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EL HUNDIMIENTO DEL TITANIC

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‘El hundimiento del Titanic’ fue uno de los libros que más me gustaron de los que me leí el año pasado. La maestría con la que Enzensberger va cambiando de registros según la necesidad de los poemas es deslumbrante. Como se puede leer en la página de Anagrama, «El hundimiento del Titanic es un magistral poema épico –una hazaña desacostumbrada en estos tiempos– en torno a una historia que, aunque conocida, no ha perdido un ápice de su tensión dramática. En efecto, el enorme transatlántico, gigantesca maravilla del mundo que naufragó una gélida mañana del año 1912, no fue sólo un buque, sino también un mito: la encarnación del progreso tal como se entendió en el siglo XIX, un concepto cuya vigencia ha sufrido un serio revés tras los avatares de la historia reciente. A lo largo de treinta y tres cantos, en este poema –explícitamente inspirado en La Divina Comedia de Dante, escritor que retorna a menudo entre los fantasmas evocados por Enzensberger– se efectúa una soberbia recreación de la catástrofe. Los alaridos de los náufragos, las rememoraciones nostálgicas de los muertos, los inarticulados mensajes de los supervivientes; pero también fragmentos de telegramas, las últimas informaciones meteorológicas, las desesperadas peticiones de auxilio. Asimismo, las minuciosas descripciones de los menús de a bordo, la arquitectura del buque, la decoración y las pinturas kitsch de sus salones, las inoportunas alegorías de la Paz y del Progreso. Y todo ello embalsamado en el gran vacío del agua. Pero no sólo se trata de este hundimiento registrado en los documentos de la Historia: como fantasma, el Titanic sigue navegando. Su actualidad está probada por la puntualidad con que su destino sigue reflejándose en películas, fantasías y pesadillas. El poema trata también de este Titanic imaginario, de este «naufragio mental».
La redacción de este libro se inició en Cuba en 1969, se elaboró durante casi diez años y se abandonó y reemprendió varias veces a lo largo de este tiempo. Elogio de la provisionalidad y de la duda, este poema refleja asimismo la crisis del militante marxista que ha perdido las ilusiones; no se adopta una «posición correcta», la justicia de la poesía no es de este orden: en caso de duda, está de parte de quienes sucumbieron en el naufragio.«

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Aquí enlazo una columna que publicó Mario Vargas Llosa sobre Enzensberger y ‘El hundimiento del Titanic’, por si le quieren echar un vistazo.

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Y aquí dejo algunos poemas del libro.

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CANTO PRIMERO

Hay alguien que escucha muy cerca de aquí,
espera, retiene el aliento.
Dice: Es mi voz la que habla.

Nunca más, dice él,
va a estar todo tan tranquilo,
tan seco y cálido como ahora.

Se escucha a sí mismo
en su cabeza burbujeante.
Dice: No hay nadie más

aquí. Ésta tiene que ser mi voz.
Espero, retengo el aliento,
escucho. El rumor distante

en mis oídos, antena
de carnes suaves, no significa nada.
Es tan solo el latido

de la sangre en las venas.
He esperado mucho tiempo
con el aliento retenido.

Rumor blanco en los auriculares
de mi máquina del tiempo.
Sordo zumbido cósmico.

Ni un sonido, ninguna llamada de auxilio.
La radio permanece muda.
O éste es el fin,

me digo, o es que
ni siquiera hemos comenzado.
¡Aquí, sí! ¡Ahora!

Se oye un rasguido, un crujir, algo
que se desgarra. Aquí está. Una uña helada
que araña la puerta y se queda quieta.

Algo cruje.
Un lienzo largo e interminable,
una inmaculada tela blanca

que se desgarra, lentamente al principio
y luego más y más deprisa,
se rasga en dos pedazos con un silbido.

Esto es el principio.
¡Escuchad! ¿No lo oís?
¡Agarraos bien!

Y regresa el silencio.
Solo se oye un sutil tintineo
en los aparadores,

el temblor del cristal,
más y más tenue
hasta desaparecer.

¿Quiere decir que
eso fue todo?
Sí. Todo pasó.

Eso fue solo el principio.
El principio del fin
es siempre discreto.

A bordo son ahora
las once cuarenta. Hay una grieta
de doscientos metros

en el casco de acero,
bajo la línea de flotación,
abierta por un cuchillo gigantesco.

El agua corre
hacia las escotillas.
Emergiendo treinta metros,

el iceberg pasa silencioso,
se desliza junto al barco resplandeciente,
y se pierde en la oscuridad.

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CANTO V

Tomad lo que os han quitado,
tomad a la fuerza lo que siempre ha sido vuestro,
gritó, congelándose en su ajustada chaqueta,
su pelo ondeando bajo el pescante,
soy uno de vosotros, gritó,
¿qué esperáis? Este es el momento,
echad abajo las barandas,
tirad a esos degenerados por la borda
con todos sus baúles, perros, lacayos,
mujeres, y hasta niños,
usad la fuerza bruta, los cuchillos, las manos.
Y les mostró el cuchillo,
y les mostró las manos desnudas.

Pero los pasajeros del entrepuente,
emigrantes, todos a oscuras,
se quitaron las gorras
y lo escucharon en silencio.

¿Cuándo tomaréis la venganza,
si no ahora? ¿O es que no podéis
soportar ver sangre?
¿Y la sangre de vuestros hijos?
¿Y la vuestra? Y se arañó la cara,
y se cortó las manos,
y les mostró la sangre.

Pero los pasajeros de entrepuente
lo escuchaban inmóviles.
No porque él no hablara lituano
(no lo hablaba), ni porque estuvieran ebrios
(hacía tiempo que habían vaciado
sus anticuadas botellas
envueltas en toscos pañuelos),
ni porque estuvieran hambrientos
(aunque estaban hambrientos):

Era otra cosa. Algo
difícil de explicar.
Entendían bien
lo que él decía, pero no lo
entendían a él. Sus frases
no eran las frases de ellos. Golpeados
por otros miedos y otras esperanzas,
aguardaban allí pacientemente
con sus bolsos, sus rosarios,
sus raquíticos hijos, recostados
en las barandas, dejaron
pasar a otros, prestándole atención
respetuosamente,
y esperaron hasta que se ahogaron.

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CANTO VI

Inmóvil, observo este cuarto desnudo, en Alemania,
el alto cielo raso, antaño blanco,
el hollín que cae sobre la mesa en flecos diminutos;
y mientras la ciudad que me rodea oscurece deprisa,
yo me entretengo en recrear un texto que tal vez no existió.
Restauro mis imágenes, yo soy mi propio falsificador.
Y me pregunto la forma que tendría el salón de fumar
a  bordo del Titanic, si las mesas de juego tenían
taraceas o estaban cubiertas de paño verde.
¿Cómo era en realidad?
¿Cómo era en mi poema? ¿Estaba en mi poema?
¿Y aquel hombre delgado, distraído, aquel ser excitado
deambulando por La Habana, presa de discusiones y metáforas
y aventuras de amor interminables? ¿Era realmente yo?
No podría jurarlo. Y dentro de diez años no podré jurar
que estas mismas palabras sean las mías, escritas
en el lugar más oscuro de Europa, en Berlín, diez años atrás
es decir, hoy, para apartar mi mente de las noticias de la noche,
de los innumerables minutos sin fin que nos esperan
y que se extienden hasta el infinito, a medida que avanza no se sabe qué fin.
Dos grados bajo cero, en la ventana todo está negro, hasta la nieve.
Me invade, no sé por qué razón, una gran calma.
Miro hacia afuera como un Dios. No hay iceberg a la vista.

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EL ICEBERG

El iceberg avanza hacia nosotros
inexorablemente.
Vedlo cómo se suelta
del frente del glaciar.
Sí, es blanco,
se mueve,
sí, es más grande
que todo cuanto avanza
en el mar,
en el aire
o la tierra.

Sueños mortales
que una larga caravana
de icebergs atraviesa.
«A doscientos cincuenta pies de altura
sobre el nivel del mar,
destellan sus colores
que son maravillosos
y totalmente diáfanos.»
«Como si fuese un sol
multiplicado
sobre las celosías de cientos de palacios.»

Mejor es no pensar en lo que pesa
un iceberg.
Cuantos lo han visto
no olvidarán jamás tal espectáculo
aunque vivan cien años.

«Ese espectáculo agudiza la imaginación
pero llena el corazón
de un sentimiento de involuntario horror.»

