POEMAS DEL TERCER LIBRO DE PROPERCIO
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III, 4
Guerra a los ricos Indos prepara el divino César
y hendir aquel mar rico en perlas con sus naves.
Buen botín, señores: triunfos dispone la tierra lejana.
Tigris y Éufrates fluirán bajo tus leyes; tarda,
mas provincia vendrá a ser por los fascios Ausonios;
se habituarán los trofeos Partos al Júpiter latino.
¡Marchad, ánimo, dadle trapo a esa proa experta en guerra
y llevad la carga habitual de caballos armados!
Canto faustas profecías: ¡Vengad la derrota de los Crasos!
¡Id a velar por la Historia de Roma!
Padre Marte y fuegos proféticos de la sagrada Vesta,
antes de mi muerte, os ruego, sea el día
en que pueda ver los carros del César cargados de expolios,
y, a los aplausos de la plebe, pararse los caballos.
Y apoyado en el regazo de la chica amada, empiece
a observar, y lea en carteles las ciudades presas,
los dardos de jinetes en fuga, los arcos de infantes en calzón,
y a los generales prisioneros sentarse bajo armas.
Cuida tu prole, Venus, quédese para siempre
el líder que ahora ves descendiente de Eneas.
Sea el botín para quienes lo merecieron por su esfuerzo:
A mí, me basta aplaudir en la vía Sacra.
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III, 8
Hasta el fin de los candiles disfruté la bronca,
todas las maldiciones de tu voz colérica,
cuando frenética del vino, tumbas la mesa y con mano
colérica me echas por encima una cumba llena.
¡Tú, audaz no obstante, tírame del pelo.
Márcame el rostro con tus preciosas uñas,
tú, amaga quemar mis ojos con una llama en ristre,
rásgame las ropas y descubre mi pecho!
Seguro que ofreces signos de pasión auténtica:
Pues ninguna mujer sufre si no hay amor profundo.
La mujer que lanza amenazas con rabiosa lengua,
también se revuelve a los pies de la gran Venus;
si avanza arropada por un grupo de guardianes,
o sigue, lanzada cual Ménade, el centro de la calle,
se asusta a veces temerosa de un sueño demencial,
la mueve a encelarse una joven pintada en un cuadro,
yo soy arúspice veraz en sus tormentos anímicos,
sé que son marcas frecuentes de amor firme.
No hay firme lealtad que no revierta en broncas:
Caiga sobre mis enemigos una chica pasiva.
Véanme en el cuello mis amigos marcas de mordiscos;
muestren mis moraduras que ella ha estado conmigo.
En amor quiero sufrir u oír cómo sufres,
ver mis propias lágrimas o ver las tuyas,
cuando me envías mensajes ocultos con tus cejas,
o trazas con tus dedos signos que he de callar.
Odio los sueños que no fuerzan suspiros:
quisiera estar siempre pálido, si ella está irritada.
Era pasión bien dulce para Paris, entre armas griegas
poder hacer gozar a su Tindárida:
Vencen los Danaos, queda en pie el bárbaro Héctor,
pero él resuelve su mejor combate en el vientre de Helena.
Guerra contigo, o por ti con mis rivales,
siempre mantendré, no me gusta estar en paz contigo.
Goza que nadie es tan bella como tú: doliérate
si una hubiera; ya puedes estar contenta.
Mas a ti, que has tendido redes sobre mi lecho,
¡Que te acompañe un suegro para siempre y una madre en casa!
Si algo has sacado de una noche de cólera,
ha sido enfadada conmigo, no porque te ame.
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III, 9
Mecenas, équite de sangre de reyes Etruscos,
que ansías estar a la altura de tu suerte,
¿por qué me entrometes en tan vasto mar literario?
No valen a mi esquife velas grandiosas.
Es necio cargar tu cerviz de un peso que no aguantas
y, al punto abatido, doblar las rodillas y huir.
No todo es apto igualmente para todos,
ni se obtiene palma alguna entre carros empatados.
Lisipo se gloria de esculpir estatuas con alma,
Calamís se me jacta del detalle en sus caballos.
