mundo, pero tal vez la más impresionante fue darme cuenta de la extraña ligazón que hay entre el nervio óptico y el aparato fonador en muchos humanos que hace que, cuando observan algo que no les gusta, les sea imposible callarse y, sin embargo, la belleza les enmudezca. Cuando paseaba con la bailarina, a los que nos veían se les abrían los ojos como si con ellos radiografiasen a la chavala y se hacía un silencio de catedral gótica. Sin embargo, al salir con la segunda chica, era muy frecuente que, cuando nos cruzábamos con grupos de chavales a nuestras espaldas gritasen de todo: loro (a veces puto loro), muérete fea, ponte un saco en la cabeza, etc. En ocasiones era a mí al que se dirigían llamándome pringado o diciéndome que me pusiera gafas o, directamente, que me fuera a la ONCE a vender cupones. Aprendí entonces lo fácil que es insultar y encontrar adjetivos para lo que no nos gusta y, sin embargo qué escasas son las palabras que hablan de la admiración y el amor. Y de eso, de la belleza, intento hablar en estos artículos, pero buscando en la alacena de mi cráneo normalmente sólo encuentro «Maravilloso» para describir el libro que traigo entre manos. El maravilloso parece un brick de caldo sopero que vale para todo. Esta semana he leído «Las minas de Salomón» de Eça de Queirós: un libro maravilloso. Pero en esta ocasión me gustaría decir algo más, una cosa rara: que me ha entusiasmado el prólogo de la profesora Ana Luísa Vilela, cuando normalmente un prólogo es lo más parecido a un obstáculo en una carrera de caballos, algo espinoso que uno salta sin ni siquiera mirarlo. Pero el texto de esta profesora de la universidad de Évora analiza con precisión e inteligencia la compleja y fascinante historia de este texto de Eça: una apropiación, una reescritura del original de Rider Haggard y, en el fondo, un texto netamente queirosiano (si esa palabra existe) lleno de desiertos, de montañas, de asesinatos y tesoros, de ingleses excéntricos, de misterios…
xxxMe imagino que a todos nos pasa: hay canciones y libros que son como las barras de las estaciones de bomberos, que nos permiten deslizarnos hacia abajo, hacia el pasado. Me pasa con «Tainted love» de Soft Cell que no puedo escuchar sin sentirme de nuevo joven y oscuro, bailando en la Voltereta en los ochenta. Me ocurre también con Eça: al abrir cualquier página suya, vuelvo a ser el treintañero que pateó las librerías anticuarias de Lisboa hasta llegar a poseer cincuenta libros suyos. Pensaba que tenía todo lo que publicó pero, como pasa en esta novela, siempre hay una cámara secreta con un tesoro desconocido. Me faltaba esta joya, ahora en mis manos, gracias a la editorial La Umbría y la Solana. Al leerla vuelvo a sentir la aventura de la búsqueda, el viento frío de Madrid, el sabor de los besos de la guapa y los de la no tan guapa, las noches de sábado interminables… Retornan todas esas cosas que se refugian en los libros. En algunos libros.

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xxxxxxxxxxEpílogo
EL POLVO DE LAS MAGARZAS

