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RECETAS PARA ASTRONAUTAS

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EL BEBÉ DEL 3ºA

Una mañana de sábado nos cruzamos en la escalera con la pareja que vive en el 3ºA. Acarreaban una cuna ya montada, por lo que les dimos la enhorabuena. Su sonrisa de padres primerizos no desapareció en las siguientes semanas, en las que les vimos con ropa de niño, juguetes o un carricoche.
xxxComo la barriga de ella no crecía, dimos por sentado que se trataba de una adopción, y que esperaban a su primogénito desde la distancia.
xxxSin embargo, los meses pasan y ningún niño llega al 3ºA. La pareja sigue con su sonrisa bobalicona y ha comenzado a pasear por el barrio un carricoche vacío. Lo más extraño de todo es que, en el silencio de la noche, un llanto de bebé se escucha tras las paredes del 3ºA.

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RUINAS

Volvía a casa de muy buen humor. La mañana en el colegio había sido muy productiva: había recibido dos buenas notas y el maestro de Educación Física lo había seleccionado para el equipo. Además, hoy tocaba comer tortilla de patatas, su plato favorito. Ya se relamía cuando, al llegar a casa, se encontró con un edificio en ruinas. Pensó que se había equivocado de calle y miró a ambos lados. las casas que vio sí eran las de sus vecinos, lo que aumentó su desconcierto. Saltó la valla, cruzó el jardín y franqueó la desvencijada puerta. Las habitaciones eran las mismas que las de la mañana, pero todo estaba medio derruido. Parecía que nadie había vivido allí en años. Llegó hasta el salón, cuya pared tenía un gran boquete, y entre los cascotes pudo ver la foto familiar de aquel verano amarillenta y llena de polvo. Anonadado y con las lágrimas a las puertas de sus ojos llegó hasta la cocina. Gritó «mamá» hasta que le dolió la garganta, pero nadie le respondió. Se sentó sobre los escombros y fue entonces, mientras las lágrimas recorrían ya sus mejillas, cuando sintió aquel olor a tortilla de patatas tan familiar.

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MISS PEDANÍA

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxTe comían con los ojos los feriantes y los malotes.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxMiguel Ángel Hernando, ‘Lichis’

Qué tristes me parecen los ojos de la reina de las fiestas de 2004. Qué gris su mirada bajo el viento del invierno y las capas de rímel, mientras espera el autobús de línea en una carretera sin cuneta.
xxxLejos queda el verano en el que fue la chica más envidiada de un rincón de la Huerta con nombre árabe. De aquello sólo resta una foto en el comedor de sus padres en la que aparece con demasiada laca en el pelo y demasiadas manos sobre su culo adolescente.
xxxQué rotas han quedado las promesas de aquel garrulo del pueblo de al lado que le prometía una tienda para ella sola minutos antes de follársela en el asiento de atrás de un descampado inmundo. Promesas que borró el tiempo. Y el paro en la construcción. Y los dos bombos que ahora se pelean a su vera en la parada del autobús.
xxxElla no tiene ni una canción de Sabina que recuerde sus años de esplendor. La época en la que yo era  el chaval que ansiaba sus besos desde debajo del escenario. El chaval que no tenía ni siquiera valentía para invitarla a salir huyendo de allí.
xxxQué triste es su media sonrisa, ya ni siquiera irónica, y su olor a limones recién cortados.
xxxQué poco queda, en sus veinticinco años de mujer divorciada, de la reina de las fiestas del año 2004.

