REVISTA MÜSU Nº5 VERANO 2004 -prosa-
MANUEL MOYA
POR QUÉ NOS MATAN
xxEl cartel anunciaba que a partir de ahí daba comienzo el terreno militar y, por tanto, quedaba terminantemente prohibido el paso, pero Marga, cuya fiebre adventista le había durado apenas un par de meses, no quería saber nada de carteles y mucho de aventuras sicalípticas, así que, haciendo crujir los guijarros, enfiló hacia el faro, que se recortaba frente a nosotros con esa competencia machuna de todos los faros. La explosión nos cogió en las primeras rampas. ¿Lo has visto?, ¿lo has visto?, repetía una y otra vez Marga, como si alguien le hubiera dado cuerda. Claro, le respondía, claro que lo he visto. Pero en seguida se produjeron la segunda y la tercera detonación, ambas no muy lejos del faro. Entonces Marga paró el coche y dijo, cojones, es verdad. Están de maniobras, contesté yo, tratando de quitar hierro a una situación que me confundía. Hay que darse la vuelta, agregué. Las cosas parecen fáciles. Uno dice que hay que dar la vuelta y es como si ya estuviéramos de regreso en San José, con una cerveza bien fresquita en la mano y mirando estúpidamente a las gaviotas que ramonean en la playa. Pero regresar habría significado la claudicación de Marga y hay cosas que parecen estar hechas por la fatalidad. Además, no era posible dar la vuelta al coche sin serio riesgo de despeñarnos por los acantilados, así que no teníamos demasiado dónde elegir. En todo caso, una quinta explosión vino a despejar todas las dudas. ¿Y si nos dan?, pregunté. Anda y no seas burro, ¿cómo nos van a dar?, replicó Marga, confiada no tanto en la falta de puntería de los soldados, cuanto en su buena estrella. Entonces, como si nos hubiéramos quedado a vivir en un entarimado esperpéntico, una punta de cabras se fue acercando hacia nosotros con un trote regular, tontorrón y confiado. Abajo, la playa de Monsul, aparecía con esa fingida arrogancia que da la quietud. Al cabo de un buen rato apareció el cabrero sobre una vieja mobilette que parecía seguir sin demasiada convicción el rastro a las cabras. Al llegar a nuestra altura nos preguntó si es que no habíamos visto el cartel. Marga se encogió de hombros, al tiempo que una nueva serie de detonaciones persuadió al pastor de que había cosas más urgentes que interrogar a los turistas. ¿Qué, seguimos? Era una pregunta estúpida. No teníamos otro remedio que seguir, pero Marga, que hacía de la necesidad pasión, se volvía a cada nuevo estallido ‒y ahora no cesaban‒ más audaz. Esto es la guerra, aullaba con el ímpetu de una adventista recién excomulgada que busca precisamente guerra.
xxEso, la guerra. Las explosiones, cada vez más próximas, no parecían arredrarla, y así no tardamos en alcanzar la explanada del faro. Si no estuviéramos ante la incomodidad de los morteros, hasta podríamos decir que hacía una tarde incluso espléndida: el sol, medio picado, se ocultaba tras las azuladas sierras de Enix, que recortaban sus bárbaras siluetas de animales prehistóricos que hubieran ido a beber al mar; las nubes parecían estar esperando una foto para desvanecerse… En ello estábamos cuando, de pronto, nos vimos rodeados. Marga, sorprendida, apretaba en su mano las llaves del coche mientras yo, más práctico, trataba de contarlos. Eran doce, aunque quizás otros estuvieran escondidos tras de las matas. Pueden figurárselo: fueron segundos densos, interminables, hasta que uno de ellos nos preguntó en inglés que por qué les disparaban. La pregunta me cogió desprevenido y sólo pude comenzar un gesto vago de sorpresa. ¿Por qué nos matan? Preguntó otro, que parecía ofuscado ante nuestras confusas explicaciones. Marga refirió que aquí ‒y señaló en torno‒ militares, cabrones militares y dibujó unos cuernos que ellos siguieron con intranquilidad. Ca-bro-nes, muúu, continuó, dibujando unos cuernos aún de mayores proporciones, que los otros observaban cada vez con más alarma. Tranquilos, dije yo, nosotros ‒y me golpeaba el pecho‒, turistas, week end, no militares. La escena, vista con alguna distancia, era ridícula. Los morteros levantaban columnas de humo a nuestro alrededor y los hombres miraban con ojos enloquecidos. Pum-pum no, repetíamos. ¿Por qué nos matan? Volvían a preguntarnos. No matan, repetí, maniobras. Pum pum nada, no killer, no nada, ma-ni-o-bras. Mis palabras, entrecortadas, pedagógicas, parecían dejar en los desconocidos un efecto analgésico que duraba lo que otra pregunta: ¿por qué nos matan? Sólo al cabo de un rato, cuando la situación comenzaba a tener para nosotros una dimensión incluso cómica, Marga, extendiendo las manos exclamó: moment moment, y se dirigió al coche ante la mirada desasosegada de los senegaleses. Allí anduvo trajinando un buen rato mientras se sucedían arbitrariamente las explosiones y la pregunta.
