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SERÁ COMPLETA
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No se me verá, en mi última hora (escribo en mi lecho de muerte), rodeado de curas. Quiero morir acunado por la ola del mar tempestuoso, o erguido sobre la montaña… con los ojos hacia lo alto, no: sé que mi destrucción será completa.
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Ducasse, Isidore. Los cantos de Maldoror (Trad. Ángel Pariente). Valencia; Ed. Pre-textos, 2000.
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ESE SUBLIME ESPECTÁCULO
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Un día, con los ojos vidriosos, mi madre me dijo: «Cuando estés en tu lecho y escuches a los perros ladrar en la campiña, escóndete bajo tu manta, no te burles de lo que hacen: tienen sed insaciable de infinito, como tú, como yo, como todos los humanos de largo y pálido rostro. Te permito, incluso, colocarte ante la ventana para contemplar ese sublime espectáculo».
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Ducasse, Isidore. Los cantos de Maldoror (Trad. Ángel Pariente). Valencia; Ed. Pre-textos, 2000.
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CANTO SEXTO -extracto-
xxxxxV
xxxEn un banco del Palais-Royal, del lado izquierdo y no lejos del estanque, un individuo, que llega de la calle Rivoli, ha venido a sentarse. Tiene los cabellos en desorden y su ropa delata la acción corrosiva de una larga indigencia. ha hecho un agujero en el suelo con un trozo de madera puntiagudo y ha llenado de tierra el hueco de su mano. Se ha llevado ese alimento a la boca para arrojarlo precipitadamente. Ha levantado y, apoyando su cabeza en el banco, ha dirigido sus piernas hacia arriba. Pero como esa postura funambulesca está fuera de las leyes de la gravitación que rigen el centro de gravedad, ha caído pesadamente sobre el asiento, con los brazos colgando, la gorra tapándole la mitad de la cara y las piernas sacudiendo la gravilla en una situación de equilibrio inestable, cada vez menos tranquilizadora. Durante mucho tiempo permanece en esa posición. Cerca de la entrada medianera del norte, al lado de la rotonda donde se sitúa el salón del café, el brazo de nuestro héroe está apoyado en la verja. Su mirada recorre la superficie del rectángulo, de forma que no deja fuera ninguna perspectiva. Después de finalizar la investigación y cuando sus ojos vuelven sobre sí mismos, descubre, en medio del jardín, a un hombre que hace una gimnasia titubeante en un banco sobre el cual se esfuerza en mantenerse, realizando prodigios de fuerza y habilidad. Pero ¿qué puede la mejor intención, consagrada al servicio de una causa justa, contra los desórdenes de la alineación mental? Se ha acercado al loco, le ha ayudado con benevolencia a que su dignidad recobre una posición normal, le ha tendido la mano y se ha sentado con él. Se da cuenta de que su locura es intermitente; el acceso ha desaparecido y su interlocutor responde con lógica a todas las preguntas. ¿Es necesario dar cuenta del sentido de sus palabras? ¿Para qué volver a abrir, con premura blasfema, una página al azar del infolio de las miserias humanas? No hay nada que contenga una enseñanza más fecunda. Aun cuando no tuviera ningún suceso verdadero que contar, inventaría relatos imaginarios para trasvasarlos a vuestro cerebro. Pero el enfermo no lo es por gusto y la sinceridad de sus informes armoniza maravillosamente con la credulidad del lector. «Mi padre era carpintero en la calle de la Verrerie… ¡Que la muerte de las tres Margaritas caiga sobre su cabeza, y que el pico del canario le roa eternamente el eje del bulbo ocular! Había contraído la costumbre de emborracharse; en ese estado, cuando volvía a casa, después de haber recorrido los mostradores de las tabernas, su furor era casi inconmensurable y golpeaba indistintamente a todos los objetos que tenía delante. Pero pronto, ante los reproches de sus amigos, se corrigió totalmente, aunque convirtiéndose en una persona taciturna. Nadie se le podía acercar, ni siquiera nuestra madre. Guardaba un secreto resentimiento contra la idea del deber que le impedía seguir su capricho. Yo había comprado un canario para mis tres hermanas; era para mis tres hermanas el canario que yo había comprado. Ellas lo metieron en una jaula, encima de la puerta, y los viandantes siempre se detenían para escuchar los cantos del pájaro, admirar su gracia fugitiva y estudiar sus sabias formas. Más de una vez mi padre había ordenado que hicieran desaparecer la jaula y su contenido, pues creía que el canario se burlaba de su persona, arrojándole lo mejor de las aéreas cavatinas de su talento de vocalista. Fue a descolgar la jaula del clavo y, cegado por la cólera, resbaló de la silla. Una leve excoración de la rodilla fue el trofeo de su empresa. Después de permanecer algunos segundos presionando la parte hinchada con una viruta, arregló el pantalón, con el ceño fruncido, y, tomando mayores precauciones, se puso la jaula bajo el brazo y se dirigió al fondo del taller. Allí, a pesar de los gritos y de las súplicas de su familia (queríamos mucho a aquel pájaro, que era para nosotros como el genio protector de la casa) aplastó con sus tacones claveteados la jaula de mimbre, mientras nos mantenía a distancia con una garlopa que blandía por encima de su cabeza. El azar hizo que el canario no muriera en el acto; ese copo de plumas vivían aún, pese a la mancha sanguinolenta. El carpintero se alejó y cerró de un portazo. Mi madre y yo nos esforzamos por retener la vida del pájaro, a punto de escaparse; esperaba su fin y el movimiento de sus alas era como el espejo de la suprema convulsión de la agonía. Durante ese tiempo las tres Margaritas, al advertir que no quedaba ninguna esperanza, de común acuerdo se tomaron de la mano y la cadena viviente, después de haber apartado unos pasos un barril de grasa, fue a acurrucarse detrás de la escalera junto a la caseta de nuestra perra. Mi madre continuaba con su tarea, sosteniendo al canario entre sus manos para calentarlo con su aliento. Yo corría enloquecido por todas las habitaciones tropezando con muebles y pertrechos. Alguna que otra vez, una de mis hermanas asomaba la cabeza por debajo de la escalera para informarse de la suerte del infeliz pájaro y la retiraba tristemente. El animal había salido de su caseta y, como si hubiera comprendido la magnitud de nuestra desgracia, lamía, con la lengua del estéril consuelo, los vestidos de las tres Margaritas. Al canario no le quedaban más que unos instantes de vida. A su vez, una de mis hermanas (la más joven) asomó su cabeza en la penumbra formada por el enrarecimiento de la luz. Vio que mi madre empalidecía y que el pájaro, en la última manifestación de su sistema nervioso, levantaba el cuello por un instante, para volver a caer inmóvil para siempre. Dio la noticia a sus hermanas. No dejaron oír ningún murmullo, ni la menor queja. El silencio reinaba en el taller. Tan sólo se oía el crujido intermitente de los fragmentos de la jaula que, en virtud de la elasticidad de la madera recobraba en parte, su posición primitiva. Las tres Margaritas no dejaban caer ni una sola lágrima y sus rostros no perdían su purpúrea lozanía; no… solamente permanecían inmóviles. Se arrastraron hasta el interior de la caseta y se tendieron sobre la paja, una al lado de otra, mientras la perra, testigo pasivo de sus maniobras, las observaba con asombro. Mi madre las llamó varias veces, sin que tuviera ninguna respuesta. ¡Probablemente dormían, fatigadas por las emociones anteriores! registró todos los rincones de la casa sin descubrirlas. Siguió a la perra, que le tiraba del vestido, hasta la caseta. La mujer se agachó y metió la cabeza por la entrada. El espectáculo que tuvo ocasión de presenciar, dejando aparte de las exageraciones malsanas del miedo maternal, no podía ser sino desgarrador, según suposiciones de mi espíritu. Encendí una vela y se la di: de esa manera no se le escaparía ningún detalle. La madre retiró su cabeza cubierta de paja del prematuro sepulcro, y me dijo: «Las tres Margaritas están muertas». Como no podíamos sacarlas de ese sitio, pues, daos cuenta de esto, estaban las tres estrechamente abrazadas, fui a buscar un martillo al taller para romper la vivienda canina. Me puse inmediatamente a la obra de demolición, y los viandantes pudieron creer, por poca imaginación que tuvieran, que no faltaba trabajo en nuestra casa. Mi madre, impaciente por la demora que, no obstante, era inevitable, se rompía las uñas contra las tablas. Por fin se terminó la operación del rescate negativo. La perrera rajada se abrió por todos lados y pudimos retirar de los escombros, una después de otra y tras haberlas separado con dificultad, a las hijas del carpintero. Mi madre abandonó el país. Yo no he vuelto a ver a mi padre. Dicen de mí que estoy loco e imploro la caridad pública. Lo que sé es que el canario ya no canta». El oyente aprueba en su interior este nuevo ejemplo que viene a apoyar sus repugnantes teorías. Como si a causa de un hombre, en otro tiempo esclavo del vino, se tuviera derecho a acusar a todo el género humano. Tal es al menos la reflexión paradójica que quiere introducir en su espíritu, pero sin que ésta logre expulsar del mismo las importantes enseñanzas de la grave experiencia. Consuela al loco con fingida compasión y le enjuga las lágrimas con su propio pañuelo. Le lleva a un restaurante y comen en la misma mesa. Van a casa de un sastre de moda y viste a su protegido como si fuera un príncipe. Llaman a la portería de un gran edificio de la calle Saint-Honoré e instala al loco en un lujoso apartamento del tercer piso. El bandido le obliga a aceptar su dinero, y tomando el orinal de debajo de la cama lo coloca sobre la cabeza de Aghone. «Te corono rey de las inteligencias —exclama con énfasis premeditado— y acudiré a ti a la menor llamada: saca a manos llenas de mis cofres, te pertenezco en cuerpo y alma. Por la noche devolverás la corona de alabastro a su sitio habitual, con permiso para utilizarla, pero al llegar el día, cuando la aurora ilumine las ciudades, póntela de nuevo sobre la cabeza como símbolo de tu poder. Las tres Margaritas revivirán en mí, sin contar con que yo seré tu madre». Entonces, el loco retrocedió unos pasos como si fuera la presa de una insolente pesadilla; las líneas de la felicidad se dibujaron en su rostro, arrugado por las penas; se arrodilló, lleno de humildad, a los pies de su protector. ¡El agradecimiento se había introducido, como un veneno, en el corazón del loco coronado! Quiso hablar y su lengua se detuvo. Inclinó su cuerpo hacia adelante y cayó sobre las baldosas. El hombre de labios de bronce se va. ¿Cuál era su propósito? Conseguir un amigo a toda prueba lo bastante ingenuo como para obedecer cualquiera de sus órdenes. El azar le había favorecido, pues no podía haber encontrado nada mejor. El que encontró tendido en un banco ya no sabe, a raíz de un suceso de su juventud, distinguir el bien del mal. Es precisamente Aghone la persona que él necesita.