El iceberg carece de futuro.
Flota a la deriva.
No podemos hacer uso de él.
Existe, sin duda.
No tiene valor.
La confortabilidad
no es su fuerte.
Es mayor que nosotros.
Siempre y únicamente
vemos su cima.

Es efímero.
No se preocupa.
Nunca progresa,
pero «cuando, parecido
a una inmensa mesa
de mármol blanco,
veteado de azules,
se mueve de improviso y quiebra lo profundo,
todo el mar se estremece».

En nada nos concierne,
sigue su ruta monocorde,
no necesita nada,
no se reproduce,
y se derrite.
No deja huellas.
Se disipa perfectamente.
Sí, ésa es la palabra:
perfectamente.

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CANTO X

De modo que ésta es la mesa a la que se sentaron.
Desde fuera puedes ver, a través del ojo de buey,
en el salón de fumar, a B., un emigrante de Rusia
que, gesticulando, envuelto en la niebla azul
del humo exquisito de tabacos habanos,
marca Partagás, torcidos a mano,
perfectamente feliz y abstraído,
en la mesa verde, sin prestar atención
a icebergs, diluvios o naufragios,
predica la revolución
atareado en la predicación del evangelio de la revolución
a un pequeño grupo de barberos, jugadores
y telegrafistas. Uno lo ve,
pero no puede oír lo que dice.
El grueso cristal convexo del ojo de buey,
que refleja el bronce de los herrajes,
está hecho a prueba de ruidos. Palabras inaudibles;
uno sabe lo que se proponen,
y que este hombre tiene razón, aunque sea muy tarde
para tener razón en algo.
Sin embargo, en la próxima mesa puedes ver
a otro caballero, encolerizado, molesto.
Es el dueño de una fábrica textil de Manchester que considera
repugnante toda esta tontería, está indignado,
y en tono severo expone
las ventajas de la disciplina más estricta
y las bendiciones de la autoridad, que,
según sostiene con bigote trémulo, a bordo de un barco
ha de ser absoluta y firme.
Tú, desde luego, no puedes estar
al tanto de esta discusión, porque no puedes oírla.
Pero fíjate cómo los jugadores
y los telegrafistas mueven la cabeza,
¡como si asistieran a un partido de tenis!

A todos les gustaría ser rescatados,
a todos, incluyéndote a ti. Pero,
¿no es esto pedirle demasiado a una idea?
El juego terminará con empate.
Nadie ha notado a estos dos caballeros
en uno de los botes salvavidas, nadie a vuelto a oír
hablar de ellos jamás.
Solo su mesa flota por ahí todavía,
una mesa vacía en el Atlántico.

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CANTO XI

Déjennos salir
Nos estamos asfixiando
Nuestro furgón de ganado se estremece
Nuestro armario se tambalea
Nuestro ataúd gorgotea
Luchamos en las escaleras
Golpeamos los paneles
Forzamos las puertas
Déjennos salir
Somos muchos aquí
Cada vez somos más
luchando
por una pulgada de espacio
por un tablón
Estamos demasiado hacinados
para quitarnos los piojos
para cuidarnos o pelearnos
El carterista no puede levantar
su mano delgada
ni el asesino la daga
Nos asfixiamos unos a otros
Nuestra furia encerrada
nos levanta la piel
y expira
De pronto somos
terriblemente muchos
Aplastamos como masa blanda
a los que ya han sido atropellados
Un pudín de pánico
apestando a miedo
agrio y ratonil
Nos hinchamos y hundimos fláccidos y suaves

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CANTO XII

De ahora en adelante todo marchará según lo planeado.
El casco de hierro ya no palpita, las máquinas
permanecen quietas, el fuego se ha apagado hace tiempo.
¿Qué ocurre? ¿Por qué no avanzamos? ¡Escucha!
Alguien murmura en cubierta, rezando sus rosarios.
El mar es un cristal, negro, liso. Noche sin luna.
Por favor, no os preocupéis. Nada se ha roto a bordo,
ni un vaso, ni una copa de champán. Todos esperan
en pequeños grupos, sin hablar, inquietos, obedientes,
con abrigos de piel, batas y monos.
Los cables se enrollan, se les quitan los toldos
a los botes, se bajan los pescantes. Los pasajeros
parecen ligeramente drogados. Este músico, por ejemplo,
arrastra un violoncelo por la interminable cubierta,
arañando y desgarrando los tablones,
y uno comienza a pensar: Deben de ser alucinaciones.
¡Mira, han disparado un cohete de señales!
Pero no es más que un débil silbido, una llama azulada
que surca el cielo y se refleja en rostros vacíos.
Silenciosos, ascensoristas, masajistas y panaderos se alinean en cubierta.
A bordo del California, un barcucho decrépito,
a doce millas de distancia, el telegrafista se vuelve
en su litera y se queda dormido.
¡Atención! ¡Las mujeres y los niños primero1 ¿Por qué será?
Respuesta: We are prepared to go down like gentlemen,
Ya veo. Detrás quedan mil seiscientos. Una calma increíble
reina a bordo. Les habla el capitán. Son ahora las dos en punto,
y ordeno: Sálvese quien pueda. ¡Música, maestro!
El director de la orquesta levanta su batuta
para interpretar la última pieza.

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CANTO XIV

No es como una matanza, ni como una bomba;
no hay sangre, nadie es mutilado;
es simplemente una inundación, un aumento gradual
por doquier. La humedad se filtra.
Se forman diminutas perlas, regueros.
Lo que ocurre es que se te humedecen las suelas,
los puños de las camisas se te empapan, el cuello se torna
pegajoso en la nuca, se te empañan las gafas;
las cajas fuertes exudan, y se han manchado
las rosetas de yeso en el techo. Lo que ocurre es

que todo huele a su olor sin olor,
que gotea, se derrama, chorrea, se vierte;
no alternativamente, sino todo a la vez,
ciegamente, coincidentemente, promiscuamente,
humedeciendo el bizcocho, el sombrero de paño, los calzoncillos,
lamiendo sudorosamente las llantas de las sillas de rueda,
estancando el salobre en los urinarios, filtrándose
hacia los hornos; y ahí está otra vez,
horizontal, húmeda, oscura, callada, inmóvil, simplemente
elevándose lentamente, lentamente levantando pequeños objetos,
objetos de valor, botellas llenas de líquidos nauseabundos,
llevándoselas descuidadamente hasta que se vacían,
cosas de goma, cosas rotas y muertas; y esto continúa

hasta que tú mismo lo sientes en el esternón,
obstruyendo urgentemente, salobremente, pacientemente,
algo frío y pacífico que te sube, llegándote primero
a las rodillas, luego  a las caderas, a los pezones,
a las clavículas; hasta que te toca el cuello, hasta que lo bebes,
hasta que sientes el agua sedienta
buscándote la entraña, la tráquea, el útero,
la boca; y sabes entonces lo que se propone: se propone
llenarlo todo, tragar y que la traguen.

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CANTO XV

A la hora de la sobremesa le dijimos si no le molestaba
la solemnidad negra como la tinta, de sus metáforas,
que tales significados y significantes ya no se llevaban,
que la moda era inexorable, también en el arte,
y que los excesos eran excesos. Tampoco comprendíamos
qué tenía que ver Cuba en todo ello, Cuba era una idea fija.
¿Y qué quieres decir -literalmente- con tus historias
sobre la pintura, sobre Gordon Pym, Bakunin y Dante?

Sois vosotros, gritó y se puso a lanzar trozos de pan y carne,
quienes lo recogéis, lo amalgamáis y lo desmenuzáis todo
con vuestros cuchillos de trinchar;
yo ciertamente no, continuó irritado, yo me embrollo,
balbuceo, hablo a trompicones, mezclo, contamino,
pero os lo juro:
¡Este barco es un barco! -ahora se mostraba más exasperado-
y la lona rajada en dos -esta parte casi la cantó-
simboliza una lona rajada en dos, ni más ni menos,
¿me entendéis? Os digo que yo soy como este lienzo,
que se tensa hasta no poder más. Y arrebató el mantel de la mesa.