En la tabla de Venus, Apeles se gana la cúspide;
Parrasio reivindica un lugar para sus miniaturas;
los temas de Mentor han superado sus formas,
el acanto de Mios dibuja una curva delicada.
El Júpiter Fidíaco se honra con su estatua de marfil.
El mármol valora a Praxíteles fuera de su ciudad.
A unos, les atrae la palma a las cuádrigas en Elea,
a otros nacióles la gloria en sus pies veloces;
uno es semilla de paz, otro adepto a las armas castrenses.
Cada uno sigue el impulso de su naturaleza.
Yo he recibido, Mecenas, los preceptos de tu vida,
y me siento obligado a superar tus ejemplos.
Aunque puedes imponer por honra de Roma
los fascios señores, tus leyes, en medio del foro;
ir entre lanzas de Medos que te son hostiles,
y cargar tu casa de armas colgadas;
y César te da fuerzas para hacerlo, y en todo
momento se te ofrecen medios tan idóneos;
Eres prudente y te recoges entre tenues sombras:
Y tú mismo moderas el seno inflado de tus velas.
Créeme, esa sensatez igualará a los grandes
Camilos, e irás tú también en boca de los hombres,
y dejarás tus huellas junto a la fama de César:
Será trofeo cierto de Mecenas su fidelidad.
Yo no surco el mar extenso en buque de vela:
Todo descanso está cabe un pequeño río.
No lloraré que asentaran un muro en las ceniza
del padre de Cadmo ni siete combates perdidos igual;
ni cantaré las ciudades Esceas y Pérgamo de Apolo
y las naves de Danaos volviendo tras diez años,
cuando holló la ciudad de Neptuno con arado griego
el ligneo caballo vencedor por arte de Palas.
Me bastará gustar entre libros de Calímaco
y cantar a tu ritmo, poeta de Cos.
¡Calienten a los chicos y a las chicas mis poemas,
clámenme dios, dedíquenme ritos!
Cantaré bajo tu guía las guerras de Jove, a Ceo
contra el cielo y a Oromedonte en la cumbre del Flegreo;
los altos palacios trazados por toros Romanos
loaré, y las firmes murallas sobre el cadáver de Remo,
los dos reyes nutridos de una ubre salvaje,
y mi genio se crecerá a tus órdenes;
proseguiré por los carros que aclamen ambas costas
y los dardos arrojados en la fuga astuta de los Partos,
y arrasado por espadas romanas el cuartel de Peluso,
y las manos de Antonio que causaron su muerte.
Toma, Campeón, las riendas tiernas de una nueva juventud.
Dame con tu diestra señal de marchar sobre mis ruedas.
Tú me concedes, Mecenas, esta loa y, gracias a ti,
yo mismo cantaré que estuve de tu lado.
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III, 10
Me intrigó, tan temprano, a qué vendrían a verme
las Camenas, de pie ante mi lecho, con el sol aún rojizo.
Me anunciaron el cumpleaños de mi compañera
y a sus manes dedicaron tres faustos aplausos.
Pase sin nubes este día, quietos los vientos en el aire.
Deponga el agua dulcemente en seco su amenaza.
No he de ver sufrir a nadie a la luz de hoy;
reprima a Niobe sus lágrimas la misma piedra;
descansen su pico los alciones, depuestas las quejas;
no clame su propia madre la pérdida de Itis
y tú, querida mía, nacida bajo augurios felices,
álzate y reza lo oportuno a los dioses atentos.
Pero antes, sacúdete el sueño con agua pura,
y atusa tu espléndido cabello con el pulgar.
Luego, la ropa con que prendiste los ojos de Propercio,
la primera, póntela y no dejes sin flores tu cabeza;
pide que esa tu belleza, que avasalla, sea perenne,
y se asiente por siempre tu poder sobre mi voluntad.
Cuando hayas honrado con incienso las aras coronadas
y brillado por todo tu hogar una luz favorable,
piensa en la mesa y corra entre copas la noche,
y un ónice de mirra llene las narices de azafrán.
Ronca la flauta sucumba a los bailes nocturnos,
libera tus palabras de picardía.
El dulzor de la fiesta cambie los sueños ingratos;
vibre el ambiente de la calle vecina:
echemos a suertes, un tiro de tabas por intermediario,
a quién el niño atiza más fuerte con sus alas.
