‘ÓRBITA’, DE MIGUEL SERRANO LARRAZ
No sé por qué no había hablado antes de esta joya en el blog.
Hace unas semanas fuimos a la presentación en Murcia del nuevo libro de Miguel Serrano Larraz, ‘Réplica’. Yo, que aún no había leído nada suyo, pero había oído hablar tan bien de él, no tenía la más mínima duda de que tenía que ir a verlo. Además, la editorial que lo publicaba, la catalana editorial Candaya, es una de esas editoriales que todo lo que publica es auténtica literatura.
Total, que cuando terminó la presentación, decidí comenzar por el principio, que es por donde se empiezan las cosas, y me compré su primer libro, ‘Órbita’.
Y nada más empezar a leérmelo cayeron uno tras otro los relatos que componen ‘Órbita’. Hasta tuve que dejarme el último relato, porque quería saborear el libro un poco más y no terminármelo de una sentada.
Uno tras otro, los relatos de ‘Órbita’ muestran de manera magistral los problemas que conllevan fiar el resultado de nuestras acciones a eso tan débil que es el lenguaje.
Aquí dejo el relato con el que se abre el libro y que le da título al conjunto.
ÓRBITA
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxPara B.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxTras la ventana está lo peor.
xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxixxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxFranz Kafka, Diarios.
En junio de 1991 Samuel Soriano terminó la Educación General Básica, el octavo curso, lo que entonces todavía se conocía como «el colegio». Acababa de cumplir catorce años. Sus padres discutieron con él diversas posibilidades para su futuro inmediato, posibilidades que incluían el acceso directo a la universidad, desde luego, pero también escuelas privadas en Estados Unidos o en Holanda, un centro de investigación en Barcelona, colegios especiales para niños superdotados. Durante tres semanas, durante cada una de las noches de las tres semanas siguientes a la conclusión de la E.G.B., Samuel no fue capaz de dormir, o sí, pero cuando dormía sus sueños se poblaban de sensaciones líquidas y Samuel se despertaba en mitad de la noche mareado y atónito, como si acabara de sobrevivir a un naufragio. Pensaba: no quiero ser diferente. Pensaba: no quiero madurar, no quiero crecer, no quiero que mi situación se modifique. Pensaba: no quiero dejar el colegio. Pensaba: ojalá fuera un mal estudiante y hubiera repetido este curso, para no tener que decidir, para no tener que decidir ahora. Pensaba: me gustaría ir a un instituto público con el resto de los chicos y chicas de mi edad, y que no hubiera ninguna otra posibilidad. Pensaba: no quiero morirme nunca, no quiero que nadie muera nunca, no quiero saber qué cosa es la muerte. Pensaba: todavía no he hecho en mi vida nada que merezca la pena.
xxSus padres hablaron con él una mañana, la misma mañana en que los tres salían de viaje hacia Tarragona a pasar una semana de vacaciones. Le comunicaron que habían decidido que tenía que ser él mismo quien eligiera su futuro, o su destino, que él era el único que podía enfrentarse a esa decisión, o soportar esa decisión, pero que no iba a estar solo para tomarla, porque lo asesorarían, o aconsejarían, además de sus padres, una cierta cantidad de profesores, una cierta cantidad de psicólogos, una cierta cantidad de pedagogos. Durante esos siete días de vacaciones en Tarragona, pero también las tres semanas siguientes de vuelta a Zaragoza, Samuel, que acababa de cumplir catorce años, leyó a Bakunin, pero también leyó a Platón, y leyó a Marx, y leyó a Bertrand Russell y a Piaget, y leyó, con entusiasmo e incredulidad, las experiencias utópicas de educación libre de A. S. Neill, y además escuchó con atención los dictámenes y los consejos, titubeantes o contradictorios, de al menos una docena de «doctores» que lo examinaban y entrevistaban siempre con una delicadeza distante que podía interpretarse como sorpresa o como interés, pero también como prudencia o incluso como desconfianza.
xxUn día de finales de julio, por casualidad, o por lo que él entonces entendió como una casualidad, cayó en manos de Samuel Soriano un artículo de un tal Bernardo R. que llevaba por título «Comunicación y cables». El artículo, que aparecía en el suplemento dominical de un periódico madrileño, llenaba diez páginas con fotografías en color y letra apretada, pero sin titulares ni párrafos subrayados. Una fotografía, la primera fotografía del artículo, mostraba una cabina telefónica con un chimpancé en su interior, un chimpancé ensimismado que observaba el teléfono con expresión de incertidumbre, como si dudara sobre si valía la pena o no hacer cierta llamada telefónica internacional. En otra fotografía, una de las últimas (había siete u ocho en total) se distinguía apenas la silueta oscura y encorvada de un anciano, que sin embargo podía ser también la silueta de un niño subido a una silla, o incluso la de otro chimpancé (¿el mismo de la cabina?) camuflado bajo una máscara de apariencia humana. Al principio, durante unos segundos, antes incluso de comenzar a leerlo, antes de empezar a comprenderlo, Samuel creyó que ese artículo era un artículo divulgativo, que mostraba y explicaba hasta el más mínimo detalle la función de los satélites, o el modo en que se diseñaban y construían los satélites, o la localización de todos y cada uno de los satélites que pululan por las infinitas órbitas de nuestro planeta. Después, sin embargo, descubrió, o razonó, que no podía ser eso, creyó que tenía que ser, sin ninguna duda, otra cosa, tal vez un breve ensayo sobre los medios de comunicación y el poder de los medios de comunicación y las negligencias de los medios de comunicación y las miserias de los medios de comunicación, y después (pero todo fue en un momento, no pasó más de un minuto), después intuyó, o supo, que en realidad el artículo, ese artículo, «Comunicación y cables», que aparecía en el suplemento de un periódico de tirada y distribución nacionales, hablaba de él, de Samuel Soriano, el niño superdotado, hablaba de él y de sus padres y del colegio que acababa de abandonar y de la ciudad de Zaragoza donde él vivía, y supo también que Bernardo R. le estaba mandando a través de ese artículo, voluntaria o involuntariamente, una señal, o una orden, o un comentario, o una sugerencia, y esa señal, o esa sugerencia, o esa orden, decía: «matricúlate en un instituto público, no te dejes convencer, lucha, mézclate, resiste, comunícate«.
