TODO SOBRE K (II)
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2009 – 2014
xxPara quienes tenemos cierta afición a la glosa —y qué literatura no lo es—, un libro como El arca de las palabras, que nos regaló su autor en la visita que le hicimos ayer, no deja de ponernos en el poco airoso trance de tener que reprimirnos, porque hay brevedades que, glosadas, lo pierden todo. Como ésta, por ejemplo, que copio aquí en homenaje a K. y al gato del autor: «Hay cosas de las que nunca se habrá dicho la última palabra: la luna, la rosa, el gato». (3/2/2009)
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xxDespués de ver en la noche carnavalesca, todos estos ramilletes de muchachas disfrazadas de gatos, o de gatas —que es el disfraz más simple y más acorde con la naturaleza alocada de esa edad: maillot negro, medias negras, orejitas, bigotes pintados, rabo—, cuando vuelvo a ver a K. le descubro no sé qué nueva faceta oculta de muchacha en flor. Ella, la gata, también parece a veces ante nuestros ojos como disfrazada de todo aquello que queremos ver en ella, y que ella no es. (1/3/2009)
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xxLa gata dándole la espalda ostentosamente al televisor, que no le llama en absoluto la atención, pese al ruido que hace, y con la mirada perdida en las oscuridades de la noche. Como dándonos una lección que, sin embargo, no aprovechamos. (6/5/2009)
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xxK. no sabe mucho de libros. Pero sí tiene claro que hay algunos que ni siquiera le valen para rozar el lomo con ellos. (19/5/2009)
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xxAhora ha descubierto una nueva diversión. Cuando me siento en el sillón que da la espalda a la entrada de la sala, se acerca sigilosamente a mi asiento, por detrás, y empieza a afilarse las uñas inmisericordemente contra la tapicería de cuero, a sabiendas de que yo inmediatamente alargaré el brazo en un manotazo para impedirle el destrozo. Cuando lo hago, se lanza contra mi extremidad como si se dispusiera a derribar una presa de su tamaño, y allí la aguanto, enzarzada en una pelea con mi brazo, sin clavar las uñas ni apretar los dientes, pero exhibiendo todas las poses y actitudes de quien está convencida de su superioridad. Peor es lo mío: esta felicidad de saberme, durante unos minutos, un rival digno de ella. (21/5/2009)
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xxK. saca a relucir ante los extraños un repertorio de sonidos y gestos fieros absolutamente desconocido para nosotros. Pero con algo muy suyo: más allá de esos gestos y sonidos, no hay nada: no araña, no muerde, no hace daño a nadie. En eso es muy de la familia. (22/6/2009)
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xxEl maullido de saludo de K. (moooo-ó), a nuestro regreso, tiene casi la misma modulación que nuestro modo de decirle «Hooola». Con lo que cabe preguntarle quién imita a quién. (2/9/2009)
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xxK. se ha criado como una gata de dos casas y hasta ahora no parecía sentirse extraña en ninguna. Pero también los gatos pierden esa bendita adaptabilidad de los jóvenes. Y, como los adultos, desarrollan una predilección justo hacia aquello que la realidad les veta disfrutar a su antojo. Y la casa que echa de menos es siempre la otra. (8/9/2009)