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xxxxxxxxxDIOS
(UNA HISTORIA DE AMOR)

Partamos de la omnipresencia de Dios. Según las religiones monoteístas Dios puede estar en una piedra. O ser una mariposa. Dos mil años de Cristianismo nos han hecho creer que Dios es omnipotente, una especie de Supermán con una kriptonita llamada Ateísmo. Dios, por lo tanto, lo puede todo y está en todas partes.
xxxEn este relato, sin embargo, Dios no será ese ser inabarcable y etéreo, sino una de sus múltiples encarnaciones. Tomará la imagen de una camarera de veinte años que atiende las mesas de una cafetería de la ciudad suiza de Berna. Porque Dios está en todas partes y lo puede todo, incluso hacer capuchinos y limpiar la barra en el invierno centroeuropeo.
xxxDios se acuesta todas las noches muy temprano para poder ir a trabajar sin sueño al día siguiente. Dios sueña lo justo, ya creó una vez un mundo y considera innecesario volver a hacerlo noche tras noche en su imaginación. Dios se levanta, también, muy temprano, porque la mayoría de los días le toca abrir la cafetería suiza en la que trabaja cuando el sol aún es una ilusión lejana en el cielo.
xxxLa cafetería de Dios se encuentra en Falkenplatz, muy cerca de la universidad, y tiene un gran ventanal que da a un cruce que no podemos llamar plaza. Justo en la puerta hay una mesa y un banco para los raros días de sol y al lado una frutería atendida por unos pakistaníes. Por su cercanía al centro universitario, la cafetería está repleta, tanto por la mañana como por la tarde, de estudiantes provenientes de todos los cantones de la Confederación Helvética. Son jóvenes que ríen en voz baja con sus capuchinos hirviendo entre sus manos y con sus gorros y guantes secándose junto a los tres radiadores de la pequeña cafetería. Los estudiantes, que aprenden además de sus asignaturas a ser buenos ciudadanos suizos, pagan en la barra sus consumiciones y se despiden con un «danke» apenas mascullado.
xxxDios, en su magnánima bondad, les responde a todos con una sonrisa de muchacha rubia de veinte años y les desea un buen día con la educación de las camareras suizas. En ocasiones, alguno de los estudiantes le responde a Dios con una sonrisa más cálida de lo habitual. Porque Dios, además de regir el destino del Universo, es una muchacha muy guapa, con unos ojos azules como la reverberación de una galaxia y con unos pechos pequeños y turgentes como manzanas del pecado original.
xxxUno de estos estudiantes es Hans, un joven alumno de Derecho y aprendiz de poeta que se pasa las tardes en la cafetería entre su té con leche, su libro de Robert Walser y las miradas furtivas a Dios. Hans escribe poemas sobre aquella camarera con una piel tan blanca como la nieve que rodea los psiquiátricos suizos. Ella nunca va más allá de su fría sonrisa, un gesto lleno de cortesía pero que no le da el coraje suficiente a Hans para proponer una cita. Así que nuestro joven aprendiz de poeta vuelve tarde tras tarde a la cafetería de Berna con cristalera a la avenida y por la noche retorna a ella a través de las imágenes de Google Maps.
xxxLa perseverancia de Hans va, poco a poco, acortando la distancia sideral que les separa y Dios va aumentando la calidez de sus sonrisas e incluso acompaña con alguna palabra el «danke» de rigor. Tanto que Hans se atreve, una tarde que están solos en la cafetería, a preguntarle si le gusta Walser, y consigue conocer su nombre humano. En pocos días, Walser les lleva a Rilke y éste a la infancia de Dios en un pequeño pueblo del Jura y de allí a una mesa en una pizzería del centro de Berna, donde la cena da pie a un primer y casto beso con el que inician su relación.
xxxHans, por supuesto, no sabe que su chica, aquella a la que escribe horribles poemas con rima, es en realidad una divinidad adorada por miles de millones de personas en todo el mundo. Y Dios, por supuesto, no le da motivos a Hans para pensar que ella no es más que una joven camarera a la que le gustan las películas de Woody Allen, follar en el sofá y que se ruboriza como una niña cuando él la besa furtivamente en la cafetería.
xxxPero ella sabe que no deja de ser un ente etéreo y omnipresente hecho carne en los 55 kilos de una muchacha suiza. Un ser que algunos llaman Dios, otros Yahvé, Alá, Dinero, y que Hans bautiza «Amor» en las febriles noches que pasan juntos. Ella también sabe que, a pesar de regir el destino de la Humanidad, no puede hacer nada.
xxxNo puede hacer nada cuando él le habla de un viaje por la costa de Croacia el próximo verano. Dios sabe que tampoco puede hacer nada cuando, algunos días, Hans incluso le habla de irse a vivir juntos, de un futuro con hijos rubios y mortales y de una vejez en el Sur. Porque Dios sabe que, a pesar de que le rezan cada día millones de creyentes pidiéndole milagros, Ella no puede hacer nada contra el destino ni contra el Libre Albedrío de los conductores de autobús. Sabe que tampoco puede luchar contra la ley de gravedad ni contra la torpeza de Hans, que resbala sobre el suelo mojado y es atropellado justo enfrente de la cafetería. Incluso es incapaz de lograr que el corazón de Hans, ese que tantas veces le había ofrecido en sus poemas, siga latiendo.
xxxLo único que puede hacer Dios es abandonar la barra de su cafetería y que sus ojos azules como los confines galácticos sean lo último que vea Hans antes de morir. Antes de morir sin ver que ella es incapaz de derramar una sola lágrima. Incapaz de sentir amor por alguien minúsculo e insignificante para un Ser cuyo amor sólo es capaz de expresarse en magnitudes interplanetarias. Así que le cierra los ojos a Hans y vuelve a su cafetería porque, además de un ser inmortal, Dios es una muchacha de veinte años que quiere terminar pronto su faena para volver a casa temprano.