xxxAl jubilarse el ordenanza del Centro cultural donde trabajo nos juntamos todos para comer y despedirle con cariño. A los postres le pregunté si se iba a aburrir sin tener nada que hacer y me dijo que no, que por la parte de Llano de Molina tenía un huerto y un caseto; que tenía pensado ir allí a pasar las mañanas sentado en una tumbona donde habían parido mil generaciones de ratas a contemplar tranquilamente cómo crecían sus cebollas. Estuvimos hablando de cosas del campo. Me contó que si quiebras el tallo de la planta, la fuerza se va para abajo y la cebolla engorda hasta hacerse casi del tamaño de un melón. Me gustó esto del tallo y la fuerza que baja y pensé que algún día podría usarlo para algo. Al final nos despedimos con esas frases manidas de ya nos veremos y ven a visitarnos algún día y nos abrazamos con sentimiento, porque la verdad es que había sido muy buen compañero… Le dije que nada, que a disfrutar de sus cebollas sabiendo que ésas, tan humildes, eran mis últimas palabras y él me contestó que dejara los libros, que siempre iba con uno a todos lados cuando no valen nada más que para encender fuego. La gente se rió y yo también, porque pensé que tenía razón, que los libros dan luz y calor como si encendieran un fuego. Lo que pasa es que no de parrilla ni hoguera: es un fuego de interior, que uno lleva dentro.
xxxAl llegar a casa y sentarme en mi tresillo pensé en Carlos y en su tumbona tapizada por la placenta de ni se sabe cuántos bichos. Yo también veía los libros creciendo en mis estanterías, multiplicándose como si de noche hicieran el amor entre ellos y les nacieran hijos. En «¿Sueño que vivo?» —el libro sobre su cautiverio en Bergen-Belsen—, Ceija Stojka cuenta que, como no había dónde refugiarse, se acurrucaba entre las pilas de cadáveres para protegerse del frío del invierno y sobrevivir. Habrá quien piense que los que nos arrimamos al calor de los libros estamos —como Ceija— entre pilas de muertos. Pero no. Las hojas de los libros no se parecen a las que el viento arrastra por el suelo en el otoño sino a las que vibran verdes y llenas de luz en los árboles. Coger un libro es acercarse al calor y el fuego de los días. Leyendo «Valle de Alcudia» —la crónica de un viaje escrita por Vicente Romano y Fernando F. Sanz a finales de los sesenta— me di cuenta de cuánta vida hay en los libros. Mientras recorren los campos, los autores nombran las plantas y hierbajos que van encontrando en su camino: arvejanas y jaramagos, gamonitos, alcauciles y ceborrinchas… Sangre de toro, yerbamora, torobisco, verdelobo, matas de jaranzo… A pesar de ser extremeño y haber pateado mil veces las dehesas yo sería incapaz de diferenciar una encina de un alcornoque y para la hierba solo tengo la palabra hierba. Por eso me da la impresión de que hay cosas y plantas que existen y crecen solo en los libros y que adentrarse en ellos es hacerlo en la vida. Al hablar de libros en estos textos he contado también las cosas que me han pasado o me pasan porque leer es como hacer un viaje por un país extraño. Al atravesar un prado —escriben Romano y Sanz— se les pegó a las botas el polvo amarillo de las magarzas lo que me hizo preguntarme qué coño sería ese polvo de las magarzas… Yo solo conozco el que se posa sobre los muebles o el que se mete alguna gente por la nariz las noches de sábado. ¿Pero las magarzas? Me gustaría que existiera un libro con ese título —»El polvo amarillo de las magarzas»— que hablara de todas las cosas que solo existen en forma de escritura, como palabras pequeñas, casi intangibles… Como el polvo amarillo de las magarzas, sea lo que sea.

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El libro de los tres días de olvido