xxMarga les entregó el agua, las galletas y un paquete de chicles que ellos aceptaron casi con pudor. Si antes me sentía intimidado, ahora, viéndolos repartirse miserablemente las galletas, me encontré incómodo, como quien llega a una casa en el primer plato, de forma que, sin despedirnos, saltamos sobre el coche e iniciamos la bajada, saludando desde la ventanilla.
xxEn la radio alguien comentaba la funesta incidencia de los rayos ultravioletas sobre la piel y eso nos engarzaba de nuevo a la realidad. ¿Por qué nos matan?, preguntó Marga. Eso mismo iba a decir yo, contesté sin dejar de observar el mar, que cobraba ahora esa rara, siniestra inmovilidad del cazador frente a su presa.
ESTHER GARCÍA LLOVET
LA HERMANA DE DANIELA
xxSeptiembre pasado fue el último que pasé con mi hermana, en la casa de la playa, en la otra costa, después de dieciocho años de pasar septiembre siempre juntas.
xxYo arrancaba el coche en la acera de mi casa, sin nadie que lo impidiera, y cruzaba el país a ciento veinte con apenas lo puesto y sin apenas paradas hasta llegar a la casa de mi hermana gemela donde pasaba diez, doce días, con ella y su hijo, cinco cajas de cervezas, congelados de microondas y la radio colgada de la viga en el porche. El sol siempre bajo.
xxEl resto del año apenas si hablábamos por teléfono.
xxAlguna vez me llamaba, de madrugada, ronca, tiritando, para decirme que habían robado en la tienda o que acababa de leer en el periódico el descubrimiento de un nuevo fármaco para la atrofia medular, o que alguien había visto a su marido por una carretera de las afueras, conduciendo borracho una ranchera sin techo. Después de colgar yo bajaba a recoger el periódico de la basura y no encontraba nunca nada sobre ningún fármaco, ni sobre ningún milagro, lo miraba ahí descalza, en la cocina, y cuando volvía cada septiembre sabía antes de llegar que la encontraría esperándome en el porche, empujando la silla de su hijo que apenas podía levantar un brazo para saludarme. Sola.
xxLa última vez que fui coincidió con un fin de semana. Había salido antes de lo previsto porque esperaba atascos y me encontré con la autopista casi despejada. Sólo circulaban ya camiones sin trailer y algún autobús de línea, la noche cayendo cuesta abajo ya, en picado, y me quedaban menos de cincuenta kilómetros cuando el motor empezó a arder. Me eché a la cuneta hasta detener el coche entre unos árboles. Al poco conseguí que me remolcaran hasta un hotel cercano donde dejé el coche en la plaza de estacionamiento y luego arrastré la maleta hasta recepción, un largo hall desierto de hotel de congresos. Espejos, azules sintéticos, mármoles de resina.
xxPedí una habitación cualquiera. No quería molestar a mi hermana.
xxEra domingo. Era domingo y estaba nublado. Era domingo por la noche y ya no quedaba nadie o casi nadie residiendo en el hotel de ejecutivos. Las hileras de habitaciones estaban abiertas de par en par a unos pasillos enmoquetados en un rojo eléctrico, las camareras silbaban, maldecían, fumaban en montacargas atestados de ropa blanca y bolsas de plástico negras. Ese día funcionaban los radiadores por primera vez y el calor achicharraba los lirios en la laca de los jarrones japoneses. Olía todo a lo nuevo que va a durar poco tiempo nuevo. El botones me abrió la habitación y luego desapareció por el largo pasillo, canturreando.
