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LAS SIETE EDADES

Portada Las siete edades

 

RAYO DE LUNA

Se alzó la niebla con un sonido ahogado. Como un golpe seco.
Que era el latido del corazón. Y se alzó el sol, diluido por un rato.
Y después de lo que parecieron años, volvió a hundirse
y la penumbra bañó la orilla y se hizo más profunda.
Y de la nada salieron los amantes,
gente que aún tenía cuerpo y corazón. Que aún tenía
brazos, piernas, boca, aunque de día fueran
amas de casa y empresarios.

La misma noche produjo también gente como nosotros.
Eres como yo, te guste o no.
Insatisfecho, meticuloso. Y tu hambre no es hambre de experiencia
sino de comprensión, como si se pudiera comprender en abstracto.

Entonces otra vez amanece y el mundo vuelve a ser normal.
Los amantes se arreglan el cabello, la luna reanuda su fútil existencia.
Y la playa es otra vez de misteriosos pájaros
que pronto aparecerán en los sellos postales.

Pero, ¿qué hay de nuestra memoria, la memoria de los que dependen de imágenes?
¿No sirve de nada?

Se alzó la niebla, borrando toda prueba de amor.
Sin la cual sólo tenemos el espejo, tú y yo.

 

 

 

 

JUVENTUD

Mi hermana y yo en los dos extremos del sofá,
leyendo (supongo) novelas inglesas.
La televisión encendida; diversos libros escolares abiertos,
o marcados en ciertos sitios con hojas de cuaderno.
Euclides, Pitágoras. Como si hubiéramos explorado
los orígenes del pensamiento y preferido las novelas.

Tristes sonidos de nosotras, creciendo…
una penumbra de violonchelos. Ni rastro
de una flauta, de un piccolo. Y entonces parecía
casi imposible concebir que algo de eso
fuera a cambiar o fuera maleable.

Tristes sonidos. Anécdotas
que eran en realidad naturalezas muertas.
Las páginas de las novelas que van pasando;
los dos perros que roncan suavemente.

Y desde la cocina,
los sonidos de nuestra madre,
olor a romero, a cordero que se asa.

Un mundo en proceso
de cambio, de construcción o desaparición,
y sin embargo no era así como vivíamos;
todos vivíamos nuestras vidas
como la simultánea promulgación ritualizada
de un gran principio, algo
sentido sin entender.
Y los comentarios que hacíamos
eran como parlamentos de teatro,
dichos con convicción pero no por decisión propia.

Un principio, un aterrador mandato familiar
que implicaba oponerse al cambio, a la variación,
un rechazo incluso a hacer preguntas…

Ahora ese mundo empieza
a cambiar y a girar a nuestro alrededor, sólo ahora
que ya no existe más.
Se ha convertido en el presente: interminable y sin forma.

 

 

 

 

REUNIÓN

Descubren, después de veinte años, que se agradan mutuamente,
a pesar de las enormes diferencias (uno psiquiatra, uno funcionario municipal),
diferencias que podrían haber sido, que fueron, predecibles:
diferencias de gustos, inclinaciones y, ahora, de riqueza
(uno literario, uno absolutamente práctico y sin embargo
deliciosamente irónico; las dos esposas cordiales y con mutua curiosidad).
Y este descubrimiento es, también, descubrimiento del yo, de nuevas capacidades:
son, en esta conversación, como los grandes sabios,
los filósofos que solían leer (nunca juntos), hombres
de logros en el mundo y de sabiduría, hablando
con todo el encanto y la efervescencia y la franqueza entusiasta
que hacen tan injustamente famosa a la juventud. Y a eso se ha añadido
una vasta tolerancia y generosidad, un alejamiento de cualquier clase de desdén o de recelo.
Es un placer, ahora, hablar de la manera en que sus vidas
se han desarrollado, semejantes en algunos aspectos, en otros
profundamente diferentes (aunque cada una con su núcleo de dolor,
manifiesto o implícito): hablar de la diferencia ahora,
hablar de todo lo que fue, antes, parte
de una suerte de terror al acecho, es hacer valer su derecho a un tema. En tanto
el tema crece y engendra diálogo, provoca en ellos (dada su grandeza)
una amabilidad y buena voluntad que ninguno hasta entonces
parecía poseer. El tiempo ha sido bueno con ellos, y ahora
pueden reunirse a hablar de eso, por así decirlo, desde adentro,
cosa que, antes, no habrían podido hacer.

 

 

 

 

CUMPLEAÑOS

Parece mentira, pero puedo mirar atrás
y ver cincuenta años. Y allí, al final de la mirada,
un ser humano ya completamente reconocible,
las manos apretadas en el regazo, los ojos
clavados en el futuro con la mezcla
de terror y desesperanza de alguien que espera su aniquilación.