Tonterías, respondimos, puro galimatías. ¿Una locura!
Pero se puso de pie de un salto. No discuto, dijo bajito,
enseño. Se puso de pie y se disponía a marcharse.
Tuvimos la idea de apuñalarlo por la espalda con nuestros cuchillos de pan,
tan airados estábamos. Pero al llegar a la puerta se volvió
y empezó otra vez: ¡Olvidáis (dijo en su forma más desdeñosa)
que también yo he comido carne humana, como vosotros y Gordon Pym!
He escuchado los estertores del viejo anarquista
sobre la sucia almohada en la habitación contigua,
mientras yo abrazaba a su esposa, sonriente.
Precisamente vosotros no podéis burlaros de mí. Además
(no acababa de irse), ¿qué podía hacer yo?
¿Creéis que he sido yo el que inventó este cuento
del barco que se hunde, que es un barco y a la vez no lo es?
El loco que se cree Dante es Dante.
Siempre hay un pasajero a bordo con este nombre.
Las metáforas no existen. No sabéis de lo que estáis hablando.
Mera confusión, gritamos confundidos. Esto no es un poema,
es un embrollo. Al fin se marchó. Se fue,
y nos miramos y miramos nuestros cuchillos de fruta,
y nos preguntamos si puede haber metáforas
con tanto filo. Entonces seguimos comiendo peras y albaricoques.

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CANTO XVI

El naufragio del Titanic consta en acta.
Es tema para poetas.
Libre de impuestos al cien por cien.
Es otra prueba de que las enseñanzas de Vladimir Ilich Lenin son correctas.
Lo exhibirán por televisión después de los deportes.
Es valiosísimo.
Es inevitable.
Es mejor que nada.
Hace fiesta el lunes.
Es ecológico.
Muestra la vía hacia un futuro mejor.
Es Arte.
Crea nuevos empleos.
Comienza a alterar los nervios.
Está legalmente registrado.
Tiene sólida base en la clase obrera.
Llega justo a tiempo.
Funciona.
Es uno de esos espectáculos cuya belleza deja sin aliento.
Es algo que debería hacer meditar a los responsables.
Ya no es lo que fue.

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CANTO XVII

Nos hundimos sin hacer ruido. Como en una bañera
el agua está quieta en los alumbrados salones de palmeras,
en las canchas de tenis, en los vestíbulos reflejados en los espejos.
Trascurren minutos oscuros que cuajan como gelatina.
No hay riñas, ni disputas. Diálogos a media voz.
Usted  primero, señor. Saludos a los niños.
Cuídese del catarro. En los botes se oye el crujir de los cables
y se ven sobre el remo fosforescente gotas de agua
que como a cámara lenta del mar emergen y al mar vuelven.
Solo cuando se acerque el fin —la proa oscura levantada
perpendicularmente desde la profundidad cual absurda torre,
apagada la última luz, nadie pregunta la hora—
entonces un sonido jamás oído quebrará la calma de cristal:
“Fue un estruendo,  o más bien un chacoloteo, un fragor o más bien
una sucesión de golpes, como si desde una bóveda enorme
se precipitaran toneladas de cosas pesadas desde lo alto,
agolpándose en los escalones y arrastrándolo todo en su caída.
Fue un ruido jamás escuchado
y que nadie quiere volver a oír en su vida.”
A partir de este momento, ya el barco no existía.
Después solo se oyeron los gritos.

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CANTO XXI

Después, como siempre, todo el mundo lo había visto venir,
excepto nosotros, los muertos. Después abundaron
los presagios, los rumores y las versiones cinematográficas.
Alguien mencionó las carreras de perros
celebradas en la cubierta C, deporte bastante raro
para un barco; habían preparado liebres metálicas
con pintura brillante, movidas por un ingenioso mecanismo,
para incitar a los galgos a realizar esfuerzos ilícitos;
se cuenta que muchos pasajeros menesterosos perdieron
sus últimas guineas en este monótono pasatiempo. Y qué decir
de la grieta en la campana del barco, y del hecho
de que se había tornado agrio el burdeos Château Larose del 88
utilizado en el bautismo del barco; la conducta misteriosa
de las ratas en Queenstown, última escala del viaje;
y el silenciado caso de la furia sanguinaria
en la capilla del barco. Ominosos accidentes,
vicios innombrables; pero ¿por qué hemos de cargar
con la culpa? ¿Cómo sospechar que se daban latigazos
a las duquesas debajo de las mesas de juego? ¿Que las niñas
menores de edad pedían auxilio por los conductos
de ventilación y que en los baños turcos había hermafroditas
mostrando sus orificios? Ahora, retrospectivamente,
todo el mundo alega haber oído el sonido de un órgano,
sin que lo tocaran manos humanas, y que pasó la noche
emitiendo profanas tonadas, como última advertencia
a todos nosotros.
«Divina Némesis» ¡Fácil decirlo una vez ocurrido!
Las penúltimas palabras de un grave caballero
poco antes de hacernos a la mar:
¡Ni Dios mismo podría hundir este barco! Bueno,
no lo oímos. Estamos muertos. Nada sabíamos.

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CANTO XXIII

¡Contradicciones! ¡Discrepancias, dudas!
El número de bajas, por ejemplo: ¿1635?
¿1715? ¿1490? Se había abierto paso hasta el frente,
y había tomado el micrófono para formular su pregunta:
Señoras y señores, distinguido público, ¿dónde colocaremos
nuestra fe? Se trataba de un poeta musculoso,
que, empujando a un lado a los demás, poetas también
más o menos, gritó: ¡Oh, empirismo! ¡Estoy perdiendo
la razón! ¡Eterna discordia de los expertos!
¡Ay de los especialistas! ¡Bibliógrafos, qué lástima me dais,
os hundiréis también, pero pero nadie se dignará en haceros objeto de estudio!
¡Y os hundiréis sin gloria, amén! Tonterías, grito otro
del grupo. Creedme, gritó y tiró del cable hasta
que su colega soltó el micrófono: Todos ellos solo creían
lo que al día siguiente leyeron en los periódicos; después, nadie,
ni siquiera testigos y víctimas, creían
lo que vieron sus ojos, y, de acuerdo con ellos,
decimos: Debe de haber sido como en el cine.
Luego ocupó el estrado un colectivo de poetas,
cogidos de los brazos, gesticulando y coreando a una voz:
Bienvenidos seáis rumores, bienvenidas leyendas
y hasta mentiras, mientras más locas mejor. Silencio
en la sala. Un aplauso para Edward J.Smith,
nuestro capitán de barba blanca, treinta y ocho años de servicio,
quien, desoyendo los radiomensajes,
corrompido por codiciosos armadores y ávido
de implantar récords, se abalanzó a toda velocidad
contra el iceberg. Ahora, antes de colocarse
el cañón del revolver en la boca, grita: «Be British.»
¡Bravo! Después de todo, ¿qué clase de poeta es aquel
que no es capaz de tragarse la sopa salada,
lamer las gotas que se derraman de la sala de calderas,
que no sienta en los mismos huesos el sudor frío del pánico,
la viscosa llovizna de la historia?
En verdad, en verdad, os digo: Silencio en la sala.
¡Tres vivas a la condesa Rothes en camisón de noche,
bruja, sufragista, lesbiana depravada,
que se adueña de un bote salvavidas
y proclama el matriarcado! ¡Vivas a los oficiales
que se tambalean borrachos por la pasarela, disparando
sus armas contra la chusma del entrepuente. Judíos,
camelleros y polacos! ¡Deberíamos darles una lección!
Un tropel de fogoneros con caras tiznadas es obligado
a regresar al fondo de la sala de máquinas
donde el agua negra ya alcanza la rodilla,
mientras a menos de cuatro millas de allí,
recostado en la baranda
de su podrido barcucho, con los motores parados,
el capitán Lord manda retirarse al telegrafista
para poder disfrutar a solas de las señales
de auxilio y de los gritos de los ahogados,
sin que ningún mensaje le moleste.
¡Viva, mis queridos amigos! Siempre hay alguien
que se limita a mirar impasiblemente
para formarse una opinión equilibrada con ese conocido
gesto de la comisura de los labios.
Los poetas bramaban, exigían, concedían:
un grupo totalmente descontrolado.
¡Detenedlo!, gritaron, ¡detened al millonario disfrazado
de mujer, con turbante y velo, que está
entrando en el último bote salvavidas antes de que el barco
se haga pedazos! «Cerca, más cerca, oh Dios, ¿de quién?»,
toca la orquesta; no, «Ragtime», «Un último cigarrillo,
y todo queda dicho y hecho», no, «Señor de misericordia
y compasión», nada de eso toca,
ya la banda no existe,
no había sonido, no se oía una palabra,
ya no quedaba quien gritara tres vivas,
tres vivas, señoras y señores, para ustedes,
para los poetas, para todos nosotros.

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CANTO XXXII

Más tarde, cuando el inmenso cuarto
se oscureció del todo,
nadie quedó
excepto el muerto y una desconocida.