Ducasse, Isidore. Los cantos de Maldoror (Trad. Ángel Pariente). Valencia; Ed. Pre-textos, 2000.
CANTO QUINTO -extracto-
(…) ¡Lo real ha destruido las visiones de la somnolencia! ¿Quién no sabe que cuando se prolonga la lucha entre el yo, pleno de orgullo, y el crecimiento terrible de la catalepsia, el espíritu alucinado pierde el juicio? Roído por la desesperación, se recrea en su mal, hasta vencer a la naturaleza, hasta que el sueño, viendo escapar su presa, huye, para no volver, lejos de su corazón con vergonzosa y colérica ala. Echad un poco de ceniza sobre mi órbita en llamas. No miréis mis ojos que no se cierran nunca. ¿Comprendéis los sufrimientos que soporto? (Aunque el orgullo está satisfecho.) En cuanto la noche exhorta a los humanos al reposo, un hombre que conozco camina a grandes pasos por el campo. Temo que mi decisión sucumba a los golpes de la vejez. ¡Que llegue el día fatal en que me duerma! Cuando despierte, mi navaja de afeitar, abriéndose paso a través del cuello, probará que nada era, en efecto, más real.
Ducasse, Isidore. Los cantos de Maldoror (Trad. Ángel Pariente). Valencia; Ed. Pre-textos, 2000.
CANTO CUARTO -extracto-
xxxDe mayor tamaño que dos alfileres, se divisaban en el valle dos pilares, que no era difícil y menos aún imposible, confundir con baobabs. Eran, efectivamente, dos enormes torres. Y, aunque a primera vista dos baobabs no se parecen a dos alfileres, ni tampoco a dos torres, no obstante, empleando hábilmente las astucias de la prudencia, se puede afirmar, sin temor a equivocarse (pues, si esta afirmación fuera acompañada de un mínimo temor, no sería ya una afirmación, aunque con el mismo nombre se definan estos dos fenómenos del alma que presentan caracteres bastante diferentes para confundirlos a la ligera) que un baobab no es tan distinto de un pilar como para que no puedan compararse estas dos formas arquitectónicas… o geométricas… o una y otra… o ni la una ni la otra… o más bien formas elevadas y macizas. Acabo de encontrar, y no tengo la intención de decir lo contrario, los epítetos adecuados a los sustantivos pilar y baobab: y que se sepa bien que no sin alegría mezclada con orgullo se lo hago notar a aquellos que, después de abrir los ojos, han tomado la muy loable resolución de recorrer estas páginas, mientras arde la vela, si es de noche, mientras el sol alumbra, si es de día. Incluso si una potencia superior nos ordenara, en términos claramente precisos, arrojar a los abismos del caos la juiciosa comparación que, con toda certeza, todos han podido saborear impunemente, en ese momento, y sobre todo en ese momento, no debe perderse de vista este axioma principal, las costumbres contraídas con el paso de los años, los libros, el contacto con sus semejantes y el carácter inherente a cada uno, que se desenvuelve en un rápido florecimiento, impondría al espíritu humano el estigma irreparable de la recaída en el empleo criminal (criminal si nos situamos momentánea y espontáneamente en el punto de vista de la autoridad superior) de una figura retórica que muchos desprecian pero que muchos otros alaban. Que acepte mis excusas el lector si encuentra esta frase demasiado larga, pero que no espere bajezas de mi parte. Puedo reconocer mis faltas, pero no hacerlas más graves con mi cobardía. Mis razonamientos chocarán a veces contra los cascabeles de la locura y la seria apariencia de lo que en suma sólo es grotesco (si bien para algunos filósofos no sea fácil distinguir al bufón del melancólico, siendo como es la vida misma una drama cómico o una comedia dramática); no obstante, a todo el mundo le está permitido matar moscas e incluso rinocerontes con el fin de descansar de vez en cuando de un trabajo difícil. Para matar moscas, ésta es la forma más expeditiva, aunque no sea la mejor: aplastarlas entre los dos primeros dedos de la mano. La mayor parte de los escritores que han tratado este asunto a fondo han calculado, con mucha verosimilitud, que es preferible, en muchos casos, cortarles la cabeza. Si alguien me reprocha que hable de alfileres por ser un asunto radicalmente frívolo, que tenga en cuenta, sin ideas preconcebidas, que los mayores efectos fueron con frecuencia producidos por pequeñas causas. Y para no alejarme todavía más de los límites de esta hoja de papel, ¿no se advierte que el laborioso fragmento de literatura que estoy componiendo desde el principio de esta estrofa, sería quizá menos apreciado si tuviera su punto de apoyo en una cuestión espinosa de química o de patología interna? Por lo demás, todos los gustos están en la naturaleza y, cuando al comienzo comparé, con toda exactitud, los pilares a los alfileres (aunque no creí que llegaría un día en que se me reprochase) me basé en las leyes de la óptica que establecen que, cuanto más alejado de un objeto esté el rayo visual, más disminuye la imagen reflejada en la retina.