Cuando pase el tiempo entre copas abundantes,
y Venus oficie liturgias nocturnas,
cumplamos los ritos anuales en nuestro tálamo,
y acabemos así el curso de tu aniversario.
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III, 12
¿Póstumo, has podido abandonar a Gala llorando,
y seguir, soldado, las banderas poderosas de Augusto?
¿Vale tanto la gloria de expoliar a los Partos,
para no cumplir los mil ruegos de tu Gala?
Si hay dios, ¡Moríos de una vez todos los mezquinos,
y cuantos anteponen las armas a una cama fiel!
Pero tú, necio, cubierto del capote que vistas
tendido beberás en tu casco agua del Araxes.
Ella languidecerá entre tanto con tu vacua fama,
no vaya a serte amargo ese tu valor,
no gocen de tu muerte las saetas Medas,
o de tu áureo caballo, un hombre de coraza férrea.
Ni traigan en una urna un poco de ti a llorarlo:
Vuelven así los que mueren en aquellos lugares,
¡Feliz tres o cuatro veces, Póstumo, con tu Gala fiel!
Con esas costumbres no te mereces tu compañera.
¿Qué hará una chica desprotegida de respeto alguno,
si Roma ha de mostrarle sus lujuria?
Mas ve tranquilo, los obsequios no vencerán a Gala;
que ella no se acordará de tu frialdad.
Y si un día los hados te devuelven salvo,
Gala irá fiel a colgarse de tu cuello.
Póstumo será Ulises de admirable esposa:
Tantas esperas prolongadas no le afectaron,
diez años de guerra y el nombre Ismaro de los Ciconios,
Calpe y, enseguida, Polifemo, tus mejillas chamuscadas,
las ilusiones de Circe, los lotos y las hierbas tenaces,
y Escila y Caribdis cortadas entre dos aguas,
los novillos de Lampetie mugiendo en espetos ítacos
(para Febo los apacentaba su hija Lampetie)
y huir el tálamo de la chica de Eea sollozante,
y nadar tantas noches de invierno y tantos días,
entrar en la oscura morada de ánimas silentes,
cruzar el mar de las sirenas, sordos los remeros,
retomar viejos arcos y matar pretendientes,
y así poner fin a su errar.
No fue en vano, que su casta esposa lo esperaba en casa.
Aelia Galla vence a Penélope en fidelidad.
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III, 14
Admiro mucho, Esparta, las normas de tu palestra,
y sobre todo el acierto del gimnasio femenino,
porque chicas desnudas practican sin desdoro
juegos físicos y luchan entre hombres,
la pelota esquiva a veces golpes veloces de sus brazos,
y una curva llave tintinea sobre el aro en marcha;
polvorienta, una mujer se planta al fin de la meta,
o soporta los golpes del duro pancracio:
Una se liga con cuerdas los brazos gozosos a un cesto,
otra rueda en círculos el peso del disco,
y, a poco, cubierto su pelo de nieve, persigue
perros del país por las lejanas cumbres del Taigeto.
Cabalga en la pista, ciñe de espada su níveo costado,
y guarda su cráneo virginal bajo yelmo de bronce,
cual Amazonas agresivas de pecho desnudo
lavándose en tropel en aguas del Termodonte:
Cual Cástor y Pólux en la ribera del Eurotas;
uno futuro vencedor con sus puños, otro a caballo,
y entre ellos Helena se dice que tomaba las armas,
a pecho desnudo, sin azorarla los dioses hermanos.
La ley Espartana veta separar a los amantes
y se puede estar al lado de ella en una esquina.
No hay celos ni control de una chica guardada,
ni que esperar cruda venganza de un hombre austero.
Hablas tranquilo de tus cosas sin enviar delante
a nadie: No hay rechazos tras larga espera.
Las ropas de Tiro no engañan a los ojos errantes,
ni molesta la obsesión de perfumarse el cabello.
La mía va rodeada de una turba enorme.
No hay ni pobre hueco por donde quepa un dedo.
Qué cara hay que poner, qué frase hay que decir
con súplica, no encuentras; avanza el amador a ciegas.