xxSamuel Soriano, que tenía catorce años, habló tranquilamente con sus padres aquella misma tarde, en el salón de su casa, dialogó con sus padres y convenció a sus padres, y les hizo saber que él era ya un adulto, que era un adulto o podía ser considerado un adulto desde algún punto de vista, desde al menos un punto de vista, pero que no por eso debía dejar de probar y diversificar la experiencia de la vida, porque sus recursos, sus conocimientos, sus vivencias, no eran los de un adulto, no eran los de un adulto en absoluto, sino los de un niño de catorce años que apenas se introduce en los enigmas de las relaciones personales, así que sus padres asintieron en silencio, impasibles, y dijeron que sí, que cómo no, y prepararon los trámites para que su hijo superdotado (que a los dos años sabía escribir, que leyó Rojo y negro a los nueve, que a los trece años demostró sin ayuda el teorema fundamental del álgebra) ingresara en un instituto público cercano al domicilio familiar.
xxLo que sigue es previsible: Samuel Soriano buscó información sobre Bernardo R., sobre el autor de aquel artículo que había modificado su vida, o su manera de ver la vida, y le envió (por medio del periódico que había publicado aquel artículo) una carta, le envió una carta en la que explicaba, con una prosa diáfana, aunque no exenta de metáforas indescifrables, quién era, y cuántos años tenía, y qué esperaba de la vida. «Tengo catorce años y no quiero morirme jamás», decía la carta de Samuel Soriano, «mis padres no podrán comprenderme nunca, ni ninguna mujer podrá comprenderme nunca, aunque todavía no conozco el sexo, aunque todavía no sé siquiera si me gustará el sexo, si el sexo será suficiente motivo para que yo me confiese y me exponga. Sin embargo, ya he encontrado en usted un alma gemela, que me motiva y me justifica. Usted escribió ese artículo para mí, y yo he escuchado lo que usted me decía y lo he interpretado y le he hecho caso».
xxLa respuesta llegó diez días después. El remite no era una calle de Madrid, de cualquier calle de Madrid, como Samuel había previsto, sino de Barcelona, de una calle cualquiera de Barcelona, o al menos de una calle de Barcelona que Samuel no había oído nombrar jamás y que por lo tanto le pareció una calle cualquiera. En la carta, en los dos folios de letra apretada que llenaba el sobre, Bernardo R., o la letra de Bernardo R., reconocía el estupor y el desasosiego y la sensación de responsabilidad que le habían provocado las palabras de Samuel Soriano. Después, sin motivo aparente, Bernardo R. parecía olvidarse de que el origen de la correspondencia había sido un artículo en una revista, en el suplemento dominical de un periódico, y parecía olvidarse además de que le estaba escribiendo a un niño de catorce años recién cumplidos, y la carta se perdía en una rememorización confusa de un viaje a París que había realizado en su primera juventud, y que había durado demasiado tiempo (al leer aquello, Samuel no pudo entender si Bernardo R. había ido a París en viaje de novios, o si por el contrario había viajado a París huyendo de algún peligro que no se mencionaba; tampoco pudo entender si la estancia en parís se había prolongado durante dos meses o durante treinta años). La carta, el autor de aquella carta, recordaba también, con multitud de detalles innecesarios, la imagen borrosa de una muchacha, «azulada y fumadora», de la que había estado enamorado a los quince años. «Te deseo lo mejor, Samuel», concluía, «y que tu decisión haya sido la acertada, y que no sufras, o que sufras lo suficiente para entender cuánto vale la vida, o que sufras tanto como para enseñar a los demás la lucidez de sufrir sin quejarse». Estas últimas líneas concluyentes hicieron pensar a Samuel que no existía la posibilidad de una respuesta, que Bernardo R. le había comunicado ya todo lo que tenía que comunicarle, o todo lo que quería comunicarle o, en términos más abstractos, todo lo que un hombre podía llegar a comunicar a otro hombre.
