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DESPUÉS DE LA PRESENTACIÓN DE ‘LA ZARZA Y LA CENIZA’

Ayer presentaba Manuel Pujante su primer libro, ‘La zarza y la ceniza’; publicado por la cartagenera editorial Balduque. Acompañanado a Manuel Pujante estaban Cristina Morano y José Óscar López.

 

 

La presentación de Cristina Morano fue, sencillamente, excepcional. Y aquí dejo parte de la presentación en cuestión, que es el prólogo que se puede leer en el libro:

 

«No conozco al poeta. Conozco al que escribe: un tipo delgado, con el pelo largo color castaño que vive en mi barrio. Me pregunta cosas, por eso yo creo que es un ser curioso, de una cierta madurez, que quiereaprender aún más, que indaga y cuestiona. Pero después de mis respuestas me dice siempre: «Pero ¿por qué?» Entonces, me parece que es casi un niño.
xxA veces yo no tengo respuestas para sus preguntas y ahí nos quedamos los dos, un poco como se quedan los críos, pensando, callados, mirando al frente. Ambos quisiéramos, en esos momentos, tener delante un bosque o algún tipo de horizonte arbolado, pero tenemos un edificio de ladrillo o una plazuela con sillas de bar de plástico. (…)
Desconozco la razón (…) por la que un contemporáneo mío elige una imagen bíblica para explicar su desazón y a eso contrapone, para distorsionarla o añadirle contradicción, el caballo o el ciervo. Animales no bíblicos, o no completamente en esa tradición: ni el caballo ni el ciervo prosperan en los desiertos donde se gestó el oema que ahora llamamos Biblia, libro de libros.
xxAsí describe su edad:

xxxxlos caballos airados
xxxxque se ataban a un hombre
xxxxcorrían en distintas direcciones
xxxxhasta despedazarlo.

Porque es la edad del desasosiego. Y nos destrozamos en esa época, destruimos todo lo tranquilo que haya podido tener la infancia. (…)

El libro de Manuel —y, al enunciar esto, resuena una cierta manera bíblica— despliega una voz mezcla de muchas cosas, presenta un argumento, como gustan de decir muchos críticos, oscuro. Hay citas antiguas, hay imágenes prestadas, hay quiebros en el lenguaje, hay sufrimiento y hay, sobre todo, expiación.
xxEn el libro de Manuel expiamos una culpa que nadie salvo nosotros mismos ha puesto a nuestras espaldas. Una culpa primigenia, que parece nacer, casi, con cada uno de nosotros.Que vuelve nuestras acciones más inocentes, pecados, ofensas contra nosotros mismos.
xxY he usado la palabra pecado.
xxEntonces debe ser que tampoco yo estoy lejos de la tradición judeocristiana, esa que dice que el que desobedece al padre (que luego será la autoridad legal, o estatal, o como queráis llamarla) comete un delito, y que este delito no se expiará públicamente, con el castigo, sino que le perseguirá en la memoria el resto de la vida. (…)

Pero ¿de qué tenemos culpa?

Si lo único que hacemos es construir una vida, tratar de ser felices.
xxY para eso, ¿tenemos que abandonar familias, ciudades, países? De qué huimos cuando huimos de lo que nos hace. Por qué la madurez supone siempre —en el occidental blanco, de clase media, sano— un momento de rebelión antes de la normalización en uno u otro grupo social. La edad de la adolescencia, la primera juventud, se conforma como un tiempo de sacudirse las riendas de las leyes, buen gusto, lazos sociales, relaciones. (…)

Al que atraviesa la culpa y en ella no se reconoce y lucha, y huye, o trata de huir, le llamamos joven poeta. El autor de este libro me ha pedido un prólogo. Pero yo le conozco.
xxNo es tan joven.