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xxC. me avisa, horrorizada, de que K. ha vuelto a las andadas e intenta cazar un pájaro en el balcón. Le digo que no intervenga, porque más de una vez, al sufrir un sobresalto —por ejemplo, ante el estruendo de la persiana echada—, la gata se ha lanzado a los barrotes, con serio riesgo de ir más allá y caer a la calle. Pero luego pienso que en mi actitud hay un elemento de irresponsabilidad, motivado por el deseo, nada inconsciente, de que nuestra gata se porte como lo que realmente es, un felino con instintos de cazador, y experimente de nuevo la descarga de adrenalina correspondiente a una presa lograda. Alguno dirá que a mí qué me va en esto. Yo también me lo pregunto. Para la gata, como para mí, seguramente ya no hay vida más allá de sus rutinas establecidas: su dormitar a mis pies, a la hora de la siesta, su deambular por los distintos descansaderos que se ha ido procurando en la casa, sus carreras nocturnas en pos de una quimera. Que alguna vez una de esas quimeras cobre alas y tenga sangre caliente no deja de ser, incluso para los instintos bien afinados de la gata, una extraña sorpresa. (19/11/2009)
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xxA K. le inquieta el mal tiempo. Se acerca al balcón, se alza sobre sus patas traseras y golpea el cristal con las manos. Es su gesto habitual para darme a entender que desea que le franquee el paso. Así lo hago. Pero, antes de exponerse a la dura intemperie, otea desconfiadamente la apertura. Llovizna. O, más que lloviznar, parece que las gotas finísimas, sustentadas en su propia ligereza, flotan en el aire. A la gata esta manera de llover no le parece del todo intolerable. Sale al balcón y bebe de la fina película de agua que cubre las losetas. Entre la aversión que le produce mojarse y el instinto que le lleva a identificar todo aquello de lo que pueda beneficiarse ha triunfado lo segundo. Bebe, digo yo, como lo hace un animal salvaje cuando encuentra la ocasión de hacerlo. Pero apenas he tenido tiempo de garrapatear estas líneas —este apunte del natural, por así decirlo— cuando vuelvo a sentir sus manos golpeando el cristal, esta vez desde fuera: ya ha tenido demasiado y desea volver al calor hogareño. Le abro el balcón de nuevo, como al hijo pródigo que regresa. Ya sé, ya sé. El mundo exterior sólo merece, a veces, ese maullido de reproche.
xxY, no sé por qué, me acuerdo de mi estado de ánimo de anoche, cuando volví de la larga sobremesa de copas que siguió al almuerzo navideño con mis compañeros de trabajo. Esa larga caída, coincidente con el descenso del nivel de alcohol en la sangre, de la euforia a la depresión. También a mí, como a la gata, las incursiones en el exterior me dejan a veces malparado. (23/12/2009)
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xxMe cuenta M.A. que ha leído que en cierta residencia de ancianos tienen un gato que se anticipa a la muerte de los internos y la anuncia mediante el procedimiento de irse a dormir con quien va a morir en cuestión de horas. Creo que haría todo lo posible para alejar de mí a un animal tan aciago. Y, mientras lo escribo, observo de reojo los movimientos sinuosos de K. A veces parece que me ronda como si supiera cosas sobre mí que sólo ella ve y que jamás diría, incluso si pudiera. (4/2/2010)
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xxCon ánimo un poco catastrofista veo Soy un fugitivo (I am a fugitive from a chain gang) de Mervyn LeRoy: la tragedia de un hombre bueno, víctima de una sociedad que no ofrece asideros, ni oportunidades para rectificar. Frank Capra hubiera resuelto esta sombría historia con una apoteosis humanista y solidaria. LeRoy no se hace ilusiones: aunque en algún momento plantea la posibilidad de que la opinión pública pudiera influir sobre el destino de este hombre acosado, enseguida deshace esa ilusión: la opinión pública es variable y tornadiza y se desentiende pronto de las historias que alguna vez rozan su fibra sensible. Nada más estremecedor que el final, cuando al amada del protagonista, evadido por segunda vez del penal, le pregunta de qué come, y éste le responde desde la oscuridad, con la voz rota: «¿De qué va a ser? De lo que robo». Y si estas palabras vienen de la oscuridad es porque quien las emite ya ha pasado a la invisibilidad absoluta, o a una modalidad de supervivencia que ya no espera concitar simpatías.
