LA VOZ DE CLAUDIA EN EL CONTESTADOR AUTOMÁTICO
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LA voz de Claudia en el contestador automático. Voz de niña crecida, voz muy femenina, con ese fondo de dulce ronquera que es todo el erotismo de una voz de chica. Deja su recado para el que llame, y lo deja con velocidad, con pueril urgencia, pero con claridad y gracia, con la seguridad de los pocos años. Ah ese laconismo juvenil, esa seguridad que luego se pierde con la timidez, que en realidad es cosa de adultos.
xxClaudia tiene lo que llamaríamos una voz de Serrano, pero es de provincias y nunca ha vivido en Serrano. Más que un estilo local debe ser un estilo generacional de hablar. A partir de su voz puedo reconstruir su cuerpo, hacer paleontología de su alma y su persona. Claudia es alta y bella, de una perfección casi tópica, parecida a todas las modelos de todas las revistas. Pero no es verdad, no hay dos seres iguales y es preciso conocer a Claudia demoradamente para ir viendo cómo se siluetea su personalidad y ella no tiene nada que ver con nadie. Sólo existe lo único. Lo colectivo es una ilusión óptica, aunque el siglo XX haya hecho tanta filosofía colectivista, para bien y apara mal.
xxLo que más personaliza a Claudia son sus ojos azules y claros, en los que de pronto se entorna una sombra de lujuria intensa y perezosa. Miro a los hombres directamente, por la calle, y un día me confesó —no era una confesión, no era nada secreto para ella— que le gustaría pasar por la experiencia lésbica. Otro día, paseando por el Retiro, pasamos por delante de uno de esos conjuntos juveniles, de ropa desvariante, que se avecindan en un banco cualquiera, chicos y chicas, y hacen música para el público, dejando un pañuelo rojo en el suelo para recibir las monedas.
xxLa vocalista, digamos, era una chica más bien gorda con un micrófono en la mano, que se agitaba mucho. Claudia la miró largamente y la otra le hizo obscenidades e invitaciones con la lengua. Claudia se cogió de mi brazo como para recuperarme, casi como una esposa mirada osadamente por un militar antiguo. Pero de ella había partido la provocación. Yo creía que sólo a Marcel Proust le había sido dado asistir a escenas de lesbianismo, y, proustianamente, mi mayor escándalo silencioso fue la dulzura cínica con que Claudia se acogía a mí, como niña asustada. «Me ha hecho cosas horribles con la cara», dijo. Y en seguida me hizo cruzar hacia el estanque, en cuya orilla los patos empezaban a dormir de pie, en un atardecer lleno de paz y luz plata. Después del atrevimiento procaz, el recurso a la ingenuidad blanca de los patos, que sabe que a mí me gustan. Los contemplé enternecido, como siempre, pero ella estaba purgando su pecado.
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Umbral, Francisco. Un ser de lejanías. Barcelona; Ed. Planeta, 2001.
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