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CUATRO POEMAS DE BEGOÑA M. RUEDA
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A la noche,
algo desvela a Hija.
Siente el peso de alguien
tumbarse junto a ella en el jergón.
Hija
casi no
se atreve
a moverse.
Se ha dado cuenta de que quien sea no es su madre,
más bien huele a hombre.
Empapada en sudor, abre los ojos.
No ve que haya nadie pero lo nota,
mejor no moverse mejor cerrar fuerte los ojos
mejor esforzarse por no respirar,
por parecer muerta,
como tantas otras veces,
para poder sobrevivir.
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Quizás hubiera sido más fácil sin los hijos.
Hubiera preferido justo eso, una vida santa,
por qué no, las cuatro paredes de un convento
a salvo de la vida, de los hombres,
de casarse mal y a prisa con quince años
por no dar que hablar.
A salvo de ser mujer.
De ser educada para callar, obedecer, parir
hasta desgarrarse el útero y acatar
que el varón se acuesta con otras
para seguir sintiéndose varón.
Sin duda hubiera sido más fácil,
pero posguerra, mujer y pobre.
Qué otro remedio que amar al verdugo.
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Madre hace como que no escucha.
Madre sonríe.
Madre calla.
Madre cose.
Los hijos, siempre los hijos,
innecesarios como la maleza,
nunca entienden.
Sin duda hubiera sido más fácil sin ellos,
sin la maldición de Eva,
sin que le crecieran criaturas como tumores en las entrañas
que la ataran de por vida a un matrimonio.
Pero posguerra, mujer y pobre,
sobre todo mujer, y antes que nada, esposa.
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Madre se contempla en el espejo.
Con un pañuelo húmedo
se retira la sangre seca de la frente.
Los hijos, siempre los hijos.
Tamaño castigo de Dios.
Al menos ahora uno de los dos
no volverá a mirarla con odio,
con esa mirada insolente
que tan sólo pertenece
a la estirpe de Caín.
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M. Rueda, Begoña. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Murcia; Aula de poesía de la Universidad de Murcia, 2019.
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POR MI CULPA, POR MI CULPA, POR MI GRAN CULPA
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Madre no ha querido ver la luz desde que murió Padre.
Pasa las horas cosiendo a oscuras.
Cuando Hija le acercó un candil, Madre lo arrojó contra la pared.
Cuando Hijo intentó tranquilizar a Madre, Madre lo llamó alimaña.
Dice estar esperando el regreso de Padre.
Que Padre no se ha ido para siempre.
Que la muerte es una excusa para estar solo.
Hija le pregunta a Madre si ellos tres, que están solos,
verdaderamente están muertos.
Madre sonríe, calla y cose.
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Se hizo todo lo que se pudo para salvar a Padre.
Padre enfermó del corazón,
aunque no de la misma manera en que ha enfermado Madre.
Se vendieron los olivos para poder pagar las medicinas,
también los mulos, los caballos, las aves de corral,
los aperos de labranza.
La alianza de bodas.
Madre cuenta que Padre
murió con el dolor de abandonarlos en la pobreza.
Lo cuenta palpándose el dedo anular.
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No hubo otro modo de enterrar a Padre.
El dinero no alcanzaba para un cajón.
Los restos de Padre descansan en la era, de un saco,
no se sabe muy bien dónde, el viento ha arrancado la cruz.
Madre dice que no piensa llevarle flores,
que Padre va a volver,
pero lo que queda de Padre alimenta la era.
La vida,
como una niña ciega que se pierde de madrugada,
no sabe regresar.
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Madre los amenaza para que nadie se entere de lo de Padre.
Si alguien pregunta,
un señorito se ofreció a pagar el sepelio.
Padre había sido un hombre amable,
no quería que le pegaran a los animales,
daba de comer a los pobres,
quería a sus hijos más que a cualquier otra cosa, y por eso,
no se debería de mancillar su memoria.
Hija, obediente,
se oculta los moratones mientras asiente con la cabeza.
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Hijo entiende a Hermana.
Hijo perdió la visión del ojo derecho
una vez que Padre intentó corregirle con los puños.
Como Hermana,
durante mucho tiempo estuvo pensando que lo merecía.
Estuvo pidiendo permiso para poder respirar hasta hacerse hombre.
Estuvo pidiendo perdón por estar vivo hasta que Padre expiró.
Hijo corría en busca de Madre cuando Padre puño de `piedra,
pero Madre miedo de Padre, Hijo corría tropezaba sangraba,
golpeaba puertas de vecino siempre cerradas pero Padre,
monstruo, siempre terminaba por pisarle el pecho.
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Padre azotaba desnuda a Hija en el establo cada vez que menstruaba.
En lugar de agua, le daba sal para calmar la sed del sufrimiento.
Hija, desesperada, llegó a degollar una gallina para beberse la sangre.
Hermano no podía ayudarla, Hermano yacía desmayado de hambre en el jergón.
En ocasiones despertaba y escuchaba los alaridos de Hermana con impotencia.
Desde que se vendieron las bestias, han crecido amapolas en el establo.
Hijo y Hermana las contemplan.
Hijo abraza a Hermana,
le susurra
que la justicia está floreciendo.
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Hijo no entiende por qué Madre sigue queriendo a Padre.
A Madre también la golpeaba, hería, dejaba inconsciente.
Hija cree que Madre también se piensa que lo merecía.
Es difícil no pensarlo cuando te lo repiten a diario.
Hija le señala a Hermano el canario de la jaula.
Lleva tres días con la puerta abierta y no se atreve a salir.
Hermano comprende.
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A Hija le cuesta reconocerse en el espejo.
Se cepilla los cabellos y sonríe.
Es la primera vez en doce años que consigue mirarse al espejo
sin sentir vergüenza de ser ella misma.
Está comenzando a pensar
que más vergüenza debería de haber sentido Padre.
Es extraño.
Sobrevivir a la bestia y volver a quererse.
Poder hacerlo.
Saber cómo.
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M. Rueda, Begoña. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Murcia; Aula de poesía de la Universidad de Murcia, 2019.
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