xxEl mismo desamparo, en fin, que cabe ver en un gato solitario con el que tropiezo esta mañana en plena calzada. Anda desorientado y por un momento dudo de que sea capaz de alcanzar la otra acera antes de que se reanude el tráfico, ahora detenido por el juego de los semáforos. Lo consigue in extremis, y luego trota animosamente por la acera, con el rabo levantado, de esa manera entre cómica y sigilosa que tienen los gatos de mostrar su ufanía. Es extraordinariamente pequeño, más o menos del tamaño de K., que también lo parecería en medio de las enormidades del espacio urbano. Da la vuelta a la esquina y lo pierdo de vista. Estoy tentado de ir tras él y devolverlo a la pródiga manzana de la que ha salido, llena de callejones sucios y viejos solares a medio tapiar, habitados por decenas de congéneres suyos. Pero se ve que, como el protagonista de Soy un fugitivo, ya no se hace ilusiones sobre la posibilidad de mejorar su modo de vida. Y quién es uno para interferir en su destino. (8/6/2010)
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xxEra de admirar el poco teatro que esos dos gatos le echaban al asunto de la cópula. Se habían enganchado bajo un coche y allá que andaban a lo suyo, el macho muy afanoso y cumplidor, la hembra con la mirada distraída… Bastaba para quitarle las ganas a cualquiera que todavía se haga ilusiones respecto a estos menesteres. Y, sin embargo, también emanaba de esa imagen una especie de invitación general a cumplir con los mandatos de la naturaleza así, sin alharacas, en cualquier parte. Y luego cada uno a su rincón, a lamerse las rozaduras. (17/3/2011)
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xxEsos ruidos inexplicables que hacen las casas solas. Esta vez la gata no venía con nosotros a pasar el fin de semana en la sierra; pero, acostumbrados a su presencia, nos parece que esos crujidos, chasquidos, casi imperceptibles roces, los hace ella. Con lo que constatamos que el silencio, ese fantasma inconcebible, tiene modales de gato. (21/3/2011)
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xxK. parece ahora más calmada. La tenía alterada la presencia en estos días de un invitado en casa. A sus amabilidades respondía con bufidos. Pero, a diferencia de otros gatos, no optó por dejarse ver lo menos posible mientras durase la visita. Por el contrario, una especie de curiosidad inevitable la empujaba a rondarlo, a acecharlo constantemente, como si el motivo de su desazón no fuera que repudiase los intentos del extraño por ganarse su confianza, sino la necesaria afirmación de que, en ese cortejo, la iniciativa correspondía exclusivamente a ella. (2/12/2011)
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xxLlego a la tarde del viernes literalmente exhausto. Renuncio incluso a ir a nadar, porque la languidez que me aflige no es de las que se disipa con el subidón de endorfinas que genera el ejercicio. Acompañado sólo de la gata, leo las primeras y estremecedoras secuencias de The Flowering of the Rod. Y me coge un poco de nuevas la extraña emoción que me causan estos versos. No, no es uno religioso, y ni siquiera me atrevo a calificar como religiosa mi vaga veneración de un conjunto de cosas que acaso pudieran englobarse en lo que algunos llaman «espiritualidad». Pero me impresionan las sencillas constataciones que la poeta H.D. hace a propósito del anhelo de resurrección, y su comparación del mismo con el instinto que, según dicen, lleva a algunas aves a sobrevolar el punto del océano en el que pudiera haber estado la Atlántida, el continente perdido. Vuelan, dice la poeta, hasta caer exhaustas y lo hacen en nombre de un anhelo que es, básicamente, un recuerdo. Y eso sí lo entiendo bien: que la posible trascendencia del hombre no sea un salto a una dimensión desconocida, sino… un regreso a un pasado del que sólo guardamos una muy imprecisa memoria.