xxLlegó septiembre y Samuel comenzó sus clases en el instituto, no precisamente desconcertado, pero sí, en todo caso, alerta, preparado contra el previsible rechazo y contra el previsible sufrimiento de los que le había hablado Bernardo, aunque también receptivo ante todos los estímulos exteriores, que eran estímulos que él todavía no era capaz de reconocer ni discriminar, la continuada novedad de los libros, el tabaco, los pupitres, los profesores, las camisetas ajustadas. Samuel hizo amigos muy pronto, antes del primer mes, casi todos varones, muy diferentes de él, pero también distintos entre ellos: el hijo de su profesor de matemáticas, por ejemplo, o Víctor, un chico rubio y miope con el que Samuel desperdiciaba los recreos jugando al ordenador (a un juego de ordenador que se llamaba Italia 90, y que era por lo tanto un juego de fútbol). Esos amigos, que eran amigos normales, amigos que no se apartaban de la media nacional, le hicieron sentir, en algunos momentos concretos, una dicha inmotivada y misteriosa, que lo llevó a pensar que había acertado al elegir un instituto de bachillerato, porque esas sensaciones de desconcierto y autoafirmación adolescentes no podían experimentarse en ningún caso fuera de las paredes de un centro de enseñanza público. Los profesores, a quienes no se había prevenido de que tenían un niño superdotado en clase (a pesar de que el jefe de estudios lo sabía, a pesar de que el psicólogo del centro lo sabía), lo trataron al principio con precaución, acaso con temor, pero después se impuso en todos ellos (en casi todos, en realidad) la idea de que Samuel iba a ser el salvador de la enseñanza pública, el ideólogo posible de la enseñanza pública y acaso la prueba futura de la validez de la enseñanza pública. Comenzaron a dirigirse a él con respeto y admiración, casi con entusiasmo, con una actitud y unas formas serviles que ayudaron a Samuel a establecer una jerarquía docente en la que él ocupaba un escalafón superior al de los profesores y superior al del jefe de estudios y superior al del director, y sin embargo al mismo nivel del resto de los alumnos, de todos y cada uno de los demás alumnos, los de los primeros cursos y los de los últimos cursos, lo que contribuyó, por una parte, a una democratización invisible pero tangible de los modos docentes y, por otra parte, a que Samuel se convirtiera, contra todo pronóstico, en el alumno más popular del centro.
xxEn diciembre apareció el primer libro de Bernardo R., Gravedad, un libro de astronomía divulgativa que Samuel leyó en una sola noche, en un delirio agarrotado que se parecía mucho a la devoción. El libro trataba sobre el big-bang, sobre las enanas blancas, sobre los agujeros negros, sobre el paso del tiempo, y describía todos ellos como «flores que se abren y se cierran al ritmo de la respiración del caos». El libro trataba también sobre la formación de los planetas, sobre los neutrinos, sobre la radiación de fondo del universo, sobre la imposibilidad de la existencia de Dios, y lo explicaba todo con palabras y conceptos sencillos e intuitivos, de modo que a nadie extrañó que tuviera una enorme repercusión en los medios de comunicación, especialmente en ese submundo informativo que constituyen los suplementos dominicales de los periódicos. Había al menos otro motivo para el éxito o la difusión del libro: en uno de los capítulos, «Constelaciones posibles», que en la primera edición apareció como un apéndice, Bernardo R. se separaba de todo rigor científico y se lanzaba con pasión a la tarea exhaustiva de inventar y describir planetas inexistentes de los que, a pesar de su inexistencia, proporcionaba una cantidad vertiginosa de datos físicos y fenomenológicos. El planeta «Benedetto», por ejemplo, situado entre Venus y Marte, se caracteriza por una atmósfera densísima de nitrógeno y metales pesados que impide la aparición de cualquier sonido, y también por su órbita helicoidal, notoriamente inestable, que provocará su desaparición, o un alejamiento infinito, en menos de cien mil años. Algunos de los datos eran tan precisos, tan sumamente inverosímiles, tan absolutamente tangenciales, que el lector tenía la sensación de que podrían ser ciertos, o de que eran sin ninguna duda ciertos, o de que el autor de aquel libro se había vuelto loco. Algunos periodistas, aturdidos, probaron un acercamiento literario al libro, mencionando figuras de la talla de Jorge Luis Borges y Diego de Torres Villarroel. Un crítico avezado o temerario del periódico El País invocó incluso, desde las páginas de «Babelia», los nombres de los argentinos César Aira y Ricardo Piglia, que todavía eran completamente desconocidos en España. En cualquier caso, el libro era ameno e informativo y no demasiado caro, y además apareció en diciembre, así que se vendieron más de veinte mil ejemplares, y el nombre de Bernardo R., así como su rostro y sus circunstancias biográficas, empezaron a ser de dominio público. Samuel Soriano supo así que Bernardo R. había emigrado a Francia con sólo diecisiete años y que no había regresado (que no había querido regresar, o que no había podido regresar, o que no había sido capaz de regresar) hasta después de la muerte de Franco, o hasta la reinstauración simultánea de la democracia y la monarquía. Samuel supo también que Bernardo R. había estudiado las carreras de Ciencias Matemáticas y Ciencias Físicas en la Sorbona, que había pasado hambre, que había pasado frío, que había trabajado en el instituto Curie (donde coincidió con Ernesto Sabato), y que había sido amigo, entre otros, de Enrico Fermi y de Samuel Beckett, o tal vez era sólo que había conocido (las biografías siempre exageran) a Enrico Fermi y a Samuel Beckett. Varios de sus artículos de la dilatada etapa parisina, publicados en revistas especializadas, habían gozado de una reputación más que moderada en el mundo científico, y había quien aseguraba que él había sido el verdadero precursor, veinte años antes, del grupo de renormalización de Wilson (por el que a Wilson le concedieron el premio Nobel en 1982). Desde su regreso a España, sin embargo, Bernardo R. había abandonado por completo la investigación seria y el mundo académico en general. Vivía, a sus casi setenta años, de redactar artículos de divulgación, mientras trabajaba sin descanso en una reformulación completa del álgebra (una reformulación en la que ningún científico creía, y que tendría como rasgo más destacable la desaparición TOTAL de los sistemas de coordenadas, y por lo tanto de los números, y de todos los objetos matemáticos convencionales).