xxxPor este motivo lo que la inclinación de nuestro espíritu a la farsa considera como una miserable salida ingeniosa, es, casi siempre, en el pensamiento del autor, una verdad importante que se proclama solemnemente. ¡Oh, ese filósofo insensato que estalla de risa al ver a un asno comiendo un higo! No invento nada: los libros antiguos han contado, con todo detalle, ese voluntario y vergonzoso abandono de la nobleza humana. Yo no sé reír. Nunca pude reír y, aunque algunas veces intenté hacerlo, es muy difícil aprender. Creo que, seguramente, un sentimiento de repugnancia ante esa monstruosidad constituye un atributo esencial de mi carácter. Pues bien, fui testigo de algo más difícil de creer: ¡he visto a un higo comiendo a un asno! Y, sin embargo, no me reí; con sinceridad, ninguna parte de mi boca se movió. El deseo de llorar se apoderó de mí con tanta fuerza que mis ojos dejaron caer una lágrima. «¡Naturaleza, naturaleza!, gritaba sollozando, ¡el gavilán desgarra al gorrión, el higo se come al asno y la tenia devora al hombre!». Sin decidirme a llegar más lejos, me pregunto a mí mismo si he hablado ya de la manera como se matan las moscas. Sí, ¿verdad? Y no es menos cierto que no había hablado de la destrucción de los rinocerontes. Si algunos amigos pretendiesen lo contrario, no les escucharía, y recordaría que el elogio y la adulación son dos grandes obstáculos. No obstante, y con el fin de tranquilizar mi conciencia tanto como sea posible, no puedo dejar de hacer notar que esta disertación sobre el rinoceronte me conduciría lejos de las fronteras de la paciencia y de la sangre fría y, además, probablemente (tengamos, incluso, la audacia de decir que indudablemente) desanimaría a las actuales generaciones. ¡Después de haber hablado de la mosca, no hablar del rinoceronte! Por lo menos, y como excusa aceptable, debería haber mencionado con rapidez (¡y no lo he hecho!) esta omisión no premeditada, que no asombrará a quienes estudiaron a fondo las contradicciones reales e inexplicables que habitan en los lóbulos del cerebro humano. Nada es indigno para una inteligencia grande y sencilla: el más pequeño fenómeno de la naturaleza, si existe misterio en él, será, para el sabio, materia inagotable de reflexión. Si alguien ve a un asno comiendo un higo, o a un higo comiendo un asno (estas dos circunstancias no se presentan a menudo, salvo que se trate de poesía), tened la certeza de que, después de reflexionar durante dos o tres minutos para decidir qué hacer, ¡abandonará el sendero de la virtud y reirá como un gallo! Aunque no se ha probado con exactitud que los gallos abran intencionadamente su pico para imitar, con gesto atormentado, al hombre. ¡Llamo gesto a lo que en las aves tiene el mismo nombre que en los humanos! El gallo, más por orgullo que por incapacidad, no se librará de su naturaleza. Enseñadles a leer y se rebelarán. ¡No es un papagayo que se extasiaría ante su ignorante e imperdonable debilidad! ¡Oh execrable envilecimiento! ¡Cómo se parece uno a la cabra cuando ríe! La tranquilidad de la frente ha desaparecido para ser sustituida por dos enormes ojos de pez que (¿no es deplorable…?) que… ¡que se ponen a brillar como faros! Con frecuencia deberé pronunciar, solemnemente, las proposiciones más chocarreras…, pero no creo que éste sea un motivo suficientemente urgente para ensanchar la boca. No se puede evitar la risa, me responderéis; acepto esa burda explicación, mientras sea una risa melancólica. Reíd, pero llorad a la vez. Si no podéis llorar con los ojos, llorad con la boca. Y si esto tampoco es posible, orinad, pues me doy cuenta de que un líquido cualquiera es aquí necesario para atenuar la sequedad que lleva la risa en sus flancos, con sus rasgos hendidos hacia atrás. En cuanto a mí, no me dejaré confundir por los chuscos cloqueos y los mugidos extravagantes de aquellos que siempre tienen algo que censurar de un carácter que no se parece al de ellos, por tratarse de una de las innumerables modificaciones intelectuales que Dios, sin salirse de un modelo primordial, creó para gobernar los armazones óseos. Hasta ahora la poesía siguió un camino equivocado; ascendiendo hasta el cielo o arrastrándose por la tierra, ignorando los principios de su existencia, ha sido, con toda razón, vejada constantemente por la gente de bien. La poesía no ha sido modesta… ¡la cualidad más bella que debe tener un ser imperfecto! Yo quiero mostrar mis cualidades, pero no soy lo bastante hipócrita para ocultar mis vicios! La risa, el mal, el orgullo, la locura, surgirán, alternativamente, entre la sensibilidad y el amor a la justicia, y servirán de ejemplo a la estupefacción humana: todos se reconocerán allí, no como deberían ser sino como son. Quizá este simple ideal concebido por mi imaginación sobrepasará, sin embargo, todo lo que la poesía encontró de más grandioso y más sagrado hasta ahora. Pues al dejar que mis vicios se divulguen por estas páginas, se creerá más fácilmente en las virtudes que en ellas hago resplandecer y, al colocar tan alto la aureola, los más grandes genios futuros me mostrarán un sincero reconocimiento. Así pues, la hipocresía será expulsada con decisión de mi morada. Habrá, en mis cantos, una prueba imponente de poderío, al despreciar así las opiniones admitidas. Canta sólo para sí y no para sus semejantes. No coloca la medida de su inspiración en la humana balanza. ¡Libre como la tormenta, un día ha encallado en las playas indomables de su terrible voluntad! ¡A nadie teme si no es a sí mismo! En sus luchas sobrenaturales atacará con ventaja al hombre y al Creador, como cuando el pez espada hunde su estoque en el vientre de la ballena: ¡que sea maldito por sus hijos y por mi mano descarnada aquel que persiste en no comprender los canguros implacables de la risa y los piojos audaces de la caricatura…! Dos torres enormes se divisaban en el valle; lo he dicho al comienzo. Al multiplicarlas por dos, el proceso era cuatro… pero no comprendía bien la necesidad de esa operación aritmética. Continué mi camino con la fiebre en el rostro, gritando sin interrupción: «¡No… no… no comprendo bien la necesidad de esa operación aritmética!» Había oído crujidos de cadenas y lamentos dolorosos. ¡Que a nadie le parezca posible, al pasar por este sitio, multiplicar las torres por dos para que el producto sea cuatro! Algunos imaginan que amo a la humanidad como si fuera su propia madre y la hubiera llevado durante nueve meses en mis perfumadas entrañas. ¡Por ese motivo no volveré a pasar por el valle donde se alzan las dos unidades del multiplicando!
Ducasse, Isidore. Los cantos de Maldoror (Trad. Ángel Pariente). Valencia; Ed. Pre-textos, 2000.
CANTO TERCERO -extractos-