Completamente familiar aunque todavía, por supuesto, muy joven.
Mirando ciegamente hacia adelante, con la expresión de alguien que clava los ojos en la más completa oscuridad.
Y pensando: algo que significaba, lo recuerdo, los esfuerzos de la mente
por impedir el cambio.

Familiar, reconocible, pero más profundamente sola, más abatida.
En su opinión, no cumple con la definición
de niña, una persona que puede esperarlo todo del futuro.

Eso es lo que aparentan los otros; eso es, por lo tanto, lo que son.
Constantemente amistosos
con la cámara, muchos de ellos sonríen realmente,
con verdadera convicción…

Recuerdo esa edad. Plagada de inseguridades, de disgusto por sí misma,
y al mismo tiempo inundada
de desprecio hacia lo común y corriente; eternamente
relegada a la soledad, al oscuro solaz de la percepción, a un futuro
completamente dominado por lo trágico, en el que la inmensa voluntad de vivir
sólo es algo a rechazar…

Ese es el problema del silencio:
una no puede poner a prueba sus ideas.
Por que no son ideas, son la verdad.

Todas las defensas, la rigidez espiritual, la insistencia
en desenmascarar lo cotidiano para revelar lo trágico,
eran en realidad inocencia del mundo.

Es decir de lo parcial, lo cambiante, lo mudable…
todo eso que el absoluto excluye. Me senté a oscuras, en la sala.
El cumpleaños había terminado. Pensaba, naturalmente, en el tiempo.
Recuerdo cómo, casi en el mismo instante,
mi corazón daba un brinco, exultante, y caía
en la desolación y la angustia. El brinco exultante ‒la mitad sin importancia‒
era la felicidad; eso era lo que significaba la palabra.

 

 

 

 

DURAZNO MADURO

xxx1

En una época,
sólo la certeza me daba
alegría. Imagínense…
la certeza, una cosa muerta…

 

 

xxx2

Y después el mundo,
la experimentación.
La boca obscena
famélica de amor…
es como el amor:
la abrupta, dura
certeza del final.

 

 

xxx3

En el centro de la mente,
el duro carozo,
la conclusión. Como si
la fruta misma
nunca existiera, sólo
el fin, el punto
a mitad de camino entre
la expectativa y la nostalgia…

 

 

xxx4

Tanto miedo.
Tanto terror del mundo físico.
La mente frenética
protegiendo el cuerpo de
lo pasajero, lo provisorio,
el cuerpo dándole batalla…

 

 

xxx5

Un durazno sobre la mesa de la cocina.
Una réplica. Es la tierra,
la misma
dulzura que se pierde
alrededor del contorno de la piedra,
y como la tierra
a nuestro alcance…

 

 

xxx6

Una ocasión
para la felicidad: no podemos
poseer la tierra
sólo experimentarla. Y ahora
la sensación: la mente
silenciada por la fruta…

 

 

xxx7

No están
reconciliados. El cuerpo
aquí, la mente
aparte, no
un guardián tan sólo:
tiene sus propias alegrías.
Es el cielo nocturno,
las estrellas más intensas son sus
inmaculadas distinciones…

 

 

xxx8

¿Puede sobrevivir? Acaso hay luz
que sobreviva al final
en el que el impulso de la mente
sigue viviendo: el pensamiento
volando por el cuarto,
sobre el cuenco de fruta…

 

 

xxx9

Cincuenta años. El cielo nocturno
colmado de estrellas fugaces.
Luz, música
a lo lejos… Debo de estar
casi muerta. Debo de ser
piedra, dado que la tierra
me circunda…

 

 

xxx10

Había
un durazno en una canasta de mimbre.
Había un cuenco de fruta.
Cincuenta años. Tan larga caminata
desde la puerta hasta la mesa.

 

 

 

 

MEMORIA

Nací prudente, bajo el signo de Tauro.
Crecí en una isla, próspera,
en la segunda mitad del siglo veinte;
la sombra del Holocausto
apenas nos rozó.

Tuve una filosofía del amor, una filosofía
de la religión, ambas basadas
en mis primeras experiencias de familia.

Y si cuando escribí sólo usé unas pocas palabras
fue porque el tiempo siempre me pareció corto,
como si pudieran arrancármelo
en cualquier momento.

Y mi historia, de todos modos, no era única
aunque, como todo el mundo, tenía una historia,
un punto de vista.

Unas pocas palabras fueron todo lo que necesité:
nutrir, sostener, atacar.

 

 

 

Glück, Louise. Las siete edades (Trad. Mirta Rosenberg). Valencia; Ed. Pre-textos, 2011.

 

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