Conque si imitaras, Roma, las normas púgiles
a los lacones, yo te querría más por ese favor.
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III, 15
Así yo no vuelva a conocer riñas de enamorados;
ni me llegue la noche para velar sin ti:
Cuando cubrieron la inocencia de mi toga pretexta
y me dejaron conocer la senda del amor;
ella supo animar mis impulsos novicios, las primeras
noches; ¡Ay Licina, conseguida sin regalos!
En los tres últimos años (no es mucho menos),
apenas creo que hayamos cruzado diez palabras.
Tu amor lo ha sepultado todo, no hay mujer después de ti
que haya encadenado dulcemente mi cuello.
Dirce será testigo, tan cruel con un crimen de verdad,
de que Antíope, la de Nicteo, se acostó con Lico.
¡Ay cuántas veces la reina agarró sus hermosos cabellos
y batió con mano despiadada el tierno rostro!
¡Ay cuántas veces cargó a su criada faenas desmedidas
y la ordenó apoyar su cabeza en la dura tierra!
Con frecuencia dejó que habitara inmundas tinieblas;
nególe, aun sedienta, con frecuencia un trago vil.
Júpiter, ¿No auxilias a Antíope que aguanta
tanto mal? Una dura cadena lacera sus manos.
Si eres dios, te deshonra que tu amante sirva:
Antíope encadenada, ¿A quién clamará sino a Jove?
Aunque sola, algunas fuerzas quedábanle en el cuerpo,
rompió con sus manos los grillos reales.
De allí corrió con pie vacilante a la cumbre del Citerón.
Era de noche, triste su escondite, cubierto de hielo.
A veces el vago rumor del fluir del Asopo la crispó,
creyendo que los pies de su ama veníanle a la zaga.
Probó la dureza de Zeto y a Anfión, ante su pena
tierno, y, aun madre, fue apartada a los establos.
Y como los mares, al cesar sus magnas fluctuaciones,
cuando el Euro deja de soplar con el Noto en contra,
y, en la playa calma, para el rugir de la arena,
así cae de rodillas la mujer desvanecida.
Tardía, mas piedad: Los hijos comprenden su error.
Digno anciano que cuidas de los hijos de Jove,
tú devuelves la madre a sus hijos; hijos que ataron
a Dirce a la cabeza de un toro salvaje.
Antíope, d gracias a Júpiter; la gloria, Dirce,
te lleva a morir sobre muchos lugares.
Se cubren de sangre los prados de Zeto y Anfión vencedor
cantaba, Aracinto, sobre el podio de una de tus rocas:
Deja pues de vejar a Licina, es inocnte.
Tu ira desatada no sabe detener su paso.
No atiendan tus oídos los rumores sobre mí:
Te amaré a ti sola hasta en mi pira funeraria.
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III, 16
Media noche y me llegó una carta de mi dueña:
Me ordenaba ir a Tibur sin perder tiempo,
donde techados blancos destacan un par de torres,
y el agua del Anio cae en amplios estanques.
¿Qué hacer? ¿Arriesgarme a cruzar las tinieblas
aun temiendo manos audaces sobre mi persona?
Si difiero sus órdenes por miedo,
me daría más su llanto que un ataque nocturno.
Le falté una vez, y me echó todo un año:
Ella no se me queda las manos quietas.
No hay nadie que haga daño a los amantes, son sagrados:
Pueden cruzar por el camino de Escirón.
Quien va a amar, aunque vaya por orillas de Escitia,
nadie querrá ser tan bárbaro que le haga daño.
La luna guía el camino, los astros muestran los baches,
Amor mismo blande al frente antorchas encendidas,
Los crueles ladridos de perros ahuyentan las fauces abiertas;
de este modo, el camino es seguro a cualquier hora.
¿Quién es tan malvado de mancharse con la pobre sangre
de un amante? Desvalidos, Venus misma va con ellos.
Y si una mente cierta me siguiera acaso,
pagaría a buen precio muerte semejante.
Ella me traerá perfumes y ornará mi sepulcro
de coronas y hará, sentada, guardia ante mi tumba.