xxMi habitación tenía el piso blanco, una cama doble y un ventanal al aparcamiento. En el linóleo del suelo había largos arañazos en ondas como dejados por pasos de un extraño baile a tres. Me dormí enseguida con el suave roce de la aspiradora en la habitación de al lado.
xxMe despertó un golpe metálico que se repitió tres veces seguidas, como en el teatro, tres golpes que parecían venir del aparcamiento. Miré la hora, a oscuras. Las cuatro y veinte. Al acercarme a la ventana oí música, vi luces, y al abrirla sentí una vaharada de calor en todo el cuerpo.
xxLa discoteca de carretera al otro lado del aparcamiento había dejado las puertas abiertas para celebrar lo que parecía ser la última fiesta del verano; la música de baile se mezclaba con la música de cassette de los coches aparcados, olía a frito, a vino y a azúcar quemado. Había parejas bailando, parejas sueltas, las mujeres bebían en corro de la misma botella. Las camisas de los hombres se transparentaban de sudor. A algunos los reconocí como los cartoneros que vi nada más llegar, hacía unas horas, recogiendo las basuras del restaurante del hotel. Daban palmas, vestidos de domingo o con chándal de deporte, cantando en su propio idioma, contoneándose con el ritmo y el alcohol pesado, tropezándose entre sí. Yo los veía, con sus estrechas caras verdes de farolas de carretera.
xxHabía un pequeño grupo apretado contra el pretil del aparcamiento, gente sentada, balanceando las piernas. Seis, siete personas, Los ramos de flores recogidas de la basura se veían frescas, carnosamente fragantes entre los celofanes. Las mujeres vestían de falda seda rosa. Hablaban, gritaban, volvían a callarse. Una tenía la cara cubierta con las manos, se reía, arrastraba los pies en círculos sentada al borde del pretil de hormigón. Frente a ella un chico, un adolescente, uno de los cartoneros, se movía lentamente como si le estuviera haciendo un juego de manos. La abrazaba, se apretaba, volvía a separarse. Al decirle algo ella se descubrió la cara, alzando los brazos. Allí estaba mi hermana. Mi hermana gemela de uñas comidas. Llevaba una falda de látex y las axilas sin depilar, mi única hermana. Se rió con todo el cuerpo al decir algo que todos recogieron con una carcajada. Todos movieron los brazos por encima de la cabeza. Silbaron. Rugieron. Ella se levantó una botella del suelo y bebió de golpe. Luego se la pasó al chico y mientras él bebía siguieron los dos bailando muy lentamente mientras los otros bailarines los miraban de soslayo, los ojos como ascuas, riéndose entre dientes. Ella cerró los ojos. Se levantó del pretil, se estiró la falda y recogió de su lado una guerrera pardusca que el chico le ayudó a ponerse, dejándose el pelo por dentro, aprisionado bajo el cuello de la guerrera. El chico la tomó por el codo y bailando despacio se apartaron del grupo. Se alejaron por la playa del aparcamiento, arrimados, cerca, sus sombras a derecha o izquierda al pasar bajo las farolas, alternativamente, la sombra de ella más alta, más larga, como un vestido de cola avanzando por la nave, hasta que llegaron al extremo del aparcamiento donde ya no había luz y desparecieron de vista tragados por lo oscuro. Luego nada. Luego se prendieron las luces de un coche al abrirlo. Permanecieron así un rato, de pie, apoyados el uno contra el otro, rodeados de brazos, de sombra, los dos contra el coche encendido como una capilla ardiente en la catedral a oscuras.
xxLlegué a casa de mi hermana a primera hora. Aparqué el coche en una esquina y subí la cuesta andando. Quería mirar la casa desde lejos, con todas sus ventanas. Abrí la puerta principal sin llamar a nadie, me detuve en el salón desierto, desordenado. Se oían pasos en la cocina, ruido de platos, de algo hirviendo, el trasiego del desayuno. Un televisor encendido en algún sitio. Oí claramente la voz de mi hermana hablando mientras se movía por la cocina, arrastrando los pies, descalza, hablando con su hijo mudo, contándole algo, despacio, mientras yo me acercaba por el pasillo. La oía removerle el café, cortarle la tostada en el plato. Ella corrió una silla mientras seguía hablando a media voz, como si llevara rato hablando de lo mismo, o hablándolo otra vez, repitiendo, hablándole de otro sitio, de otro lugar, de un viaje a un sitio lejano, del tipo de viaje que todos prometemos.