xxDurante todo el año siguiente, Samuel Soriano tuvo que contenerse para no volver a escribirle a Bernardo R., o para no tratar de llamar por teléfono a Bernardo R., o para no viajar a Barcelona a conocer a Bernardo R. Le habría gustado decirle: «Yo he entendido tu libro, yo he entendido los motivos de tu libro», y hacerle además algunas preguntas (cientos de preguntas, en realidad). En lugar de eso, en lugar de escribir esa carta, se dedicó a profundizar en la astrofísica. Estudió Gravedad, desde luego, pero también leyó a Kepler, a Galileo, a Claude Cohen-Tannoudji. Pensaba: si algún día llego a encontrarme con Bernardo R., si logro conocerlo antes de que muera, tengo que estar preparado. No puedo decepcionarlo.
xxSamuel se despertaba cada día a las siete y media de la mañana, se duchaba, iba andando hasta el instituto. Dedicaba las tardes, como cualquier adolescente de su edad, a hacer los deberes, y también a jugar al baloncesto o a jugar al tenis o a jugar al ordenador, pero por las noches, después de cenar, estudiaba durante horas manuales universitarios de álgebra y de mecánica celeste. Los sábados salía a dar una vuelta, o al cine, con los amigos del instituto, o con los antiguos compañeros del colegio. A pesar de las múltiples evidencias, no se sentía especial, no se sentía distinto, no se sentía para nada mejor que sus amigos, ni siquiera más listo. Los domingos por la mañana se quedaba hasta tarde en la cama leyendo novelas de ciencia-ficción (sobre todo de Phillip K. Dick), y de misterio (sobre todo de Patricia Highsmith). Alguna vez trató de leer a los llamados «clásicos de la literatura universal del siglo XX», pero todos lo aburrían profundamente.
xxAlgo después apareció el segundo libro de Bernardo R., que era un libro de texto, o que parecía un libro de texto, y que provocó un minúsculo escándalo en la comunidad docente, y también en la comunidad política, e incluso en la comunidad civil. El libro, decimos, parecía un libro de texto, y de hecho su título, Matematica C.O.U., no dejaba lugar a dudas, como tampoco dejaba lugar a dudas el formato, o el modo en que estaban organizados los capítulos. Y sin embargo no era un libro formativo, que provocara certezas, sino más bien al contrario, un libro que sembraba las incertidumbres en todos los ámbitos. Cada capítulo constaba, sin excepciones, de seis partes:
xx1) Una breve introducción.
xx2) Dieciséis teoremas.
xx3) Dieciséis ejemplos (uno por cada teorema).
xx4) Una nota histórica.
xx5) Cuarenta problemas o ejercicios.
xx6) Un acertijo en el que el alumno debía desenmascarar a un asesino basándose tan sólo en igualdades matemáticas relacionadas con la teoría expuesta en el capítulo correspondiente.
El libro, de hecho, incluía, o contenía, todo el programa oficial del Ministerio de Educación para el Curso de Orientación Universitaria, pero en sus 900 páginas había mucho más: teoremas indemostrables o falsos o contradictorios, ejercicios en los que faltaban o sobraban datos para llegar a una conclusión, innumerables incitaciones a la desobediencia civil. Las notas históricas, en concreto, provocaron la ira de varios historiadores y políticos. La ley de la relatividad, por ejemplo, en palabras de Bernardo R. había sido descubierta «por casualidad, un día en que un judío con bigote estaba transportando una bombona de butano para gasear a su esposa y a varios de sus primos». Acto seguido, en ese mismo capítulo, en esa misma «nota histórica», se decía de Albert Einstin que era «el más grande científico que ha dado el siglo XX, el más genial, el más intuitivo, el más humilde, el más conmovedor». En cuanto a los problemas, algunos carecían de datos suficientes para ser resueltos, y en otros los datos se contradecían, y en otros no había ningún dato en absoluto. Había varios ejercicios (al menos uno por capítulo) en los que el alumno debía inventar un enunciado para un problema a partir de su resultado, que muchas veces era ambiguo. En otros, la geometría se sustituía por simbología, y las preguntas no eran de orden matemático, sino meramente cotidianas. El dibujo de tres círculos concéntricos representaba «un huevo frito en una sartén sin mango», mientras que un rectángulo se convertía en «la imagen de una ventana en un día despejado».