xxxHe aquí a la loca que pasa bailando mientras recuerda vagamente algo. Los niños la persiguen a pedradas, como si fuera un mirlo. Enarbola un bastón y con él les amenaza, pero continúa su carrera. Ha perdido un zapato y no lo advierte. Largas patas de araña circulan por su nuca, aunque no son más que sus cabellos. Su rostro ya no parece un rostro humano y emite carcajadas como la hiena. Deja escapar trozos de frases en los que, uniéndolos, muy pocos encontrarían un significado. Su vestido, con numerosas roturas, se mueve bruscamente en torno a sus piernas huesudas y sucias de barro. Camina hacia adelante, como la hoja del álamo, aventada (ella, su juventud, sus ilusiones y su pasada felicidad, que vuelve a ver a través de las brumas de una inteligencia destruida) por el torbellino de las facultades inconscientes. Ha perdido su gracia y su belleza primitivas; su caminar es innoble y su aliento exhala aguardiente. Deberíamos asombrarnos si los hombres fueran felices en esta tierra. La loca no hace reproches, pues es demasiado orgullosa para quejarse, y morirá sin haber revelado su secreto a los que se interesan por ella, a quienes ha prohibido que le dirijan la palabra. Los niños la persiguen a pedradas, como si fuera un mirlo. Ha dejado caer de su seno un rollo de papel. Lo recoge un desconocido, se encierra toda la noche en su casa y lee el manuscrito que dice lo siguiente: «Después de muchos años de esterilidad, la Providencia me envió una hija. Durante tres días me arrodillé en las iglesias dando las gracias al gran nombre de Aquel que al fin me había concedido mis deseos. Alimenté con mi propia leche a la que era más que mi vida y a la que veía crecer rápidamente, dotada de todas las cualidades del alma y del cuerpo. La niña me decía: ‘Quisiera tener una hermanita para divertirme con ella; pide a Dios para que me envíe una. Para recompensarle tejeré para él una guirnalda de violetas, hierbabuena y geranios’. Por toda respuesta la levanté hasta mi pecho y la besé con amor. Había aprendido a interesarse por los animales, y me preguntaba por qué la golondrina se conforma con rozar en su vuelo las chozas sin atreverse a entrar. Yo ponía un dedo sobre mi boca, como indicándole guardase silencio sobre esa grave cuestión, cuyos fundamentos aún no quería hacerle ver, con el fin de que las sensaciones excesivas no golpeasen su imaginación infantil, y me apresuraba a desviar la conversación sobre este asunto, penoso de tratar para cualquier ser perteneciente a la raza que ha impuesto una dominación injusta sobre los demás animales de la creación. Cuando hablaba de las tumbas del cementerio, diciendo que se respiraban en esa atmósfera los agradables perfumes de los cipreses y de las siemprevivas, evitaba contradecirla, aunque diciéndole que era la ciudad de los pájaros y que, allí, cantaban desde la aurora hasta el crepúsculo, y que las tumbas eran los nidos donde pasaban la noche con sus familias después de levantar el mármol. Yo misma le había hecho los hermosos vestidos que la cubrían, y también los encajes de mil arabescos que le reservaba para el domingo. En invierno tenía su legítimo lugar frente a la chimenea, pues ella se creía persona seria. Durante el verano, la pradera reconocía la suave presión de sus pies cuando se aventuraba, con su red de seda sujeta al extremo de un junco, detrás de los colibríes plenos de independencia y de las mariposas de irritantes zigzagueos. ‘¿Qué haces, pequeña vagabunda, mientras la sopa y la impaciente cuchara te esperan desde hace una hora?’ Saltando a mi cuello, gritaba que no volvería a suceder. Al día siguiente, se escapaba de nuevo a través de las margaritas y de las resedas, entre los rayos del sol y el vuelo zigzagueante de los insectos efímeros, conociendo sólo la prismática copa de la vida y no sus hieles, feliz de ser más grande que los pájaros, burlándose de la curruca que no canta tan bien como el ruiseñor, sacando con disimulo la lengua al desagradable cuervo que la miraba paternalmente; y graciosa como un gatito. No iba a disfrutar mucho tiempo de su presencia. Se acercaba el momento en que ella tendría, de forma inesperada, que despedirse de los encantos de la vida, abandonando para siempre la compañía de las tórtolas, de las gangas y de los verderones, abandonando los parloteos del tulipán y de la anémona, los consejos de las hierbas de los pantanos, el espíritu incisivo de las ranas y el frescor de los arroyos. Me contaron lo que había pasado, ya que no estuve presente en el suceso que tuvo consecuencia la muerte de mi hija. Si hubiera estado allí la habría defendido a costa de mi sangre… Maldoror paseaba con su buldog. Ve a una jovencita que duerme a la sombra de un plátano y la confunde con una rosa. No se puede saber qué pasó primero por su espíritu, si la visión de la niña o la resolución que tomó después. Se desviste rápidamente, como alguien que sabe lo que hace. Desnudo como una piedra se arroja sobre el cuerpo de la joven, le levanta el vestido para cometer un atentado contra el pudor… ¡a la luz del día! ¡No le importa nada!… No insistamos sobre este acto impuro. Disgustado, se viste precipitadamente, mira con prudencia el polvoriento camino, por donde no pasa nadie, y ordena al buldog estrangular con sus mandíbulas a la joven ensangrentada. Dirige al perro de la montaña hacia el sitio donde respira y grita la doliente víctima, y se aparta para no ser testigo de la penetración de los afilados dientes en las rosadas venas. El cumplimiento de esta orden pudo parecerle severo al buldog. Creyó se le pedía lo que ya había sido hecho y se limitó, ese lobo de hocico monstruoso, a violar a su vez la virginidad de la delicada niña. De su desgarrado vientre, la sangre corre de nuevo por sus piernas hasta la pradera. Sus gemidos se unen a los lamentos del animal. Para que la respete, la joven le muestra la cruz de oro que adorna su cuello; cruz que no se había atrevido a mostrar a los feroces ojos de aquel que había sido el primero en tener el pensamiento de aprovecharse de su frágil edad. El perro no ignoraba que, si desobedecía a su amo, un cuchillo lanzado desde dentro de la manga le desgarraría, sin avisar, las entrañas. Maldoror (¡cuánta repugnancia al pronunciar su nombre!) escuchaba la dolorosa agonía, asombrándose de la resistencia de la víctima, que aún no estaba muerta. Al aproximarse al altar del sacrificio, ve la conducta de su buldog, librado a sus bajas inclinaciones, con la cabeza levantada por encima de la joven, como el náufrago levanta la suya por encima de la furia de las olas. De una patada le parte un ojo. El buldog, enfurecido, huye arrastrando por el camino, durante lo que pareció mucho trecho, aunque en realidad no lo fue tanto, el cuerpo de la joven, que sólo se libera por los bruscos movimientos de la huida; pero teme atacar a su amo, al que no volverá a ver. Éste saca de su bolsillo una navaja americana de diez o doce hojas que sirve para distintos usos. Abre las patas angulosas de la hidra de acero y, provisto de semejante escalpelo, viendo que el césped aún conserva el color a pesar de la sangre derramada, se dispone, sin palidecer, a hurgar con decisión en la vagina de la desdichada joven. Del agujero ensanchado saca sucesivamente los órganos: los intestinos, los pulmones, el hígado y también el corazón mismo son arrancados de su lugar y trasladados a la luz del día por la espantosa abertura. El sacrificador se da cuenta de que la niña, pichón vacío, está muerta desde hace tiempo, abandona la creciente perseverancia de su destrozo y deja que el cadáver vuelva a dormir a la sombra del plátano. Recoge la navaja, caída a unos pasos. Un pastor, testigo del crimen, cuyo autor no fue descubierto, sólo lo contó mucho tiempo después, cuando tuvo la seguridad de que el criminal había pasado sin percance la frontera y de que no tenía que temer la venganza segura que hubiera caído sobre él en caso de descubrirlo. Compadecí al insensato que había cometido una fechoría que el legislador no había previsto y que no tenía precedentes. Le compadecí porque es probable que hubiera perdido la razón cuando manejó el puñal con la hoja cuatro veces triple, desgarrando completamente las paredes de las vísceras. Le compadecí porque, si no estaba loco, su vergonzosa conducta, al ensañarse así en la carne y las arterias de la niña inofensiva que fue mi hija, sólo podría explicarse por la incubación de un gran odio contra sus semejantes. Asistí al entierro de sus restos con muda resignación y vengo diariamente a rezar sobre su tumba». Al finalizar la lectura, el desconocido pierde sus fuerzas y se desvanece. Recobra el conocimiento y quema el manuscrito. Había olvidado ese recuerdo de su juventud (¡la costumbre embota la memoria!) y después de veinte años de ausencia regresaba a este país fatal. ¡No comprará buldogs…! ¡No conversará con los pastores…! ¡No irá a dormir a la sombra de los plátanos…! Los niños la persiguen a pedradas, como si fuera un mirlo.
