LOS CENÁCULOS DE EROS
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PRIMERA VEZ
Me ha penetrado el falo del unicornio.
En un cuento de hadas llegué a perder la virginidad.
Hubo un trote de caballitos de madera.
Dentro de la carroza se oían voces.
Mas no quedé desnuda.
Era un pubis de niña.
Unos muslos de niña.
Una mirada de niña.
Y el unicornio un ser despreciable.
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El aire hiere el primer calor de mayo.
Todo transcurre así, como si nada,
tal si viniera de la feria cuando niña,
de la mano de mi madre,
con el papel pringoso de los churros
y un algodón de azúcar
que no se acaba nunca.
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AMANTES
Lentece sobre el olvido de aquéllos
que dejaron abandonada su memoria.
Machado después de la muerte de Leonor amó a Guiomar.
Cernuda sintió cierta atracción por la esposa de Panero,
aun en su condición confesa de homosexual.
Vio en ella la belleza interior que por entonces poseía.
Si el hombre pudiera decir lo que ama.
Salinas tuvo el affaire con Katherine,
la becaria estudiante,
a pesar del intento de suicidio de Margarita.
Entonces escribió La voz a ti debida:
Tú, que no eres mi amor,
si me llamaras.
Así superó con creces la pasión de Garcilaso por Elisa,
la musa de sus églogas.
Guillén dijo: Todo ya pleno.
Aleixandre escondía un misterio tras sus ojos azules;
Lorca escribió sus poemas del amor oscuro:
La gacela de la mujer —o el hombre— desnudo.
Verte desnuda —o desnudo— es recorrer la tierra.
Dalí alternaba a Gala con efebos hermosos en Cadaqués.
Picasso dejó un gran rastro de mujeres e hijos.
Borges paseó por Europa a su musa, María Kodama.
Alberti abandonó a María Teresa León por una mujer vulgar.
Al igual que hiciera Cela con María Castaño.
O Ángel González, el fieramente humano.
Luis García Montero dejó Granada por Almudena Grandes.
Nada sabe de amor quien no ha perdido una hija y medio sueldo.
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SOGA AL CUELLO
Un perro me mira de reojo:
renquea de las patas traseras.
Tiene una herida en el hocico.
Él, el amigo del hombre,
ha sido apaleado por el hombre.
Un perro, de rabo largo de tristeza,
canela y asustado,
de pelaje indefenso.
Me mira a rastras de una cuerda,
tensada y larga desde el cuello.
La vida es crueldad y desconcierto.
Es dolor y desconfianza.
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ÁLBUM ANTIGUO
De nuevo te recuerdo,
tal cual eras aquel día
de brumas y de lluvias.
La bufanda al cuello,
así desarbolada,
como colas de coyote.
Te recuerdo en la ausencia
porque la ausencia ahoga
la mirada en los cuartos.
Cuando la soledad es una espuma
o un roce entre las piernas.
Los pétalos por el cuerpo más desnudo.
De nuevo a través de las notas
de una canción nostálgica.
Te miro en los retratos olvidados
de un álbum antiguo.
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JOVEN PUBERTO
Todas las rosas son rojas, así como tus labios.
Sí, rojas, no elijas otro color en los invernaderos.
Sean los ramos de pequeños capullos,
sabes lo que a esta sazón decía el Arcipreste,
acerca de la mujer pequeña.
Yo soy mujer y no puedo enviarte flores,
está mal visto de una muchacha a un joven.
De una vieja a un puberto.
Ya apenas la barba rasurada,
cuando después de esta historia
me dispongo a cerrar el libro,
donde he leído este cuento de madrastras.
Vehemente espero una llamada;
una esperanza al fondo del teléfono.
Nada a nivel de piel llega a aguardarme.
Me preparo a dormir toda la noche.
Seas tú, muchacho, mi sueño y la rosa.
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Ya la luz sobre el alba.
La luz sobre la luz genera claridades.
El día es la claridad.
La claridad es la luz.
El amor la consecuencia de haber vivido.
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BEATUS ILLE
Dichoso aquél que no ha amado nunca;
no conoce la celada de la tela de araña.
No sabe lo que es morir en la textura de un
deseo.
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Agnus dei:
no me quites los pecados del mundo.
Fui la puta del rey.
Y no voy a arrepentirme.
