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CAPÍTULO TRES

 

8.

(el país de los nombres otros)

Jajajaja, dice un chico delante de un árbol con lágrimas en los ojos y las mandíbulas desencajadas. Lleva horas contemplando los nudos del tronco, y ríe porque todo es absurdo y gracioso. A pocos metros hay una mujer sentada contra la pared, se coge las piernas y se balancea como una mecedora de carne. Su mirada está fija en algo que sólo ella ve y su boca musita oraciones que creía olvidadas. Hace calor. Tres o cuatro personas corren en varias direcciones, puede que en círculos. Uno aúlla, dos lloran de puro miedo. Más allá, dentro de una casa, una anciana arrodillada habla cara a cara con la Virgen María que flota sobre las aguas de su retrete. Ella le dice palabras bonitas y el tiempo se detiene. Su vecina intenta hablar y lo que nota es que le ha desaparecido la lengua. Hace mucho calor este verano, demasiado, la Provenza da vueltas en el horno como un animal desplumado. La gente suda. Una mujer baila al borde de un tejado y en sus ojos hay una fuga sin retorno hacia la felicidad. Alguien rompe los cristales y salta a la calle con los brazos en cruz. Un niño entra desesperado en el bar y le grita a los parroquianos que huyan, que por la calle mayor baja un tigre enorme sediento de sangre. Dentro un carpintero se oculta bajo la mesa, agarrado a una de sus patas, porque cree que él también es de madera y si su cuerpo no la toca terminará despareciendo. El camarero pasa un trapo una y otra vez sobre la barra intentando limpiar una mancha que no existe, la sangre de sus dedos empieza a empapar la bayeta. El tigre sigue rugiendo en la cabeza del niño. Hace calor. En su casa una mujer se encierra en el baño agobiada por las luces y las voces que le recuerdan cada uno de sus pecados, decide llenar la bañera de agua caliente y cortarse las venas. Dos casas más allá alguien grita hasta quedarse sin voz porque siente que la cabeza se le derrite sobre los hombros. Su padre lo observa fascinado por el pájaro extraño que brota de su boca abierta, su madre se revuelca por el suelo y sólo puede decir Jajajaja, mientras se clava las uñas en el pecho de puro contento. Jajajaja.
xxxY todo ese calor de agosto de 1951 en Pont-Saint-Esprit.
xxxImagínate que te metes en la cama para huir de la gente y de las visiones, contará un lugareño años más tarde, y sientes que de tu cuerpo nacen flores rojas, y que cada una es un dolor nuevo. Un dolor inventado para ti en ese instante. Vaya. Imaginaos ese pueblo tranquilo y pequeño a las orillas del Ródano, intentando olvidar las penurias de la guerra y la dureza del campo. Su pobre paz quebrada en la mañana del 16 de agosto de 1951 por la súbita invasión de la locura colectiva. Imagina dos semanas así. Y cuenta: cuatro suicidios, tres paradas cardíacas, cincuenta y pico personas ingresadas en instituciones psiquiátricas, algunas de ellas hasta el fin de sus días. Aquello ocurrió en Pont-Saint-Esprit. Aquella mañana descendió impúdico sobre sus calles el Espíritu Santo de la Demencia. Qué espectáculo.
xxxSí. Pero ya hemos aprendido que el Espíritu Santo no desciende si no hay un obispo de fuego. Siempre hay algo o alguien.