* * *
xxxUna linterna roja, bandera del vicio, suspendida en la extremidad de una barra, balanceaba su armazón al látigo de los vientos sobre una puerta maciza y carcomida. Un corredor sucio que olía a muslo humano daba a un patio donde gallos y gallinas, más delgados que sus alas, buscaban su comida. En la pared situada hacia el oeste, que servía como cerco al patio, habían sido parsimoniosamente hechas varias aberturas cerradas con portillos de rejas. El musgo cubría esa parte del edificio que, sin duda, había sido un convento y se utilizaba en la actualidad, con el resto de la construcción, como residencia para esas mujeres que enseñan diariamente a los que entran, y a cambio de algo de oro, el interior de su vagina. Yo estaba sobre un puente cuyos pilares se hundían en el agua fangosa de un foso de circunvalación. Desde la altura contemplaba en el campo esa construcción, inclinada sobre su vejez, y los menores detalles de su arquitectura interior. A veces, la reja de un portillo se elevaba rechinando, como impulsada hacia arriba por una mano que violentaba la naturaleza del hierro. Un hombre asomaba la cabeza por la abertura practicable a medias, avanzaba los hombros sobre los que caía el yeso desconchado, y hacía seguir, en esa extracción laboriosa, su cuerpo cubierto de telarañas. Poniendo sus manos como una corona sobre las inmundicias de toda clase que hollaban el suelo con su peso, mientras aún tenía la pierna enganchada en las curvaturas de la reja, recuperaba así su postura natural y sumergía sus manos en una tambaleante cubeta, cuya agua jabonosa había visto levantarse y caer a generaciones enteras, alejándose después, con la mayor rapidez posible, de las callejuelas del suburbio para ir a respirar el aire puro en el centro de la ciudad. Después de salir el cliente, una mujer completamente desnuda aparecía también del mismo modo y se acercaba a la misma cubeta. En ese momento los gallos y las gallinas, atraídos por el olor seminal, acudían en tropel desde los diversos rincones del patio, la tiraban por tierra a pesar de sus vigorosos esfuerzos, pisoteaban su cuerpo como si fuera estiércol, desollando a picotazos, hasta hacerlos sangrar, los labios fláccidos de su vagina hinchada. Las gallinas y los gallos, con su gaznate lleno, volvían a escarbar la hierba del patio; la mujer, limpia ya, se levantó temblando, cubierta de heridas, como quien se despierta después de una pesadilla. Dejó caer el trapo que había traído para secar sus piernas y, no necesitando ya la cubeta común, regresó a su cubil de la misma manera que había salido para aguardar a otro cliente. ¡Ante ese espectáculo, yo, también, quise entrar en la casa! Me disponía a bajar del puente cuando vi, sobre el entablamento de un pilar, esta inscripción en caracteres hebreos: «Caminante que pasas por este puente, no vayas a esa casa. El crimen y el vicio residen en ella. Un día, los amigos de un joven que había franqueado la puerta fatal, lo esperaron inútilmente». La curiosidad venció al temor. Al cabo de unos minutos, llegué delante del portillo cuya reja tenía sólidos barrotes que se entrecruzaban estrechamente. Quise mirar al interior a través del espeso tamiz. Al principio no pude ver nada, pero pronto comencé a distinguir los objetos que estaban en el cuarto oscuro, gracias a los rayos de sol que ya disminuían su luz y estaban a punto de desaparecer por el horizonte. La primera y única cosa que atrajo mi vista fue un bastón rubio, compuesto de cornetillas que penetraban unas en otras. ¡El bastón se movía! ¡Caminaba por el cuarto! Sus sacudidas eran tan fuertes que el suelo oscilaba; con sus dos extremos hizo dos enormes boquetes en el muro, como si fuera un ariete al que se lanza contra la puerta de una ciudad asediada. Sus esfuerzos eran inútiles, ya que los muros estaban construidos con sillares y, cuando golpeaba la pared, lo veía doblarse como una hoja de acero y rebotar como una pelota. ¡El bastón no era, pues, de madera! Pronto noté que se enrollaba y desenrollaba con facilidad, como una anguila. Aunque era tan alto como un hombre, no se mantenía derecho. Lo intentaba a veces, y enseñaba una de sus puntas delante de la reja del portillo. Daba saltos impetuosos y caía de nuevo a tierra sin poder derribar el obstáculo. Me dispuse a mirarlo con más atención ¡y me di cuenta de que era un cabello! Después de una fuerte lucha con la materia que le rodeaba como una prisión, fue a apoyarse en el lecho que había en el cuarto, con la raíz reposando sobre una alfombra y la punta adosada a la cabecera. Después de unos instantes de silencio, durante los cuales oí unos sollozos entrecortados, alzó la voz y dijo: «Mi mano me ha olvidado en este cuarto y no viene a buscarme. Se levantó de este lecho en el que estoy apoyado, peinó su cabellera perfumada sin darse cuenta de que yo había caído al suelo. No obstante, si me hubiera recogido, no me habría parecido sorprendente ese acto de simple justicia. me abandona entre las cuatro paredes de este cuarto, después de haberse arrebujado entre los brazos de una mujer. ¡Y qué mujer! Las sábanas todavía están sudorosas de su tibio contacto y conservan, en su desorden, las huellas de una noche de amor…» ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja con más energía…! «Mientras la naturaleza entera dormitaba en su castidad, él se apareó, con abrazos lascivos e impuros, con una mujer envilecida. Se rebajó hasta dejar acercarse a su augusto rostro unas mejillas ajadas, despreciables a causa de su impudicia habitual. No se avergonzaba, pero yo me avergonzaba por él. No hay duda de que era dichoso al dormir con semejante esposa de una noche. La mujer, asombrada por el aspecto majestuoso de su huésped, besándole el cuello con frenesí, parecía gozar de voluptuosidades incomparables». ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja con más energía…! «Durante esos momentos, sentía que unas pústulas envenenadas, que crecían cada vez más a causa del ardor insólito de los goces de la carne, rodeaban mi raíz con su bilis mortífera, absorbiendo, con sus ventosas, la sustancia engendradora de mi vida. Cuanto más se abandonaban a sus movimientos insensatos, más sentía decrecer mis fuerzas. En el instante en que los deseos corporales alcanzaban el paroxismo del furor, advertí que mi raíz se doblaba sobre sí misma como el soldado al que hiere una bala. Al extinguirse en mí la llama de la vida, me separé de su cabeza ilustre, como una rama seca. Caí al suelo, sin ánimo, sin fuerza, sin vitalidad, ¡pero con una profunda lástima por aquel al que pertenecía, pero con un eterno dolor por su voluntario extravío…!» ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja con más energía…! «¡Si hubiera, al menos, prodigado su alma en el seno inocente de una virgen, ella habría sido más digna de él y la degradación habría sido menor! ¡Sus labios besan esa frente cubierta de lodo que los hombres han pisoteado con sus talones polvorientos…! ¡Aspira, con sus narices desvergonzadas, las emanaciones de esos dos sobacos húmedos…! Vi contraerse de vergüenza la membrana de los sobacos mientras, a su vez, las narices rechazaban esa respiración infame. Pero ninguno de los dos, ni él ni ella, prestaban atención, ni a los solemnes avisos de los sobacos ni a la repulsión pálida y lúgubre de las narices. Ella levantaba aún más sus brazos y él, con mayor empuje, hundía la cara en sus huecos. Era el cómplice obligado de esta profanación. Yo era el espectador obligado de ese inaudito contoneo, al asistir a la unión de dos seres cuyas distintas naturalezas separaba un abismo inconmensurable». ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja con más energía…! «Cuando se hubo saciado de respirar a la mujer, quiso arrancarle los músculos uno a uno, pero, por ser mujer, la perdonó y prefirió hacer sufrir a alguien de su sexo. Llamó, de la celda vecina, a un joven que había venido a pasar unos momentos despreocupados con una de las mujeres y le ordenó colocarse a un paso de sus ojos. Por mi parte hacía tiempo que yacía en el suelo y, sin fuerzas para levantarme sobre mi raíz ardiente, no pude ver lo que hicieron. Sólo sé que, apenas el joven estuvo cerca de sus manos, jirones de carne cayeron junto a mí, a los pies de la cama. Éstos me contaron, sin alzar la voz, que habían sido arrancados de los hombros del adolescente por las garras de mi amo. Al fin, después de algunas horas, durante las cuales había luchado contra una fuerza superior, se levantó del lecho y se retiró majestuosamente. Literalmente desollado de los pies a la cabeza, arrastraba por las losas de la habitación las colgaduras de su piel. Se decía a sí mismo que se carácter era muy bondadoso, que también tenía por buenos a sus semejantes y que por todo esto había accedido a la pretensión del distinguido extranjero que lo había llamado a sus presencia, pero que nunca, nunca, hubiera creído que iba a ser torturado por un verdugo. Por semejante verdugo, añadió después de una pausa. Por último, se dirigió hacia el portillo, que se abrió piadosamente hasta el nivel del suelo ante la presencia del cuerpo desprovisto de epidermis. Sin abandonar su piel, que aunque sólo fuera como capa aún podía serle útil, intentó desaparecer de ese sitio peligroso. Después de alejarse del cuarto, no pude ver si había tenido fuerzas para ganar la puerta de salida. ¡Oh, las gallinas y los gallos, a pesar de su hambre, se alejaban respetuosamente del largo reguero de sangre que empapaba la tierra!». ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja con más energía…! «Entonces, aquel que debería cuidar más su dignidad y su justicia, se levantó, penosamente, sobre su fatigado codo. ¡Solo, sombrío, asqueado y horrible…! Se vistió lentamente. Las monjas, sepultadas desde hacía siglos en las catacumbas del convento, al despertarse sobresaltadas por los entremezclados ruidos de esa noche horrible, que venían de una celda situada encima de sus sepulturas, cogiéndose de la mano vinieron a formar una ronda fúnebre en torno suyo. Mientras buscaba los restos de su antiguo esplendor, mientras lavaba sus manos con un escupitajo secándolas después en sus cabellos (era preferible lavarlas con el escupitajo que no lavarlas, después de una noche entera dedicada al vicio y al crimen), las monjas entonaron las lamentables oraciones previstas para cuando los muertos descienden a la tumba. En efecto, el joven no debía sobrevivir al suplicio infligido por una mano divina y agonizó durante el canto de las monjas…» Recordé la inscripción del pilar, comprendí lo que había sucedido al adolescente soñador, al que sus amigos aún esperaban cada día desde que desapareció… ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja con más energía…! «Los muros se separaron para dejarle pasar. Las monjas, al verle emprender el vuelo con las alas que hasta entonces tenía escondidas bajo su vestido de esmeralda, volvieron a colocarse en silencio bajo la losa de sus tumbas. Ha partido hacia su morada celestial dejándome aquí, y eso no es justo. Los demás cabellos permanecen en su cabeza y yo yazgo en este cuarto lúgubre, sobre el piso cubierto de sangre coagulada, de jirones de carne seca; este cuarto se ha vuelto maldito después de su venida, nadie entra y, mientras tanto, aquí estoy encerrado. ¡Nadie puede socorrerme! No volveré a ver a las legiones de ángeles marchando en formación cerrada, ni a los astros paseándose por los jardines armónicos. Bien, sea…, sabré soportar mi desdicha con resignación. Pero no dejaré de decir a los hombres lo que ha pasado en esta celda. les daré permiso para rechazar su dignidad, como si se tratara de un vestido inútil, pues tienen el ejemplo de mi amo. Les aconsejaré chupar la verga del crimen puesto que otro ya lo ha hecho…» El cabello se calló… ¡Y yo me preguntaba quién podía ser su amo! ¡Y mis ojos se pegaban a la reja con más energía…! Seguidamente estalló la tormenta y un resplandor fosforescente penetró en el cuarto. Retrocedí, a pesar mío, por no sé qué instintiva advertencia y, aunque estaba alejado del portillo, escuché otra voz, humilde y suave, temerosa de que se la oyera: «¡No des esos saltos! ¡Cállate…cállate…! ¡Si alguien te oyera! Te volveré a poner entre los otros cabellos, pero debes esperar a que el sol se acueste en el horizonte para que la noche oculte tus pasos… No te he olvidado, pero si te vieran salir me pondrías en un compromiso. ¡Si supieras lo que he sufrido desde ese momento! De vuelta al cielo, más arcángeles me rodearon con curiosidad. No quisieron preguntarme el motivo de mi ausencia. Ellos, que nunca habían osado levantar la vista hasta mí, echaban, esforzándose por descifrar el enigma, miradas estupefactas sobre mi rostro abatido, y, aunque no descubrieran el fondo del misterio, intercambiaban en voz baja sus temores al observar en mí cambios insólitos. Vertían silenciosas lágrimas; comprendían vagamente que ya no era el mismo, que me había vuelto inferior a mi identidad. Hubieran querido saber qué funesta resolución me había hecho franquear las fronteras del cielo, para venir a caer sobre la tierra y gozar las efímeras voluptuosidades que ellos mismos desprecian profundamente. Observaron sobre mi frente una gota de esperma, una gota de sangre. ¡La primera había salido de los muslos de la cortesana! ¡La segunda había saltado de las venas del mártir! ¡Estigmas odiosos! ¡Indelebles rosetas! Tendidos en los matorrales del espacio, mis arcángeles han encontrado los restos resplandecientes de mi túnica de ópalo que flotaba sobre los pueblos asombrados. No han podido reconstruirla y mi cuerpo permanece desnudo delante de su inocencia. Castigo memorable de la virtud abandonada. Mira los surcos que se han trazado un lecho sobre mis mejillas descoloridas: son la gota de esperma y la gota de sangre que pasan lentamente a lo largo de mis secas arrugas. Al llegar al labio superior, con un esfuerzo inmenso, penetran en el santuario de mi boca, atraídas, como por un imán, por las fauces irresistibles. Esas dos gotas implacables me ahogan. A mí, que hasta ese momento me había creído el Todopoderoso. Sin embargo, debo bajar la cabeza delante del remordimiento que me grita: ¡No eres más que un miserable! ¡No des esos saltos! ¡Cállate… cállate…! ¡Si alguien te oyera! Te volveré a poner entre los demás cabellos, pero debes esperar a que el sol se acueste en el horizonte para que la noche oculte tus pasos… He visto a Satán, el gran enemigo, enderezar el desorden óseo del esqueleto por encima de su entumecimiento de larva y, erguido, triunfante, sublime, arengar a sus tropas en formación, burlándose de mí, lo que sin duda merezco. ha dicho que se asombraba de que su orgulloso rival, atrapado con éxito en delito flagrante como consecuencia de un continuo espionaje, hubiera podido rebajarse hasta el punto de llegar a besar el vestido de la bribonería humana, en un largo viaje a través de los arrecifes del éter, y de provocar el deceso, con una lenta agonía, de un miembro de la humanidad. Ha dicho que este joven, triturado entre los engranajes de mis refinados suplicios, quizás hubiera llegado a ser una inteligencia genial, consolando a los hombres de este mundo, con cantos admirables de poesía y de valor, contra los golpes del infortunio. Ha dicho que las monjas del convento-lupanar no logran conciliar el sueño, dan vueltas por el patio, gesticulan como autómatas, aplastan con el pie los ranúnculos y las lilas, volviéndose locas de indignación, aunque no lo bastante para no recordar la causa que engendró esa enfermedad en su cerebro… (Helas aquí que se adelantan, revestidas con su blanca mortaja, sin hablar, cogidas de la mano. Sus cabellos caen en desorden sobre sus hombros desnudos; un ramillete de flores negras cuelga de su seno. Monjas, volved a vuestros nichos, la noche no ha llegado del todo y estamos aún al final del crepúsculo… ¡Oh cabello, lo ves por ti mismo; estoy asediado por el enfurecido sentimiento de mi depravación!). Ha dicho que el Creador, que se vanagloria de ser la Providencia de todo lo existente, se ha comportado con mucha ligereza, por no decir otra cosa, al ofrecer semejante espectáculo a los cielos estrellados, y afirmó claramente su intención de ir a contar a los planetas orbiculares de qué modo conservo, con mi propio ejemplo, la virtud y la bondad en la vastedad de mis reinos. ha dicho que el gran aprecio que tenía por un enemigo tan noble había desaparecido de su imaginación, y que prefería poner la mano sobre el pecho de una joven, aunque esto sea un acto de maldad execrable, antes que escupir sobre mi rostro cubierto de tres capas mezcladas de sangre y de esperma, por no manchar su escupitajo baboso. ha dicho que se creía, con pleno derecho, superior a mí, no por el vicio, sino por la virtud y por el pudor; no por el crimen, sino por la justicia. Ha dicho que sería preciso atarme a una columna, a causa de mis innumerables delitos; hacerme quemar a fuego lento en la brasa y arrojarme después al mar, siempre que el mar quiera recibirme. Y puesto que me jactaba de ser justo, yo, que le había condenado al castigo eterno por una rebelión menor y sin graves consecuencias, debía pues hacer severa justicia sobre mí mismo y juzgar imparcialmente mi conciencia, cargada de iniquidades… ¡No des esos saltos! ¡Cállate… cállate…! ¡Si alguien te oyera! Te volveré a poner entre los demás cabellos, pero debes esperar a que el sol se acueste en el horizonte para que la noche oculte tus pasos». Se detuvo un instante y, aunque no lo viese en absoluto, comprendí, por ese tiempo de pausa forzosa, que una ola de emoción agitaba su pecho, como un ciclón giratorio agita a una familia de ballenas. ¡Divino pecho que un día mancilló el contacto amargo de las tetas de una mujer impúdica! ¡Alma egregia, entregada en un momento de olvido al cangrejo del libertinaje, al pulpo de la debilidad de carácter, al tiburón de la bajeza individual, a la boa de la moral ausente y al caracol monstruoso de la idiotez! El cabello y su amo se abrazaron estrechamente, como dos amigos que se vuelven a ver después de una larga ausencia. El Creador continuó, igual que un acusado que compareciera delante de su propio tribunal: «¡Y qué pensarán los hombres de mí, que tanto me estimaban, al conocer los extravíos de mi conducta, el paso titubeante de mi sandalia por los laberintos enfangados de la materia, y la dirección de mi tenebrosa ruta a través de las aguas estancadas y de los húmedos juncos de la ciénaga, donde, inmerso en la niebla, azulea y muge el crimen de pata sombría…! Me doy cuenta de que es necesario de ahora en adelante trabajar duramente en mi rehabilitación, para poder así recobrar su estima. Soy el Gran Todo y, no obstante, siendo así, soy inferior a los hombres que yo mismo he creado con un poco de arena. Cuéntales una