JOSÉ MARÍA CUMBREÑO
LA BOLSITA DE TÉ
xxTodas las tardes, Paula, a las cinco en punto (imagino que ésa fue una de las muchas manías que se trajo de Londres), iba a la cafetería que estaba junto al portal de su casa y pedía una taza de agua hirviendo. Al principio, el camarero la miraba con desconfianza. Pero, cuando ella le aclaró que le pagaría el doble de lo que costara el té más caro, dejó de preguntar nada. Una vez que tenía sobre la mesa la taza humeante, sacaba del monedero una bolsita, a simple vista igual a la de cualquiera de las muchas variedades que se servían allí, y la introducía en el agua parsimoniosamente.
xxY, sí, es cierto que Arthur Bush siempre pidió que lo incinerasen. Lo que ya no estaba tan claro, al menos nadie creía habérselo oído decir, era que deseara que su viuda usase sus cenizas para hacerse, todas las tardes, por muy a las cinco en punto que fuesen, una infusión con ellas.
CONCORDANCIA DE NÚMERO Y PERSONA
xxEsta mañana me he encontrado con Ana en la calle. Llevaba una cartera de lona colgada en el hombro de la que asomaban algunos papeles y un par de libros. Imagino que de economía.
xxVenía del instituto. Por lo de los exámenes de septiembre.
xxFíjate en lo que tengo que corregir.
xxHacía mucho tiempo que no nos veíamos. Puede que casi un año. Sigue igual. Con ese aire de eterna adolescente. Coleta y pantalones vaqueros. Aunque estoy seguro de que no soporta la idea de haber pasado de los treinta. La conozco de sobra.
xxLe pregunté por el verano. Que dónde había estado de vacaciones y esas cosas.
xxElla enseguida empezó a hablarme, con un entusiasmo excesivo, de lo bien que se lo había pasado en la playa y de los lugares que había visto y a los que, según me cuenta, debo ir sin falta.
xxPrecioso, créeme. Pre-cio-so.
xxMe fijé en que usaba continuamente la primera persona del plural: hemos hecho esto, hemos hecho lo otro, fuimos a tal sitio, comimos en no sé qué restaurante…
xx¿Hemos? ¿Qué significa hemos?
xxMe figuro que Ana se ha echado un novio, un ligue o lo que sea. Y que ésa es una forma sutil de dejármelo caer.
xxPensaría que aún iba a importarme.
MENSAJES EN EL CONTESTADOR
xxVivo solo.
xxAunque a veces, en el trabajo, marco el número de teléfono de mi casa.
xxY pregunto por mí.
SANTIAGO RONCAGLIOLO
EL PASAJERO DE AL LADO
xxFue sólo un susto.
xxEl frenazo y el golpe. Los golpes. Estás un poco aturdido, pero puedes moverte. Abres la portezuela y te bajas sin mirar al taxista. No te duele nada. Eres un turista. Tu única obligación es pasarlo bien.
xxPara tu suerte, un autobús frena en la plaza. Te subes sin ver a dónde va. Caminas hacia el fondo. Aparte del mendigo que duerme, no hay nadie más ahí. Te sientas. Miras por la ventanilla. La ciudad y la mañana se extienden ante tus ojos. Respiras hondo. Te relajas.
xxEn la primera parada, sube una chica. Tiene unos veinte años y es muy atractiva. Rubia. Todos aquí son rubios. Es la chica que siempre has querido que se siente a tu costado. Va vestida informalmente, con jeans ajustados y zapatillas. Su abrigo está cerrado, pero sugiere su rebosante camiseta blanca. Se sienta a tu lado. No puedes evitar mirarla.
xxNotas que te mira.