Amiga y enemiga
se confundieron en otra persona.

Y la desconocida, escuchando su aliento apacible,
se inclinó sobre él entre las sombras
y, cerrando su boca con un beso,
se lo llevó muy lejos con su única boca.

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CANTO XXXIII

Calado hasta los huesos, diviso gentes con baúles chorreantes.
Los veo, de pie sobre un plano inclinado, recostados al viento.
Bajo una lluvia oblicua, borrosos, al borde del abismo.
No, no es un sexto sentido. Es el tiempo,
el mal tiempo el que los empalidece. Les advierto,
les grito, por ejemplo,
señoras y señores, andáis por mal camino, estáis al
borde del abismo.
Pero solo me otorgan una débil sonrisa y responden altivos:
Gracias, lo sabemos.

Me pregunto si se trata de unas cuantas docenas de personas,
¿o está allí todo el género humano, sobre un barco
decrépito, digno de la chatarra, dedicado tan solo
a una causa, el naufragio?
Lo ignoro. Yo chorreo y escucho. Es difícil
decir quiénes son estas gentes asidas a un baúl,
a un talismán de color puerro, a un dinosaurio, a una corona de laurel.
Les oigo reír y les grito palabras incomprensibles.
Aquel desconocido con la cabeza envuelta en periódicos mojados
supongo que sea K., un viajante vendedor de galletas;
de aquel barbudo no tengo la más ligera idea; el hombre del
pincel se llama Salomon P., la dama que estornuda sin cesar es de seguro Marylin Monroe;
pero el hombre de blanco, el que sostiene un manuscrito
envuelto en una tela negra, encerada, seguramente es Dante.
Esas gentes rebosan esperanzas, están llenas de una energía criminal.
Bajo la lluvia a cántaros, se ponen a pasear sus dinosaurios,
abren y cierran sus maletas mientras cantan a coro:
«El trece de mayo el mundo se hundirá,
todo acabará, todo acabará.»
Es difícil decir quién se ríe, quién me observa, quién no,
en esta niebla, a no sé que distancia del abismo.

Los veo hundirse poco a poco y les grito:
Veo cómo os hundís poco a poco.
Y no hay respuesta. En lejanos barcos, leves y corajudos,
suenan las orquestas. Todo es tan lamentable; no me gusta mirar
cómo mueren empapados en la lluvia y la niebla. Es tan penoso.
Les podría gritar, les grito: «Pero nadie sabe
en qué año acabará el mundo; ¿no es  maravilloso?»

¿Pero adónde fueron los dinosaurios? ¿Y de dónde provienen
aquellas miles y decenas de miles de maletas empapadas,
flotando a la deriva, sobre las aguas?
Nado y gimo.
Todo, como de costumbre, gimo, todo bajo control,
todo sigue su curso, todos, sin duda, se habrán ahogado
en la lluvia sesgada, es una pena, ¿y qué? ¿por qué gemir?
Lo raro, lo difícil de explicar, es: ¿por qué sollozo
y sigo nadando?

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxLa Habana 1969 – Berlín 1977

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Enzensberger, Hans Magnus. El hundimiento del Titanic. Ed. Plaza y Janés, 1998.

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MODELO PARA UNA TEORÍA DEL CONOCIMIENTO

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MODELO PARA UNA TEORÍA DEL CONOCIMIENTO

Aquí tienes una caja,
una caja grande
con una etiqueta que dice
caja.
Ábrela,
y dentro encontrarás una caja,
con una etiqueta que dice
caja dentro de una caja cuya etiqueta dice
caja.
Mira adentro
(de esta caja,
no de la otra)
y encontrarás una caja
con una etiqueta que dice…
y así sucesivamente,
y si sigues así,
encontrarás
tras esfuerzos infinitos
una caja infinitesimal
con una etiqueta
tan diminuta,
que lo que dice
se disuelve ante tus ojos.
Es una caja
que sólo existe
en tu imaginación.
Una caja
perfectamente vacía.

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Enzensberger, Hans Magnus. El hundimiento del Titanic (Trad. Heberto Padilla). Barcelona; Ed. Plaza y Janés, 1998.

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NUEVOS MOTIVOS POR LOS QUE LOS POETAS MIENTEN

diciembre 27, 2022 Deja un comentario

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NUEVOS MOTIVOS POR LOS QUE LOS POETAS MIENTEN

Porque el instante
en que la palabra feliz
se pronuncia
no es nunca el instante de la felicidad.
Porque los labios del sediento
no hablan de sed.
Porque por boca de la clase obrera
nunca oiréis la palabra clase obrera.
Porque el desesperado
no tiene ganas de decir
«estoy desesperado».
Porque orgasmo y Orgasmo
son incompatibles.
Porque el moribundo, en vez de decir
«me estoy muriendo»
no emite más que un ruido sordo
que nos resulta incomprensible.
Porque los vivos
son los que rompen el tímpano de los muertos
con sus terribles noticias.
Porque las palabras acuden siempre demasiado tarde
o demasiado pronto.
Porque de hecho es otro,
siempre otro,
el que habla,
y porque aquel de quien se habla
calla.

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Enzensberger, Hans Magnus. El hundimiento del Titanic. Ed. Plaza y Janés, 1998.

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MAGRO CONSUELO

diciembre 26, 2022 Deja un comentario

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MAGRO CONSUELO

La lucha del hombre contra el hombre,
según fuentes fidedignas
cercanas al Ministerio del Interior,
será nacionalizada en su momento,
hasta la última gota de sangre.
Saludos de Thomas Hobbes.

Una guerra civil librada con armas desiguales:
la declaración de impuestos de un hombre
es la cadena de la bicicleta de otro.
Envenenadores e incendiarios
deberán organizar un sindicato
para proteger su puesto de trabajo.

Nuestro servicio carcelario
es abiertamente liberal.
Ofrecen El Sistema de Ayuda Mutua
en el Mundo Natural
, de Kropotkin,
encuadernado en plástico negro, lavable,
como un manual de estudios.
Magro consuelo.

Para desaliento nuestro, nos hemos enterado de
que no existe la justicia, y más aún,
para nuestro mucho mayor desaliento,
fuentes informadas rebosantes de placer
nos han comunicado
que nada remotamente parecido
puede o debe existir, ni existirá jamás.

Todavía no está claro
dónde reside la culpa. ¿En el pecado original?
¿En la genética? ¿En los cuidados a los recién nacidos?
¿La falta de educación sentimental?
¿El capitalismo? ¿Una dieta poco saludable?
¿El diablo? ¿El machismo?

Averiguarlo sería bueno, sería
un bálsamo en las heridas de la Razón.
Lamentablemente, no podemos abstenernos
de violentarnos, de crucificarnos unos a otros
en el cruce más próximo
y de engullir después los despojos.

Estamos molestos, pero no sorprendidos
por nuestras diarias atrocidades.
Lo que nos anonada
es la tácita ayuda,
la generosidad infundada
y la dulzura angelical.

Es hora ya, por lo tanto,
de exaltar con verbo encendido
al camarero que escucha horas enteras
los lamentos del hombre impotente;
la misericordia del representante de galletas
que rompe a última hora
la orden de ejecución;

a la beata que oculta
inesperadamente al desertor que llama a su puerta;
y al secuestrador, súbitamente fatigado,
que renuncia a su enmarañada tarea
con una débil sonrisa de complacencia.

Dejamos el periódico encogiendo los hombros,
llenos de alegría, la alegría
que sentimos cuando termina la película,
se encienden las luces en la sala de cine, afuera
la lluvia ha cesado, y anhelamos
dar una calada al cigarrillo.

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Enzensberger, Hans Magnus. El hundimiento del Titanic (Trad. Heberto Padilla). Barcelona; Ed. Plaza y Janés, 1998.