xxxLas autoridades francesas se pusieron a investigar y acabaron llegando a una conclusión rentable en términos mediáticos, al menos de cara a cerrar el caso ante la opinión pública. El misterio del pan maldito, así fue cómo acabó conociéndose el suceso. La hipótesis ganadora explicaba que el causante de todo aquel marasmo alucinatorio había sido el panadero Roch Briand y su harina contaminada por el cornezuelo. Ya sabéis, ese parásito desde el que se puede sintetizar el LSD. Así que nada, lo que ocurrió en Pont-Saint-Esprit fue una negligencia panadera, como cuando en la Edad Media aldeas enteras comían pan en mal estado y se pasaban días bailando y delirando sin motivo aparente: un caso moderno de coreomanía o de ergotismo compartido. Incluso un molinero de Poitiers fe detenido como responsable último de venderle la harina a Briand. Caso cerrado y a llenar los periódicos con otras cosas. O no. Porque cualquiera que se interesaba por el misterio del pan maldito descubría que allí había demasiados cabos sueltos y que la versión oficial apenas se sostenía.
xxxPor ejemplo. Hubo víctimas también entre los clientes de la otra panadería del pueblo y hubo clientes de Briand que no enloquecieron. Otra cosa: en los días posteriores apareció por allí el mismísimo Albert Hofmann a examinar los síntomas y realizar informes. Hofmann fue el tipo que creó el LSD en 1938 y para muchos es lo más parecido a un verdadero obispo del fuego desde que una tarde en su laboratorio ingiriera por accidente algunas gotas del Espíritu Santo. Y ahí estaba en Pont-Saint-Esprit, como el delincuente que no se resiste a volver al lugar del crimen. Días después de que se desbordara la mente de tantos.
xxxPont-Saint-Esprit. La rave del demonio sin música ni conciencia.
xxxHofmann como obispo del fuego.
xxxPuede ser. El periodista Hank Albarelli llegó a la siguiente conclusión: esas dos semanas de incontinencia lisérgica fueron provocadas por un experimento de la CIA. Efectivamente rociaron el pueblo con LSD, y para ello contaron con la colaboración del laboratorio suizo Sandoz, que por aquel entonces era el único laboratorio del mundo que producía el ácido, y donde trabajaba nuestro amigo Albert Hofmann. Aporta alguna que otra prueba y explica que el objetivo del plan era probar el efecto de esa droga como arma química efectiva para derrocar revueltas populares. Claro. Aquellos eran los tiempos duros de la Guerra Fría y al comunismo había que derrotarlo por todas las vías. Imagínate si el zar de Rusia hubiera tenido a su disposición semejante tecnología. Imagínate su efecto sobre miles de manifestantes moscovitas o en medio de cada asamblea de soviets. El caos habría sido un bello espectáculo de contrarrevolución. Vaya. Dice Albarelli que la idea original era probar aquello en el metro de Nueva York pero que se descartó por razones obvias: demasiado peligroso y demasiados estadounidenses. Te lo crees o no, pero el tipo documenta experimentos con alucinógenos y otras drogas en soldados que fueron cobayas sin saberlo. Por ahí merodea también Ken Kesey cuando escribe Alguien voló sobre el nido del cuco o Adrian Lyne al rodar La escalera de Jacob. Albarelli cifra en más de seis mil las víctimas entre 1953 y 1961.
xxxTotal. El misterio del pan maldito. Y bien misterioso. El obispo del fuego invisible. Y tanto. Pero ahí está la evidencia de Pont-Saint-Esprit ardiendo como hipotálamo gigante. Un pueblo entero poseído por el demonio de las luces brillantes y sombras que bailan solas. Su rave deforme. Y ahora pensemos en el habitante del pueblo que ese día camina por la calle y no ha sido mordido por el veneno de la locura. Ese hombre es el extranjero. El pueblo son los otros, los hijos del delirio, abrazados al mundo de las ideas bocabajo. Él no. Él sólo es uno. Ellos son Pont-Saint-Esprit. La comunidad. El hechizo.