xxAl principio es imperceptible. Pero lo notas. Voltea a verte rápidamente con el rabillo del ojo, durante sólo un instante. Cuando le devuelves la mirada, vuelve a bajar los ojos. Se ruboriza. Trata de disimular una sonrisa. Finalmente, como venciendo la timidez, dice coqueta:
xx‒¿Qué estás mirando? ¡No me mires!
xxVuelve a apartar la vista de ti, pero ahora no puede dejar de sonreír. Hace un gesto, como cediendo a su impulso:
xx‒¿Por qué me miras tanto? ¿Ah? Ya sé ‒ahora se entristece‒. Se me nota ¿No? ¿Se me nota? Pensaba que no ‒sonríe pícara‒. ¿Te la enseño? Si se me nota, ya no tengo que esconderla. ¿Quieres verla? ‒se da aires de interesante, pone una mirada cómplice y habla en voz baja, como si transmitiese un secreto‒. Está bien, mira.
xxSe abre el abrigo y deja ver una enorme herida de bala en su corazón. El resto del pecho está bañado en sangre.
xxRíe pícaramente y se pone repentinamente seria para anunciar:
xx‒¿Ves? Estoy muerta.
xx¿Verdad que no se nota a primera vista? Nunca se nota a primera vista. No lo noté ni yo. Será porque es la primera vez que muero. No estoy acostumbrada a ese cambio. En un momento estás ahí y lo de siempre: una bala perdida, un asalto, quizá un tiroteo entre policías y narcos, pasa todos los días. Y luego ya no estás. Sabes a qué me refiero ¿verdad?
xxA mí, además, me dispararon por ser demasiado sensible. De verdad. Por solidarizarnos. Íbamos Niki y yo a una pelea de perros. Niki es mi novio y es héroe de guerra. Sí. De una guerra que hubo hace poco… No. No recuerdo dónde. Niki tiene un perrito que se llama Buba y una pistola que se llama Umarex CPSport. Pero al que más quiere es a Buba. Es un perro muy profesional. Ya ha despedazado a otros tres perros y a un gato. No deja ni los pellejos. Increíble. A Niki le encanta. Es su mejor amigo, de hecho. Entonces, íbamos en el auto, y Niki y Buba iban delante. Yo iba en el asiento trasero. A Niki le gusta que nos sentemos así, dice que es el orden natural de las cosas. Niki es muy ordenado con sus cosas. Y muy natural.
xxSaliendo de la ciudad hacia el… ¿Perródromo? No, eso es para carreras ¿Cómo se llama donde hay peleas de perros? Bueno, íbamos para allá y paramos en una gasolinera para que Niki fuese al baño. Aparte de una pistola y un perro, Niki tiene problemas de incontinencia, pero no se lo digas nunca en voz alta, de verdad, por tu bien. O sea que Buba y yo nos quedamos a solas en el auto. Perdona que me interrumpa, pero no me mires demasiado la herida, por favor. Odio a los hombres que no pueden levantar la vista del pecho de una. Y a las mujeres también. Si no estuviera muerta, llamaría a Niki para que me haga respetar. ¿O.K.? O.K.
xxBueno, sigo: estamos en el auto ¿No? Buba y yo. Y Buba me empieza a mirar con esa carita de que quiere ir al baño. O sea, no al baño, porque es un animal ¿No? Pero a lo más cercano a un baño que pueda ir ¿O.K.? Y me mira para que lo lleve. De verdad, no creerías que es un perro asesino si vieras la cara que pone cuando quiere ir al baño. Se le chorrean los mofletes, se le caen los ojos y hace gemiditos liiindis. Así que lo miro con carita de pena, lo comprendo ¿me entiendes? Y le abro la puerta para que pueda desahogarse.
xxBuba baja y yo lo acompaño unos pasos, pero luego veo que en la tienda de la gasolinera hay una oferta de acondicionadores Revlon, así que me detengo porque es algo importante y él sigue. Y entonces, aparece el otro perro. O sea, una mierda de perro, perdón por la palabra ¿No? Un chucho callejero y chusco con la cola sin cortar y las orejas caídas ¿Has visto a los perros sin corte orejas y cola? Aj, horribles. Pues peor.