xxxHe leído en los lugares más extraños durante todos los días —excepto tres— de estos últimos veinticinco años: en la montaña bajo una ventisca de nieve, esperando pagar en la cola del supermercado o en un mirador sobre el abismo en el castillo de Loarre. También camino de casa al alba un poco borracho después de una fiesta o dentro del cine justo antes de que se apaguen las luces… Leí la mañana en la que me casé, aprovechando que tardé menos en arreglarme que Inma e, incluso un ratito esa misma noche, cuando volvimos como marido y mujer a la misma casa en la que habíamos vivido arrejuntados o amancebados, como decía de broma mi madre. La psicóloga que nos denegó el certificado de idoneidad para poder adoptar un niño —y que era una reencarnación de la señorita Rottenmeyer de la serie Heidi— hizo constar en su informe como uno de los factores que demostraban que no estaba preparado para la cosa del churumbel el hecho de que, cuando fue a buscarnos para la entrevista a la sala de espera donde nos aparcaron durante una hora, en vez de estar allí expectante u hojeando los folletos sobre la problemática del no sé qué que había en una mesita, me encontró plácidamente leyendo un libro que previsor había llevado… Ser paseante de perros es una bella profesión pero yo nací para pastorear libros, para sacarlos por ahí a airearse por las calles y los campos. Incluso aquella mañana en el hospital, cuando preguntaron si estaba allí algún familiar de Inmaculada B., tenía también un volumen en mis manos. Me levanté y acompañé al doctor hasta su despacho donde me esperaban cinco personas sentadas alrededor de una mesa redonda: todos con su bata blanca. No estaban tomando café ni echando una partida de cartas, aunque alguno tenía las manos sobre el tablero como si no supiera qué hacer con ellas o jugara con naipes fantasmales. Parecían niños a la espera de una reprimenda: serios y con pinta de no haber roto nunca un plato. Algo de la consistencia pesada y gris del propio mobiliario impregnaba todo haciendo que el paisaje que se veía a través de la ventana pareciera una escena de esas que hay a lo lejos en los cuadros de Patinir: pasaban muchas cosas tras el cristal pero eran pequeñas e inmóviles como figuras de un nacimiento. Yo miraba todo con la calma extraña de quien observa una pecera hasta que me di cuenta de que a uno de los de aquel extraño cónclave se le veía una camisa negra con alzacuellos bajo la bata, con una tirilla blanca que se deslizó como una serpiente por la habitación hasta alcanzarme y apretar también mi cuello, ya que aquel cura estaba allí —evidentemente— porque no había cura. Se hicieron las presentaciones ya que, quitando a Pilar de digestivo, yo no conocía a los de oncología ni al psicólogo clínico o al capellán (estos dos últimos estaban allí para poder elegir en caso de necesidad, al igual que en algunos bares tienen Pepsi además de Cocacola). Me dijeron que ya estaban los resultados de las pruebas, que no tenía que preocuparme y alguien me preguntó si teníamos hijos o papeles que arreglar. Luego, en la habitación en la que Inma estaba tan guapa con esos camisones de la seguridad social que descubren más que tapan, dejé mi libro en la mesilla y cambié por la de actor mi antigua vocación de lector. Creía que estaba haciendo un papelón en plan Marcello Mastroianni, pero en realidad estaba más cerca de tener la cara de Andrés Pajares en sus últimas apariciones en ¿Dónde estás corazón? Para todo tenía respuesta: la cosa estaba cogida a tiempo en su fase inicial (en realidad era terminal). El índice de supervivencia era del 93% (añadí el nueve), el tumor estaba muy localizado (y vaya si lo estaba, localizado en catorce sitios), y además era benigno como su tío (Benigno, el que desde su jubilación se entretenía haciendo la declaración de la renta de familiares y vecinos). Así tres días de mentiras… hasta que, con todo el miedo del mundo en los ojos, Inma me preguntó que si todo estaba tan bien por qué no leía. Como ya he contado al principio lo había hecho todos los días de estos últimos veinticinco años excepto esos tres. No fui capaz de contestar, se me olvidó lo de actuar y se me cayó al máscara así que rápidamente rescaté el libro que había abandonado en la mesilla y me puse a leer sentado al lado de la cama. Entonces, al ver su sonrisa, supe que se curaría, que verme enfrascado en las páginas le sentaba mejor que el taxon y el cisplatino de los ciclos paliativos.
xxxAquel libro que leí en la tercera planta del Hospital Virgen de la Montaña teniendo como fondo el traquetear de las camillas y los llantos que se escuchaban en la madrugada era la primera edición de 1919 de este «París bombardeado» de Azorín que ahora reeditan Biblioteca Nueva y Editorial Alfama.
xxxEl escritor, ajeno a las sirenas que anuncian los bombardeos sobre París, lee unas páginas del Quijote antes de dormir, oye risas en el pasillo y el lamento largo —plañidero— de las bocinas que anuncian las incursiones de la aviación enemiga… A veces escucha el silencio de la noche sobre la ciudad y, al despertar por la mañana, pasea, compra libros, se sorprende por la tranquilidad de unos gorriones que no se apartan a su paso, mira el cielo plateado y dulce o los árboles de las orillas del Sena. Estas páginas no son solo una lección de perfección estilística sino también una demostración de cómo las palabras pueden más que los relojes o las bombas. Al leer, —hacia el final del libro— «El tiempo me ha preocupado siempre, toda mi obra refleja esa preocupación de la noción del tiempo, de la corriente perdurable del tiempo deshaciendo las cosas…» fui consciente de que las palabras de Azorín no serían arrastradas por esa corriente, que las horas se quedarían refugiadas en sus orillas. Deberían comprar este libro los que dicen que no leen porque no tienen tiempo o los que lo hacen para pasarlo o matarlo porque hay en él instantes que no pueden medir los cronómetros, un tiempo que podrían acariciar y ganar. Gloria Durán me ha contado que al quemar una página de periódico en la chimenea, lo primero que arde son las partes no escritas porque la tinta protege las letras que sobreviven por un instante brillando en medio de las cenizas. Como brillan estas crónicas de Azorín que nos demuestran que no todo lo borrará la destrucción, los cañones o la enfermedad: que nos quedarán las palabras y los libros. En la portada de la edición de Biblioteca Nueva aparece la famosa fotografía en la que se ve a un hombre ensimismado que va a coger uno de una biblioteca de Londres arrasada por los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. No es alguien indiferente al drama —como no lo es Azorín en el París de 1918—, sino un luchador que, al agarrar un libro —como hice yo en aquella habitación de hospital— detiene el tiempo y vence en la batalla.

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Castro Flórez, Javier. Lo que lee un editor. Murcia; Ed. Newcastle, 2020.

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