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COMUNIÓN
(Mi padre era un alcohólico. Mi madre, una fundamentalista cristiana. Aquel tenía que ser el mejor día de mi vida. Pero nada salió bien).

Despertarse el día en el que haces la primera comunión con ganas de vomitar no es una buena señal. Quizás lo sea en algunas culturas lejanas, como la de los antiguos aborígenes australianos. Pero mi cama no estaba en la Australia del siglo XVI, sino en un pueblo de la Murcia de 1992. Y no, amanecer mareada y con náuseas no era lo mejor para un día que no iba a ser como los demás domingos. Porque en el resto de domingos íbamos a misa, sí, pero, después, la comida no era pantagruélica y la convivencia con mis primos, tíos y abuelos no se alargaba hasta la noche. Además, estaba el traje. No sé a qué pervertido se le ocurrió que las niñas vistiéramos el día de nuestra primera comunión como si fuéramos una novia a punto de casarse. Por todo ello, aquel día no iba a ser, ni de lejos, como el resto de los malditos y aburridos domingos, iba a ser mucho peor.
xxxHabían pasado ya unos minutos desde que me había despertado y yo seguía en la cama anticipando lo peor que me podía pasar durante ese día. A pesar de que apenas eran las ocho de la mañana, el teléfono ya estaba descolgado y mi madre parloteaba con alguna de mis tías sobre algo relacionado con «el traje de la cría». La cría era yo y el traje aún no estaba en mi casa porque una costurera amiga de la familia había tenido que llevárselo para terminar de arreglarlo. Mi madre se había empeñado en comprarlo con meses de adelanto y, al probármelo el día antes de la comunión, el traje me quedaba pequeño. O yo había crecido o el traje color merengue había menguado por arte de magia. Mi madre, apenas veinte horas antes de la fastuosa ceremonia, me daba vueltas y más vueltas y me tiraba de todas partes sin poder creer que el traje, guardado durante meses en el armario, no me quedara como el día en que me lo probé. Por suerte, una vecina se ofreció a arreglarlo y se comprometió a traerlo a tiempo para la comunión.
xxxPero eran «las ocho de la mañana y la Mari no me ha traído el dichoso traje, Virgen del Carmen, con lo liá que estoy yo y la peluquera sin venir». Mi madre usaba a todas las vírgenes que conocía ante cualquier veleidad que nos pasara en la familia. La Virgen del Rosario estaba especializada en hallar objetos perdidos; la del Consuelo en consolar, obviamente; la Virgen del Camino en calmar sus enfados cuando mi padre llegaba tarde a casa y la Virgen del Carmen era una especie de talismán que lo mismo valía para un roto que para un traje de comunión aún descosido.
xxxTragándome mi propia náusea me levanté y me dirigí hacia la cocina. Allí mi santa progenitora trajinaba con el teléfono, con su café con leche y con la escoba, sin poseer más que las dos manos reglamentarias. En cuanto me vio, y sin dejar de lado ninguna de sus ocupaciones, me besó en la frente y me anunció que el traje estaría listo en una hora y que no me preocupara por nada. Por supuesto, yo me preocupé, porque en un par de horas tenía que salir hacia la iglesia y no estaba segura de que el traje llegara a tiempo. En realidad, lo del vestido me daba igual, pero me ponía muy nerviosa un escenario que incluía a mi madre más histérica de lo que habitualmente estaba.
