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CANTO PRIMERO -extractos-

 

xxxHay quienes escriben para buscar el aplauso humano por medio de las nobles cualidades del corazón que la imaginación inventa o por las que ya tienen. ¡Yo utilizo mi genio para pintar las delicias de la crueldad! Delicias no pasajeras, delicias artificiales pero que empezaron con el hombre y terminarán con él. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en las secretas resoluciones de la Providencia, o, por el hecho de ser cruel, carece de genio? Tendrán la prueba con mis palabras sólo con que me escuchen, si lo desean… Perdón, parece que mis cabellos se han erizado. No es nada, pues con la mano los vuelvo a colocar fácilmente en su primera posición. El que canta no pretende que sus cavatinas permanezcan en el olvido, sino que celebra que los pensamientos altaneros y malvados de su héroe estén en todos los hombres.

 

* * *

 

xxxDurante toda mi vida he visto, sin excepción, a los hombres de espaldas estrechas, autores de numerosos actos estúpidos, embrutecer a sus semejantes y pervertir sus almas por todos los medios. Llaman gloria a la justificación de sus acciones. Al ver ese espectáculo he querido reír como los demás, pero esa extraña imitación era imposible. He empuñado una navaja cuya hoja tenía un filo acerado y la hundí en la carne en el lugar donde los labios se unen. Creí por un momento alcanzar mi propósito. ¡Miré en un espejo la boca maltratada por mi propia voluntad! ¡Era un error! La sangre que fluía con abundancia de las dos heridas no dejaba distinguir además si ésa era la verdadera risa de los otros. Pero después de unos momentos de comparación vi perfectamente que mi risa no se parecía a la de los humanos, es decir, yo no reía. He visto a los hombres de fea cabeza y de ojos terribles hundidos en su órbita oscura, superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la insolencia de la juventud, el furor insensato de los criminales, las traiciones del hipócrita, superar a los comediantes más extraordinarios, a la fortaleza de carácter de los curas ya los seres que se ocultan, a los mundos y los cielos más fríos; abrumar a los moralistas para que descubran su corazón y hacer caer sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Los he visto a todos de acuerdo, a veces con el puño más robusto dirigido hacia el cielo como el de un niño perverso ya contra su madre, probablemente excitados por algún espíritu demoníaco, los ojos cargados de un remordimiento punzante y rencoroso a la vez, en un silencio glacial, sin atreverse a enseñar las meditaciones vastas e ingratas que encerraba su pecho por estar llenas de injusticia y de horror y que entristecían al Dios de la misericordia; los he visto a veces, a cada momento del día, desde el inicio de la infancia hasta el final de la vejez, propagando anatemas increíbles, faltos de sentido común contra todo lo que respira, contra sí mismos y contra la Providencia, prostituyendo mujeres y niños y deshonrando de este modo las partes del cuerpo consagradas al pudor. Entonces los mares elevan sus aguas, engullen en sus abismos los tablones; el huracán, los temblores de tierra derriban las casas; la peste, las enfermedades diezman a las familias suplicantes. Pero los hombres no lo advierten. Pocas veces los he visto enrojecer, palidecer de vergüenza por su comportamiento en esta tierra. Tempestades, hermanas del huracán, firmamento azulado del que no admito su belleza, hipócrito mar imagen de mi corazón, tierra de misterioso seno, habitantes de las esferas, universo entero, a ti invoco, Dios que lo ha creado con magnificencia, ¡muéstrame un hombre que sea bueno…! Que tu gracia multiplique mis fuerzas naturales, pues ante el espectáculo de ese monstruo puedo morir de la impresión: se muere por menos.

 

* * *

 

xxxHice un pacto con la prostitución para sembrar el desorden en las familias. Recuerdo la noche que precedió a este peligroso acuerdo. Vi ante mí una tumba. Oí a una luciérnaga, grande como una casa, que me decía: «Voy a alumbrarte. Lee la inscripción. No es de mí de quien viene esta orden suprema». Una gran luz color de sangre, ante cuya vista mis dientes castañearon y mis brazos cayeron inertes, se desparramó por los aires hasta el horizonte. A punto de caerme, me apoyé en una muralla en ruinas y leí: «Aquí yace un adolescente que murió enfermo del pecho; ya saben la causa. No rueguen por él». Quizás muchos hombres no hubieran tenido tanto valor como yo. En ese momento una hermosa mujer desnuda vino a tenderse a mis pies. Le dije, con rostro afligido: «Puedes levantarte». Le alargué la mano con la que el fratricida degüella a su hermana. La luciérnaga me dice: «Coge una piedra y mátala — ¿Por qué?», le dije. Él a mí: «Ten cuidado porque eres el más débil y yo soy el más fuerte. Ésta se llama Prostitución». Con lágrimas en los ojos y la rabia en el corazón sentí nacer en mí una fuerza desconocida. Tomé una gran piedra; con gran esfuerzo la levanté hasta el pecho; con mis brazos la coloqué sobre los hombros. Escalé una montaña hasta la cima y desde allí aplasté a la luciérnaga. Su cabeza se hundió en el suelo tan profundamente como grande es un hombre, la piedra rebotó hasta la altura de seis iglesias yendo a caer en un lago cuyas aguas se hundieron un momento, arremolinándose, cavando un inmenso cono invertido. La calma volvió a la superficie, la luz sangrienta no brilló más. ¡Ay, ay! exclamó la hermosa mujer desnuda, ¿qué has hecho? Le contesté: «Te prefiero a él, porque tengo piedad de los infelices. No es culpa tuya si la justicia eterna te ha creado». «Algún día, me dice, los hombres me harán justicia, no te digo nada más. Sólo tú y los monstruos horribles que se mueven en los negros abismos no me despreciáis. Eres bueno ¡Adiós, tú que me has amado!» Le dije «¡Adiós! Adiós, otra vez, te amaré siempre… Desde hoy abandono la virtud». Por este motivo ¡oh pueblos! cuando oigáis al viento de invierno gemir en el mar cerca de la orilla, o por encima de las grandes ciudades que desde hace mucho tiempo llevan luto por mí, o a través de las frías regiones polares, decid: «No es el espíritu de Dios el que pasa, sino el acerado suspiro de la prostitución junto con los graves gemidos del montevideano». Niños, soy yo quien os lo dice, arrodillaos plenos de misericordia. Y que los hombres, más numerosos que los piojos, recen largamente.

 

 

 

Ducasse, Isidore. Los cantos de Maldoror (Trad. Ángel Pariente). Valencia; Ed. Pre-textos, 2000.

 

 

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