xxBueno, te imaginarás ¿No? El chusco se pone a ladrar, Buba se pone a ladrar, se caldean los ánimos, los acondicionadores Revlon sólo están de oferta si te llevas un champú, Niki no termina nunca de hacer pila y, de repente, la persecución de Buba al otro, los ladridos, los mordiscos. Lo de siempre, excepto el camión. Lo del camión sí que no había cómo preverlo porque, o sea, no es que una pueda adivinar el futuro. Sabes a qué me refiero ¿Verdad? Yo llegué a escuchar el frenazo y el quejido perruno. Francamente, por esa mariconada de quejido, yo pensé que había chancado al chusco.
xxPero no fue así.
xxCuando Niki salió del baño y vio a su perro, yo ya estaba buscando protectores solares. Niki se arrodilló unto a Buba, le besó las heridas, se puso de pie y vino directamente hacia mí. Yo lo recibí con una sonrisa, pensando, mira, qué bien ¿No? Nosotros estamos vivos, o sea, ha podido ser peor. Y él me recibió con cuatro disparos de la Umarex CPSport. Es amarilla la Umarex CPSport ¿Alguna vez has visto una pistola amarilla? Niki tiene una.
xxLo demás de estar muerto es rutinario. Sabes a que me refiero ¿Verdad? Es aburrido, porque ya nadie que esté vivo te escucha. Eso sí, vienen por ti, te llevan en una camilla, o sea, ya estás muerta pero igual te llevan en una camilla y en una ambulancia. Qué fuerte ¿No? Como si estuvieras viva. Eso te hace sentir bien ¿No? Valorada. Te llevan a una clínica privada, llenan unos papeles y ahí te guardan. Hace frío ahí.
xxHace mucho frío.
xxYa ahí conoces otros cadáveres, te comparas con ellos, te das cuenta de que estás mucho mejor que ellos, o sea, te ves bien a pesar de las dificultades ¿No? Y eso es importante para sentirte bien contigo misma. Claro, la herida no ayuda, pero no te imaginas cómo está la gente ahí ¿Ah? O sea, no se cuidan nada. Y eso que son gente bien ¿Ah? No creas que a cualquier muerto lo llevan a una clínica de esas.
xxAl principio sobre todo te sientes bien insegura. Es como si te diera la regla pero sin parar y por el pecho. Entonces, es bien incómodo. Pero luego llega un doctor guapísimo, de verdad. Sabes a lo que me refiero ¿No? Entonces están tú y él a solas, pero no como con Buba en el auto, sino distinto, porque tú estás muerta y él no es un perro, es como más íntimo ¿no? Y él empieza a tocarte, a acariciarte, masajearte, pasa sus manos por tu cuerpo. Y están calientes sus manos. La mayoría de las cosas vivas están calientes. Y luego te abre en canal para buscar cosas en tu interior. Y ¿Sabes qué? Sientes… no sé… sientes que es la primera vez que un hombre tiene interés en tu interior. No sé. Es como muy personal. Pero te dejas, permites que sus manos recorran tu anatomía, te parece que nadie te había tocado antes en serio. Y te da un poco de penita, de verdad. Hay cosas que yo no sabía que tenía, que en toda mi vida nunca lo supe, como el duodeno, la aorta, el esternocleidomastoideo ¿No? El tríceps sí sabía, por el gimnasio. Y te dices, pucha, me habría gustado saber que tenía todo esto porque, no sé ¿No? Es parte de ti y tienes que vivir con eso y éste hombre las descubre para ti. No sé cómo explicarlo. Es algo superpersonal. De haber tenido fluidos, creo que hasta habría tenido un orgasmo. ¿Y sabes por qué hace eso el forense? ¿Por qué me lo hizo a mí con ese cariño? No se, lo he estado pensando un montón, no creas, y… creo que lo hace porque a mí no se me nota. Claro, si me miras bien, sí. Pero a primera vista no se me nota lo muerta. Yo creo que al forense le gustan las muertas poco ostentosas. Yo soy muy sencilla. Y tú también, de verdad. Si no hubiera visto tu accidente en el taxi, hasta pensaría que estás vivo. Uno te tiene que mirar bien para darse cuenta, pero al final, un ojo con experiencia puede percibirlo.
xxEs por tu mirada, creo.
xxTienes ojos de muerto.