xxxAnuncié con prevención que me dolía «un poco» la barriga, a lo que mi santa reaccionó tirando de su arsenal de vírgenes y preparándome una manzanilla que no hizo sino acrecentar mi asco. Después me metí en la bañera, en aquella época aún no se había inventado la ducha, e intenté relajarme, algo que no pude porque seguía oyendo los gritos de mi madre, colgada del teléfono y de sucesivas conversaciones con cada una de mis tías. Cuando salí del baño con el albornoz que unos amigos de la familia me acababan de regalar, y que me duró más de una década, el traje-merengue ya estaba encima de mi cama. Mi madre daba gracias al «Señor» y me impelía a que me lo probara de nuevo. La costurera había hecho un buen trabajo, aunque ahora me quedaba un poco grande.
xxxLos chillidos de la glorificadora de vírgenes ante tal milagro lograron, por fin, despertar a mi padre, que tras tragarse un carajillo comenzó a afeitarse con su maquinilla eléctrica. Aquel sonido mecánico aún hoy me da miedo, ya que me recuerda el mal humor que gastaba por las mañanas y que no amainaba hasta que se tomaba su primera cerveza. Para contrarrestarlo, mi madre solía poner una cinta que contenía los grandes éxitos de su cantante favorito, Roberto Carlos, que escuchaba con una obsesión casi enfermiza. Tanto se repetían en mi casa aquellas canciones que cuando en la escuela nos pedían que escribiéramos una redacción sobre nuestra mascota, yo contaba que en mi casa teníamos un gato que estaba siempre «triste y azul», dejando anonadada a la maestra y entredicho mi salud mental.
xxxLa mañana avanzaba con esa emoción contenida que era tan propia de mi familia en los días importantes y comencé a cumplir con las distintas partes del rito de la comunión. La primera era una mezcla de ostentación y gratitud y consistía en presentar, ante una videocámara manejada por uno de mis primos mayores, los distintos regalos que había recibido y quién había sido el familiar o amigo al que le debía mi nueva cámara de fotos, mi primer globo terráqueo o aquella colección de bragas blancas (gracias, abuela). El siguiente paso en el orden del día fue la preceptiva procesión desde mi casa hasta la iglesia. Vivíamos a las afueras del pueblo, pero mi madre se empeñó en caminar los veinte minutos largos que nos separaban del templo, trayecto que siempre hacíamos en coche, para que todos nos vieran enfundados en nuestras mejores galas. Nuestras mejores galas (¿acaso hay «peores galas»?) consistían en mi vestido-merengue, el traje con hombreras de mi madre y la chaqueta gris de mi padre, que, a esa hora, aún seguía con un humor de perros y una resaca, ahora lo sé, de aúpa.
xxxJamás me he sentido, como durante aquel paseo, tan identificada con las actrices de cine que caminan por las alfombras rojas; todas las vecinas se esforzaban por ser lo más histriónicas posible en la ponderación de mi belleza y de la de mi traje. Aquello, no lo niego, me gustaba, pero no mitigaba la incomodidad que sentía dentro de aquella superposición de capas de tul y bajo aquel abrasador sol de mayo. Mi madre, orgullosa como pocos días de su familia, se dirigía hacia el templo que visitaba todos los días como si aquella fuera, es cierto que lo era, una ocasión única y que la volvía a convertir, como en el ya lejano día de su boda, en el objetivo de las miradas del pueblo entero.
xxxConforme nos fuimos acercando a la iglesia, tuvimos que compartir el protagonismo con otras familias que también realizaban aquel ridículo paseo y que sonreían como si de una competición por deformar sus mejillas se tratase. En cuanto nuestra pequeña comitiva, a la que se habían ido sumando vecinos y familiares, hubo aterrizado en la plaza del pueblo, un nuevo foco de incomodidad se cernió sobre mí. Sentadas en varios bancos y con su arsenal de miradas y sonrisitas, mis compañeras de clase comenzaron, sin dignarse a saludarme, a comentar mi vestido y mi peinado. Yo no era la más popular del colegio, pero las circunstancias de aquella mañana me habían colocado en el centro de las críticas de las arpías sin entrañas más retorcidas de mi clase. «Las circunstancias» a las que me refiero merecen un párrafo aparte.