Habla de su historia, pero no para ponerla en claro; no necesita eso. Él ya sabe lo que pasó. Lo escribe para ponerlo en oscuro. Para mezclarlo, diluirlo, ponerlo en abismo —y qué exacta es aquí esta cita de Gide, que no solo alude al abismo o vértigo, sino al punto central de la composición de un escudo, el sitio donde perdemos pie y a la vez re-componemos, re-ubicamos los datos—.
xxDecía la Pizarnik: «Para mí el jardín o el bosque es sobre todo el silencio». El ciervo, rey del bosque, representa la frescura de ese silencio. Y me gusta encontrar dentro del frescor de los árboles, la palabra cura. (…)

Lo malo es que aunque Manuel se cure seguirá diciéndome: «Pero ¿por qué?». Y yo: «Busca un trabajo». Porque soy una adulta, ya estoy acostumbrada a esa lucecita incómoda.

xxxxEsta luz velocísima
xxxxque alumbra con su histeria
xxxxrincones que querrías
xxxxdejar en sombra siempre
xxxxtambién está en constante
xxxxhuida de sí misma.

Un poco de algo nuestro, pedimos. Tenernos.»

 

 

 

El libro, que para mí tiene momentos muy altos, tiene su punto fuerte en el cierre: dos poemas de magnífica factura y de una gran altura poética, sobre todo el último: un endecasílabo para quitarse el sombrero. Aquí dejo una selección de los mismos (incluidos los dos últimos, por supuesto).

 

 

Con su recomenzar,
su claridad de círculo,
todo el polvo y su danza
de muerte sobre el soplo
de luz que la persiana
entrecerrada enhebra,
cada mañana
toda la mañana
se hace nudo.

 

 

 

 

IGUAL que se abre fuego o como se abre
una grieta o un hueco o una herida,
cada mañana hay algo que se abre
por encima del sueño
y que un instante espera,
desdibujado, ciego,
a que un rayo
quebrado
de memoria
ordene en su regazo sin aristas
las sombras de los árboles,
el eco de su forma,
disuelva en la torpeza de los ojos
su distancia y sus nombres
para asumir el bosque,
para decir
xxxxxxxxxxYo soy
con toda la ceniza del mundo en la garganta.

 

 

 

 

INCLUSO los remotos
relatos del origen
ya recogen la trampa:
se nos hizo de barro
para habitar diluvios.

 

 

 

 

QUISE cegar al ciervo
de una vez para siempre,
que el punzón en sus ojos
limpiara de los míos
el fractal oscuro.
Y decirme en la luz,
en una luz distinta.

Después se aprende ardiendo
que el fuego que se afana
en arrasar el bosque,
sus ecos y sus sombras,
se extingue con el bosque
y al final solo quedan
caminos de ceniza.

 

 

 

 

La zarza ardió,
hay ceniza en lo que fue la voz de nuestro padre y un campo inmenso
xxxxx[de higueras sin fruto y de semillas muertas por exceso de luz.
No quiero pozos dentro de los pozos, conozco bien el sótano del
xxxxx[sótano del sótano:
la noche ocupa oscura como música litúrgica el aire y lo enrarece con
xxxxx[ese olor a muerte del jabón en los ancianos.

 

 

 

 

ADEMÁS, a diario
la blanca calma fúnebre
inunda con su luz
espesa, macilenta,
el silencio e inflama
el recuerdo del fuego.
Esa calma angustiosa
del rostro del cadáver,
esa calma de muerto
que lenta nos impregna
como entumece el polvo
las cortinas, despacio.

 

 

 

 

CON ese vuelo roto
del pájaro lisiado,
otro
xxxxdía.

 

 

 

 

LAS lenguas de fuego
dejaron un día
de sobrevolarnos,
de arder,
se apagaron.

Volvió renacido
aquel miedo sordo
que trajo el silencio
la noche remota de la primera muerte.

 

 

 

 

DE la zarza
solo sobrevivieron al incendio
las espinas.

 

 

 

 

DICHOSOS
los que enfrentan la noche
con los ojos cerrados
pues es suya
y no de afuera
la oscuridad que abrazan.

 

 

 

 

QUIEN tenga oídos
para oír
que huya.

 

 

 

Pujante, Manuel. La zarza y la ceniza. Cartagena; Ed. Balduque, 2018.

 

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