xxEl libro provocó un minúsculo escándalo, y sin embargo, o tal vez precisamente por eso, se vendió casi tanto como el anterior, y recibió incluso un premio a la divulgación científica concedido por una caja de ahorros. Quién pudo comprar 15.000 ejemplares de aquel libro, y para qué, es algo que tal vez no se sabrá nunca. Bernardo R. comenzó a dar conferencias por todos los países de habla hispana, o al menos por los países de habla hispana que podían permitírselo, que es como decir que empezó a dar conferencias por medio mundo. El libro se tradujo, antes de un año, al francés y al inglés y al italiano y al portugués, y en cada caso Bernardo R. trabajó con el traductor del idioma respectivo para introducir ciertas modificaciones o ciertas mejoras que hicieran el libro más comprensible para los alumnos, o para los lectores, o para los críticos, de los diferentes países. El libro conservó sin embargo, en todas sus versiones, la dedicatoria del original español, que decía «Para S. S., mi único alumno». Las interpretaciones, como se comprenderá, fueron muchas, la mayoría inverosímiles, casi todas disparatadas. Hubo quien sugirió, como no podía ser de otra forma, que S. S. eran «Las SS», y que todo el libro era una convocatoria en clave para un cuarto Reich internacional, una suerte de cábala antisemita. Samuel Soriano, sin embargo, supo desde el primer momento que aquel libro de texto SÍ era un libro de texto, y que Bernardo R. lo había escrito para él, para instruirlo o para enseñarle o para formarlo, o para conseguir que aprendiera algunas cosas de la vida. Al principio eso lo sorprendió, que alguien fuera capaz de escribir un libro para una sola persona, y más aún que esa persona fuera él, pero después razonó que Bernardo R. era un hombre solo, y que él, Samuel Soriano, era después de todo un adolescente superdotado, y que las relaciones entre genios adultos y genios incipientes tomaban siempre caminos complicados o extravagantes. Después empezó a aterrorizarlo la idea de que debía estar a la altura, de que no podía defraudar las esperanzas de Bernardo R. Así que estudió el libro de principio a fin. Lo aprendió de memoria. Dio solución a todos los problemas y a todos los ejercicios y demostró los teoremas que habían quedado sin demostrar, y resolvió también todos los ejercicios. En el acertijo del primer capítulo, el asesino era el cartero. En el acertijo del segundo capítulo, el asesino no era una persona, sino el mero azar. Poco a poco, las soluciones se complicaban. En el capítulo octavo, por ejemplo, había que descubrir que el asesino era el herrero, pero también que la culpa de todo la tenía Dios, o que la culpa de todo la tenía una mala interpretación de los designios de Dios. En el décimo, la supuesta víctima había cometido a su vez un crimen, cuyas causas y circunstancias no podían llegar a conocerse. En los cinco últimos temas o capítulos, el asesinato lo habían cometido diversos entes monstruosos: la Guardia Civil, una multinacional dedicada a la fabricación de electrodomésticos, el Ministerio de Agricultura y Pesca, la O.M.S., el Rey de España. Cuando tuvo todos los enigmas, o acertijos, resueltos, Samuel escribió las soluciones en un folio y se las envió a Bernardo R. Después de haber puesto el sobre en el buzón, pensó: no debería haberlo hecho, no tengo ningún motivo para hacerlo. Esperó una semana, y otra semana, y varios meses, pero no recibió ninguna respuesta. Samuel creyó que se había equivocado, que él no podía ser el S.S. de la dedicatoria, o tal vez creyó que se había confundido en la respuesta a alguno de los acertijos, y Bernardo R. había descubierto por lo tanto que era un impostor, o tal vez creyó que aquellos acertijos eran sólo un juego o una broma y no tenían solución y ahora Bernardo R. lo despreciaba y se reía de él y de sus respuestas y de sus aires de grandeza.
xxPasó un año sin grandes novedades en la vida de Samuel. Tuvo su primera novia, una chica de su clase que se llamaba Rebeca (la relación terminó por un malentendido, se enfadaron sin ningún motivo real y ninguno de los dos se atrevió después a pedir perdón). Por lo demás, iba cada día al instituto, trató de aprender a tocar la guitarra, fue por primera y única vez en su vida a Venecia (una ciudad que le dejó la impresión desoladora de una dicha decadente, eterna e irremediable).