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RONDA DE NOCHE

diciembre 15, 2021 Deja un comentario

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xxxYo estoy aquí, clausurada, y quién vendrá a decir lo
contrario, quién, si yo soy nosotras, y nosotras arrecia-
mos a puro perder.
xxxUn dolor en todo el cuerpo. Un dolor triste, que no
es un dolor como los demás lo entienden, sino eso que
baja y entra y se aposenta y me aprieta las ganas hasta
deshacerlas, ninguna, ya no queda ninguna.
xxxYo elegí estar aquí, no elegí la soledad, pero iba im-
plícita. Y estar es todo lo que me queda.
xxxAhora que se fueron, ahora que son bocas cerradas,
y me han tragado con sus palabras que nunca dijeron lo
que decían decir, no hay más noches, ni días con sol, ni
años para después, nada, todo eso está en otra parte, se
lo llevaron, y yo aquí, en un cuadrado seco, habla, se
crea un habla, una dulce, una «otra», una tú que no de-
saparezca.
xxxYo respira, sobrevive con esa habla que eres tú, y
los demás se asustan. Está bien. Así debe ser.
xxxSoñé que me acariciaban, que tenía un cuerpo y lo
acariciaban, que alguien bebía y me daba de beber, y re-
conocía que en mis ojos se puede estar, quedarse, y los
árboles de aquel parque volvían a refugiárseme entre
los dedos, soñé que había una sombra y que no me daba
miedo, soñé que el cuerpo guardaba un canto, y canta-
ba, y todo iba y venía, y de las noches de ahora no ha-
bía huella.

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xxxSolos, los melancólicos. Opacos, tenebrosos. Su pe-
cado es mortal. Nunca se calentarán al sol. Ella, la me-
lancolía, es la sombra que es. El espacio de luto. Ellos
perseveran en el luto, se han entregado a sí mismos, son
como animales.
xxx«Fuimos tristes en el aire dulce que al sol se alegra,
llevábamos dentro los turbios vapores, y ahora nos en-
tristecemos en este charco negro.» (Dante, Canto VII.)
xxxBilis negra, llega con el otoño, cuando la tierra se 
enfría y se seca, cuando la piel se pone como una carca-
za y se pudre para siempre, sola, al borde de sí misma.
No es miedo lo que sienten. Es desprecio. La raza de
los que están solos no busca ya. Van errantes, pero no
es para buscar, huyen, huyen de todos, van a sí mismos,
a nadie. Y en el camino asestan su encono a la primera
hierba que viste humedecerse con la mañana, la dulce,
la reina de la esperanza, la que viene a cultivar una tar-
de, una noche. Cuídate de ellos. De ti, cuídate. Háblate
más despacio, aunque no digas nunca demasiado, aun-
que parezca que dices demasiado, habla porque tienes
miedo, habla porque no es desprecio, habla porque bus-
cas, habla, di.
xxxYo parto, con mi pasión yo parto. Yo no quería que
nadie llegara, no, yo quería ir hasta donde estaba. Un
sitio, un lugar donde poder reír, jugar. Pero eso fue an-
tes. Cuando había un parque, y las ganas.
xxxEl amor es una especie de melancolía.
xxxQuien está, se irá.
xxxLa temporada para la sola, vendrá. Y vestida de ne-
gro tendrá tiempo para callar. Entenebrecida, el cora-
zón no será un cuento, ni habrá un manto en sus labios
para cubrir los espacios de hielo que la rodean, como
pirañas, los otros. Arrogante, la sola, vestida de luto,
desprecia, los contactos son mentira, mentira todo lo
que se toca, sucio, todo es tan sucio, hiede. Un asco. La
sola está sucia. El charco es negro.

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xxxEsa voz, dice que te ama, yo-crisálida, dice que te
desea, yo, y por eso dice que te habla, se pavonea como
las reinas ahora que todo se ha vuelto mezquino, el re-
cuerdo mezquino, yo sé, guarda una culpa en su bolsa
tejida con Grandes Hazañas, por esto que eres, por
aquello que no eres, y viene suave su voz, el cuento que
me contabas de alguien dormida en un bosque, prince-
sa, me llamabas, qué miedo, si no hay princesas ni cuen-
tos, si no hay tu cara.
xxxHay miedo. Y hay por qué. Hay palabras que se
caen del cuerpo, y los otros se las roban, y hay palabras
que se caen adentro del cuerpo, se siembran ahí, y nadie
más puede tocarlas, nos vuelven imperdonables.
xxxVienen, pero despacio, a crecer cada día en este in-
terior donde me veo ya dicha, sus palabras que me ves-
tían para que saliera al mundo. Nunca dije te quiero, se
me quedó adentro. Pero después lo dije, tantas veces,
lo dije tan alto, para nadie, como expiación, y perdí la
cara. Te quiero como una letanía, uno tras otro, una
oración excomulgada de mi interior, expuesta al hurto,
a la devoración. Pero no, no fue solamente así. Nunca
es solamente así. También está lo otro. Yo no soy sola-
mente umbrosa. Pero ocurre que me arrojaste tus pala-
bras, me las dejaste adentro. Qué hicimos con ellas, qué
va a ser de nosotras con ellas que dieron el salto del
gran amor y se dijeron y ahora las pronunciamos por
puro no entender.
xxxEsa voz, aconteciéndome, y las palabras que me de-
sequilibran. Háblame como sueles, en mí, princesa,
dime, y que no me digan palabras, no me hagan oír que
hay una oscuridad en todo eso que hablan, esa distancia
que se toman para decir esto y no lo otro, nunca lo
otro, princesa, di, todavía.

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Becciu, Ana. Ronda de Noche. Barcelona; Plaza & Janés ed., 1999.

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EPIGRAMAS. MARCIAL. LIBRO XII.

 

X

Cien millones tiene Africano, sin embargo, anda al acecho de más.
La fortuna da demasiado a muchos, bastante a ninguno.

 

 

 

 

XII

Prometes todo cuando has bebido durante la noche entera;
xxxnada das por la mañana. Bebe, Polión, por la mañana.

 

 

 

 

XIII

Una manera de ahorrar, Aucto, consideran los ricos la ira:
resulta más barato odiar que regalar.

 

 

 

 

XXV

Cuando te pido dinero sin garantía, «no tengo», dices;
xxxpero lo tienes, si por mí responde mi campito:
lo que no me fías a mí, tu viejo camarada, Telesino,
xxxse lo fías a mis coles y a mis árboles.
He aquí que Caro te ha denunciado: que te asista mi campito:
xxxBuscas un compañero de exilio: que vaya mi campito.

 

 

 

 

XXIX

Como tú, siendo senador, desgastas sesenta umbrales cada mañana,
xxxte parece que yo soy un caballero perezoso,
porque no discurro por la ciudad desde el amanecer,
xxxni llevo a casa agotado un millar de besos.
Pero tú buscas dar un nuevo nombre a los fastos purpúreos,
xxxu obtener pueblos de los nómadas o de los capadocios:
en cuanto a mí, a quien obligas a interrumpir lo mejor del sueño
xxxy soportar y sufrir el lodo matutino,
¿qué obtengo? Cuando mi pie errante se ale del calzado roto
xxxy cae una repentina lluvia de gruesas gotas
y no acude al llamarlo mi esclavo con la capa,
xxxse acerca a mi oreja helada un criado
y dice: «Letorio ruega que cenes con él.»
xxx¿Por veinte monedas? No quiero: prefiero el hambre
a que mi recompensa sea una cena y la tuya una provincia,
xxxa que hagamos lo mismo y nos merezcamos lo mismo.

 

 

 

 

XXXI

Este bosque, estas fuentes, esta sombra entretejida
xxxde la alta parra, este canal de agua de riego,
y los prados y las rosaledas que no ceden ante el bífero Pesto,
xxxy las hortalizas que reverdecen en enero y no se hielan
y la anguila doméstica que nada en un estanque cerrado
xxxy la blanca torre que acoge aves del mismo color,
regalos son de mi dueña: de regreso después de siete lustros,
xxxMarcela me ha dado esta casa y estos pequeños reinos.
Si Nausícaa me concediera los jardines paternos,
xxxyo podría decirle a Alcínoo: «Prefiero los míos.»

 

 

 

 

XL

Mientes, te creo; recitas malos poemas, te alabo;
xxxcantas, canto; bebes, Pontiliano, bebo;
te tiras pedos, disimulo; quieres jugar a los dados, me dejo ganar;
xxxuna sola cosa hay que haces sin mí, y me callo.
Sin embargo, no me das nada en absoluto. «Cuando muera», dices,
xxx«te recompensaré». Nada quiero; pero muérete.

 

 

 

 

L

Lauredales,Platanares y aéreos pinares
xxxy un baño para muchos tienes tú solo,
y se alza para ti un elevado pórtico de cien columnas
xxxy hollado bajo tu pie luce el ónix,
y cascos fugaces baten tu polvoriento hipódromo
xxxy por todas partes suena el fluir del agua que mana;
largos atrios se abren. Pero ni para cenas ni para
xxxel sueño hay sitio en ningún lugar. ¡Qué bien no vives!