 

 

 

 

9.

(colección primavera-verano)

Ella viste una falda vaquera desgastada y una camiseta entallada con un divertido dibujo bajo el escote redondo, zapatillas deportivas de colores y gafas de sol negras. Ella. Y ella. Y ella también. Él lleva unos pantalones anchos y medio caídos que por momentos dejan asomar unos calzoncillos grises, cuando no los tapa una camiseta de hockey. La visera plana de su gorra también en la cabeza de otro. Y otro. Y muchos en Toronto o Leganés, en París o Guayaquil. Otro. Muchos. El flequillo cortado recto sobre los ojos y la camisa de cuadros. El vestido negro y estrecho. La sudadera con capucha y el anagrama de una universidad. La chaqueta de chándal con las tres rayas negras descendiendo por los brazos. La camiseta de la banda de rock. U2. Oasis. Nine Inch Nails. Tokyo Hotel. No importa. Otro más. Pantalones chinos, zapatos castellanos, camisa de pequeños cuadros con un jugador de polo bordado en el bolsillo. Jersey sobre los hombros opcional. Él lo elige. Y él. Ella: zapatos de tacón de aguja y pantalones ajustados oscuros, zapatos de plataforma y pernera de pata de elefante. Botas altas y minifalda. Trajes blancos de novia. Trajes azules o negros con listas y la corbata anudada con rigor sobre la camisa blanca. El hombre distinguido, indistinguible. Ella. Él. El otro. Todos. Como espejos de otra cosa fuera de sí mismos. Ella lo piensa así: la ropa define mi personalidad, me hace diferente a los demás, me hace ser yo. Elegir la ropa como síntoma de libertad política y mental. Como en China en 1954, por ejemplo, la gente decide por millones vestir el austero traje zhuang-shan para que la revolución comunista venza también en los tejidos al despropósito del imperialismo capitalista. Un traje sobrio con el cuello redondo y sin solapa. Un traje sin alardes para ser parte de un todo nuevo y hermosamente sencillo, como las manos de un campesino. O unos años más tarde en la Revolución Cultural y su fervor por el uniforme militar entre los estudiantes. Verde aceituna y cuello de pico rojo, igual que el brazalete o la estrella en el centro de la gran gorra. Cualquiera diría que a ese bordado de la identidad de la ropa distinta se le tiene que llamar por fuerza totalitarismo. Toda la ropa de todos. Dirán. Pero aquí el armario y sus leyes. La moda. Un ejército casi infinito de sombras en vaqueros y camiseta sintiendo el gozo de la libertad de ser iguales sin saberlo. Su ropa. La tuya. La mía. La sombra textil que lo envuelve todo.

 

 

 

 

10.

(de la nieve)

