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FOTOGENIA DEL ALMA DESATENTA

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Mi padre es cojo. Le aplastó la pierna un caballo durante una sesión rutinaria de doma. Le castigó tanto con el bocado que se cayó de costado. Tiraba de las riendas y le azotaba con la fusta. El animal echaba espumarajos blancos. Qué culpa tenía él de que a mi padre ese día le hubiera abandonado mi madre. Ahora es cojo y no puede correr detrás de ella. Nunca la va a alcanzar. Ni a nadie más. Quizás ni a sí mismo. Yo sí podría hacerlo. Mi madre no corre más que yo. Pero si lo hago, ¿quién se va a ocupar de que mi padre no vuelva a ensañarse con una pobre bestia?

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Mi padre quedaba bien en las fotos. Mejor que en la realidad. Engañaba a las máquinas. Engañaba al arte. Fotogenia del alma desatenta.

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Me enseñaste a jugar al ajedrez. Al principio todo iba bien: aprendía las reglas, aprendía a caminar sin hacer ruido dentro del tiempo, aprendía las estrategias, y aprendía a ir siendo poco a poco las reglas, el tiempo y las estrategias que el juego desplegaba. Aprendía a jugar fuera del juego, a aceptar y a habitar las emociones que el juego me regalaba para después del juego. Pronto me di cuenta de que no me lo enseñabas todo porque no querías dejar de ganarme. Un padre tiene la obligación de ser mejor que su hijo, pensabas, un padre debe ser inalcanzable para su hijo. Eso que no me enseñaste tuve que aprenderlo solo, y ésa es una soledad que desde entonces me acompaña: la del que sabe que no puede confiar en nadie: ni en su padre, ni en sí mismo, ni en las toscas figuras de madera, ni en un tablero aparentemente imparcial. La primera vez que te gané la partida fue la última: nunca volviste a querer jugar conmigo.

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Aunque los perros te aterrorizaban, me conseguiste uno: un pastor alemán muy noble al que llamé King. La única condición era que tenía que estar atado cuando llegaras del trabajo. King era un hermano para mí: la fuerza que yo no tenía, la velocidad que yo no tenía, la valentía que yo no tenía, la lejanía que yo no tenía. Al poco comenzaste a golpearle sin que te diera motivos, quizás para demostrarnos que el único rey eras tú. Con el mango de la escoba, con la raqueta de tenis, con las botas de montaña, con la lata de las galletas rellenada de tierra prensada, con un lío de cuerdas: le golpeabas con rabia y con angustia hasta que el sudor hacía que se te resbalara de la mano el arma que esa noche hubieras elegido. King aullaba y me miraba suplicante y atónito. Yo aullaba en silencio y vomitaba en un rincón oscuro del jardín. El perro, mi hermano, mordía la cadena hasta que las encías le sangraban y los dientes, despedazados, se le caían. En las heridas abiertas de su cabeza y de su cuerpo desovaban las moscas y bebían las garrapatas. Alrededor de su caseta siempre había manchas parduzcas de sangre seca que no borraban ni la lluvia ni la lejía. Un día envenené la comida de King para que no siguiera sufriendo. Luego pensé: por qué no habré echado el veneno en tu comida, padre.

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Cuando me veías leer te enorgullecías. Al principio pensé que era por mí, porque pensabas que era mejor eso que partir ladrillo a puñetazos, algo a lo que me estaba enseñando un amigo y a lo que me dedicaba después de los deberes. Luego me di cuenta de que te enorgullecías por ti al hacerte recordar yo los años en que, soltero todavía, pasabas las noches leyendo novelas en el cuartucho de una fonda. Tu orgullo era actualizado por tu hijo lector, que te hacía sentir joven y triunfador al mismo tiempo: el joven que aspiraba a triunfar y que buscaba en esos libros claves para el éxito y el triunfador que habías llegado a ser, después de muchos años de esfuerzo, y que ya no necesitaba los libros para crecer o reafirmarse o ni siquiera entretenerse. Verme leer juntaba en ti los dos extremos de tu vida, los hacía coincidir, les daba sentido y coherencia. Verme leer te daba la razón, te hacía tener razón de una vez y para siempre. Pero no, padre: te hubiera dado la razón, si, como hiciste tú, yo hubiera dejado en algún momento de leer, si hubiera considerado que la lectura no era sino una palanca para forzar la puerta del éxito. Y por eso sigo leyendo: para no tener éxito, para quitarte la razón, para que de pronto, un día, mirándome leer el enésimo libro, te sientas un viejo fracasado.

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Aguado, Jesús. Carta al padre. Sevilla; Ed. Fundación José Manuel Lara, 2016.

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