 

 

 

 

LVIII

Tu mujer te llama cortejador de criadas, y ella misma
xxxlo es con los portadores de literas: sois, Alauda, iguales.

 

 

 

 

LXIII

Córdoba, más rica que el Venafro bañado en aceite,
y no menos perfecta que un ánfora de Istria,
que superas las ovejas del albo Galeso
no engañando con sangre ni púrpura,
sino con tus rebaños teñidos de vivo color:
dile, te lo ruego, a tu poeta, que tenga pudor
y no recite gratis mis libritos.
Lo soportaría, si lo hiciera un buen poeta
al que pudiera darle recíprocos disgustos.
Corrompe sin recibir represalias el soltero,
el ciego no puede perder lo que os arrebata.
Nada hay peor que un ladrón desnudo:
nada más impune que un poeta malo.

 

 

 

 

LXVIII

Matutino cliente, razón de mi abandono de la ciudad,
xxxfrecuenta, si tienes buen juicio, los atrios suntuosos.
No soy yo un picapleitos ni persona apropiada para amargos litigios,
xxxsino perezoso y anciano y compañero de las Piérides,
me gustan el ocio y el sueño, cosas que me negó
xxxla gran Roma: me vuelvo, si se ha de estar en vela también aquí.

 

 

 

 

LXX

Hace poco, cuando un esclavillo patizambo llevaba la toalla a Apro
xxxy sobre su toguilla se sentaba una vieja tuerta
y un masajista herniado le aplicaba una gota de aceite,
xxxera un tétrico y áspero censor de los borrachos:
gritaba que había que romper las copas y derramar el Falerno
xxxque un caballero recién bañado bebía.

 

 

 

 

LXXX

Para no alabar a los dignos, alaba Calístrato a todos.
xxxPara quien nadie es malo, ¿quién puede ser bueno?

 

 

 

Marcial, Marco Valerio. Epigramas (Trad. María Ohannesian). Barcelona; Ed. Plaza & Janés, 2001.

 

EPIGRAMAS. MARCIAL. LIBRO XI.

 

XXIV

Mientras te escolto y te llevo a casa,
mientras presto mi oído a tus chácharas
y alabo todo lo que dices y haces,
¡cuántos versos, Labulo, podían nacer!
¿No te parece una desgracia, si lo que
Roma lee, busca el extranjero,
no menosprecia el caballero, retiene el senador,
alaba el picapleitos, critica el poeta
se pierda por tu causa? ¿Esto, Labulo, no es cierto?
¿Quién podría soportar que para que el número
de tus clientes sea mayor,
sea menor el número de mis libros?
En ya casi treinta días apenas he acabado
una sola página. Así sucede
cuando el poeta no quiere cenar en casa.

 

 

 

 

XXIX

Cuando con tu vieja diestra comienzas a tocar mi virilidad
xxxlanguideciente, siento que me degüellas, Filis, con tu pulgar:
pues cuando me llamas «ratón», o «luz de mis ojos»,
xxxcreo que apenas puedo recuperarme en diez horas.
No sabes de caricias: «Te daré», dime, «cien mil sestercios,
xxxte daré unas yugadas cultivadas de tierra de Setia;
acepta vinos, una casa, esclavos, vajillas cinceladas en oro, mesas».
xxxNo hacen falta dedos: frótamela así, Filis.

 

 

 

 

XXXV

Porque no voy a tu casa cuando me invitas
con trescientos desconocidos,
te sorprendes y quejas y buscas pelea.
No me gusta, Fabulo, cenar solo.

 

 

 

 

LXII

Lesbia jura que nunca la han follado gratis.
xxxEs verdad. Cuando quiere que la follen, suele pagar.

 

 

 

 

LXIII

Nos observas, Filomuso, cuando nos bañamos,
y preguntas a menudo por qué mis esclavos
imberbes están tan bien dotados.
Contestaré sencillamente a tu pregunta:
dan por el culo, Filomuso, a los curiosos.

 

 

 

 

LXXXVI

Para calmar tu garganta, a la que una tos áspera
xxxtortura constantemente, Partenopeo, el médico
ordena que te den miel y nueces y pastas dulces
xxxy todo lo que impide que los niños hagan travesuras.
Pero tú no dejas de toser en todo el día.
xxxEso no es tos, Partenopeo, es gula.

 

 

 

 

LXXXIX

¿Por qué me envías, Pola, coronas intactas?
xxxPrefiero tener rosas ajadas por ti.

 

 

 

 

XCVII

Puedo hacerlo cuatro veces en una sola noche: pero que me muera,
xxxTelesila, si en cuatro años puedo hacerlo una sola vez contigo.

 

 

 

 

C

No quiero, Flaco, tener una amante delgada,
cuyos brazos puedan rodear mis anillos,
que raspe con su nalga desnuda y pinche con su rodilla,
con una sierra en el torso y una punta de flecha en el culo.
Pero tampoco quiero una amante de mil libras de peso.
Soy hombre de carnes, no de grasas.

 

 

 

 

CII

No ha mentido quien me dijo que tú tenías
xxxhermoso el cuerpo, Lidia, pero no la cara.
Es así, si callas y te reclinas tan muda como
xxxun rostro en una estatua de cera o en un cuadro.
Pero cada vez que hablas, pierdes, Lidia, también el cuerpo
xxxy a nadie perjudica más que a ti su propia lengua.
Guárdate de que te oiga y te vea el edil:
xxxes un prodigio cada vez que una imagen comienza a hablar.

 

 

 

 

CVII

Me devuelves mi libro desenrollado hasta el final,
xxxSepticiano, como si lo hubieras leído entero.
Lo has leído todo. Lo creo, lo sé, me alegro, es cierto.
xxxAsí he leído yo, enteros, tus cinco libros.

 

 

 

Marcial, Marco Valerio. Epigramas (Trad. María Ohannesian). Barcelona; Ed. Plaza & Janés, 2001.

 

EPIGRAMAS. MARCIAL. LIBRO X.

 

XV

Dices que no eres menos que ninguno de mis amigos.
xxxPero, para que esto sea cierto, ¿qué haces, Crispo, pregunto?
Cuando te pedí prestados cinco mil sestercios, me los negaste,
xxxaunque tu pesada arca no bastaba para tus monedas.

 

 

 

 

XLIII

Ya a tu séptima esposa, Fíleros, has enterrado en el campo.
xxxA nadie le rinde el campo, Fíleros, más que a ti.

 

 

 

 

XLVI

Quieres, Matón, decir todas las cosas bien. Dilas de vez en cuando
xxxbien; dilas ni bien ni mal; dilas de vez en cuando mal.

 

 

 

 

LV

Cada vez que Marula sopesa con sus dedos
un pene erecto y lo mide un buen rato,
indica sus libras, onzas y gramos;
cuando después del trabajo y sus ejercicios,
yace aquél como una correa floja,
indica Marula cuánto más ligero es.
No es ésta, pues, una mano, sino una balanza.

 

 

 

 

LXV

Cuando de ser ciudadano de Corinto
te jactas, Carmenión, sin que nadie lo niegue,
¿por qué me llamas hermano, a mí, nacido
de íberos y celtas y ciudadano del Tajo?
¿Acaso nuestros rostros se parecen?
Tú te paseas radiante con los cabellos rizados,
yo, contumaz con mis cabellos hispanos;
tú, terso con la depilación cotidiana,
yo, con mis piernas y mejillas hirsutas;
tu boca es balbuciente y débil es tu lengua,
mi hija hablará con más fuerza:
no es tan diferente la paloma del águila
ni la gacela fugitiva del fiero león.
Por tanto, deja de llamarme hermano,
para que yo, Carmenión, no te llame hermana.

 

 

 

 

LXXXIII

Recoges tus pocos pelos de aquí y de allí,
Marino, y el ancho campo de tu brillante calva
cubres con los cabellos de las sienes;
pero movidos por el viento retroceden
y vuelven a su sitio y tu cabeza desnuda
rodean por aquí y por allí con grandes mechones;
entre Espendóforo y Telésforo
pensarías que está Hérmeros de Cidas.
¿Quieres reconocerte viejo con más franqueza
para parecer por fin una sola persona?
Nada hay más ridículo que un calvo melenudo.

 

 

 

Marcial, Marco Valerio. Epigramas (Trad. María Ohannesian). Barcelona; Ed. Plaza & Janés, 2001.

 

EPIGRAMAS. MARCIAL. LIBRO IX.

 

X

Quieres casarte con Prisco; no me sorprende, Paula: eres lista.
xxxPrisco no quiere casarse contigo: él también es listo.

