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MANERAS DE RENDIRSE

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Si notas que en el hombro se duerme una caricia.
Si un aliento tímido te calienta la nuca.
Si te toma del brazo una mano invisible.
No aclares el misterio. Solamente sonríe.

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Alcanzaremos un día la ciudad dormida.
Exhaustos, sin palabras y con la lengua seca.
Maniatados e inermes en el alma del otro.
La piel de nuestros cuerpos bañada de saliva.
Una llaga en los labios de maltratarnos tanto
(un pétalo de fuego en el paladar: un beso).
Inmortales, cautivos, dispuestos a perdernos.
De noche. Me da los mismo Tánger que Lisboa.
Una isla en el mapa que un rincón de tu casa.

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Claro que se puede ser feliz y estar muy triste.
Como se puede ser el primero y llegar tarde.
Hablar al silencio y esperar una respuesta.
No dormir porque en el pecho hay pájaros con frío.

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Bendita sea la furia del poeta persa.
Bendita su defensa suicida del instante.
Bendita la lectura que tus ojos hicieron.
Bendito mi corazón que recibió el disparo.

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Mi ambición es humilde: arder como la pisada
de un pájaro en la nieve. Acariciar una hierba
en tus pezones. Celebrar en tu piel el gozo
de la lentitud. Acostumbrarme a ese pecado.
Disolverme en el mar de tu sangre como el vino.
Perderlo todo en un ángulo de tu cocina:
un libro, el pánico, la camisa y el destino.
Encontrarlo en la penumbra de tu dormitorio.
Resucitar desnudo en un pliegue de tu cuerpo.

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Vive el instante con la voracidad de un niño,
como si construyeras un sueño con las manos,
como si no supieras que tampoco la belleza
tiene sustento en nada. Es una máscara. Un disfraz.
Demorarme en tus labios casi me hace olvidarlo.

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Busca mis manos en el abismo de la noche.
Inclúyelas en lo más cálido de tu sueño.
Vigila su vuelo en tu callada duermevela.
Háblales de los altibajos de tu corazón.
Arrúllalas con el loco aliento de tu boca.
Protégelas del frío de la vida. Bésalas.

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Quemar el día como si fuera leña seca.
Mirarte como si temiera la extinción del sol.
Cerrar los ojos para olerte en cada ráfaga
de viento. Beber en el sudor de tus axilas.
Quemar el tiempo en tu piel como si se acabara.

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La luz de tu rostro, ¿es un sueño de ébano
o el rastro de una figura que baila en la pared?

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He vivido estos días con los ojos cerrados.
Para pensar en ti. Para no dejar de verte.

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¿Hacía falta que el tiempo se esfumara
para legar hasta ti, para reconocerte?
¿No había señales inequívocas en torno:
el hechizo de tu sonrisa desde la puerta,
el sarcasmo maduro que bailaba en tus ojos,
el vuelo de tu mano demorado en mi brazo,
tu nombre, la misma resonancia de tu nombre
mil veces repetido a lo largo de los años
como una luz entre la niebla, como un aviso?
¿Hacía falta que el tiempo casi se rindiera?

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Sueño que te construyo con la lengua. Despacio.
Sumerjo las manos en el barro de tu cuerpo
con fiebre de artesano. Te creo y te descreo.
Derribo con parsimonia todas las murallas.
Descubro una cabaña en un pliegue de tu vientre
y me quedo allí a vivir hasta el fin de los tiempos.
Un río pacífico en el cauce de tu espalda.
Una fuente en tu boca. Una luz entre los pinos.
Nieve en tus caderas que retiro con mis manos.
Una frontera en tu piel que me aparta del miedo.

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Negra tu espalda como la espalda de la noche.
Negro el misterio de tu mirada. Negro el iris.
Negras las manos que se cobijan en mi cuerpo.
Negros tus pechos como la música del tiempo.
Negrísima tu voz como el mapa de África.
Negra la sombra de tus axilas y tu cuello.
Negro el temblor de tus caderas. Negro tu sueño.
Verde la línea que asoma en tu mirada oscura.
Roja la cruz de los pezones. Negro mi estupor.
Negro el azúcar jugoso y turbio de tu boca.
Negro el zumo de tus piernas y la faz del miedo.
Negrísima la sangre. El alma negra. Negra tú.
Libre. Sin amarras. Como un prófugo en la noche.

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Cuando la noche entre en tus huesos con afán de herir,
cuando la vida muestre su lado más oscuro,
piensa en mí, no te rindas, recuerda aquel minuto.
Busca en tus sábanas un residuo de mi sueño.
Atrapa en el aire el humo de nuestra mirada,
un ala de aquel milagro que detuvo el tiempo.
Protege la belleza de tu tez africana
bajo la luz del rincón donde yo te escribía.
Husméame sin miedo. Cierra los ojos. Duerme.
Me verás llegar desnudo a acariciar tu espalda.
Como llegaste tú. Como siempre estás llegando.

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El poso de unas gotas de vino en el paladar.
Un paisaje inmortal en la cueva del corazón.
Un puñado de poemas para leer en paz.
Algo de cine. Una canción de Joan Manuel Serrat.
Un paseo junto al mar a estribor de tu cuerpo.
Basta con cuatro cosas para una vida buena.
Al final, con gratitud, contemplar en la huerta
la olorosa flor de la albahaca. Tu figura.
La caricia de tu mano en los últimos brotes
que la tierra restituya al sol de tu sonrisa.
Muy al final. Cuando hayamos derrotado al tiempo.
Cuando lo hayamos compartido todo sin dolor.

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Aunque un día se acabe la dicha de mirarte,
aunque se estreche el cauce de los besos que me das,
aunque la garra interior desate la cólera
y me impida dormir, aunque se apague la llama
de tus ojos, nada es imposible. Ni siquiera
que el corazón te permanezca para siempre fiel.

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El tiempo carcome el alma de las utopías.
Devora sin compasión el lustre de los sueños.
No merece el regalo de una sola ventaja.
Gocemos, por eso, del resplandor efímero
de cada pétalo que se extinga en nuestras manos.
Entra en mis ojos con la audacia del primer día.
Hagamos el camino paso a paso. Sin prisa.
Sin prever el destino. Pero también sin temor.

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Hurga de vez en cuando en mi rincón de tu casa.
Descubrirás fragmentos de mi mejor caricia.

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Nadie puede acariciar el día de mañana,
interpretar el rumbo de lo que no respira,
buscarle un sentido a lo que ni siquiera late.

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Del postrero aliento que desvalija el corazón
del caos, de entre la incertidumbre de voces
que agita el universo, casi como un milagro,
se destila la tuya como un gas venenoso
que yo respiro con el placer de los suicidas.

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Buxán, Alfredo. Las palabras perdidas (Poesía 1989-2008). Madrid; Bartleby editores, 2011.

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