xxAlgo después de este viaje a Venecia, el nombre de Bernardo R. volvió a infiltrarse en las páginas de la sección de cultura de varios periódicos. Se publicaron diferentes versiones de los acontecimientos, plagadas de dudas y de rasgos circunstanciales, y que por lo tanto (pensó Samuel) no podían ser falsas. Además, los relatos de los distintos periódicos no se contradecían, sino que se complementaban, y aquello constituía una prueba definitiva de la veracidad de los hechos. Por lo que se ve, Bernardo R. había escrito un nuevo libro divulgativo de matemáticas. Cierto profesor del departamento de Física Teórica de la Universidad Complutense, que tuvo acceso al manuscrito original antes de su destrucción, no dudó en asegurar que aquel texto, de haber salido a la luz, habría cambiado el rumbo de las matemáticas, pero también el rumbo de la literatura, y tal vez el rumbo de la historia. El libro se iba a llamar Santiago Chopin, por motivos que posiblemente nunca se conocerán. El editor, que era el mismo de los dos libros anteriores de Bernardo, comenzó a preparar, enardecido por la perspectiva de un best-seller, una campaña publicitaria masiva que incluía, además de anuncios en prensa y radio, una entrevista a Bernardo R. en un prestigioso programa televisivo de madrugada. Pero la entrevista no se realizó jamás, porque el libro no llegó a publicarse. En el último momento, antes de firmar el contrato definitivo, antes de empezar a imprimir las pruebas, Bernardo R. comunicó a su editor que quería cambiar el título (según el propio editor, un hombre poco dado a las declaraciones públicas, Bernardo lo llamó por teléfono a su casa un martes a las dos y media de la mañana sólo para decirle que quería cambiar el título, que era necesario cambiar el título). Bernardo R. decidió, había decidido, que quería que su libro saliera a la venta como Matemáticas, Mierda y el Presidente del Gobierno, en vez de como Santiago Chopin. El editor, como puede imaginarse, se negó. Aquella noche discutieron durante horas en el teléfono, hasta que el editor, exhausto, le dijo que era mejor que «lo hablaran cara a cara», o que «lo resolvieran cara a cara», o que «solventaran este asunto absurdo cara a cara». Fijaron una cita para la mañana siguiente, en una cafetería de la calle Tallers. El editor, asustado por el tono con el que Bernardo se había dirigido a él, y asustado también por el tono con que Bernardo se había despedido de él, decidió asistir al encuentro acompañado, o escoltado, por tres conocidos, o por tres amigos, o tal vez por tres empleados de una empresa de seguridad, el caso es que asistió escoltado por tres hombre jóvenes y fornidos, convocados de urgencia y vestidos con traje oscuro y corbata, que simularon en la mesa de al lado hablar de mujeres o de fútbol, o que simplemente contemplaron la escena sin pudor, a la espera de un ataque inminente y violento que no llegó a producirse. Bernardo R. llegó a la cafetería veinte minutos después de lo convenido, con un maletín que contenía, íntegros, los dos millones de pesetas que la editorial le había pagado como adelanto de los derechos de autor. El gesto fue, además de teatral, efectivo. El editor había preparado un discurso disuasorio para con las intenciones de su autor más rentable: el ver el maletín, al ver el contenido del maletín, pidió dos cafés con leche (Bernardo bebía siempre café con leche, a cualquier hora del día) y prefirió no pronunciar ni una palabra, renunciar por completo al libro y a la idea del libro y a los beneficios que ese libro podría haber llegado a producir. Durante las horas anteriores al encuentro había imaginado infinitas escenas de violencia, había agotado el repertorio de las posibles escenas de violencia. Creía que, una vez imaginadas, perdían toda posibilidad de convertirse en ciertas, pero no se le había pasado por la cabeza, no había previsto, la opción del dinero, y por tanto la opción del dinero, la opción «devolución del dinero por parte de Bernardo R.» se produjo, precisamente porque no la había previsto (eso fue lo que pensó el editor en ese momento de desconcierto: debemos recordar que apenas había podido dormir, y que tenía miedo). El dinero concluía y minaba y desestabilizaba cualquier posible solución al problema. Bernardo R. exigió a su editor, a cambio de la devolución del adelanto, que le enviara a su casa de Barcelona todos los ejemplares del libro, antes de dos días («antes de 48 horas», dijo en realidad). Amenazó con acciones legales. Estaba nervioso y sucio, y uno de los acompañantes del editor aseguró después que tenía «toda la pinta de no haber dormido en varias noches». Pasaron unos minutos, en los que ninguno de los presentes dijo nada, y tras los cuales Bernardo R. se levantó (e café con leche intacto sobre la mesa), cogió uno de los billetes de cinco mil pesetas del maletín y lo dejó sobre la barra. Sonrió a la camarera (una argentina guapísima que había estado mirando toda la escena sin disimulo) y se alejó caminando lentamente. Cuatro días después, la editorial envió, por correo certificado, las tres únicas copias existentes del libro. Bernardo R. las quemó, junto con todos los apuntes y borradores previos, en presencia de varios testigos (dos vecinos homosexuales con los que quedaba a veces para conversar en francés, la mujer del portero, un profesor de instituto que lo había ayudado a conseguir cierta información sobre la infancia de Gauss y a mecanografiar el libro). Esa misma tarde, la misma tarde de la incineración simbólica de todos sus papeles, Bernardo R. juró a un periodista, en una entrevista por teléfono, que jamás escribiría otro libro, que jamás aceptaría que nadie le impusiera el título de una obra, que jamás le volvería a dirigir la palabra a un editor, a ningún editor.
xxSamuel Soriano leyó y comprendió y confeccionó esta historia, esta versión de los hechos, reuniendo o amontonando las distintas versiones de los periódicos Creyó que todo eso había sucedido de verdad, y no le sorprendió lo más mínimo. Bernardo sólo escribe ya para mí, pensó, es absurdo que trate de publicar sus libros. Debería enviármelos a mí, sólo a mí, directamente, sin intermediarios que dificulten la comunicación.