Cae la nieve copo a copo hasta perderse, confundida, en la espesura de lo blanco. Copo a copo. Porque además dicen que el frío cristaliza cada copo de manera única e irrepetible, que un tal Wilson Bentley dedicó su vida a comprobarlo: miles de fotos. Como Nadar. Cada copo único, cayendo del cielo hasta perderse, confundido, sobre centenares de copos únicos sobre el capó de un coche. Cuajando. O derritiéndose. Dejando de ser. Porque el agua no distingue sus partes. Simplemente discurre, moja, es.
xxxLa nieve cayendo copo a copo sobre más nieve.
xxxLa nieve derritiéndose.
xxxLa nieve como metáfora de la muerte.
xxxTodos vivimos solos en nuestros cuerpos solos y al morir dejamos de ser aquello que tenía un nombre y una forma para ser simplemente una sombra o una nada, entre tantas, confundida, perdiéndose. O no, como ya sabremos a estas alturas. Porque si uno es alguien y tiene un nombre de verdad que lo defina, ese nombre pervive tras la muerte: el legado, la línea negra de su silueta ya vacía de él pero llena de todo lo que su nombre pudo significar. Es el Yo brillante, brillando como una gema entre la atonía blanca de la nieve. Es la cristalización indeleble del hielo, más allá de cambios de temperatura o presión. Más allá del olvido.
xxxLa muerte así, de uno en uno, se rinde ante los nombres de los muertos.
xxxPero la muerte a puñados, la de tantos juntos, no tiene norma ni medida. No hay muertos cuando la muerte es un alud de nombres sepultados. No hay nadie. Dicen: cuando muere una persona es una tragedia, pero cuando mueren miles sólo es estadística. En las tragedias quien muere es un héroe con su máscara precisa, en la estadística no hay nadie, sólo vasta matemática. Y no caben allí los nombres. Recuerda cuando hablamos de Praga y su cementerio judío de lápidas fundidas unas sobre otras, recuerda aquella sinagoga Pinkas con las paredes totalmente llenas con los nombres de los judíos checos asesinados en los campos de concentración nazis. Todos los nombres a la vez son sólo ruido.
xxxEl genocidio es la nieve blanca devorándose a sí misma.
xxxQué nombre se le da al muerto cuando el muerto son seis millones de judíos y medio millón de gitanos entre las balas y las cámaras de gas. Podemos llamarlo Himmler o Hitler o veintitrés mil cuerpos sin vida cada día amontonándose para ser quemados. Pero no tiene nombre, así de golpe, no es nadie. Decir Holocausto es sólo nombrar la nieve. Ni siquiera el frío, ni mucho menos cada copo. No tienen nombre los muertos de Armenia en 1915 ni los de Ruanda en 1994. No tienen nombre los nativos de la Cuba precolombina ni los últimos habitantes de Rapa Nui. Y si los esquimales tienen decenas de palabras para decir la nieve, nosotros podremos conjugar la palabra exterminio en cada rincón del mundo y aún así no pronunciaremos un solo nombre. Y sí, se puede decir Pol Pot y Camboya y contar hasta dos millones y medio, o Leopoldo II de Bélgica y El Congo y sumar cinco, siete, diez millones de muertos. El exterminio minucioso de las praderas americanas. Los cadáveres entre las dos líneas de trincheras en Verdún: un amasijo de cuerpos bajo el barro, sin distinción de uniforme ni rostro. Nadie. Sólo muertos, sólo miles. Y aún así. Matar. Morir. De uno en uno. Como la nieve que cae. La bala. El cuchillo. Así los dos mil quinientos de Paracuellos o los veintidós mil de Katyn. Toda la propaganda clavada en las fosas comunes. Pura cifra. Estadística. Pero siempre, si nos dejamos guiar por esa línea engañosa que llaman progreso podremos llegar más lejos, perfeccionarlo todo. Así fue cómo la ciencia encontró una superación moderna a la vieja estrategia de la bala.
xxxLa bomba atómica, claro, su fulgor de nieve.
xxxHasta aquí la gente muriendo sola. Ya no. El 6 de agosto de 1945, de buena mañana ciento veinte mil japoneses desparecen juntos. Tantos. Todos. Siendo el mismo destello de fuego helado, la misma sombra arrebatada por el viento. La bomba comunica a la masa con la nada. Construye la destrucción compartida. La desintegración total e instantánea de los miles. Así. Ya. Desaparecen sin dejar cadáver. En Nagasaki fueron setentaicinco mil personas en unos segundos. Personas derritiéndose junto a su máscara para siempre. La bomba atómica como metáfora más definida de la sociedad de masas, donde todo se borra para siempre. La línea negra que rodea los nombres desaparece bajo el pequeño sol hambriento que devora todos los cuerpos. Que no deja nada, salvo la pura estadística.
xxxQueda claro: el copo, la nieve, la muerte, el fuego blanco. El hambre. No, el hambre no. El hambre deberá esperar todavía.

 

 

 

 

15.

(yo somos)