xxK. me dice que sí, y que en ella esa memoria es… instinto. (23/1/2012)
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xxFelicidad: lo que siente un gato al estirar todos sus músculos después de una buena siesta. (11/9/2012)
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xxLa gata escapa en cuanto abrimos la puerta, a nuestro regreso de cenar con unos amigos, y en su carrera llega hasta la cancela que cierra un conjunto de casas deshabitadas que se alza al extremo de la calle. No quiero ni pensar qué hubiéramos hecho si le hubiera dado por cruzar los barrotes y perderse dentro. Algo se lo desaconseja en el último minuto, por lo que, antes de que yo pudiera agarrarla, sale despavorida en dirección a nuestra puerta. Ya en casa, nos busca insistentemente y ronronea al rozarnos. Como si, entrevistas las posibilidades de una vida azarosa y desprotegida, quisiera disipar cualquier duda respecto a su elección. (1/10/2012)
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xxAndaba K. muy rara últimamente. Nos dirigía largas peroratas quejumbrosas, cuyo sentido no acertábamos a descifrar, y se empeñaba en hacer sus necesidades —muy a disgusto, a juzgar por el tono de las salvas de maullidos— en un rincón del salón y no en el pulcro habitáculo destinado a su uso exclusivo. Hasta que averiguamos por qué: el gato del vecino, que ahora, pese a la declarada hostilidad que le muestra K., es visitante habitual de nuestra casa, había ensuciado el hasta entonces inviolado retrete de su renuente anfitriona. De ahí los maullidos indignados, las quejas, el comportamiento anómalo. Ahora se lo hemos fregado y cambiado la tierra y ella ha vuelto a tomar orgullosa posesión de lo que era suyo. Y nosotros velamos para que su galán no vuelva a mancillarlo. (2/1/2013)
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xxVienen los de la tele a casa porque a uno le han dado un premio —y me acuerdo, al comenzar a redactar estas líneas, de una entrada similar en los diarios de C.E. de O. que sus amigos le afearon mucho, porque la encontraron vanidosa—. Avisados por una llamada previa, hemos quitado de en medio los trastos, alisado los cojines, recolocado los centros de mesa. Son apenas las cuatro de la tarde y uno, desde que le dieron la buena nueva, anda en una especie de estado febril. Las buenas noticias —las que tienen a uno como protagonista, no las que afectan a otros, que son las que se viven con alegría no exenta de serenidad— causan en mí el mismo efecto fisiológico que si, pongamos, me comunicaran que un camión acaba de arrollar el coche que tenía aparcado en la acera: no es una tragedia, porque nadie ha resultado lastimado, pero en tu fuero interno queda como una especie de desazón, de sensación de momentáneo desajuste con la realidad. Para colmo, de pronto te llama un extraño —en este caso, una agencia de noticias— y uno se ve obligado de nuevo a inventar un discurso. «Explícanos en qué consiste tu libro», te dicen. Improvisas, dices que es un libro escrito después de un largo intervalo sin escribir poesía, porque la poesía en general suele presentarse así, de forma discontinua… Y ya está, ya les has dado el titular: «José Manuel Benítez Ariza, un poeta a rachas«, leo al día siguiente en decenas de titulares en internet, todos ellos tomados de la misma agencia de noticias. La frase me deja pensativo. Toda la vida escribiendo poemas para esto… Y son los amigos quienes te sacan de tu estupor. Sus felicitaciones te animan, te hacen sentirte en medio de una gratísima espiral de afectos, en la que comparecen conocidos de ayer y de hoy, lectores, gentes de la literatura y gentes de esa otra vida que sólo tangencialmente toca la literatura.