xxDurante los meses siguientes no se volvió a hablar de Bernardo R. Incluso sus breves ensayos o reportajes científicos en la prensa dominical dejaron de aparecer. La editorial que había estado a punto de publicar el libro de matemáticas pertenecía al mismo grupo de empresas que controlaba el periódico madrileño en el que solían aparecer los artículos de Bernardo R. La explicación de ese silencio era por lo tanto sencilla, o al menos parecía sencilla, desde un punto de vista empresarial, y a pesar de eso Samuel pensó que podía haber otros motivos, motivos más profundos. Tal vez Bernardo R. había dejado realmente de escribir. Tal vez Bernardo R. había muerto. Tal vez Bernardo R. se había marchado de Barcelona y de España para siempre.
xxEn 1995, Samuel se enfrentó otra vez con la necesidad de una decisión. Iba a terminar el bachillerato con calificaciones brillantes, pero no sabía qué iba a hacer después, qué carrera universitaria. Su adolescencia había empezado y había avanzado y se había desarrollado sin que él, que después de todo era el protagonista, hubiera sido capaz de percibir los cambios y las modificaciones y los avances. De alguna manera, tenía la impresión de que su adolescencia, y toda su vida, transcurrían al margen de él, sin que él interviniera. Ahora debía elegir otra vez, y no le gustaba elegir. No quiero elegir, pensó. No quiero cambios en mi vida, pensó. Había logrado que le permitieran examinarse de todas las asignaturas posibles de C.O.U. (incluido el Dibujo Técnico), para no cerrarse ninguna puerta. Dudaba. Llegó a considerar la opción de abandonar los estudios (de abandonar los estudios oficiales y restrictivos) para dedicarse a la pintura, o a la cocina, o a la fontanería. Quería vivir, desde luego, pero sólo quería vivir, o existir, pasivamente. No quería involucrarse, no quería contaminarse del mundo. El mundo no le interesaba, fuera de unas pocas cuestiones que incluían su relación con Bernardo y la idea recurrente de la muerte. Samuel tenía miedo, sobre todas las cosas, a morirse sin haber hecho algo que valiera la pena, sin haber ejecutado un acto (siquiera simbólico) que justificara su existencia. Entonces, en mayo de 1995, en medio de todas estas reflexiones, Samuel Soriano recibió la invitación. Recibió un sobre sin remite que contenía una cartulina azul que era una invitación para un ciclo de conferencias de Bernardo R. en Barcelona. Las conferencias iban a durar cuatro días, del 3 al 6 de junio. La primera trataría sobre espacios no lineales, la segunda sobre la métrica de Minkowsky, la tercera sobre el cardinal de los espacios de Heger (que el propio Bernardo R. había definido cuando trabajaba para el instituto Curie), la cuarta sobre hipersuperficies no conexas. Al leerla por primera vez, al leer por primera vez la invitación (y el programa) Samuel Soriano no sintió nada, y aquel día continuó sin modificación su vida normal (fue al parque a jugar un partido de baloncesto, fue al cine a ver una película de Clint Eastwood, actividades después de todo de un joven de diecisiete años), pero al llegar a casa por la noche, después de la cena, mientras veía una película en la televisión (una película japonesa, en blanco y negro, sobre un niño huérfano que trabajaba con su tío en un taller de zapatería), sintió un mareo rápido y extraño que lo arrastró casi al desmayo. Dejó la comida en el plato. Se tumbó en el sofá con ayuda de su madre, boca arriba, con los ojos muy abiertos, y lo asaltó una sensación de irrealidad que era también una sensación de cansancio y una sensación de asco. No voy a ir a Barcelona, pensó, no debo ir a Barcelona. No le seguiré el juego, pensó después. Cree que yo tengo la culpa de todo, pero yo no tengo la culpa de nada. ¿Qué podría haber hecho yo?, pensó. ¿Cómo podría haberlo ayudado? Después, de pronto, lo tuvo claro: todo era una emboscada, o una trampa. Bernardo R. estaba enfermo y lleno de rencor, y quería que él fuera a Barcelona para asesinarlo, para matarlo, para acabar con él, que era el testigo de su fracaso, el único testigo cualificado de su fracaso. Bernardo R. quería arrastrarlo con él a la muerte, quería que murieran juntos. Bernardo R. no soportaba la idea de que él, Samuel Soriano, le sobreviviera para triunfar, y había decidido asesinarlo. Quiere matarme, pensaba una y otra vez, Bernardo R. quiere matarme. Todo es una trampa para matarme. Se arrastró hasta la cama y durmió una noche sin sueños.