Que sí, que el yo no puede ser algo para todos. Porque el yo piensa el mundo y se piensa a sí mismo. Para la masa está la indiferenciación acrítica y maleable. Y el que malea no está dentro de la masa, claro, aunque a veces acabe bajo sus pies. Porque el linchamiento también es una de sus estrategias y nada reclama más golpes que una estatua rota. Porque los mismos que desfilan armoniosamente bajo el balcón de Nicolae Caecescu son los que otro día lo revientan a balazos. Y así. El caso es que no deben tener la tentación de actuar ni pensar por sí solos. El truco del dominio es ese. Cualquier totalitarismo lo sabe, incluso los que dicen no serlo. Pon la tele ahora si no lo crees. Vale, me estoy repitiendo. Leo un folleto de las Juventudes Hitlerianas de 1934 que le dice a los militantes con lo que hay que romper para que Alemania sea más grande, les regaña diciéndoles: una vez más, estáis bajo el influjo del yo liberal marxista y negáis el nosotros nacionalsocialista.
xxxEl yo, el nosotros.
xxxEntiendo. El liberalismo tiene que ver con lo de ser dueño de uno mismo y tener propiedades y derechos como individuo, y el marxismo con la aspiración del hombre pobre a la dignidad y a ver el mundo de distinta forma a como se lo pintan sus amos. Y el fascismo es otra cosa, claro. Cualquier totalitarismo lo es, incluso el consumismo y su ejército de inercias. Ahí vamos, grandes masas, iguales, disciplinadas. Rubias y violentas si es necesario. Para quién. Pon la tele ahora si no lo terminas de ver. Vale, me estoy repitiendo otra vez. Repito incluso la frase para decir que me estoy repitiendo, como si fuera un eslogan de la radio. Un eslogan. Un pensamiento que creo que es mío y ha sido plantado ahí por la mano invisible de alguien. Del mercado, que es alguien con nombre y una cuenta bancaria. Un pensamiento que creo que es mío y que ha sido plantado en mi cabeza y en la de muchos millones más por alguien. Y eso no es pensar. Entiendo. Eso es formar parte de algo sin ser alguien.
xxxQué cosas. Si no soy como el resto soy un monstruo, como Mary Ann Bevan o Juan Antonio Castillo. Si soy como los demás soy un zombi. Si soy yo no soy los demás. O eso parece.
xxxMe cuentan una historia que a lo mejor aclara este asunto. Entre aquellos que bajan en tropel por la calle al escuchar los primeros disparos y el francotirador con la mirada llena de sangre debe haber algo. Veamos. Hay un antropólogo haciendo trastadas a unos zulús a ver qué pasa. Los pone en situaciones incómodas y anota el resultado en su cuaderno con todo el rigor posible y con cierto sadismo blanco. Bien. Toma unas cuantas piezas de fruta y las coloca en el suelo dentro de una cesta de mimbre, unos metros más allá hay un grupo de niños a los que explica el juego: cuando agite este pañuelo salís corriendo y el primero que toque la cesta se lleva la fruta. Muy sencillo. Agita el pañuelo y no hay carrera, los niños se han cogido de la mano y caminan juntos hacia la cesta, se cierran en círculo sobre ella y todos tocan el mimbre al mismo tiempo. Luego se sientan y comparten la fruta. Todos ganan el premio. El antropólogo no termina de entenderlo. Qué habéis hecho. Ubuntu, dicen los niños. Vale, Ubuntu. Traducido: yo soy porque nosotros somos. Yo soy, nosotros somos.
xxxYo somos.
xxxLa solidaridad como estructura, lo común como parte del uno mismo. Entiendo que eres radicalmente tú siendo a la vez parte de algo que construyes y que sabes que también te construye. Un niño occidental, uno tú o uno yo quizá, habría corrido hacia la cesta porque su identidad se fundamenta en la diferencia y en la competición, nos educan para eso, para ser distinto y más que el otro. A eso puedes llamarlo capitalismo si quieres, pero está en tu mente. también habríamos corrido porque un adulto lo ordena y porque los otros niños corren. Por un lado seríamos puro yo, y por el otro puro nosotros. Pero los niños zulúes dicen Ubuntu: yo soy porque nosotros somos. Y la vida propia es esa clase de amor, ese tejido.
xxxY eso también es ser humano. O algo más allá o más acá.
xxxPuede que Ubuntu nos suene a cosas de ordenadores. Y sí. Un sistema operativo en código abierto que te puedes descargar y manipular y compartir. Tú y otros como tú, una comunidad de individuos que transforman la realidad, que no aceptan lo que se les es dado. Como si fueran alguien, pero siendo nadie. Esa red, ese tejido. Entre la anonimia y el uno mismo. Cientos o miles, a saber, ocultos tras los píxeles de la pantalla. Nuevas formas, nuevas normas. Ubuntu. Puede. Otras cosas. Más allá del ti y del nos. Yo somos, dijimos. Por ahí va la cosa.
xxxYosotros.

 

 

 

Quinto, Raúl. Yosotros. Barcelona; Ed. Caballo de Troya, 2015.

 

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