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A mitad de la espalda
la cremallera del vestido.
Unas manos expertas la descorren.
El poema es el arte del desnudo.
El poema es el arte.
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LA TARDE MALVA
Safo perdió la virginidad con las ninfas de Lesbos
que habitaban los arroyos y las orillas de los ríos.
Era la tarde malva al otro lado de la muralla.
Ella se fijó en sus blusas transparentes;
adivinó la redondez de sus pezones;
el zureo de las palomas en la curva de sus senos
tras el sujetador del paisaje.
Color carne el corsé.
Un resplandor de luz penetró por las ventanas.
Safo gustaba de la ropa interior de sus amigas,
aquel momento de las horas lentas,
armónicas y tenues,
donde los cerezos eran como bolas blancas de algodones;
las golondrinas anidaban en las piernas de sus hermanas.
La tarde malva,
igual que la túnica del sacerdote homosexual del templo,
o las orquídeas que adquirían ese color en el pelo.
Safo amaba a las muchachas como pájaros en el poema;
el preciado néctar de las uvas en las copas de alabastro,
el roce de los dientes contra la superficie del cristal.
Acabó desprestigiada por las mismas ninfas,
perseguidas por ella.
Era la tarde malva.
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Ningún olvido se parece a otro olvido.
No sé cómo llamarte.
Ha pasado el tiempo del amor.
El viento de noviembre lo arrastró con la lluvia.
Te llamaré dolor.
Hay nombres que no debieran pronunciarse.
Desconozco el tuyo.
Las garzas con sus picos se llevaron las letras.
Eres un ser sin sustantivos.
Asciende en la garganta una isla desierta.
Un mundo de palabras que no conoce nadie,
tristea y se nostalgia.
Las nubes trasiegan con las lluvias y anochece.
Te llamaré dolor.
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Queda un instante la ventana entornada.
Empieza a arreciar el frío.
El silbido del aire penetra a través de las rendijas.
No soy Eva.
He sido arrojada de todos los paraísos.
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CUERPO DIEZ
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxA Encarna García Higuera
He venido hasta aquí a que me abraces.
Qué proceso tan simple el de tus brazos.
Ser tuya, tuya, en el pronombre tuya,
como el otoño en el invernadero de las rosas.
He venido a jugar tal vez contigo la última baza.
Tantas horas de gimnasio para —por fin—
mostrarte un cuerpo diez.
Tantas caminatas por el circuito
de una ciudad de las afueras.
Mis piernas son los robles de aquel bosque.
He venido a que me abraces, como entonces,
sobre el verde, o la manta de los cuadros,
hábilmente extendida en la hierba.
Ya los pechos reparados por el bisturí
de los quirófanos.
Las arrugas estiradas del estrago
del tiempo y su decurso.
Un cuerpo diez bajo el vestido
que a ocultar llega los muslos.
He venido a este cuarto de hotel en carretera,
a que descorras —sin más— la cremallera de mi falda
y me comentes después si te sigo gustando.
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ROPA INTERIOR
Mira las mamas de mi pecho.
Estos muslos délficos,
el contorno de mi vientre,
Amado mío.
Ven: estoy sola esta noche.
Te descubriré el desnudo de mi torso,
las puntas de mi corsé, hechas a bolillos;
el negro sujetador que estiliza mi pecho
y deja a la vista sus tirantes;
la camiseta que adorna el escote;
las medias del color de la carne
hasta el medio de las ingles;
el piercing, como adorno en el ombligo,
imitando a la alumna adolescente.
El ceñidor que moldea mi cintura;
los senos cubiertos con cintas de colores;
el peplo que permite al muslo derecho
qudar a la vista, a través de una apertura;
las enaguas de lazos bordados y de cintas;
las bragas de motivos oportunos y estampados.
Todo ello que, guardado en la cómoda, te aguarda.
Me abriré de piernas para ti.
Gritaré cuando me penetres
como la recién casada de la otra escalera.
Pero si me sientes llorar a media noche,
angustiada y de pie sobre la alfombra,
no te vayas a sentir intimidado.
Es que ser mujer conlleva un cargo de conciencia
por todo lo que una hace.
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Zurera, Soledad. Los cenáculos de Eros. Murcia; Ediciones de la universidad de Murcia, 2011.
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