mentira audaz y diles que nunca he salido del cielo, siempre encerrado, con las preocupaciones del trono, entre los mármoles, las estatuas y los mosaicos de mi palacio. Me he presentado ante los celestes hijos de la humanidad, y les he dicho: ‘Expulsad el mal de vuestras chozas y dejad que entre al hogar el manto del bien. Aquel que ponga la mano sobre alguno de sus semejantes y le haga en el pecho una herida mortal con el hierro homicida, no espere nunca los bienes de mi misericordia y viva con temor la acción de la justicia. Irá al bosque a ocultar su tristeza, pero el ruido de las hojas, en medio de los claros, cantará en sus oídos la balada del remordimiento; y huirá de esos lugares, pinchado en la cadera por el matorral, el acebo y el cardo azul y obstaculizando su rápido caminar por la flexibilidad de las lianas y las mordeduras de los escorpiones. Se dirigirá hacia los guijarros de la playa, pero la marea alta con sus espesas nieblas y su peligrosa cercanía le recordarán que no ignoran su pasado; y se precipitará ciegamente hacia la cima del acantilado, mientras que los estridentes vientos del equinoccio, al introducirse en las grutas naturales del golfo y en las canteras excavadas bajo las paredes de las rocas resonantes, mugirán como los rebaños inmensos de los búfalos de las pampas. Le perseguirán los faros de la costa, hasta los límites del septentrión, con sus reflejos sarcásticos, y los fuegos fatuos de la ciénaga, simples vapores en combustión, con sus danzas fantásticas harán estremecerse los pelos en sus poros y verdecer el iris de sus pupilas. Que el pudor se deleite en vuestras cabañas y se encuentre seguro en vuestros campos. De este modo vuestros hijos serán bellos y se inclinarán ante sus padres con reconocimiento; si no fuera así, enfermizos y raquíticos como el pergamino de las bibliotecas, caminarán a zancadas, dirigidos por la revuelta, contra el día de su nacimiento y el clítoris de su madre impura.’ ¿Por qué iban a obedecer los hombres estas severas leyes, si el propio legislador es el primero en conculcarlas…? ¡Y mi vergüenza es tan grande como la eternidad!» Oí al cabello perdonarle humildemente su secuestro, ya que su amo había actuado así por prudencia y no por ligereza; y el último pálido rayo de sol que alumbraba mis ojos se retiró de los barrancos de la montaña. Vuelvo hacia él, le vi plegarse como un sudario… ¡No des esos saltos! ¡Cállate… cállate…! ¡Si alguien te oyera! Te volverá a poner entre los demás cabellos. Y, ahora que el sol se ha acostado en el horizonte, viejo cínico y cabello suave, arrastraos ambos lejos del lupanar, mientras la noche, extendiendo su sombra sobre el convento, cubre vuestros pasos furtivos por la llanura… En ese momento, el piojo, surgiendo repentinamente de detrás de una colina, me dijo, esgrimiendo sus garras: «¿Qué piensas de esto?» Pero yo no quise contestarle. Me retiré y llegué hasta el puente. Borré la inscripción que había y la reemplacé por la siguiente: «Es doloroso guardar, como si fuera un puñal, este secreto en el corazón; pero juro no revelar nunca aquello de lo que fui testigo cuando penetré, por primera vez, en este torreón terrible». Arrojé, por encima del parapeto, el cortaplumas que había utilizado para grabar las letras y, haciendo algunas rápidas reflexiones sobre el carácter infantil del Creador que aún haría, ¡ay! durante mucho tiempo, sufrir a la humanidad (la eternidad es larga), bien con el ejercicio de la crueldad, bien con el innoble espectáculo de los chancros que ocasiona un gran vicio, cerré los ojos, como un borracho, ante el pensamiento de tener a tal ser por enemigo y continué, tristemente, mi camino, a través del dédalo de las calles.
Ducasse, Isidore. Los cantos de Maldoror (Trad. Ángel Pariente). Valencia; Ed. Pre-textos, 2000.
CANTO SEGUNDO -extractos-
xxxHaciendo mi paseo cotidiano, pasaba diariamente por una calle estrecha y diariamente una delgada niña de diez años me seguía, respetuosamente, a distancia, a lo largo de la calle, mirándome con ojos simpáticos y curiosos. Era alta para su edad y tenía el talle esbelto. Abundantes cabellos negros, separados en dos, caían en trenzas independientes sobre los hombros marmóreos. Un día, siguiéndome como de costumbre, el brazo musculoso de una mujer del pueblo la apresó por los cabellos, como el torbellino apresa a la hoja, y asestando dos bofetadas brutales en una mejilla orgullosa y muda, devolvió a su casa a aquella conciencia extraviada. En vano me hacía el indiferente; nunca dejaba de seguirme y su presencia me era inoportuna. Cuando a paso largo cruzaba hacia otra calle para continuar mi camino, se detenía haciendo un violento esfuerzo sobre sí misma, al final de aquella calle estrecha, inmóvil como la estatua del Silencio, y no dejaba de mirar hacia adelante hasta que yo desparecía. Una vez, la muchacha me precedió por la calle, acoplando su paso al mío. Si me apresuraba para rebasarla, corría casi para mantener la distancia, pero si reducía el paso con el fin de distanciarme, ella también lo reducía, poniendo en ello la seducción de la infancia. Al llegar al final de la calle se volvió lentamente, con objeto de cerrarme el paso. No tuve tiempo de esquivarla y me encontré delante de ella. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos. Era fácil ver que quería hablarme, pero no sabía cómo empezar. Palideciendo súbitamente como un cadáver me preguntó: «¿Tendría la bondad de decirme la hora?» Le dije que no llevaba reloj y me alejé con rapidez. Desde ese día, niña de imaginación inquieta y precoz, no has vuelto a ver, por la estrecha calle, al misterioso joven que vagabundeaba penosamente con sus pesadas sandalias por las encrucijadas tortuosas. La aparición de ese cometa llameante no brillará más, como un triste motivo de curiosidad fanática, en la fachada de tu frustrada observación; y pensarás a menudo, muy a menudo, tal vez siempre, en aquel que no parecía inquietarse por los males, ni por los bienes de esta vida, que se alejó al azar con rostro horriblemente mortecino, los cabellos erizados, el andar inseguro y los brazos nadando ciegamente en las irónicas aguas del éter, como buscando allí la presa sangrienta de la esperanza, continuamente sacudida a través de las inmensas regiones del espacio por el quitanieves implacable de la fatalidad. No me verás más ¡y tampoco yo te veré…! ¿Quién sabe? Quizá esa niña no era lo que parecía. Bajo una apariencia ingenua quizá ocultaba una gran astucia, el peso de los dieciocho años y el encanto del vicio. Se ha visto a vendedoras de amor, franqueando el estrecho, expatriarse con alegría de las Islas Británicas. Hacían resplandecer sus alas, dando vueltas en enjambres dorados, delante de la luz parisiense; y al verlas, decíais: «Pero si aún son unas niñas, no tienen más de diez o doce años». En realidad, tenían veinte. En este supuesto ¡malditos sean los recodos de esa calle oscura! ¡Horrible! ¡horrible lo que allí pasa! Creo que su madre la golpeó porque no hacía su oficio con la habilidad suficiente. Es posible que sólo fuese una niña y su madre es entonces aún más culpable. Pero no quiero creer en esta posibilidad que no es más que una hipótesis y prefiero amar, en ese carácter novelesco, a un alma que se revela demasiado pronto… ¡Ah, mira, muchacha, te aconsejo no aparecer nuevamente ante mis ojos si vuelvo a pasar por la calle estrecha! ¡Podría costarte caro! Ya la sangre y el odio, en oleadas ardientes, me suben a la cabeza. ¡Ser tan generoso como para amar a mis semejantes! ¡No, no! Lo tengo decidido desde el día de mi nacimiento. ¡La gente no me ama! Se verá la destrucción de los mundos, la piedra de granito deslizarse, como un cormorán, por la superficie de las aguas, antes de que yo toque la mano infame de un ser humano. ¡Atrás… atrás esa mano! No eres un ángel, muchacha, y llegarás a ser, ciertamente, una mujer como las demás. No, no, te lo suplico, no vuelvas a aparecer delante de mis cejas fruncidas y sombrías. En un momento de extravío podría cogerte los brazos, torcerlos como ropa mojada a la que se exprime el agua, o partirlos ruidosamente como dos ramas secas y después hacértelos comer empleando la fuerza. Podría, tomando tu cabeza entre mis manos, con aire acariciador y dulce, hundir mis dedos ávidos en los lóbulos de tu cerebro inocente para extraer, con la sonrisa en los labios, una grasa eficaz que lave mis ojos, doloridos por el insomnio eterno de la vida. Podría, cosiendo tus párpados con una aguja, privarte del espectáculo del universo y dejarte en la imposibilidad de encontrar tu camino; no sería yo quien te sirviera de guía. Podría, levantando con brazo de hierro tu cuerpo virgen, sujetarte por las piernas haciéndote girar en torno mío como una honda, concentrar mis fuerzas al describir la última circunferencia, y lanzarte contra la muralla. Cada gota de sangre salpicará un pecho humano, asustando a los hombres ¡colocando ante ellos el ejemplo de mi maldad! Se arrancarán sin tregua jirones y jirones de carne, pero la gota de sangre permanece, indeleble, en el mismo sitio brillando como un diamante. Quédate tranquila, daré orden a media docena de sirvientes de guardar los restos venerados de tu cuerpo, preservándolos del hambre de los perros voraces. Sin duda, el cuerpo quedó pegado a la muralla como una pera madura sin caer a tierra, pero si no se toman precauciones los perros saben dar grandes saltos.