xxPero hablaba de los de la tele. M.A. y C., oportunamente, se quitan de en medio. La gata le bufa a la periodista —que es también, vaya por Dios, una vieja conocida, a la que no veía desde hace treinta años— y el cámara apenas encuentra sitio para colocar sus trebejos. En mi casa no hay espacio para estas vanidades. Por fin, empujando una mesa, quitando sillas y reubicando un butacón en el espacio ganado, consigue la distancia necesaria para enfocarme. Y es verdad que la televisión favorece: por lo que veo después en el informativo, mi modesta casa, reducida a una semipenumbra en la que se entrevén muchos libros, ciertamente parece la casa de un escritor. De un escritor de los que salen en la tele, quiero decir. Y, bueno, uno ya ha tenido tiempo de pulir el discurso y ya es capaz de contar que el libro tiene como hilo conductor la mirada de un paseante que no se ha despojado del todo de su capacidad de asombro y que recorre una ciudad que a veces es real —Londres, Madrid, París— y a veces una suma de muchas ciudades; y que la técnica imaginista empleada incluye un guiño consciente a las vanguardias históricas, y que uno no suele presentarse a premios, pero… Y ahí queda la cosa. (12/9/2013)
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xxLa memoria de los gatos. Después de meses sin ver a C., K. no tiene más que olisquearla y rondarla un poco para percatarse de que, para su conciencia de gata, la estudiante con ínfulas de adulta que vuelve a casa por vacaciones sigue siendo la niña a cuyos mimos solía abandonarse casi sin reserva, pero a la que también mostraba a veces sin rebozo su mal humor. Nosotros, viendo a C. tan cambiada, no lo tenemos tan claro. (23/12/2013)
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xxMe dicen que la hierba que mejor les viene a los gatos para purgarse es la que crece al sembrar un poco de alpiste en una maceta. Y pienso en la curiosidad, en la ansiedad de K., al ver crecer la ensalada. (10/1/2014)
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xxPersiguiendo a K. para que no arañe el sofá, intento agarrarla mientras se me escapa por el filo de una mesa, y el resultado es que el pobre animal trastabilla y pierde pie, en lo que me parece que ha sido una mala caída. Se aleja de mí, no sé si con el cuerpo lastimado o con la dignidad herida. Pero al rato vuelve y se frota contra mi costado, como buscando congraciarse con el causante de su daño. Quién dice que los gatos son rencorosos. Ésta desde luego no lo es; en todo caso, astuta, dentro de su humildad: sabe que su gesto me desarma; y que ahora soy yo, con mis caricias, quien busca congraciarse. (5/3/2014)
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xxSe han ido todos otra vez: C. con su perro —y su mochila, y su recién compuesta estampa vagabunda y viajera— y M.A., que ha querido acompañarla unos días. Y aquí nos hemos quedado la gata y yo, con todo el tiempo del mundo. Me he levantado a las siete menos veinte, he atendido un examen en el instituto, me he acercado al banco y luego a la copistería —también los libros, llegado el momento, echan a andar por el mundo en forma de modesto mecanoscrito, aunque con muchas menos ilusiones que los veinteañeros a los que les cabe la vida en una mochila—. Ya en casa, he hecho la cama —¿para qué, si nadie va a fijarse en si está hecha o deshecha?—, recogido los platos de ayer, pintado un viejo desconchado que el otro día me decidí a enlucir; luego he terminado un artículo que tenía pendiente. Y ahora, a la una del mediodía, con todas las tareas finiquitadas, me pongo a escribir en este cuaderno. Todavía tendré tiempo de leer unas páginas del Libro de los pasajes de Benjamin, con el que me distraigo ahora; e incluso de dormir una pequeña siesta, antes de volver al trabajo —tengo jornada de tarde— y luego… Cómo cunde la soledad. Y este hacer tanto para qué. Acostarse temprano, quizá, no sería mala idea en estas circunstancias. La gata, que se pasa el día dormitando, me sirve de ejemplo. (2/9/2014)
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xxPara los gatos la caricia no es una dádiva, sino una exigencia; vienen a reclamarlas cuando lo creen conveniente; y amagan con un zarpazo en cuanto piensan que ya han tenido bastante. (5/9/2014)
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xxNuestra gata y el perro que ha traído C. —el que, contra nuestras prevenciones, adoptó durante su escapada de verano al poblado hippy de Beneficio, en la Alpujarra, donde nacen muchos perros y no todos encuentran dueño— han alcanzado ya la fase en la que consienten estar prácticamente uno al lado del otro y, sin embargo, fingen ignorarse. Lo que, bien mirado, hace presagiar que su convivencia será tan duradera, al menos, como todas esas espléndidas relaciones humanas que se basan en la perfecta indiferencia recíproca. (14/10/2014)
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Benítez Ariza, José Manuel. Todo sobre K. Una gata en un diario. Murcia; Newcastle ediciones, 2020.
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