 

 

 

 

LXXXI

El lector y el oyente, Aulo, aprueban mis libritos,
xxxpero cierto poeta dice que no están bien acabados.
No me preocupa demasiado: pues preferiría que los platos
xxxde mi cena hayan gustado más a los convidados que a los cocineros.

 

 

 

Marcial, Marco Valerio. Epigramas (Trad. María Ohannesian). Barcelona; Ed. Plaza & Janés, 2001.

 

EPIGRAMAS. MARCIAL. LIBRO VIII.

 

IX

Tres cuartas partes, Quinto, quería pagarte hace poco
xxxHilas el legañoso. Tuerto, quiere darte la mitad.
Acéptalo cuanto antes; breve es la ocasión de ganancia:
xxxsi se queda ciego, nada te pagará Hilas.

 

 

 

 

X

Por diez mil sestercios ha comprado Baso una capa
tiria del mejor color. Ha hecho un buen negocio.
«¿Tan bien ha comprado?», preguntas. Claro, no la pagará.

 

 

 

 

XIV

Para que tus pálidos frutales de Cilicia no teman el invierno
xxxy una brisa fuerte no hiera el tierno bosque,
unas vidrieras que se oponen a los notos invernales
xxxdejan pasar soles nítidos y el día sin sombra.
Pero a mí me das una habitación cerrada con una ventana
xxxdesajustada, en la que ni el Bóreas querría permanecer.
¿Así ordenas, cruel, que viva un viejo amigo?
xxxEstaré más protegido como huésped de uno de tus árboles.

 

 

 

 

XXVII

Quien te hace regalos a ti, Gauro, rico y viejo,
xxxsi eres listo y te das cuenta, te está diciendo: «Muérete.»

 

 

 

 

XLIII

Fabio entierra a sus esposas, Crestila a sus maridos,
xxxy ambos agitan la tea funeraria sobre el lecho.
Une, Venus, a estos vencedores, a quienes aguardará
xxxeste final: que una misma muerte se lleve a los dos.

 

 

 

 

LXIX

Admiras, Vacerra, sólo a los antiguos
y no alabas sino a los poetas muertos.
Perdóname, Vacerra: no vale
la pena morir para complacerte.

 

 

 

 

LXXIX

Todas tus amigas son viejas
o deformes y más feas que las viejas.
Las llevas de acompañantes y las arrastras contigo
por los banquetes, los pórticos, los teatros.
Así eres hermosa, Fabula, así eres joven.

 

 

 

Marcial, Marco Valerio. Epigramas (Trad. María Ohannesian). Barcelona; Ed. Plaza & Janés, 2001.

 

EPIGRAMAS. MARCIAL. LIBRO VII.

 

III

¿Por qué no te envío, Pontiliano, mis libritos?
xxxPara que tú no me envíes, Pontiliano, los tuyos.

 

 

 

 

XVI

En casa no hay dinero. Sólo me resta, Régulo,
xxxvender tus regalos: ¿me los compras?

 

 

 

 

XXV

Aunque siempre escribes sólo dulces epigramas
xxxy más blancos que una piel cubierta de albayalde,
y no hay en ellos ni pizca de sal ni gota de hiel amarga,
xxxquieres, sin embargo, insensato, que sean leídos.
Ni siquiera la comida gusta sin su chorrito de vinagre,
xxxni es agradable un rostro al que le faltan hoyuelos.
Dale a un niño las manzanas melosas y los higos insípidos:
xxxa mí, me gustan los de Quíos con su picante sabor.

 

 

 

 

LIII

Me enviaste en las Saturnales, Umbro, todos
xxxlos regalos que los cinco días te proporcionaron:
una docena de trípticos y siete mondadientes;
xxxles acompañaron una esponja, una servilleta, una copa,
medio modio de habas con una cesta de olivas de Piceno
xxxy un cántaro negro de mosto de Laletania;
llegaron pequeños higos de Siria con ciruelas blancas
xxxy una vasija pesada llena de higos de Libia.
Pienso que todo suma apenas treinta sestercios,
xxxlos regalos que ocho enormes sirios transportaron.
¡Con cuánta más comodidad y sin esfuerzo alguno,
xxxpodía haberme traído un esclavo cinco libras de plata!

 

 

 

 

LXXVII

Exiges que te reegale, Tuca, mis libritos.
xxxNo lo haré: pues quieres venderlos, no leerlos.

 

 

 

 

LXXXI

«Hay treinta epigramas malos en todo el libro.»
xxxSi hay otros tantos buenos, Lauso, el libro es bueno.

 

 

 

 

LXXXV

Porque escribes algunos cuartetos no insulsos,
xxxporque compones bien unos pocos dísticos, Sabelo,
te alabo pero no te admiro. Es fácil escribir bien
xxxepigramas, pero es difícil escribir un libro.

 

 

 

 

XC

Se jacta Matón de que he escrito un libro desigual:
xxxsi eso es cierto, alaba Matón mis poemas.
Libros no desiguales escriben Calvino y Umbro.
xxxUn libro no desigual, Crético, es el que es malo.

 

 

 

 

XCII

«Si necesitas algo, no es preciso que me lo pidas»,
xxxme repites, Bácara, dos o tres veces en un solo día.
El adusto Segundo me llama con voz inflexible:
xxxlo oyes y no sabes, Bácara, qué necesito.
Delante de ti, clara y abiertamente me reclaman el alquiler:
xxxlo oyes y no sabes, Bácara, qué necesito.
Me quejo de mis mantos gélidos y raídos:
xxxlo sabes y no sabes, Bácara, qué necesito.
Esto es lo que necesito, que te vuelvas mudo de repente,
xxxpara que no puedas decirme, Bácara, «si necesitas algo».

 

 

 

Marcial, Marco Valerio. Epigramas (Trad. María Ohannesian). Barcelona; Ed. Plaza & Janés, 2001.

 

EPIGRAMAS. MARCIAL. LIBRO VI.

 

XXXIV

Dame, Diadúmeno, intensos besos. «¿Cuántos?», preguntas.
xxxMe ordenas que cuente las olas del océano
y las conchas esparcidas por las costas del mar Egeo,
xxxy las abejas que vagan por el monte Cecropio,
y las voces y manos que suenan en un teatro repleto,
xxxcuando de pronto el pueblo ve asomar el rostro del César.
No quiero cuantos al armonioso Catulo dio, vencida por las súplicas,
xxxLesbia: pocos desea quien los puede contar.

 

 

 

 

XL

Ninguna mujer pudo ser preferida a ti, Licoris:
xxxninguna mujer puede ser preferida a Glicera.
Ésta será lo que tú: tú no puedes ser lo que ésta.
xxx¡Qué cosas hace el tiempo! Quiero a ésta, te quise a ti.

 

 

 

 

L

Cuando era pobre, Telesino cultivaba amigos sinceros,
xxxy vagaba triste con una gélida toga.
Desde que empezó a prestar atención a obscenos maricas,
xxxsin ayuda compra plata, mesas y fincas.
¿Quieres hacerte rico, Bitínico? Sé cómplice.
xxxNada en absoluto te darán los besos sinceros.

 

 

 

 

LXV

«Escribes epigramas en hexámetros», sé que dice Tuca.
xxxTuca, suele hacerse y, además, Tuca, se puede.
«Sin embargo, éste es largo.» También esto, Tuca, suele y se puede:
xxxsi apruebas los más breves, lee sólo los dísticos.
Lleguemos a un acuerdo: tú podrás saltarte los epigramas
xxxlargos, y yo, Tuca, podré escribirlos.

 

 

 

Marcial, Marco Valerio. Epigramas (Trad. María Ohannesian). Barcelona; Ed. Plaza & Janés, 2001.

 

EPIGRAMAS. MARCIAL. LIBRO V.

 

XLIII

Tais tiene los dientes negros, Lecania blancos como la nieve.
xx¿Cuál es la razón? Ésta los ha comprado, aquélla tiene los suyos.

 

 

 

 

XLVII

Que nunca ha cenado en su casa, jura Filón, y es así:
xxno cena, cuando nadie lo invita.

 

 

 

 

LII

Recuerdo lo que has hecho por mí y siempre lo tendré presente.
xx¿Por qué callo entonces, Póstumo? Tú lo cuentas.
Cada vez que comienzo a referir a alguien tus regalos,
xxenseguida exclama: «Él mismo me lo había dicho.»
Algunas cosas no las hacen bien dos: basta uno solo
xxpara esta tarea: si quieres que hable yo, tú calla.
Créeme, aunque inmensos, Póstumo, los regalos
xxse malogran por la indiscreción de su autor.