xxxMi madre estaba obsesionada, desde siempre, con que mi comportamiento en las clases de catequesis fuera intachable. Le preocupaba menos que me formara como una buena cristiana que su reputación entre el resto de beatas y, especialmente, ante don Fermín, el cura que acaudillaba a las mujeres más fervorosas del pueblo, siguiera intacta. Por eso, reaccionó de manera tan desproporcionada cuando una de las catequistas le informó de que yo solía bostezar en clases de preparación a la comunión y de que no mostraba interés, lo cual, hay que reconocerlo, era cierto. Mi madre, herida en su orgullo ante las catequistas, montó en cólera y me obligó a pasar un año más en aquellas clases, convirtiéndome, seguramente, en la única niña de todo el universo que tuvo que repetir un curso en la catequesis. Por ello, aquel domingo hacía la comunión con un año de retraso y por eso aquellas arpías asistían con deleite a mi hundimiento social.
xxxRodeado de niños y niñas a los que sacaba un año, y una cabeza en la mayoría de los casos, intentaba atender las palabras de don Fermín, que versaban, inevitablemente, sobre «la importancia del sacramento que vais a recibir». A aquellas alturas, mi madre escuchaba al párroco en su habitual posición ascética y mi padre había huido de la iglesia en dirección a La Sacristía. Éste era el nombre que, no sin cierta guasa, habían dado al bar que estaba en la misma plaza que el templo y al que se escabullían la mayoría de los hombres del pueblo durante los sermones de don Fermín.
xxxAfortunadamente, mi padre, con alguna cerveza ya en el cuerpo, regresó justo antes del momento culminante de la ceremonia: la primera comunión de aquel grupo de niños que, en su mayoría, no volverían a pisar la iglesia en los próximos años. En aquel instante, sin embargo, todos habíamos alcanzado, gracias al calor que hacía allí y a lo sobrecargado de nuestros trajes, un estado parecido al trance. En mi caso, lo que yo creía verdadera fe era un mareo que minuto a minuto iba a crecentando mis náuseas. Yo, acostumbrada a la religiosidad teatral de mi madre, adopté una actitud mística y me dirigí, cuando me llegó el turno, hacia don Fermín. El problema es que don Fermín tenía la manía de meter la forma consagrada hasta casi la garganta del comulgante, lo que provocó en mí una arcada de dimensiones importantes. El murmullo de la gente que copaba la iglesia se tornó en crispación y los ojos de mi madre, que estaba justo al lado de don Fermín, parecían querer salirse de sus órbitas. Por fortuna, no llegué a vomitar y la oblea se deshizo en mi glotis como un iceberg en el mar contaminado.
xxxEl resto de la ceremonia se me pasó en una nube en la que se mezclaban el mareo, la vergüenza y, ya en menor medida, el fervor religioso. Cuando terminó la misa, que superó la hora y media (sin bises), mis mejillas fueron objeto de distintos tipos de succiones y tirones por parte de mis tías más sádicas. Después, vino la obligada fotografía en las escaleras del altar, en la que hoy me veo como una novia en miniatura, acompañada por una madre cargada de carmín y hombreras y un padre somnoliento. Es de las pocas imágenes que tenemos juntos y es, aunque parezca imposible, lo más cerca que jamás estuvimos de ser una familia feliz.