* * *
xxxCuando una mujer, con voz de soprano, lanza notas vibrantes y melodiosas, con la audición de esa armonía humana mis ojos se llenan de un fuego latente y despiden dolientes destellos, mientras que en mis oídos parece retumbar la llamada de los cañones. ¿De dónde puede venir esta repugnancia profunda de todo lo que se refiere al hombre? Cuando los acordes se elevan de las cuerdas de un instrumento, escucho voluptuosamente las notas exquisitas que se escapan cadenciosas a través de las ondas elásticas de la atmósfera. La percepción no transmite a mi oído más que la sensación de una dulzura que disuelve los nervios y el pensamiento. Un sopor inefable envuelve con sus mágicas adormideras, como un velo que tamiza la luz del día, la potencia acelerada de mis sentidos y las fuerzas vitales de mi imaginación. ¡Cuentan que nací en los brazos de la sordera! En la primera época de mi infancia no oía lo que me decían. Lograron con grandes dificultades enseñarme a hablar, solamente después de haber leído en una hoja lo que alguien escribía, en ese momento pude comunicar, a mi vez, el curso de mi pensamiento. En aquellos días, días funestos, crecía yo en belleza y en inocencia y todos admiraban la inteligencia y la bondad del divino adolescente. Muchas conciencias enrojecían cuando contemplaban los rasgos límpidos en donde el alma había colocado su trono. No se acercaban a él sino con veneración, porque en sus ojos se descubría la mirada de un ángel. Por lo demás, sabía que las rosas felices de la adolescencia no deberían florecer perpetuamente, trenzadas en guirnaldas caprichosas, sobre su noble y modesta frente que todas las madres besaban con frenesí. Comenzaba a creer que el universo, con su bóveda estrellada de globos impasibles e irritantes, no era quizá lo que yo había soñado como lo más grandioso. Así pues, un día, cansado de hostigar con el pie el abrupto sendero del viaje terrestre y de caminar, tambaleándome como un borracho, a través de las catacumbas oscuras de la vida, levanté lentamente mis ojos esplinéticos que orlaban un gran círculo azulado, hacia la concavidad del firmamento ¡y me atreví a penetrar, yo, tan joven, en los misterios del cielo! No encontrando lo que buscaba, miré con miedo hacia arriba, aún más arriba, hasta que divisé un trono formado de excrementos humanos y de oro sobre el que fanfarroneaba, con orgullo idiota, el cuerpo cubierto con un sudario hecho de sábanas sucias de hospital, ¡el que se llama a sí mismo el Creador! Sostenía en su mano el tronco podrido de un hombre muerto, llevándolo, alternativamente, de los ojos a la nariz y de la nariz a la boca; se adivina lo que hacía cuando estaba en la boca. Sumergía sus pies en una gran charca de sangre en ebullición en cuya superficie emergían bruscamente, como tenias a través del contenido de un orinal, dos o tres cabezas prudentes que se bajaban enseguida, con la rapidez de una flecha: una patada bien dirigida al hueso de la nariz, era la recompensa conocida por transgredir el reglamento, transgresión debida a la necesidad de respirar en otro ambiente, pues, en fin, esos hombres no eran peces. ¡Todo lo más, anfibios que nadaban entre dos aguas en el líquido inmundo…! hasta que, teniendo ahora las manos vacías, el Creador, con las dos primeras uñas del pie, como unas tenazas, coge a otro buceador por el cuello, levantándolo en el aire fuera del cieno rojizo, ¡exquisita salsa! A éste le hizo lo que al anterior. Devoró primero la cabeza, las piernas y los brazos y en último lugar el tronco, hasta no dejar nada y mascar los huesos. Así, sin detenerse, durante todas las horas de su eternidad. De vez en cuando gritaba: «Os he creado y tengo por lo tanto el derecho de hacer lo que quiera con vosotros. No me habéis hecho nada, no digo lo contrario. Os hago sufrir porque me gusta». Y seguía su cruel festín moviendo su mandíbula inferior, la cual movía su barba cubierta de sesos. Lector ¿este último detalle no te hace la boca agua? No todos pueden comer un seso como ése, tan bueno, tan fresco y que se acaba de pescar hace menos de un cuarto de hora del lago de los peces. Con los miembros paralizados y la garganta muda, contemplé durante cierto tiempo el espectáculo. Tres veces estuve a punto de caer de espaldas, como una persona que tiene una emoción demasiado fuerte, y tres veces conseguí incorporarme. Ni una sola fibra de mi cuerpo permaneció inmóvil y temblé como tiembla la lava interior de un volcán. Finalmente, al no poder mi oprimido pecho expulsar con rapidez suficiente el aire proporciona la vida, se entreabrieron mis labios y lancé un grito… un grito tan desgarrador… ¡que lo oí! Las paredes de mi oído se separaron de manera brusca, el tímpano estalló bajo el choque de esta masa de aire sonoro empujada lejos de mí con energía, y se produjo un fenómeno nuevo en el órgano condenado por la naturaleza. ¡Acababa de oír un sonido! ¡Un quinto sentido se revelaba en mí! ¿Pero qué placer podría yo encontrar en semejante descubrimiento? A partir de ahora, el sonido humano sólo llega a mi oído con el sentimiento del dolor que engendra la piedad por una gran injusticia. Cuando alguien me hablaba, yo recordaba lo que había visto, en otro tiempo, más arriba de las esferas visibles y la traducción de mis sentimientos reprimidos en un aullido impetuoso, cuyo timbre era idéntico al de mis semejantes. No podía responderle porque los suplicios ejercidos sobre la debilidad del hombre, en ese horrible mar de púrpura, pasaban por delante de mí rugiendo como elefantes desollados, y rozaban con sus alas de fuego mis cabellos calcinados. Más tarde, cuando conocí mejor a la humanidad, a ese sentimiento piadoso se unió un furor intenso contra esa tigresa espuria, cuyos hijos endurecidos sólo saben maldecir y hacer el mal. ¡Audacia de la mentira! ¡Dicen que el mal es en su caso una excepción…! Ahora, se ha terminado hace tiempo; hace tiempo que no dirijo la palabra a nadie. Usted, quienquiera que sea, cuando esté a mi lado, que las cuerdas de su glotis no dejen escapar ninguna entonación, que su laringe inmóvil no haga el esfuerzo de superar al ruiseñor y no intente, de ningún modo, abrirme su alma con ayuda del lenguaje. Guarde un silencio religioso que no interrumpa nadie; cruce humildemente sus manos sobre el pecho y dirija sus ojos hacia abajo. Os lo dije; desde que la visión me hizo conocer la verdad suprema, otras pesadillas han chupado ávidamente de mi garganta, durante noches y días, para que aún tenga el valor de renovar, aunque sea mentalmente, los sufrimientos que he padecido en esa hora infernal y cuyo recuerdo me persigue sin descanso. ¡Oh! Cuando oiga el alud de nieve caer desde lo alto de la fría montaña; a la leona lamentarse, en el desierto árido, de la desaparición de sus pequeños; a la tempestad llevar a cabo su destino; al condenado bramar, en la prisión, la víspera de la guillotina y al pulpo feroz contar a las olas sus victorias sobre nadadores y náufragos, decidlo, ¡esas voces majestuosas no son más bellas que la risa burlona del hombre!
Ducasse, Isidore. Los cantos de Maldoror (Trad. Ángel Pariente). Valencia; Ed. Pre-textos, 2000.