Quiera el cielo que no entierren mis huesos en zona
pública, por donde el vulgo pasa cada día.
Tras la muerte, ofende a los amantes una tumba así.
Cúbrame la fronda de un árbol en terreno apartado,
o unos troncos cercando una tumba de arena incógnita:
No me atrae tener un epitafio en medio de la calle.
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III, 19
Me reprochas muchas veces mi pasión:
Debes creerme, en vosotras puede más.
Vosotras, roto el freno del pudor que os condiciona,
no sabéis mesurar la obsesión que os domina.
Antes va a calmarse la llama en la espiga prendida,
los ríos volver el curso hacia sus fuentes,
ofrecer un puerto plácido las Sirtes, o la cruel
Malea buenas playas en resguardo de marinos,
que un hombre pueda controlaros vuestros devaneos
y cortaros los arranques de furor insensato.
Testigo, la que soportó la arrogancia del toro de Creta,
y usó una falsa cornamenta de vaca en madera;
testigo la Salmónida que ardió por Enipeo de Tesalia
y quiso estar debajo del líquido dios.
Vicio fue el de aquella Mirra, que enamorada de su viejo
padre, se fundió en las hojas de un nuevo árbol.
¿Pues qué voy a contar de Medea, en cuya historia
el amor de una madre se vengó con la muerte de sus hijos?
¿Y qué de Clitemnestra, por cuyo adulterio
la casa de Pélope tiene en Micenas mala fama?
¿Y tú, Escila, que vendida a la planta de Minos
le segaste los reinos a tu padre con su mechón púrpura?
¡Vaya dote le entregó la novia a un enemigo!
Niso, amor abrió tus puertas fraudulento.
No está mal que Minos se siente de juez en el Orco:
Aun vencedor, fue ecuánime con su enemigo.
Pues (solteras, prended vuestras antorchas con más suerte)
la chica pende a rastras de una nave cretense.
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III, 24
Falsa es mujer esa altivez de tu belleza,
que antaño hicieron mis ojos soberbia en demasía.
Fue mi amor, Cintia, quien te atribuyó tales loas.
Te azora ser famosa por mis versos.
A veces uno, al elogiarte, rasgos diferentes,
cómo mi amor te pensaba, aunque no fueras;
he igualado tantas veces tu color al rosa de Eoo,
cuando habías fingido el candor de tu rostro:
No podían arrebatármelo los amigos de mi padre
ni borrarlo una maga Tesalia con el ancho mar.
Ni el hierro me forzó, ni el fuego, ni siquiera
náufrago — lo confieso — el mar Egeo:
Bullía enajenado en la cruel caldera de Venus;
estaba atado con las manos a la espalda.
He aquí que mis naves han tocado puerto engalanadas,
tras cruzar las Sirtes he soltado el ancla.
Ya reposo por fin, cansado de mi larga fatiga,
ya sanaron en conjunto mis heridas.
Buen sentido, si eres diosa, ¡me ofrendo en tus altares!
Sordo había ignorado Júpiter mis votos.
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III, 25
Se burlaban de mí los comensales sentados a la mesa,
y todos podían murmurar sobre mí.
He podido servirte fielmente cinco años:
Llorarás mil veces mi lealtad mordiéndote las uñas.
N me afectan tus lágrimas: Me cazó esa habilidad.
Siempre sueles llorar, Cintia, para engañarme.
Me iré llorando, mas tu infamia supera mi llanto:
Eres tú quien impide que un yugo siga uniéndonos.
Líbrense ya los umbrales quejosos de mis palabras,
no quiebren tu puerta mis manos airadas.
¡Que el peso del tiempo te apremie los años ocultos,
y llegue la arruga siniestra a tu hermosura!
Luego desearás cortar de raíz tus canos cabellos,
mientras el espejo te increpa ¡ay! tus arrugas,
rechazada a tu vez, aguantarás soberbias arrogancias,
¡Y te quejarás, ya vieja, de actos que cometiste!
Éste es el cruel pronóstico que te auguran mis páginas:
¡Aprende a temer la pérdida de tu belleza!
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Propercio. Elegías (Trad. Pedro Luis Cano Alonso). Barcelona; Bosch Casa Editorial, 1985.
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