xxxLa salida de la iglesia trajo consigo más calor, más tías sádicas y más miradas burlonas de mis compañeras de clase, que me miraban desde la superioridad que les daba haber comulgado un año antes. Como mi madre seguía dentro con don Fermín, me encaminé con mi padre y uno de sus amigotes de vuelta a casa. Allí cogimos el Volkswagen familiar sin el 33% de nuestra familia, mi madre, que iba en el 2CV del párroco, rumbo al restaurante en el que se iba a celebrar el convite. En aquellos primeros años 90, años de desarrollismo, exposiciones universales y guerra sucia contra ETA, había varios indicativos que mostraban el nivel económico de una familia murciana. Uno de ellos era poseer dos vehículos, algo que nosotros no lográbamos; otro, celebrar los eventos no en el bajo de la casa de un familiar, como hacía la mayoría, sino en un restaurante. Mi madre se había empeñado en gastarnos el poco dinero que teníamos ahorrado en una celebración por todo lo alto, lo cual, dada la situación de nuestra economía, significaba un menú ramplón en un restaurante del polígono industrial que colindaba con nuestro pueblo. Hacia allí nos dirigíamos mi vestido-merengue y yo en el asiento de atrás de un coche en el que en la parte delantera se dilucidaba un interesante debate entre mi padre y su amigo sobre las tetas de la camarera de La Sacristía.
xxxComo en aquella época aún no se habían puesto de moda, afortunadamente para los bolsillos de mis padres, las opíparas recepciones que hoy en día reducen la comida de las bodas a un postre salado, el centenar largo de invitados a mi comunión nos dirigimos directamente al salón del restaurante. Allí, ocupamos varias mesas larguísimas y aumentamos el bullicio provocado por el resto de comuniones, cada una con su respectiva niña-merengue o niño-marinero, de las que nos separaban unos simples biombos. Los niños nos sentamos en una de las mesas, presidida de manera temeraria, por la tarta de varios pisos que coronaba una reproducción en miniatura de una niña vestida igual que yo. En la mesa de enfrente estaban mis padres, sentados uno al lado del otro, pero más pendientes de los que tenían a sus respectivos lados, don Fermín y el amigote de mi padre, que de su cónyuge.
xxxEl menú infantil pronto llenó las copas junto a la Fanta de naranja, creando un mejunje de refresco, croqueta y patatas fritas que hoy en día no desentonaría en los restaurantes con varias estrellas Michelín. En la mesa de los mayores, las gambas descongeladas y los platos de jamón salado y queso reseco eran regadas por jarras de cerveza y botellas de tinto, especialmente dadas a vaciarse en la zona que ocupaban mi padre y su amigo. Mi madre apenas probó la comida y parecía alimentarse de las palabras que salían de la boca de don Fermín, que amenizaba el convite con anécdotas de diverso pelaje sobre su época de misionero. A mí me costaba imaginarme a aquel hombre seco y calvo dirigiéndose, con la virulencia con la que lo hacía a los parroquianos de mi pueblo, a los pobres negros de África, pero jamás verbalicé estas dudas delante de mi madre, que escuchaba siempre aquellas historias como leyendas marianas y que, incluso, a veces llegaba a fantasear con la idea de hacerse misionera. Tranquilos, nunca la ha llevado a cabo.