xxAl día siguiente no fue al instituto. Su madre, preocupada, pidió el día libre y se quedó con él. Llamaron al médico, un hombre alto de unos cuarenta años que le tomó el pulso,o fingió tomarle el pulso, sin dejar de hacerle a Samuel preguntas absurdas. Le preguntó que si tenía novia. Le preguntó que si escuchaba la radio. Le preguntó qué estudiaba. Estas preguntas parecieron animar a Samuel. También hablaron sobre fútbol. Decidieron que el Real Madrid tenía pocas opciones de acabar ganando la liga. Antes de marcharse, el médico prescribió un antipirético de nombre impronunciable, a pesar de que no había comprobado si tenía fiebre o no, o cuánta fiebre tenía (apenas colocó el dorso de su mano sobre la frente de Samuel, por insistencia de su madre, y concluyó que «no percibía indicios de pirexia»). Después de que el médico se hubo marchado, Samuel se levantó y tomó un café con leche y galletas. Estuvo viendo un rato la televisión y volvió a la cama, porque se sentía otra vez mareado. Su madre le puso entonces el termómetro y esperó un par de minutos, cada vez más nerviosa (Samuel había empezado a temblar). Cuando miró la temperatura que marcaba el termómetro, no pudo evitar un escalofrío: superaba los cuarenta grados. Le colocó algunos paños con agua fría sobre la frente, y no se separó de él más de un minuto. Trató de hacer que bebiera un poco de agua, bajó la persiana y le puso otra manta. Empezó a hablarle. En algún momento se dio cuenta de que Samuel ya no la escuchaba, de que había perdido la consciencia, de que estaba muy grave. Marcó el teléfono de urgencias y pidió una ambulancia.
xxEn su delirio, Samuel soñó que se encontraba con Bernardo R., o que conocía a Bernardo R., o que iba a Barcelona a ver a Bernardo R., a escuchar las conferencias de Bernardo R.
xxEn Barcelona, después de una de las conferencias, que no trataba sobre ninguno de los temas del programa, sino sobre los infinitos («uno puede añadirle más infinito a un infinito, y sigue siendo infinito», dijo Bernardo R., entre otras cosas) Samuel se acercó a Bernardo R. y le dijo: «Soy Samuel Soriano». Al principio Bernardo no lo reconoció, o fingió no reconocerlo, fingió desconocer el nombre, o tal vez fingió no haber oído bien el nombre que aquel joven pronunciaba, pero un segundo después se inclinó hacia él y levantó los brazos. Durante un instante Samuel pensó que Bernardo R. iba a golpearlo, o que iba a tratar de golpearlo, pero, en lugar de eso, lo abrazó con un abrazo firme que Samuel apenas sostuvo. «Por fin», dijo Bernardo R. «Por fin», repitió Samuel. Bernardo R. comenzó a moverse hacia la puerta. Samuel caminó a su lado, y salieron juntos de la sala. Bajaron unas escaleras. Al pie de las escaleras, Bernardo R. se detuvo a conversar con una joven. A pesar de que la conferencia había sido multitudinaria (había acudido un centenar de personas, y una docena de periodistas), al salir a la calle se encontraron solos. Samuel entendió que nada de todo aquello era extraño, en general, y que tampoco era extraño, más en concreto, que se hubieran quedado solos. Bernardo R. era la única persona que podía entenderlo a él, y él era la única persona que podía entender a Bernardo R. Resultaba lógico que al fin estuvieran juntos. Había empezado a llover, caminaron hacia la Plaza de Cataluña, sin decir nada. En algún momento, sin embargo, comenzaron a hablar de Newton, y en algún momento Samuel le preguntó a Bernardo sobre la reformulación del álgebra en la que llevaba tantos años trabajando, y Bernardo le dijo que aún le faltaba un poco, que aún tenía algún detalle por determinar, y entonces Samuel le preguntó que si veía el final, y Bernardo R. contestó que el final lo había tenido claro desde el principio, que el final era lo único que siempre había tenido claro, que el final era siempre lo primero que consideraba al enfrentase a cualquier proyecto.
xxNo hablaron más. Llovía poco. Cruzaron una calle de cuatro carriles que Samuel no recordaba haber visto nunca, pero no cruzaron por el paso de cebra, no cruzaron por el semáforo, sino por el centro, y desde uno de los pocos coches que pasaban alguien les gritó un insulto en catalán. Entonces, en ese justo momento (Bernardo R. se quedó un poco atrás, desconcertado por el grito, y Samuel tuvo que detenerse a esperarlo), en ese momento Samuel supo, al verlo en mitad de la calzada, perdido, que Bernardo R. estaba viejo o enfermo, o tal vez viejo y enfermo, y supo también que en algún momento de la noche, en algún momento de las tres o cuatro horas siguientes, tendrían que despedirse, y que esa despedida sería tal vez para siempre, y que jamás ya iba a poder hacerle ninguna de las preguntas que llevaba años preparando. Samuel Soriano, mientras esperaba que Bernardo lo alcanzara, miró hacia el cielo, hacia las gotas de lluvia que se abalanzaban hacia él, y pensó: «Ya puedo morirme tranquilo, mi vida tiene una justificación, he paseado bajo la lluvia con Bernardo R. que es la única persona que podría entender mi vida, y no hemos hablado porque no era necesario, porque no es necesario decir nada más. Este paseo me justifica y me define. Ya no me queda nada por hacer aquí».
xxCuando Bernardo lo alcanzó por fin, Samuel volvió a caminar a su lado, sin mirarlo.
Serrano Larraz, Miguel. Órbita. Barcelona; Ed. Candaya, 2009.