 

 

 

 

LVII

Cuando te llamo señor, Cinna, no quiero complacerte:
xxcon frecuencia también saludo así a tu esclavo.

 

 

 

 

LIX

Si no te envío plata, si no te envío oro,
xxlo hago, elocuente Estela, por tu propio interés.
Quien hace grandes regalos, así quiere recibirlos;
xxcon mis vasos de barro quedarás exonerado.

 

 

 

Marcial, Marco Valerio. Epigramas (Trad. María Ohannesian). Barcelona; Ed. Plaza & Janés, 2001.

 

EPIGRAMAS. MARCIAL. LIBRO IV.

 

XII

A nadie te niegas, Tais. Pero si esto no te avergüenza,
xxque al menos te avergüence, Tais, no negarte a nada.

 

 

 

 

XXIV

A todas las amigas que ha tenido Licoris, Fabiano,
xxlas ha enterrado: que se haga amiga de mi mujer.

 

 

 

 

XXXIII

Puesto que tienes el escritorio lleno de libros elaborados,
xx¿por qué, Sosibiano, no publicas nada?
«Mis herederos», dices, «publicarán mis poemas». ¿Cuándo?
xxYa es hora, Sosibiano, de que se te lea.

 

 

 

 

XXXVII

«Cien mil Corano y doscientos mil Mancino,
trescientos mil me debe Titio, el doble Albino,
un millón Sabino y otro tanto Serrano;
de los pisos y fincas tres millones enteros,
del rebaño de Parma recibo seiscientos mil»:
cada día, Afro, me cuentas estas cosas
y las retengo mejor que mi nombre.
Conviene que me des algo, para que pueda soportarlo.
Compénsame con monedas el empacho diario:
no puedo, Afro, oír gratis estas cosas.

 

 

 

 

XLI

¿Por qué para recitar te envuelves el cuello con lana?
xxÉsta conviene más a nuestras orejas.

 

 

 

 

XLIX

Flaco, no sabe, créeme, qué son los epigramas,
xxquien los llama sólo bromas o pasatiempos.
Bromea más quien describe el banquete del cruel
xxTereo o tu cena, crudo Tiestes,
o a Dédalo ajustando las alas líquidas a su hijo
xxo a Polifemo apacentando ovejas sicilianas.
Toda ampulosidad está lejos de mi librito
xxy mi musa no se hincha con el loco manto trágico.
«Pero todos alaban aquello, lo admiran, adoran.»
xxLo reconozco: alaban aquello pero leen esto.

 

 

 

 

LIX

Una serpiente se arrastraba por las ramas llorosas
xxde las Helíades, cuando una gota de ámbar le cayó de frente:
mientras se extraña de estar retenida por el espeso rocío,
xxde repente se queda rígida, ceñida por aquel hielo cuajado.
No te complazcas, Cleopatra, con tu real sepulcro,
xxsi una serpiente yace en un túmulo más noble.

 

 

 

 

LXXXIII

Cuando estás sereno, Névolo, no hay nada peor que tú
xxy nada mejor que tú, Névolo, cuando estás preocupado.
Sereno no saludas a nadie, desprecias a todos,
xxy no ha nacido para ti ni hombre libre ni persona alguna:
preocupado haces regalos, saludas a tu señor y rey,
xxinvitas. Ten, Névolo, preocupaciones.

 

 

 

 

LXXXVI

Si quieres ser aprobado por oídos áticos,
te exhorto y te aconsejo, librito,
que agrades al docto Apolinar.
Nadie hay más preciso y erudito,
pero nadie más íntegro y benigno:
si te acoge en su pecho o en sus labios,
no habrás de temer las burlas de los malignos,
ni darás molesta envoltura a las caballas.
Si te condenara, deberás correr al instante
a los cajones de los vendedores de salazón,
página cuyo dorso garabatearán los niños.

 

 

 

Marcial, Marco Valerio. Epigramas (Trad. María Ohannesian). Barcelona; Ed. Plaza & Janés, 2001.

 

EPIGRAMAS. MARCIAL. LIBRO III.

 

III

Tu hermoso rostro ocultas con negro maquillaje,
xxpero ofendes las aguas con tu cuerpo no hermoso.
Piensa que la diosa en persona te habla con mis palabras:
xx«O descubre tu cara o báñate vestida.»

 

 

 

 

VIII

«Quinto ama a Tais.» «¿A qué Tais?» «A Tais la tuerta.»
xxA Tais sólo le falta un ojo, a Quinto los dos.

 

 

 

 

IX

Dicen que Cinna escribe versitos contra mí.
xxNo escribe aquel cuyos poemas nadie lee.

 

 

 

 

XXVI

Tierras tienes tú solo, Cándido, dinero,
xxvasos de oro tienes tú solo, vasos murrinos tú solo,
Másico tienes tú solo y Cécubo de Opimio tú solo,
xxinteligencia tienes tú solo, tú solo también ingenio.
Todo esto tienes tú solo —¡yo no quisiera negarlo!—
xxpero tienes, Cándido, a tu mujer con todo el pueblo.

 

 

 

 

L

Ésta es, no otra, la razón de que me invites a cenar:
xxrecitarme, Ligurino, tus versitos.
Me quito las sandalias, al instante se me ofrece un enorme
xxlibro, entre las lechugas y la salsa de garum.
Se lee otro, mientras los primeros platos se demoran:
xxhay un tercero, y aún no ha llegado el segundo plato;
y un cuarto libro recitas y finalmente un quinto.
xxApestaría si me sirvieses tantas veces un jabalí.
Si no ofreces tus letales poemas a las caballas,
xxcenarás tú solo, Ligurino, en tu casa.

 

 

 

 

LI

Cuando alabo tu rostro, cuando admiro tus piernas y tus manos,
xxsueles decirme, Gala, «desnuda te gustaré más»,
y evitas siempre bañarte conmigo.
xx¿Acaso temes, Gala, que yo no te guste?

 

 

 

 

LXV

El aroma que exhala una manzana al morderla una tierna muchacha,
xxel de la brisa que procede del azafrán de Córico;
el de la viña blanca cuando florecen sus primeros racimos,
xxel que despiden las hierbas que una oveja acaba de arrancar;
el del mirto, el del segador árabe, el del ámbar molido,
xxel que emite un fuego pálido de incienso oriental;
el de la tierra suavemente rociada por una lluvia de verano,
xxel de la corona que ha ceñido unos cabellos húmedos de nardo:
todo esto, cruel niño Diadúmeno, exhalan tus besos.
xx¿Qué pasaría si me los dieses todos de buena gana?

 

 

 

 

LXVIII

Hasta aquí ha sido escrito, matrona, este librito para ti.
xx¿Para quién, preguntas, ha sido escrito lo que sigue? Para mí.
El gimnasio, las termas, el estadio están de este lado. Retírate.
xxNos desvestimos: abstente de mirar hombres desnudos.
Aquí, ya depuesto el pudor tras el vino y las rosas,
xxTerpsícore, borracha, no sabe lo que dice,
y abiertamente, sin eufemismos, nombra
xxal que en el sexto mes recibe la orgullosa Venus,
al que en medio de su jardín, como guardián, colocó el granjero,
xxal que contempla la honesta doncella tapándose los ojos.
Si te conozco bien, ya, cansada, este largo libro
xxabandonabas, ahora lo leerás todo entero con fruición.

 

 

 

 

LXX

Eres amante de Aufidia, tú que fuiste, Escevino, su marido;
xxaquel que había sido tu rival, es ahora el marido.
¿Por qué te gusta la mujer ajena, que tuya no te gustaba?
xx¿Acaso sin correr riesgos no se te puede empinar?

 

 

 

 

LXXXV

¿Quién te aconsejó cortarle la nariz al adúltero?
xxNo es con esa parte, marido, que te han engañado.
¿Qué has hecho,imbécil? Nada ha perdido con ello tu mujer,
xxpuesto que a salvo está la polla de tu Deífobo.

 

 

 

 

LXXXVII

Corre el rumor, Quione, de que nunca te han follado
xxy de que nada hay más puro que tu coño.
No te tapas, sin embargo, la parte que corresponde al bañarte:
xxsi tienes pudor, ponte el bañador en la cara.

 

 

 

Marcial, Marco Valerio. Epigramas (Trad. María Ohannesian). Barcelona; Ed. Plaza & Janés, 2001.

 

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