xxxComo suele suceder en toda comunión que se precie, los niños salieron corriendo de la mesa a la media hora de haber comenzado el convite. Cuando yo me levanté para hacer lo propio, mi madre me lanzó una mirada amenazante y con un gesto me ordenó que me mantuviera allí sentada, lo cual tuve que hacer con la única compañía de una prima segunda que tenía una pierna ortopédica. Lo bueno de aquello es que no me perdí el espectáculo que, tras la ingesta de la pata de cabrito, protagonizó mi padre. Afectado ya por el Jumilla y alentado por su amigo, mi amado progenitor tuvo la feliz idea de tocarle el culo a una de las jóvenes camareras del restaurante. Reconozco que el término tocarle es un eufemismo que utilizo para minimizar el trauma que me supuso ver a mi propio padre manosear el trasero de aquella chica, que aguantó estoica dos segundos, pero que al tercero, y cargada aún con los platos que iba retirando, le pegó un codazo a mi padre en toda la cara. Éste se indignó y el «vaya modales» y el «encima que pago yo» fueron creciendo hasta llamar «putón» a la pobre chica. Para calmar el asunto tuvieron que intervenir el dueño del local y don Fermín, para bochorno de mi madre, a la que le daba igual lo que hiciera con sus manos el borracho de su marido, pero a la que le avergonzaba que aquel incidente mermara la estima que el párroco le tenía.
xxxLas aguas volvieron a su cauce, mi madre a embeberse de las palabras del cura y mi padre a seguir trajinando con el vino junto a su compinche, que a aquellas alturas me lanzaba unas miradas libidinosas, poco acordes a mi edad y al hecho de que él mismo se presentara como mi padrino. Yo, lidiaba con el desencanto y con las ganas de ir al baño sin moverme de la silla y me entretenía siendo un poco cruel con mi pequeña prima, a la que convencí de que en unos años su pierna derecha crecería y se igualaría a la izquierda.
xxxTras unos golpes de cucharas en las copas y con unos gritos, los asistentes callaron por un momento y mi madre anunció el sagrado momento del corte de la tarta. Los niños volvieron a la mesa y se arremolinaron junto a mí. Cuando el camarero se acercó con la inverosímil espada toledana con la que tendría que asesinar la tortada, me levanté de mi silla y el día se convirtió definitivamente, y tal como anunciaba de manera profética la invitación que mis padres enviaron a sus amigos y familiares, en inolvidable. Lo primero que sentí fue una humedad viscosa y nueva; lo segundo, el chillido seco de mi madre, que estaba justo detrás de mí. Aquel grito hizo que todos los invitados dirigieran la mirada hacia la parte de atrás de mi vestido, donde había nacido una flor roja, una mancha que indicaba que me había hecho mujer. Enseguida, y como siempre ocurre con cualquier catástrofe, comenzaron a sucederse a gran velocidad las acciones: las risas de los niños mayores, los lamentos de mis tías, lo rezos de don Fermín (que no paraba de persignarse), mis lágrimas y los gritos de mi madre, que me cogió del brazo y me llevó hasta el baño.
xxxDiez minutos después, salía de allí con el llanto ya calmado y vestida con el chándal de uno de mis primos, que me estaba grande y ridículo. Los invitados correspondieron a mi vuelta con un aplauso que no hizo sino aumentar mi vergüenza. En la mesa cumplí con el protocolo de la tarta, aunque me vino a la mente la idea de utilizar la espada toledana para abrir las venas de mi brazo y acabar, de una vez, con mi sufrimiento. Afortunadamente no hice tal cosa y hoy puedo disfrutar de aquel recuerdo, de aquella foto en la que se me ve con un chándal grande, una madre histérica, un sacerdote envarado, un padre borracho y un padrino que posa, disimuladamente, su mano izquierda sobre mi culo. La foto del día de mi primera menstruación.

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Pujante, Basilio. Recetas para astronautas. Cartagena; Ed. Balduque, 2016.

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